28. El imperio se queda sin coartada

Yo no sé si Gorbachov es el más grande estadista de la década, pero probablemente es el más iluso. Y quien lo dude sólo debe repasar el video del líder soviético discutiendo apasionadamente con el pueblo lituano en las calles de Vilna, intentando disuadirlo a viva voz de su voluntad separatista, alegando que la perestroika y el glasnost pueden ser barridos desde la derecha si continúa en aumento la temperatura nacionalista en los bordes del imperio.

Pobre Gorbachov. No se da cuenta que el país que a duras penas gobierna se ha quedado sin discurso para sujetar al imperio. La Rusia de los zares tenía el suyo. La casa imperial mandaba porque el zar era la cabeza de un Estado y de una Iglesia milenaria, y había sido designada por Dios para controlar por la fuerza a los hombres y a las naciones. Catalina, Pedro el Grande, la saga triste de las Romanov, unían y fundían en la Corona cien idiomas, veinte naciones, varias civilizaciones. El cetro, de origen divino, era el crisol, la armazón del aparato imperial.

En 1917 cayó el Zar, pero nada cambió porque el imperio encontró enseguida otra fuente de legitimación: la doctrina comunista. Las sagradas escrituras de Marx consignaban la existencia de una misteriosa fuerza centrípeta que trascendía y superaba toda la infinita variedad del imperio: la conciencia de clase de los obreros. Obrero era más que mongol, que tártaro, que armenio o que ucraniano. Más que cristiano o que islámico. Más que blanco o asiático. Y los obreros, esa categoría metafísica descubierta por el pensador alemán, supuestamente vertebraban la defensa de sus intereses comunes en una institución más allá de toda sospecha egoísta: el Partido Comunista. Es decir, la estructura eclesiástica de la nueva religión. Comunista era —también— más que turcomano o que bielorruso. Más que judío o mahometano. Más que todo.

Pero tras 70 años de práctica diaria, la nueva legitimación del imperio se vino al suelo, esta vez sin sustitutos. Los papeles de Marx resultaron ser una receta segura para alcanzar la miseria y la opresión. El Partido Comunista devino burocracia arbitraria y abusadora que ejercía el poder contra el pueblo. La tan cacareada conciencia de clase no llegó nunca a forjarse, mientras todas las categorías atomizadoras continuaban tercamente vigentes en el alma popular. Primero se era lituano o armenio, y luego obrero. Primero se rezaba a Mahoma o a Cristo, o se recitaba el Talmud, y luego se era obrero. Primero se hablaba uzbeko o kirguís o ruso, y luego se era obrero. Primero se era cualquier cosa, antes que comunista.

Fracasado el marxismo, la URSS carecía de argamasa, de cemento para mantener unido el rompecabezas imperial. El poder, de pronto, iluminado por los haces del glasnost, se había quedado mudo y sin discurso en medio del escenario. Por eso Gorbachov, desesperado, patético, recurre ante los lituanos al último argumento a su alcance para mantener la unidad del Estado: el económico. Ya no puede convocar a nadie a la lucha final. No puede prometer una sociedad feliz e igualitaria, y como no tiene coartada para justificar el imperio, le echa mano al más triste de los sobornos. Los lituanos —dice— no pueden sobrevivir fuera de la URSS. Y enseguida pregunta: ¿quién les va a dar el petróleo a precio preferente?

Eso qué importa, se responden los lituanos. Los daneses, los suecos y los finlandeses —esos hermanos de los pueblos bálticos— pagan por el barril de crudo el precio de mercado, lo que no les impide ser diez veces más ricos y más libres que sus vecinos atrapados detrás del telón. En todo caso, los lazos económicos no son suficientes para mantener voluntariamente atadas a las repúblicas bálticas al corazón ruso del imperio. Más aún: a largo plazo a los rusos tampoco debe interesarles sostener a su imperio a costa del insólito saqueo de la metrópoli por parte de unos pueblos presuntamente vasallos. No tiene el menor sentido intentar comprar la lealtad de los armenios o de los lituanos vendiéndoles el barril de petróleo a cinco dólares en lugar de los veinte que marca el mercado. A fin de cuentas, los rusos de origen eslavo suman la cifra de 145 millones de personas —el 50 por ciento del censo de la URSS— y el territorio en el que se asientan alcanza los 18 millones de kilómetros cuadrados —el 80 por ciento de la totalidad—, es decir, dos veces la extensión de Estados Unidos, y —con mucho— la más grande nación del planeta.

¿Sabrán los rusos replegarse a sus fronteras naturales? ¿Sabrán desprenderse sin sangre y sin guerras civiles de las adherencias imperiales adquiridas en cinco siglos de incesantes conquistas? Ese reto es mayor y más trascendente que el abandono del comunismo. A la postre, la ideología —en esto Marx no se equivocó— es un elemento superficial en la naturaleza íntima de los pueblos. En cambio, los rusos constituyen una etnia claramente perfilada —la eslava—, incardinada en una peculiar civilización —la grecocristiana, surgida en el oriente del Mediterráneo— capaz de constituir una nación admirable en muchos aspectos. Pero para esos fines, el imperio tiene que deshacerse y liberar su aprisionado corazón. Si Gorbachov lo logra, será el estadista más grande del siglo. Pero tiene muy pocas probabilidades de conseguirlo.

10 de febrero de 1990

Coda en 2009

Los países bálticos tenían razón. Se separaron de Moscú y hoy sus economías tienen un desempeño formidable. Rusia, que ha desarrollado una transición mucho más problemática, se ha desprendido de la mayor parte de las naciones que formaban parte de su sistema de satélites, pero hoy da señales de añorar su pasado imperial, como demostró tras su ataque a Georgia en el verano de 2008. Sería una desgracia que volviera a adoptar ese comportamiento de potencia avasalladora. Una desgracia para los países limítrofes y para la propia Rusia.