El menos impopular de los partidos comunistas del Este es el húngaro. Su secretario general Karoly Gras, no es nada apreciado dentro o fuera de la secta, pero el líder natural de los 700 000 afiliados al Partido Socialista Obrero de Hungría —en una población de 10 millones— es Irnre Poszgay, un político de corte occidental que ha renunciado públicamente al leninismo. Poszgay quiere que los comunistas permanezcan en el poder, pero no mediante la fuerza, sino por la persuasión. Ha repetido media docena de veces que si pierde las elecciones generales está dispuesto a hacer las maletas y trasladarse a la oposición.
Por supuesto, para impedir esa derrota electoral Poszgay está decidido a cualquier sacrificio. Incluso, hasta el de contratar una firma inglesa de fabricantes de imagen, la Charles Bakers Public Relations —asesores, también, de Margaret Thatcher— para borrar de la memoria de los húngaros, con la técnica de la venta de jabones, los malos recuerdos de la etapa estalinista y la pérfida complicidad de un buen sector de su partido con la sangrienta intervención rusa de 1956.
Pero es inútil. Pese a la libertad relativa de la Hungría de hoy, pese a los escaparates llenos y el fin de las alambradas en la frontera austriaca, los húngaros, de forma abrumadora, detestan al partido comunista. Es exactamente el mismo fenómeno que se observa en Polonia, en la URSS, en Cuba y en cualquier país regido brutal y arbitrariamente por un grupo único que se arroga la posesión de la verdad absoluta. Los húngaros no pueden olvidar que desde hace 40 años el partido los ha perseguido y atemorizado con la política, los ha empobrecido con el colectivismo y la planificación centralizada, los ha humillado imponiéndoles una escala de valores contra natura, les ha falsificado la historia y les ha ocultado la realidad, los ha obligado a fingir y los ha puesto a aplaudir cuando todos se morían de náuseas y desesperanza.
Esa experiencia no la pueden escamotear los magos de Charles Baker ni las sonrientes promesas de Irnre Poszgay. En el mundo comunista no sólo se hunde el marxismo como concepción teórica o el leninismo como práctica de gobierno. Los partidos comunistas también se van a pique. El pueblo desprecia esa institución y a sus cuadros, porque los responsabiliza de los abusos, los privilegios, la arrogancia, la estupidez, en el manejo de los asuntos económicos y el entreguismo en cuestiones internacionales.
Como grupo, al partido comunista ni siquiera le será dable la transformación en otro tipo de institución. No podrá convertirse en socialdemócrata y levantar otras banderas, porque el electorado no está dispuesto a admitir esa metamorfosis. El viejo dinosaurio no podrá parir una gacela. El partido no tiene salvación como estructura política capaz de canalizar las emociones de las mayorías y mucho menos de representar los intereses colectivos. Era totalmente falsa la repetida aseveración de que el partido, como Drácula, era inmortal, mientras los hombres corrientes y molientes perecían sin remedio.
En Hungría —en Polonia, y tal vez en la URSS— el partido morirá antes que los hombres que hoy lo sostienen. Si la libertad y la democracia continúan entronizándose, a medio plazo en todo el bloque del Este sólo tendrán destino político aquellos comunistas que sean capaces de abandonar el partido e insertarse en formaciones diferentes. Sólo se salvarán los que —a título personal— salten del barco en medio del naufragio.
Ese panorama se ha visto con toda claridad en las recientes elecciones parciales celebradas en Hungría. En esos comicios la oposición barrió. Sin partidos políticos, sin dinero, sin asesores de imagen, sin organizaciones de base, prácticamente sin propaganda, y enfrentándose a la maquinaria estatal, que controlaba la televisión, los candidatos del Foro Democrático —una amalgama que sólo coincidía en el repudio al comunismo— derrotaron sin paliativos a los aspirantes comunistas.
Las elecciones generales tendrán lugar en 1990. Poco antes, en octubre de 1989, el partido de los comunistas húngaros se reunirá para discutir la estrategia. Seguramente será una sesión tormentosa en la que no debe descartarse alguna escisión importante. Los ánimos están revueltos y desmoralizados. La tendencia estalinista reiterará su desconfianza hacia cualquier síntoma de apertura. Las derrotas electorales no los convencen de que el partido va por mal camino sino de que el comunismo es un negocio que sólo puede sostenerse a palo y tentetieso. Los reformistas de Poszgay —en cambio— declararán su amargura por el rechazo sufrido en las urnas, pero insistirán en el camino de la democratización. Entre otras razones, porque la vuelta atrás parece imposible sin otra visita de los blindados soviéticos. Los más jóvenes del partido dejarán constancia de que no tiene demasiado sentido continuar sosteniendo un edificio que inevitablemente se derrumba.
En 1990, si hay elecciones libres, Hungría comenzará de nuevo a vivir. El partido, sin embargo, será pasado por las urnas. Morirá atravesado por ráfagas electorales disparadas en todas las circunscripciones del país. Como a Drácula, le clavarán en el pecho una cruz en forma de boleta para que nunca más abandone la tumba. A fin de cuentas, era mortal. Descanse en paz. Si es que lo dejan sus fantasmas.
10 de agosto de 1989
Coda en 2009
Hubo elecciones y los comunistas húngaros perdieron. El grueso del electorado se dividió, como en casi toda Europa, en un arco que va desde el centro-izquierda al centro-derecha, y luego se alternaron en el poder. Los viejos comunistas, para sobrevivir, establecieron alianzas con otros grupos, pero ninguno proponía retomar el viejo modelo colectivista de partido único. El marxismo-leninismo, en realidad, había muerto y nadie se atrevía a plantear su resurrección, Nadie, por muy inconforme que estuviera con nuevo orden de cosas, reivindicaba la restauración de la dictadura.