15. Guerrillas y perestroikas

Antes era más fácil. De un lado quedaban los explotadores, los terratenientes, los banqueros y los imperialistas. Del otro se situaban los gallardos revolucionarios. Antes, con toda certeza, se afirmaba que los centros se enriquecían a costa de la periferia. Y luego —con voz engolada—, casi siempre con un tabaco en la boca, se explicaba la hipótesis de la dependencia y la esclavizante maldición del continuo deterioro de los términos de intercambio. A continuación, alzando la ceja izquierda, gesto que denota gran sabiduría, con un ademán de preocupación universal, se advertía que ese injusto estado de cosas se sostenía sobre la economía de guerra de los países capitalistas, azuzada por el complejo militar-industrial, el Fondo Monetario Internacional, y las multinacionales empeñadas en continuar saqueando el Tercer Mundo.

Ese era el diagnóstico. En consecuencia, a renglón seguido se recetaba la terapia. Había que hacer la revolución. Y había que hacerla a tiros. Volando líneas telefónicas, secuestrando ricos y matando soldaditos. Había que entrar a bordo de un tanque en la capital. Como Castro en La Habana. Como el Vietcong en Saigón. Como los bolcheviques de 1917 en el Palacio de Invierno. El costo era alto, pero al final aguardaba una sociedad sin clases empeñada en curar enfermos, educar niños y adiestrar atletas. Una sociedad sin desempleados, dueña de su destino y esencialmente igualitaria. Una sociedad —en suma— como la rusa, modelo y avanzadilla del inevitable futuro proletario.

Pero llegó Gorbachov con su mala nueva. Ese futuro era un desastre. Las fábricas funcionaban poco y mal. Las cosechas eran raquíticas. Declinaban los índices de salud. El alcoholismo y la corrupción se enseñoreaban del país. La planificación minuciosa, como las películas de Hollywood, nada tenía que ver con la realidad. Ni la producción ni la productividad se acercaban a los índices de las naciones desarrolladas de Occidente. El igualitarismo no conducía a la justicia sino a la pobreza generalizada. El Partido Comunista estrangulaba la creatividad de la sociedad. Tenía razón Occidente: la libertad y la crítica —ausentes en el modelo soviético— eran indispensables, porque sin un examen franco de la realidad no es posible la corrección de los males.

El cuadro presentado o aceptado por Gorbachov era dramático. La asignación arbitraria de precios había resultado un disparate antieconómico. Después de setenta años se admitía que el mercado era un instrumento mucho más orgánico y natural para fijar el valor de bienes y servicios. El marxismo —en definitiva— podía tomarse como una vaga referencia, como una musiquita de fondo, pero no como la verdad revelada. Su aplicación al pie de la letra no resolvía los problemas: los agravaba. La vida —Kundera dixit— estaba en otra parte.

Los guerrilleros latinoamericanos se quedaron sin habla. Melancólicamente silenciosos. ¿Para qué llevar cuarenta años escondidos en la selva colombiana, comidos por los piojos y los mosquitos, si el recetario que se traían en la mochila estaba fundamentalmente equivocado? ¿Para qué desplazar a tiros del poder a los grupos dirigentes convencionales en El Salvador, si la supuesta solución comunista no era más que el punto de partida de un modelo de sociedad más pobre e incompetente aún que el de la oligarquía tradicional? Y esto se había demostrado en Cuba, Angola, Yemen del Sur, o Etiopía, barrancos tercermundistas en los que el marxismo se ha desnucado a la vista de todos.

De ahí la súbita desmoralización en las filas de la izquierda subversiva. El M-19 colombiano dice que quiere la paz. La guerrilla salvadoreña discute agónicamente sobre el destino final de la lucha armada. Los pocos guerrilleros ecuatorianos de «Alfaro ¡Vive!» se aprestan a entregar sus armas. E incluso tal vez entren por el aro pacifista hasta los peruanos del «Túpac Amaru», aunque no los ayatólicos miembros de Sendero Luminoso, porque esos camaradas son absolutamente indiferentes ante la realidad. Se trata de verdaderos autistas ideológicos.

En rigor, la guerrilla latinoamericana hubiera podido ahorrarse el cruel desengaño de la perestroika y el glasnost. Le hubiera bastado analizar los documentos de sus colegas venezolanos de fines de década de los 60. Ya en ese entonces Teodoro Petkoff y un grupo de marxistas inteligentes abandonaron la lucha armada, renunciaron al totalitarismo y crearon el Movimiento al Socialismo (MAS), un grupo político encaminado a reformar la sociedad venezolana con los instrumentos de la democracia, no a dinamitarla estérilmente. Petkoff, Américo Martin y otros lúcidos radicales se dieron cuenta no sólo que la lucha armada era inviable en Venezuela, sino que un Estado salido de la violencia guerrillera y configurado de acuerdo con los principios del marxismo concluiría en un modelo policíaco infinitamente peor que la imperfecta pero sosegada y mejorable Venezuela surgida tras la caída de Pérez Jiménez en 1958.

No obstante, sería ingenuo pensar que la pesadilla insurgente va a terminar en América Latina. Muchos de estos guerrilleros lo único que saben hacer es vivir de la violencia y para la violencia. No son reciclables en una sociedad normal y tal vez sea muy tarde para adiestrarlos. Sin embargo, están condenados al fracaso. Necesitaban la ilusión del modelo soviético y ya la han perdido. Ahora sólo les queda seguir peleando por inercia hasta que el ejército los vaya cazando uno a uno. Eso quizás tomará muchos años.

25 de febrero de 1989

Coda en 2009

En efecto, en Colombia se necesitaron muchos años y se hizo imprescindible un presidente decidido a ganar, como Álvaro Uribe, para derrotar a los más recalcitrantes. Cuando finalizaba octubre de 2008 los narcoterroristas colombianos de las FARC publicaron en su página de internet el primer documento en que admitían la posibilidad de renunciar a la lucha armada y pasar al campo de la competencia política. Tras casi medio siglo de incurrir en los peores crímenes, aceptaban que no les sería posible ganar esa batalla.