14. La esencia de la libertad y la perestroika

Vamos al grano. La libertad no es sólo una palabra consagrada por el sospechoso tumulto revolucionario de los franceses de fines del siglo XVIII. Se trata, esencialmente, de un modo de comportamiento exclusivo del género humano, cuya definición más amplia tal vez pudiera ser la siguiente: la libertad es la potencialidad que tiene toda persona consciente de tomar decisiones de acuerdo con su formación, su inteligencia, su intuición, su conveniencia, sus valores, sus preferencias, sus intereses y —desde luego— las circunstancias externas en que todos estos factores intervienen y se conjugan.

Adviertan que no me refiero al derecho a la libertad. Primero, porque es una afirmación demasiado abstracta, y segundo, porque no estoy seguro de que la libertad sea un derecho natural que el hombre goza por designio divino. Hasta donde sabemos, el hombre parece ser una criatura azarosamente generada durante un largo proceso evolutivo. Proceso que a su vez se inscribe en ese curioso fenómeno de oxidación de la materia que ocurre en un remoto lugar del universo y al que solemos llamar vida con cierto orgullo probablemente desmesurado y optimista.

Pero si bien es cierto que no hay forma alguna de demostrar que la libertad es un derecho, tampoco la hay de desmentir que se trata de una facultad potencial privativa del género humano. Me explico: los animales en la selva o en el océano no son libres. Simplemente, no han sido capturados. Están sueltos, pero no son libres. Y no lo son, porque no pueden tomar decisiones complejas. Casi todos sus actos están gobernados por los instintos. Se aparean, migran, desovan, matan o reptan porque la carga genética que los gobierna así lo indica. De ahí que se trate de formas de vida inmodificables. Como no toman decisiones, su mundillo se mantiene inalterable. Es siempre el mismo.

El hombre, por el contrario, vive en un tipo de sociedad que cambia constantemente en virtud de las decisiones que cada uno de los integrantes del grupo ha tomado. El mecanismo secreto que provoca la transformación del medio en el que se vive es la capacidad individual de tomar decisiones, es decir, de ejercer la libertad. Obviamente, salvo en caso de personas enajenadas, las decisiones se toman en procura de cierto tipo de beneficio o para evitar cierto tipo de perjuicio. Y esos beneficios y perjuicios no tienen que ser de carácter económico. Pueden ser emocionales, o físicos, o de cualquier índole. Y en cierta forma, tienen que conjugarse con los intereses, los deseos y los derechos de las otras personas, porque —de lo contrario— acabarían por acarrear graves represalias, o la oposición militante de los perjudicados.

De manera que la historia puede ser vista como esa trama creciente y caprichosa que resulta de la suma de billones y billones de pequeñas decisiones individuales que alcanzan a plasmar un dibujo coherente en el tiempo. Ese es el tejido básico de la historia. Esta expresión microscópica de la libertad es la clave y la esencia del hombre, porque el bicho humano no es otra cosa que historia, y la historia no es sólo la hazaña de los generales o de los astronautas, sino también ese acto humilde y borroso de escribir o leer estos papeles. Minúscula decisión que, a lo mejor, alcanza a influir en nuestras vidas, y —por lo tanto— en nuestras acciones posteriores.

Si le asignamos a la toma de decisiones un valor tan trascendente como el que acabo de señalar, es razonable que comencemos a analizar nuestra sociedad a la luz de esta proposición. Y ello nos precipitaría, por ejemplo, a formular la hipótesis de que el rasgo más constante en la evolución de las instituciones es la ampliación creciente, como en onda, del número de personas que participa en los mecanismos de toma de decisión y el aumento proporcional de opciones disponibles.

Se es más libre mientras más decisiones se puedan tomar. Es más libre una persona que sin temor puede vivir con arreglo a sus necesidades emocionales o intelectuales. Es más libre quien potencialmente dispone de una mayor variedad de ofertas en las que puede emplear su tiempo o su dinero, aunque luego decida, como una opción más, la austeridad absoluta, e incluso el cautiverio, como puede ser el caso de los monjes de clausura que un día sintieron que su espíritu los convocaba a la renuncia, al estoicismo, la sencillez y al voluntario sufrimiento.

Por supuesto, estas afirmaciones que he ido haciendo pueden tomarse con cierto escepticismo. No son verdades reveladas. Sin embargo, parece que hay un paradójico grupo de inesperados aliados de estas ideas. Y me refiero a los comunistas embarcados en la reforma de los sistemas del Este. Esos azorados partidarios de la perestroika y del glasnost que, sin advertirlo, y aun repitiendo contradictorias coartadas leninistas están descubriendo que la participación de todas las personas conscientes en los procesos de toma de decisiones es la mejor forma disponible de perfeccionar lentamente los asuntos humanos.

