18. El otro big bang: ¿Estallará la URSS?

Las repúblicas bálticas —Letonia, Estonia y Lituania— quieren separarse de la URSS. Es natural: pertenecen al botín adquirido por Moscú como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Son parte de esa franja vertical violentamente arrebatada por Rusia a sus vecinos, que se inicia tímidamente en Petsamo, en el Ártico finlandés, se abulta en la península de Carelia y desciende hasta la Besarabia romana en el mar Negro, podando en el trayecto un buen pedazo de la sufrida Polonia.

Suele decirse que la URSS perdió 20 millones de personas en ese conflicto. No es cierto. En números redondos puede haber ganado unos cuantos millones de azorados supervivientes, puesto que los territorios anexados a la fuerza —algo así como la superficie de Francia— albergaban una cifra de personas similar al número de bajas sufridas durante la contienda. La URSS perdió 20 millones y ganó otros 20. Hubo un reguero de muertos, pero el censo no se movió un milímetro.

El fenómeno comenzó a ocurrir hace mucho tiempo. A mediados del siglo XV, Constantinopla —el último reducto del Imperio Bizantino, la segunda Roma— cayó en manos de los turcos, y de alguna forma misteriosa ese vacío de poder en la frontera oriental del cristianismo provocó una especie de big bang imperial en el hasta entonces oscuro principado de Moscú, un atrasado territorio poco mayor que la España actual.

Cincuenta años más tarde los rusos habían alcanzado el Mico y se aproximaban al Báltico. Antes de dos siglos estaban en el Pacífico, en el mar Negro, en el Caspio, en la infinita frontera china. Poco después se paseaban por California en lo que hoy es San Francisco. Era ya el mayor país de la Tierra. Eran la tercera Roma. Un imperio que abarca una sexta parte del planeta. Más de 20 millones de kilómetros cuadrados y centenares de pueblos, razas, etnias, naciones y minúsculas tribus perdidas en la profundidad de la historia y en las enormes estepas asiáticas, siempre amalgamadas por un ejército que desde hace varios siglos es el mayor del mundo.

El espasmo imperial ha durado 500 años. Ahora hay síntomas de que esa extraña energía comienza a agotarse. La cándida racionalidad de la perestroika es uno de ellos. Gorbachov no se ha negado a discutir con las repúblicas bálticas la ilegitimidad de su incorporación a la URSS. Ese debate no es propio de los imperios en su fase expansiva. Las reivindicaciones de los armenios tampoco han sido ignoradas del todo. Los ucranianos exhiben rasgos nacionalistas cada vez más acusados. El separatismo está en boga en la URSS entre los pueblos que agitan sus puños contra los rusos. Pero ocurre algo todavía más importante: entre los propios rusos —la tribu aplastantemente dominante— comienza a tomar forma una especie de antiimperialismo defensivo, egoísta, que atribuye el atraso de la metrópoli al peso muerto de los pueblos colgados en la periferia. Los eslavos —afirman— son víctimas y no victimarios de los pueblos no eslavos incorporados a la URSS por culpa de un apetito suicida. Son los rusos los que pagan con su atraso relativo el relativo adelanto del resto de la confederación.

Ese razonamiento, enarbolado —entre otros— por Medeiev, al que no le falta cierta dosis de verdad, es típico de los imperios en su momento crepuscular. Se oyó en Inglaterra y Francia a fines del siglo pasado, y es hoy —a posteriori— con el que los españoles explican su propio atraso relativo: Madrid se consumió en la conquista de América.

Pero la cosa no es para tañer campanas. La descomposición de un imperio es siempre un peligrosísimo asunto. Sería muy optimista esperar de los rusos esa suprema habilidad que tuvieron los ingleses para retirarse ordenadamente a las fronteras de sus Islas Británicas. Lo más probable es que a los soviéticos les ocurra como a los turcos —el imperio que más se les asemeja— y durante muchas décadas, quién sabe si hasta siglos, cada fragmentación será un parto violento y laborioso que puede arrastrar a los vecinos al conflicto.

Eso exactamente fue lo que ocurrió a principios de siglo. El desmantelamiento del imperio turco provocó las guerras balcánicas de 1912, que a su vez exacerbaron el nacionalismo paneslavo en el perímetro del Imperio Austrohúngaro, hasta que un pistoletazo en Sarajevo desencadenó la Primera Guerra Mundial, conflicto que, en su conclusión, llevó larvado el origen de la Segunda Guerra, la que a su vez dio lugar al actual equilibrio de poderes, con la OTAN y al Pacto de Varsovia felizmente inmovilizado por el mutuo terror a las armas nucleares.

Todo eso —esa paz amenazada pero real de casi medio siglo— puede irse al diablo si el proceso de contracción de Rusia, el movimiento de sístole, no ocurre de una manera ordenada y durante un largo periodo de ajuste. Es muy difícil predecir lo que sucedería si se produce el caos en la URSS, pero es menos complicado averiguar lo que ha acaecido antes en situaciones aproximadamente similares. Ni siquiera puede descartarse otro big bang, pero no ya como la explosión primigenia que pone en marcha un universo en expansión, sino como un hongo atómico surgido de los imprevisibles coletazos de un gigante que se desploma.

10 de junio de 1989

Coda en 2009

En efecto, la URSS «implosionó» y las pequeñas naciones atrapadas en las redes imperiales consiguieron liberarse. Muchas de las 15 repúblicas integradas en el imperio soviético reclamaron y obtuvieron su independencia: Ucrania, Estonia, Lituania, Letonia, Armenia, Georgia, Azerbaiján, Kazajistán, Uzbekistán. Bielorrusia también, pero sin abandonar la dictadura comunista. Otros territorios, como Chechenia, no lo lograron. La sociedad rusa, al principio, parecía estar de acuerdo en despojarse del peso de las colonias, pero con la recuperación económica vino la nostalgia por la era de la grandeza soviética y Vladimir Putin se propuso restituir el prestigio perdido. Eso explica, aunque no justifica, su agresión a Georgia o su negativa a aceptar la secesión de Kosovo. ¿Volverá a resurgir la voluntad de imperio en Rusia? Es posible, pero mientras la sociedad rusa no supere su atraso tecnológico y científico ese deseo de liderazgo es una quimera.