Boris Yeltsin acaba de decir que la situación en la URSS era desesperada. Todo se hundía lentamente: la productividad, el abastecimiento, la ilusión colectiva. «Gorbachov apenas cuenta con seis meses o un año para remontar la crisis» —lo dijo por segunda o tercera vez.
Bien —comencé mi pregunta—, supongamos que Gorbachov fracasa: ¿hacia dónde se cae? ¿A manos de quiénes irá a parar el poder? ¿De la derecha brezhneviana representada por Ligachov y comparsa? ¿De la izquierda que usted, Afanasiev, Sajarov y otros 400 y tantos diputados encarnan en el Parlamento?
Yeltsin echó atrás la cabeza, como si quisiera huir de la respuesta, y se escabulló con una contestación demagógica, amortiguada por cierto gesto de cordialidad: «La perestroika no puede fracasar; estamos obligados a lograr que tenga éxito». Y enseguida agregó un párrafo lírico para explicar la huella indeleble de la perestroika y —sobre todo— del glasnost en su enorme país: «la perestroika ha sacado el clavo mohoso del miedo del corazón de los soviéticos… Una URSS sin miedo nunca volverá a ser la misma». Puede ser. No obstante, tras la frase rotunda me pareció que a Yeltsin se le oscureció un poco el semblante. «La pena tizna cuando estalla», decía un gran poeta español. Tal vez algo quedaba del clavo. Tal vez Yeltsin tenía miedo.
El pequeño grupo —una docena de personas— se había reunido en casa de Jiri y Virginia Valenta en Miami para conversar con el popular ex alcalde de Moscú sin interferencias ni limitaciones, como parte del excelente programa del Instituto de Estudios Soviéticos y de Europa del Este de la Universidad de Miami. La reunión fue muy útil. En ese ambiente calmado y sin protocolo se hizo evidente que Yeltsin no sólo había acudido a presentar el punto de vista de la oposición parlamentaria, sino también a defender al gobierno del acoso de la derecha opuesta a la perestroika. En su viaje a Estados Unidos, Boris Yeltsin era el embajador de sí mismo, pero también y secretamente de Gorbachov. Podía decir lo que le estaba vedado a Shevardnadze. Podía pedir ayuda para la perestroika sin ningún pudor, y podía advertir que a corto o medio plazo la reforma del Estado soviético se encontraba en peligro si no se conseguía cierto éxito en el frente económico.
Pero eso no significa, por supuesto, que los intereses políticos de Gorbachov y los de la oposición a su izquierda coincidan plenamente. Se trata de una alianza táctica para derrotar a los viejos e inmóviles marxistas, supervivientes de la última generación estalinista. Pero, después de esa batalla, una vez enterrada la derecha del Partido, Gorbachov y su izquierda están condenados a enfrentarse.
Y la razón es simple: lo que ahora se discute en la URSS es quiénes dominan el Politburó, corazón del poder en Moscú. Es de ahí de donde hoy Gorbachov debe desalojar a los enemigos de la perestroika para poder transformar la estructura económica de su país. Pero cuando se haya completado esa tarea de limpieza, empezará una lucha mucho más trascendente, planteada por la izquierda, encaminada a trasladar el centro de poder de manos del Politburó —el órgano supremo del Partido— a manos del Parlamento —los representantes directos del pueblo. Y ahí, realmente, comenzaría la verdadera democratización del Estado soviético, cuando el Partido Comunista pierda las prerrogativas constitucionales que desde hace 70 años le confieren un poder absoluto sobre la sociedad, y se vea obligado a competir con otras fuerzas políticas de signo diferente.
Yeltsin confía en que, llegado ese momento, se podrá maniatar al Partido con la fuerza de los votos. Incluso hoy, se siente seguro frente a cualquier tipo de amenazas porque en las elecciones pasadas obtuvo en su circunscripción el 90 por ciento de los sufragios. Esa legitimidad democrática es su talismán contra el KGB y contra el estalinismo. Nada pueden hacerle porque el pueblo está con él. El Partido —supone— tampoco podrá impedir que el poder se desplace hacia el Parlamento, porque cada convocatoria electoral irá reafirmando la autoridad de la cámara legislativa en detrimento de la secta partidista.
¿Triunfarán hoy Gorbachov y su izquierda contra la derecha del Partido?
¿Podrá luego esa izquierda vencer a Gorbachov e instaurar en la URSS una verdadera democracia parlamentaria? Yeltsin dice estar convencido de que es posible. Sin embargo, bromeó, tras hacer estas observaciones prefería regresar a la URSS en Pan American en lugar de Aeroflot. Se sentía más seguro. Probablemente el clavo todavía molesta.
10 de octubre de 1989
Coda en 2009
Se veía venir: el PCUS se dividió. La izquierda reformista, entonces representada por Boris Yeltsin, consiguió apoderarse de la estructura del Partido, aunque la vieja guardia derechista se atrincheró en el KGB. Esa batalla culminó con el intento de golpe contra Gorbachov por parte de la derecha estalinista en el verano de 1991 (impedido por Yeltsin) y la subsiguiente disolución del Partido. Otro que perdió fue Gorbachov, persona muy impopular dentro de Rusia, a quien no le agradecen la llegada de la democracia, sino que lo asocian a un periodo de carencias e inestabilidad, y a cuya falta de pericia le atribuyen la estrepitosa caída de la capacidad adquisitiva de la sociedad.