El señor Gorbachov no es un criptocapitalista plantado por la CIA en el Kremlin. Es alguien que probablemente se cansó de comprobar, quinquenio tras quinquenio, que la ciencia infusa del Partido Comunista y el misterioso vigor metafísico que se le supone a la clase obrera no alcanzaban para mejorar sustancialmente el tipo de vida de los habitantes de los paraísos socialistas.

Mientras la URSS, el país más grande del mundo y potencialmente el más rico, se movía lentamente en la dirección de la prosperidad y el progreso, otras sociedades menos naturalmente afortunadas —como el Japón, Alemania y otra docena de brillantes ejemplos— sobrepasaban con mucho la calidad de vida con que la URSS dotaba a sus sufridos ciudadanos. Y el secreto de esta diferencia parecía estar, precisamente, en el número de personas que en uno y otro sistema aporta a la sociedad su creatividad individual y su capacidad de tomar las decisiones más oportunas.

En un principio, es posible que Gorbachov y muchos de sus camaradas atribuyesen el relativo fracaso del modelo soviético a factores internos, al azar, o a la hostilidad de los adversarios, pero cuando comparaban las dos Alemanias, las dos Chinas, o las dos Coreas, no podían continuar escondiendo la cabeza en la tundra siberiana. Había algo fundamentalmente equivocado en el sistema comunista, y ese algo parece ser el estrangulamiento de los mecanismos de toma de decisión. Cuando una sociedad le atribuye a un grupo privilegiado y predestinado de personas la facultad de pensar y dirigir las acciones colectivas, esa sociedad angosta el camino de la prosperidad y del progreso.

Ese, precisamente, es el melancólico hallazgo del señor Gorbachov y de sus desconsolados amigos. Han descubierto, con asombro, que la libertad, lejos de ser un subproducto, es una de las causas principales de la prosperidad. Por supuesto, el hecho de que el señor Gorbachov haya hecho este descubrimiento no quiere decir que prevalezca o que triunfe.

Cuando hablamos de toma de posiciones, también estamos hablando de la esencia misma del poder. Se es más poderoso mientras más decisiones que afecten a otro se puedan tomar. Y el dilema de los comunistas en las sociedades del Este, consiste en que tienen que sacrificar su poder para conseguir que la sociedad en la que viven alcance niveles competitivos de desarrollo. Porque aun cuando los partidos comunistas estuvieran formados por militantes abnegados, y aun cuando los funcionarios de la nomenklatura y los aparatchiks sólo trabajaran por el bienestar popular, el sistema continuaría siendo terriblemente deficiente, aunque sólo fuera porque margina a la enorme mayoría de la población de los mecanismos de toma de decisiones, y les anula sus facultades creativas cuando le entrega a cada ciudadano, al nacer, un guión biográfico difícilmente modificable escrito por los burócratas de la secta.

No obstante, es difícil saber si el mundo comunista será capaz de suicidarse en aras del bienestar colectivo. La atomización del poder entraña el progresivo debilitamiento del Partido y la creciente pérdida de influencia de la jerarquía comunista. Es cierto que hoy el señor Gorbachov atesora más poder que sus antecesores en el cargo, con la excepción de Stalin, pero es posible que se trate de un paradójico requisito en el trayecto hacia la lenta atomización del poder soviético. Alguien, desde arriba, para evitar la revolución y el desorden, tiene que comenzar a desmontar el monstruo. Y en la medida que consiga desmontarlo, la libertad se irá extendiendo por todo el sistema, hasta el día en que se pueda elegir entre diversas opciones políticas, porque habrá desaparecido la verdad oficial y nadie se atreverá a invocar los libros sagrados como si fueran artículos de fe. Como es de esperar, el camino es dificilísimo, y no hay certeza alguna de que las naciones gobernadas dentro del modelo soviético resuelvan su dilema en una forma conveniente para la sociedad.

17 de diciembre de 1988

Coda en 2009

Proudhon solía decir que la libertad era la madre y no la hija de la prosperidad. Un siglo más tarde F. Hayek defendió persuasivamente la superioridad del «orden espontáneo» generado por las decisiones libremente tomadas por millones de agentes económicos, si se lo compara con el modelo centralista de economía planificada preconizado por los socialistas. Los comunistas tardaron mucho en descubrirlo. Algunos no lo han logrado percibir todavía.