Durante más de setenta años los soviéticos apostaron por la ingeniería genética aplicada a la política. La revolución acabaría pariendo a un hombre nuevo. La idea estaba implícita en Marx: si cambiaba el régimen de propiedad el bicho humano resultante sería distinto. Sería más puro, más solidario, más generoso. Al final de los tiempos ni siquiera habría leyes o jueces, porque el comportamiento natural de la especie los habría hecho innecesarios. El arcangélico hombre nuevo reinaría sobre la tierra.
Con ese proyecto debajo del brazo Lenin se apoderó del Palacio de Invierno. Sus comunistas tomarían la vieja arcilla rusa, aquella compleja argamasa de los eslavos orientales, y la convertirían en otra cosa. El alma rusa descrita por Tolstoi, por Turgueniev, por Dostoievski —romántica, emotiva, irracional, apasionada, cruel a veces—, era así, porque así la habían hecho las relaciones económicas gestadas durante la larga etapa feudal o durante el breve periodo capitalista de principios de siglo. El marxismo la cambiaría de raíz.
Todo fue en vano. Parece que el alma rusa es más dura de pelar de lo que nadie había previsto. Por lo menos eso cree el sovietólogo Hedrick Smith y así lo ha escrito en el dominical de The New York Times hace algunas semanas. Según este experto, el ruso de nuestros días sigue siendo extraordinariamente emotivo, poco práctico, desordenado, convencido de la superioridad de las virtudes morales y desdeñoso de los triunfos materiales. Consecuentemente, la ética del trabajo no le preocupa demasiado, porque labrarse un gran destino personal acaso no sea una meta compatible con la desbordada espiritualidad que lo aprisiona. Más aún: el éxito y la riqueza no están bien vistos por el pueblo ruso. Antes del 17, porque el poder económico se había levantado sobre el trabajo de millones de siervos que prácticamente fueron esclavos hasta poco antes de la revolución. Después del 17, porque la búsqueda obsesiva de la igualdad —menos para la nomenklatura, claro— era una consigna implantada a sangre y fuego desde el aparato de poder.
Pero hay algo todavía más grave: la envidia —según Smith— preside las relaciones entre los soviéticos. Triunfar es peligroso en Rusia. Por eso los éxitos se esconden. Tener, sobresalir, destacar, no provoca admiración sino odio. De ahí que el ruso, cuando responde ritualmente al ¿cómo está?, no afirma muy bien o estupendo, como ocurre en Occidente, sino se limita a un cauteloso normal. Decir más podría provocar la ira del interlocutor.
¿Son ciertas estas generalizaciones de Smith? ¿Por qué no? ¿No son esos los personajes de Gogol en Las almas muertas o en El capote y El inspector? El propio Solzhenitsyn de nuestros días, pese a su carne y a su hueso, ¿no parece más bien un atormentado personaje literario de Dostoievski, amargo, consumido por la intensidad espiritual, desgarradamente cristiano? Y si la Rusia eterna no ha muerto, ¿no es válido preguntarse de inmediato por el destino final de la perestroika? Porque todos esos cambios que Gorbachov nos propone son totalmente externos: leyes nuevas para que resurja la propiedad privada; mercado abierto para que productores y consumidores encuentren una forma racional de comunicarse; prensa y tribuna libres para que los problemas puedan ser examinados sin temores. Todo eso está muy bien. Es útil. A medio plazo mejorará la dieta de la nación y disminuirá la desdicha de la sociedad, pero ¿situará a Moscú en el pelotón delantero del planeta, como corresponde al país más grande y potencialmente más rico del globo?
Es legítimo dudarlo. El capitalismo exitoso no es sólo un modo de producir bienes y servicios, sino una psicología peculiar, ciertos valores, una manera especial de entender la vida. En los países en los que el sistema ha triunfado no se envidia a quienes honradamente han conseguido enriquecerse, sino se les admira y se les emula. Se les pone en las portadas de las revistas. Nadie o casi nadie ve con horror que desde la terraza de un winner, en un rascacielos de millonarios newyorkinos, pueda verse la vivienda miserable de un loser de Harlem, porque la igualdad no es una meta en las sociedades capitalistas. ¿Qué puede hacer el señor Gorbachov si estas reflexiones son ciertas? Muy poca cosa. Siete décadas de comunismo deben haberle enseñado que la relojería interior de los seres humanos es muy delicada. Trastearla no suele dar resultado. No es posible construir hombres nuevos. El viejo, con una risotada nerviosa acaba siempre asomando su terca y milenaria cabecita.
2 de enero de 1990
Coda en 2009
Desgraciadamente, el capitalismo ruso poscomunista tiene poco que ver con el capitalismo abierto de mercado fundado en la competencia y el fair-play semejante al que existe en las naciones desarrolladas de Occidente. Putin, un nuevo déspota, se ha apoderado del país, probablemente con la simpatía mayoritaria del pueblo ruso, y lo gobierna y administra dentro de una de las variantes del mercantilismo. Los empresarios se enriquecen al amparo del poder político, y quien se atreve a retar su autoridad corre el riesgo de acabar en la cárcel. ¿Había algo en la estructura de valores (el alma) del pueblo ruso que impide la forja de un verdadero Estado de derecho? Tal vez, pero también esto puede ser el resultado de que la transición en Rusia la hizo el Partido prácticamente sin participación de las muy débiles fuerzas democráticas que existían en el país.