A Gorbachov no le gustaba excesivamente la idea de viajar a Cuba a reunirse con Castro. Tenía que hacerlo, pero lo hacía con ese resignado fatalismo con que uno se toma un purgante o se sienta en el sillón del dentista. Sabía que debía enfrentarse a un viejo terco, orgulloso e inflexible, totalmente indiferente ante la realidad e incapaz de entender las nuevas ideas que sacuden al mundo socialista. Su embajador en La Habana, Yuri Petrov, le había advertido amargamente que las relaciones con Castro debía manejarlas desde el supuesto que se encontraría frente al mayor enemigo de la perestroika en todo el bloque del Este.
A Gorbachov tampoco podía extrañarle la opinión de Petrov. Precisamente lo había situado en La Habana en el verano de 1988 para preparar su viaje y para tener en ese díscolo satélite un hombre afín con su propia vertiente ideológica. Petrov era un fiel seguidor nada menos que de Boris Yeltsin, la izquierda de la perestroika, a quien había sucedido como Primer Secretario del Partido en Sverdlovsk, una región de los Urales caracterizada por su rechazo visceral a la tendencia esclerótica y ortodoxa del marxismo, como pudo comprobarse en las últimas elecciones.
Era toda una ironía que al líder del Kremlin le resultara más fácil y políticamente rentable reunirse con Margaret Thatcher o con George Bush que con Castro, pero la historia suele ser rica en este tipo de paradoja. En el Kremlin ya era una verdad evidente y compartida que existía y funcionaba en la sombra un eje La Habana-Praga vinculado a los soviéticos duros y nostálgicos de la era brezhnevista. Sólo que Gorbachov no pensaba cometer el error de enfrentarse a Castro públicamente para obligarlo a alinearse con la perestroika. Eso hubiera sido abrir sin utilidad otro frente de lucha.
Su táctica y su estrategia eran mucho más sutiles. Poco antes de su llegada a Cuba, el Viceministro de Cooperación Exterior de la URSS, Alejandro Katchanov, declaró que a partir del 1 de abril las relaciones económicas entre Cuba y la URSS dejaban de ser fundamentalmente entre Estados y se convertían en relaciones entre empresas. A partir de esa fecha, Cuba tenía que comprar y vender de acuerdo con precios razonables, plazos establecidos y calidad aceptable. Es decir, exactamente las condiciones que hasta ahora el sistema económico sostenido por Castro ha sido incapaz de cumplir. Gorbachov —hombre medularmente pragmático— se ahorraba con esta medida cualquier fatigosa discusión teórica sobre las virtudes o defectos de la planificación centralizada que preconizan los marxistas ortodoxos, remitiendo el tema del debate al terreno que realmente le interesa: la rentabilidad y la eficiencia. Para Gorbachov lo demás son pamplinas y chácharas de filósofos trasnochados. Si Castro, con su viejo comunismo, conseguía producir y exportar a precio y calidad de mercado, el azúcar, el níquel, los cítricos y los mariscos que Moscú importa, demostraría que sus ideas son válidas. Pero si en el futuro no logra estos objetivos —como ha ocurrido durante 30 años— simplemente, la Isla se irá empobreciendo cada vez más como consecuencia de la terquedad del Máximo Lider, puesto que el Moscú de Gorbachov no tiene la menor intención de continuar subsidiando la pureza ideológica de sus enemigos solapados.
Obviamente, a medio plazo, esto significa la sentencia a muerte del castrismo, porque Fidel es absolutamente incapaz de gobernar de acuerdo con el sentido común. Ni está dispuesto a disminuir su aventurerismo internacional, ni admite reducir su protagonismo al de un simple tirano doméstico del Tercer Mundo, ni va a variar un milímetro el signo estalinista de su dictadura personal. Eso sí: va a presentarle combate a Gorbachov. Va a tratar de demostrar la validez de su viejo comunismo frente a la perestroika del líder soviético. Este combate, por supuesto, lo precipita a la necesidad de impulsar la producción y la productividad de la Isla. ¿Cómo lo va a hacer? De la única manera que él sabe: mayor represión, mayor violencia y más intimidación. Pero ese camino ya está desgastado a fuerza de tanto transitarse. Esa vía no tiene otro destino que el colapso paulatino de la economía y las conspiraciones que inevitablemente han de surgir en la estructura de poder, puesto que Castro está prácticamente solo en esa postura de último y solitario estalinista.
¿Cuándo se producirán estos hechos? Es difícil predecirlo, pero probablemente dos o tres años basten para que la economía de Cuba se hunda hasta el límite de lo insoportable. En ese punto no caerán ni el gobierno ni el sistema, pero de alguna forma Castro será barrido de la escena y comenzará otra etapa de la historia de Cuba. En ese punto los cubanos comenzarán de nuevo a construir una sociedad más libre y democrática, siguiendo acaso el modelo húngaro o polaco de desmontar Estados totalitarios. Será un largo y peligroso periodo, pero ya comienza a haber precedentes útiles; y en política no hay ímpetu mayor que el que provocan las analogías. A la postre la perestroika habrá sido un elemento clave en el fin del castrismo. Esto se verá con total claridad cuando pasen los años.
10 de abril de 1989
Coda en 2009
La rivalidad entre Castro y Gorbachov fue mucho más intensa de lo que reveló la prensa, tal vez porque nunca la conocieron a fondo. Fidel Castro afirmaba en privado que Gorbachov había sido reclutado por la CIA, y llegó a más: la embajada cubana en Moscú fue uno de los sitios en los que se tramó el golpe de Estado contra Gorbachov en el verano de 1991. Esta increíble historia la reveló el diplomático cubano Jesús Renzolí, quien desertara de su puesto como embajador provisional en Moscú en 1992 tras ser testigo horrorizado de estos hechos. Renzolí, intérprete de Fidel y Raúl Castro en sus viajes a la URSS, es el desertor con mayor nivel de información entre las docenas o centenares que han abandonado la dictadura cubana.