Lituania está a punto de ser arrasada. Esta vez no sólo será la víctima de una terrible agresión, sino también de su propia impaciencia. Era razonable que los lituanos exigieran la independencia conculcada por Moscú tras los pactos celebrados entre nazis y comunistas en 1939, pero es absurdo que no advirtieran que esa justa reclamación no podía llevarse a cabo unilateralmente mediante una política de hechos consumados.
Es increíble que el Parlamento lituano no se haya dado cuenta que Gorbachov no puede aceptar, sin caer, que una de las repúblicas de la URSS, aunque haya sido incorporada por la traición y la fuerza, se salga del redil sin un acuerdo previo con la metrópoli. Si Gorbachov admite esta independencia de Lituania, la perestroika tiene sus días contados en la Unión Soviética. Es muy sencillo: no es factible, al mismo tiempo, reformar la ideología, la estructura del Estado y las fronteras del país. Llevar a cabo una revolución exitosa, esto es, que consiga los fines que se propone, es casi un milagro. Pero llevar a cabo tres revoluciones simultáneamente es imposible.
Obviamente, tras la independencia de Lituania, y con los mismos derechos, hubieran seguido las de Letonia y Estonia. Ese ejemplo enseguida hubiera envalentonado a las repúblicas islámicas del sur y, a medio plazo, quién sabe si hasta Ucrania y Bielorrusia, los dos incómodos vecinos eslavos, también hubieran sentido la tentación separatista.
Por supuesto, yo no estoy justificando la intervención soviética en Lituania, sino señalando, con dolor, un dato de la terca y casi siempre miserable realidad geopolítica. Los lituanos, antes de jugar la carta audaz de la independencia unilateral, tenían que haber calculado las posibles reacciones de un Gorbachov acosado por la derecha y por la izquierda de su Partido, desacreditado e impopular por los crecientes problemas económicos de su país, y asustado por las revueltas étnicas acaecidas en la franja islámica de la URSS.
Por otra parte, son muy ingenuos los lituanos si piensan que un gesto heroico como el que han realizado les va a granjear la solidaridad política de Occidente. Eso no es cierto. Seguramente los ciudadanos de a pie se sentirán emocionados por la valentía del pueblo lituano, y repetirán, a coro, que Moscú sigue siendo un implacable poder colonialista. Pero en la frialdad de los palacios de gobierno, y en las casas parlamentarias de este perro mundo libre o esclavo, la reacción va a ser mucho más tibia.
Porque la ruptura de un Estado, aunque sea tan artificial y contra natura como la URSS, pone muy nerviosos a todos los gobernantes del planeta. A los ingleses, que no saben muy bien cuál será el destino final de su enquistada porción irlandesa. A los franceses, que no les gustaría que sus corsos algún día hicieran lo mismo que los lituanos. A los españoles, que no podrían admitir que los catalanes, los vascos o los gallegos proclamaran su independencia de forma unilateral. Y ese mismo razonamiento se aplica a otros 25 países de este imperfecto universo en que vivimos. En todo caso ¿tenían otro camino los lituanos si querían con toda razón, separarse de la URSS? ¿No era éste, precisamente, el momento ideal, puesto que el poder central se encontraba débil y atareado con otros graves problemas internos? No, ese razonamiento no es válido. Nunca es más peligroso el tigre que cuando está herido. A lo último que puede renunciar el Poder es al mantenimiento del orden público y de la integridad de las fronteras. Lituania, y las demás repúblicas bálticas —si la URSS no se desintegra en una peligrosísima guerra civil— sólo pueden conseguir su independencia mediante un laborioso pacto por etapas que contemple una recuperación gradual de las facultades soberanas. Desgraciadamente ésa es una solución poco dramática, casi antiheroica, a la que no suelen acudir los pueblos en los momentos de exaltación patriótica. Sólo que cuando es demasiado tarde acaban descubriendo que es preferible ver ondear mañana la bandera que utilizarla hoy como mortaja.
3 de mayo de 1990
Coda en 2009
Tuvieron razón los lituanos. Gorbachov no reaccionó violentamente y eventualmente pudo consumarse la independencia de los países bálticos. ¿Qué impidió que los tanques soviéticos liquidaran el separatismo de los Estados satélite? Aunque ignorado por los analistas políticos, tal vez el factor de más peso fue un rasgo de la naturaleza psicológica de Gorbachov: detestaba la violencia. Le repugnaba. Esto me lo explicó Yuri Kariakin en Moscú, un brillante intelectual, ex asesor de Yeltsin. Gorbachov hubiera podido frenar la ola independentista, pero tenía que matar. No estaba dispuesto a ensuciarse de sangre las manos.