17. La otra revolución rusa

Al señor Gorbachov le están haciendo una auditoría minuciosa. Los analistas se dividen entre los que predicen el total fracaso de sus reformas y quienes le conceden alguna oportunidad de tener éxito. Los pesimistas parecen tener más y mejores argumentos, y quien mejor resume esta posición acaso sea el notable historiador español Javier Tusell. Su más reciente libro, La URSS y la perestroika desde España, viene a ser algo así como una razonada vacuna contra la esperanza. Tusell, con amarga brillantez, no cree en la capacidad de regeneración del régimen soviético.

Sin embargo, en esta rara oportunidad histórica, tan importante como el destino de la reforma del comunismo es el método con que se está llevando a cabo. En el bloque del Este está ocurriendo algo trascendental que no puede medirse con indicadores económicos, y a lo que no suele prestarse demasiada atención: en ese convulsionado universo está surgiendo un procedimiento incruento para transformar las sociedades comunistas en otra cosa menos ineficiente y sórdida. Está apareciendo una fórmula para enterrar el marxismo sin tener que volver a tomar el Palacio de Invierno.

Nadie dudaba que la planificación centralizada, la propiedad, la colectivización de la tierra y la asignación arbitraria de precios, salarios, costes y beneficios eran las causas directas del estancamiento de las sociedades del Este, pero ¿cómo se le ponía fin a esa pesadilla, cómo se cambiaba esa absurda manera de organizar y administrar las naciones regidas por el modelo marxista? En último análisis: ¿cómo se le arrebataba al Partido Comunista el poder casi absoluto que con tanta torpeza ejercía sobre (contra) el pueblo, cuando la reforma tenía que proceder, precisamente, de un sector del Partido Comunista —los liberales— grupo que ni siquiera conocía sus propias fuerzas dentro de la estructura de poder, y que, sin duda alguna, encontraría la resistencia tenaz de los conservadores?

Por otra parte, en el inescrupuloso camino por preservar la autoridad sin limitaciones, el Partido Comunista había criado dos enormes cuervos potencialmente capaces de sacarle los ojos en momentos de crisis: la omnipotente policía política y el disciplinado pero siempre imprevisible ejército. ¿Cómo iban a reaccionar estos organismos si se intentaban profundos cambios estructurales en el sistema y veían en peligro sus privilegios y sus cuotas de poder? ¿Cuál era el balance real de los liberales y conservadores en instituciones en las que la mayoría vive ideológicamente enmascarada?

De ahí que la gran incertidumbre en el bloque del Este no fuera tanto sobre la naturaleza de las reformas que se necesitaban —casi todo el mundo sabía lo que había que hacer—, sino sobre los mecanismos para llevarlas a cabo sin violencia. Y eso, exactamente, es lo que se está despejando en Hungría, en Polonia, y en la URSS: sorpresivamente, de la mano de los comunistas liberales, los Parlamentos están funcionando. El cuerpo legislativo, a trancas y barrancas, está actuando y consigue cambiar las reglas del juego sin que se produzca una sacudida peligrosa.

Evidentemente, estamos ante una notabilísima paradoja: tras todo un siglo de predicar la desobediencia civil, el desorden y la violencia como método para cambiar radicalmente el modelo de sociedad, los comunistas están recurriendo a los esquemas del derecho y la mentalidad burgueses para cambiar su propia sociedad. Nada de revoluciones ni algaradas. Nada de fusilamientos masivos: simplemente, plebiscitos, referéndums, debates parlamentarios y votos secretos o a mano alzada. Lo único que les falta es la peluca.

Algo que uno esperaría que ocurriese en Inglaterra o en Bélgica, pero nunca en la atormentada Hungría, y mucho menos en Polonia o la URSS. De manera que la cuestión realmente candente no es si las reformas conseguirán levantar el Producto Interior Bruto y estimular las exportaciones, sino si van a continuar por el camino pacífico y legalista que han tomado y si el ejemplo va a reproducirse en otros Estados de la órbita soviética férreamente estalinistas y refractarios al cambio.

Pienso que sí. Ni Checoslovaquia, ni Cuba, ni Rumanía —el eje de la intransigencia— pueden resistir mucho tiempo como islotes bunkerizados en el viejo marxismo. Alemania del Este mucho menos. Emparedada entre Polonia y Alemania Occidental, ¿cómo y por cuánto tiempo el Partido Comunista de Berlín puede sostener la presión interna en la dirección de la democracia y de la reunificación con la otra Alemania?

Estamos asistiendo a un hermoso espectáculo. Es como ver un parto, con el peligro de que la criatura muera, pero también con la esperanza de que resista. Estamos viendo cómo la tradición democrática occidental, enraizada en el primer Parlamento de las cortes medievales de Inglaterra y Castilla —donde por primera vez empezó a legislar y a votar por encima de la soberanía real— está demoliendo los peores aspectos del totalitarismo marxista. El espectáculo es tan importante como el colapso del Imperio Romano de Occidente, la caída de Bizancio o el estallido de Hiroshima. Y nosotros tenemos el enorme privilegio de poder contemplarlo en primera fila.

3 de mayo de 1989

Coda en 2009

Así fue: el parlamento (como ocurrió con las Cortes en España tras la muerte de Franco) fue el sitio en el que se desmanteló el comunismo. ¿Por qué? Porque era la institución en donde existían más reformistas y la que estaba más acostumbrada a obedecer las órdenes de la cúpula política. Tras décadas de obediente repetición de consignas, los diputados soviéticos tuvieron la primera oportunidad de tomar decisiones importantes.