Hace diez años, en su viejo apartamento frente al Sena, el pensador francés Jean François Revel reflexionaba melancólicamente sobre el fin de las democracias. Tenía razón para estar triste. Occidente parecía quebrarse ante el avance incontenible del totalitarismo. En Washington mandaba Carter, un hombre bueno, pero sin liderazgo, que encarnaba a la perfección el empobrecido espíritu de derrota que entonces imperaba en la nación americana.
La OTAN se estremecía por incontables disputas originadas en un fenómeno diariamente constatable: los pueblos no querían pagar el costo de la defensa común ni continuar prestando el suelo para instalar misiles o el espacio aéreo para pasear aviones de combate. La insolidaridad y la desmoralización eran la orden del día. Desde Teherán, Jomeini enseñaba los dientes y chantajeaba a Washington con un puñado de rehenes indefensos. En África, las tropas cubanas se enseñoreaban de Angola y Etiopía. Vietnam hacía metástasis por toda la península indochina. En Nicaragua, las guerrillas sandinistas entraban victoriosas en Managua y enseguida enseñaban la oreja marxista-leninista. Inmediatamente, un Castro eufórico le declaraba al historiador venezolano Guillermo Morón que en el plazo de una década el Caribe y Centroamérica serían un tranquilo mar regido desde La Habana.
Podía pensarlo. La inflación, los altos intereses y el precio del petróleo mantenían al borde de la crisis a casi todas las naciones industrializadas. El índice de desempleo aumentaba en los países ricos y el ya multitudinario Movimiento de los No Alineados se escoraba hacia Moscú, porque en el Este el panorama era casi opuesto. La URSS había conseguido la paridad militar y marchaba disciplinadamente hacia la supremacía con el Pacto de Varsovia a cuestas. Según todos los síntomas, el siglo XXI estaría bajo la admonición del santo padre Marx. Como paso previo, la Europa libre —se dijo entonces— en breve sería finlandizada. Se convertiría en un obsequioso apéndice del mundo comunista, siempre a la tensa espera del zarpazo final. El planeta —tarde o temprano— sería rojo. La democracia y la libertad política no habrían sido otra cosa que una breve ilusión en la historia empecinadamente despótica del bicho humano. Con el paso del tiempo hasta se llegaría a olvidar que una vez había habido parlamentos y sociedades libres reguladas por la ley, la decencia y la persuasión. Revel, con razón, destilaba amargura a orillas del Sena.
Pero las cosas no ocurrieron así. Casi sucedió lo opuesto. En apenas diez años el pesimismo occidental se convirtió en euforia. A una sorprendente velocidad se deshizo la inminente pesadilla de un mundo sovietizado por la fuerza o por la intimidación. Y todo ocurrió en esta década prodigiosa. Una década que comenzó con el disidente Sajarov, solo y acosado, desterrado en Gorki, y culmina con el diputado Sajarov, velado en el Parlamento, muerto en olor de democracia en medio de un país que comienza a vivir la arriesgada aventura de la libertad.
¿Qué pasó? ¿Por qué la amenaza comunista se desarboló espontáneamente cuando estaba más cerca que nunca de lograr sus objetivos? La tentación más grata consiste en decir que, al cabo, triunfó la fuerza de una ideología superior, pero eso no es suficiente. El desplome del Este no es tanto el resultado de nuestras virtudes como la consecuencia de un defecto capital en el desarrollo del modelo comunista de Estado: durante años, durante décadas, ignoraron y tergiversaron la realidad económica maquillándola de acuerdo con las conveniencias políticas. Era un sistema dedicado frenéticamente a la ocultación de la verdad, y el precio de ese escamoteo es siempre la catástrofe. Al final, los regímenes comunistas cayeron bajo el peso de sus propias mentiras.
Porque todo ha sido y es falso en el modelo económico de corte soviético: los precios, la calidad de las cosas, el valor de la moneda, la producción, la productividad y sus costes reales, el poder adquisitivo de los salarios, la relación entre recursos y prestaciones sociales disponibles, el valor, la calidad y la extensión de los servicios. Todo era mentira, y el caos subyacente se enmascaraba en una maraña de estadísticas fraudulentas concebidas para cumplir falsamente con los arbitrarios planes quinquenales.
Pero llegó un momento, el momento de Gorbachov, en que había que detener la estafa e intentar la búsqueda de la verdad, porque la insistencia en el engaño y la reiteración del discurso oficial no podían impedir la creciente descomposición económica del país. El país oficial brillaba fulgurante. El país real se caía a pedazos. Esa es la razón última del glasnost, es decir, del examen sin censura de los problemas nacionales. No se trataba de buscar la verdad por altas razones morales, sino porque la verdad es el componente básico e insustituible de la prosperidad, del desarrollo armónico y de la superación de los problemas. La mentira había podrido las raíces de la nación e impedía una enérgica terapia capaz de devolverle la vida. Por eso la perestroika, la reforma, tenía que ir de la mano del glasnost. Sin la verdad por delante, sin la admisión de la terca realidad, no eran posibles ni el diagnóstico adecuado ni la formulación del recetario.
¿Qué dirán los historiadores de esta década? Dirán, acaso, que hubo un pulso escalofriante entre Oriente y Occidente, entre el despotismo y la libertad, y que ganó la libertad. Dirán, tal vez, que el minuto final de esa contienda fue encarnado por Reagan y Gorbachov. Pero la realidad profunda es más abstracta y hermosa, casi teológica: fue una batalla entre la verdad y la mentira. Y cuando terminó la década, se hizo la luz.
17 de enero de 1990
Coda en 2009
Así fue: al comunismo no lo derribaron. Cayó bajo el peso de sus propias mentiras y contradicciones. Era una estructura hueca y fallida. Finalmente, se derrumbó.