19. El hombre nuevo era un americano

Es penoso decirlo, pero todo la que esta hermosa ciudad —Budapest— tiene de ejemplar es ajeno al socialismo. La vieja Buda insinuada en una tenue colina a orillas del Danubio es el producto de una antigua historia iniciada por los romanos, que llega a su clímax en el siglo XVIII. Pest, el ensanche moderno, al otro lado del río, ruidosa y festiva, es una espléndida muestra de la arquitectura burguesa europea de la segunda mitad del siglo XIX y de la gloriosa belle époque de la anteguerra. Es París. Barcelona. Roma y —sobre todo— Viena, ciudad con la que compartía la pasión por los valses y la bicapitalidad del Imperio Austrohúngaro desde 1867.

Y si el único paisaje urbano memorable es el que se relaciona con la etapa capitalista, algo muy parecido ocurre con la vitalidad comercial que se observa en las calles: lo que distingue Budapest de la bovina tristeza del Este europeo es la frenética actividad económica de los pequeños empresarios húngaros. Esas mínimas tiendas, esos cafés y restaurantes en manos privadas han salvado a la sociedad magiar de la ineficacia, el desabastecimiento y las infinitas demoras que caracterizan las transacciones comerciales en el mundo comunista.

Sólo vi dos colas importantes: la de los zapatos Adidas y la de las hamburguesas McDonald’s. Frente a esos dos establecimientos, en la calle Vaci, se arremolinan centenares de muchachos y muchachas en jeans y camiseta, perfectamente intercambiables por sus coetáneos de Nueva York o Miami.

Se trataba de la segunda generación formada por los comunistas dentro de la doctrina de las sectas. Eran los hombres nuevos que el marxismo leninismo prometía. Sólo que, por alguna curiosa ironía de la historia, en esta época nuestra de la aldea global y civilización planetaria, cada vez que se quiebra la cáscara de un huevo empollado en el socialismo, cada vez que el marxismo pare un hombre nuevo, parteado por un comisario con los fórceps del materialismo dialéctico, resulta que sale un americano vivito y coleando.

Lenin jamás hubiera podido preverlo —y mucho menos Marx—, pero el fenómeno se ha repetido tanto que ya es razonable consignar la ley: el hombre nuevo de los comunistas es el americano. Un americano que es casi una caricatura. Un americano de rock duro, T-shirt, chicle, graffiti y empedernida ausencia de gravedad histórica. Un americano como los que en Pekín, en tres noches de insomnio libertario, fundieron una estatua newyorkina y se dispusieron a morir entonando en chino canciones de los Beatles para borrar de la memoria auditiva de su pueblo el ruido infame de las consignas partidistas.

Para prever el destino final de las dictaduras del Este europeo no hay que ir a Harvard ni leer a Hayek, aunque ambas cosas sean convenientes. Basta con pasear por Budapest y hablar con sus gentes. En esta ciudad ya casi nadie tiene la menor duda de que el socialismo es una enfermedad crónica que sólo se cura con dosis crecientes de mercado libre y parlamento representativo. Y no porque ignoren que en Occidente hay minorías desamparadas, injusticias sociales y desigualdades extremas, sino porque en casi medio siglo de comunismo han comprobado repetidas veces que la oferta marxista conduce a un modelo de sociedad infinitamente peor que el que se propusieron erradicar.

Ahora —casi nada— sólo queda por establecer el cómo y el cuándo se desmontan los regímenes comunistas. Cada país, por supuesto, seguirá su propio e inexorable calendario. Hungría parece ser la avanzadilla, y la razón de esta premura acaso haya que imputarla al partido comunista local. El Partido Obrero Socialista de Hungría, orientado por el reformista Irnre Pozsgay —personaje mucho más radical y enérgico que el propio Gorbachov— está decidido a liderar los cambios desde arriba para no tener que sufrirlos desde abajo, como les ocurre a sus atribulados camaradas polacos. Porque en Budapest resulta evidente que es absolutamente imposible pretender gobernar por la fuerza, permanentemente, pueblos cada vez más insatisfechos con su destino político. De manera que es sólo cuestión de tiempo. El futuro del comunismo en Europa ya es perfectamente previsible. Los húngaros lo verifican todos los días cuando libremente toman la lancha en el Danubio y a las pocas horas desembarcan en Viena.

En el siglo pasado, el poeta Sandor Petofi, lleno de nostalgia patriótica, escribió: «Iremos a Pest: la vida es alegre allí». De alguna manera fue profético. Con el transcurso del tiempo todo el mundo comunista irá a Pest. La vida allí es más hermosa.

3 de agosto de 1989

Coda en 2009

El fenómeno afectó a todas las sociedades sometidas al comunismo. En ningún sitio era más admirada la sociedad norteamericana que en las naciones sojuzgadas por el marxismo-leninismo. Cuando George Bush (padre), y luego Bill Clinton, viajaron por los países liberados de Moscú, los recibieron multitudes enfervorizadas. Los húngaros nunca fueron muy felices con la ocupación soviética. Ni siquiera todos los comunistas. La rebelión de 1956 contra Moscú fue acaudillada por dos ex comunistas: Imre Nagy y Paul Maléter. A partir de los setentas y ochentas ya era evidente que la mayoría de la sociedad húngara ansiaba librarse del comunismo. A fines de 1989 miles de alemanes de la RDA huyeron de su país con dirección a Checoslovaquia y luego a Hungría, otros Estados de la órbita soviética. La idea era pasar a Austria y desde ahí ingresar en Alemania Occidental y solicitar asilo político. Ante esta situación, los comunistas alemanes trataron de suavizar las condiciones para emigrar, pero lo que consiguieron fue generar una inmensa confusión que culminó con decenas de miles de berlineses marchando hacia el Muro. Poco después hubo elecciones en Hungría y los comunistas perdieron el poder. Ya no había marxistas.

Veinte años más tarde Hungría ha dado un notable salto hacia la prosperidad. Su transición ha sido de las más exitosas. Curiosamente, ya no es un país fascinado por todo lo que viene de Estados Unidos. Forma parte de la Unión Europea, es miembro de la OTAN y ha recuperado su pulso cultural de una manera notable.