Castro está inventando a Albania en el Caribe. No gana uno para cismas. Todavía no nos hemos repuesto de la herejía de Lefávre contra Juan Pablo II, y ya está el cardenal Fidel desobedeciendo a la Santa Madre Rusia. Ya se sabe: el 26 de julio Castro se declaró antigorbachovista. Nada de glasnost para los cubanos. La crítica y la transparencia informativa pueden ser muy peligrosas. El imperialismo está a 90 millas y no se pueden conceder libertades burguesas. Tampoco puede haber perestroikas. Cuba no tiene por qué imitar servilmente reformas económicas pensadas para otros países y para otros problemas.
Peor aún, la reforma que Castro prescribe para la Isla es la contrarreforma: más centralismo, más dirigismo y una total vigilancia para evitar las egoístas iniciativas particulares de esos tipos empeñados en ganarse la vida al margen del Estado. Marx es Dios y no hay más profeta que su discípulo Guevara. Lo que importa no es que la gente coma —extraña manía de los enemigos de la revolución— sino que el dogma esté a salvo y el poder seguro y en las manos del padrecito de la patria.
La albanización de Cuba se veía venir hace más de diez años, cuando el Ministerio del Interior —corazón del gobierno cubano— hizo circular un documento interno en el que se reivindicaba la figura de Stalin y sus métodos policíacos. El comunismo —venía a decir el texto— se forja a palo y tentetieso, y querer ignorar esta realidad es pretender tapar el marxismo-leninismo con un dedo. Y encima, con el dedo del medio.
El problema es que tal vez Castro no pueda hacer hoy en Cuba lo que Enver Hoxa hizo en la Albania de los años ’50. En primer lugar, porque Hoxa renunció y denunció el reformismo khrushchevista posterior al XX Congreso del PCUS (1956), cuando los chinos maoístas le tendieron un tubo de oxígeno. Y ya no hay chinos maoístas. En segundo lugar, porque la sociedad albanesa, agrícola y semifeudal, dependía mucho menos que la Cuba de Castro del comercio exterior. Es más fácil darles de comer a los bueyes que reparar tractores extranjeros. En tercer lugar, porque Hoxa se limitó a ser un tirano doméstico, poco dado al exhibicionismo revolucionario internacional, y perfectamente feliz con sus matanzas caseras. Hoxa no tenía un ejército de 60 000 hombres jugando a la guerra en Africa.
Castro, en cambio, es un prisionero de la URSS. En cierta medida, una víctima, como él mismo, con autocompasión, se calificara en presencia de Carlos Andrés Pérez, el ex presidente de Venezuela, en una memorable reunión que sostuvieron en Managua a principios de esta década. Castro vive de un subsidio soviético cercano a los 4000 millones de dólares anuales. Y sus mejores cuadros técnicos se gradúan en Rusia. Hoy, ahora mismo, hay más de 8000 cubanos que estudian en 203 centros superiores dispersos en 50 ciudades de la URSS. Y cada uno de ellos recibe —además de los libros y matrículas— un promedio de 200 dólares para sus gastos mensuales. ¿Los va a sacrificar Castro en su celo revolucionario? Ya apenas envía estudiantes a Polonia, a Checoslovaquia o a Hungría, para que se corrompan, porque esos son países mordidos por el capitalismo. En Alemania Oriental, francamente, no los quieren. Son muy ruidosos, pendencieros y desordenados. En Rumanía y Bulgaria no hay nada que aprender. ¿Va Castro a extender ahora su cordón sanitario ideológico a la URSS? ¿Va a limitar el círculo de sus aliados a los otros cuatro manicomios del planeta: Corea del Norte, Libia, Vietnam e Irán?
Pero ¿y qué ocurriría si los soviéticos comienzan a retardar el envío de materias primas? ¿O si son ellos los que utilizan su contacto en la cúpula del poder cubano para desestabilizar y en algún momento intentar sustituir a Castro o tratar de someterlo a la obediencia? No puede olvidarse que más de 12 000 cubanos, casi pertenecientes a la elite del poder, se han graduado en las universidades y academias soviéticas. Tienen y mantienen amigos en ese país. Tampoco puede ignorarse que prácticamente toda la alta oficialidad de las Fuerzas Armadas cubanas ha perfeccionado su formación en la URSS. Y esas personas, casi sin excepción, ven con simpatía y esperanzas las reformas gorbachovistas, como ha revelado el general Rafael del Pino, quien desertara a Estados Unidos en la primavera de 1987, y quien acaso traía un mensaje secreto de algunos de sus compañeros de armas.
Y Castro ni siquiera tiene ahora la oportunidad de volver sus ojos a Occidente. La hubiera tenido, si su crisis con los soviéticos se hubiera producido por la defensa de posiciones liberales, como ingenuamente esperaban Felipe González, Carlos Andrés Pérez o Raúl Alfonsín, pero sería asombrosamente inmoral tenderle a Fidel una red de seguridad antisoviética para salvar el estalinismo en la isla en detrimento de las corrientes reformistas que sacuden al bloque del Este. Ya no es posible que ningún demócrata defienda la idea de que hay que crear lazos con Cuba para provocar la evolución del castrismo. Ya se sabe que toda ayuda a Castro, desde el fin del embargo norteamericano, hasta la concesión de créditos, sólo servirá para financiar un régimen voluntaria y decididamente estalinista.
A Castro, pues, hay que dejarlo solo y aislado, como a los leprosos morales, para que se consuma en su testaruda salsa albanesa. Él mismo, inconscientemente, está creando las condiciones para que se produzca una crisis en la estructura de poder, abriéndole camino a lo que será el próximo y quizás no lejano periodo en la historia de Cuba: la descastrización del país. Habrá descastrización como hubo desestalinización y desmaoización. A los faraones, en el mundo comunista, también los entierran con todas sus pertenencias, incluidos errores y deformidades. La momia es el mejor destino de los tiranos del Este. Pero a veces ni siquiera eso consiguen.
10 de agosto de 1988
Coda en 2009
Fidel Castro tenía razón si su objetivo sólo era mantenerse en el poder a cualquier costo. Si atenuaba los peores rasgos de su dictadura y permitía un debate libre, lo probable es que su Gobierno hubiera caído como sucedió en Europa del Este. Pero el precio de su permanencia en el Gobierno, sin el subsidio de la URSS al margen del rigor de la dictadura ha sido altísimo: estancamiento, aumento generalizado de la pobreza, y hasta episodios dramáticos de desnutrición, como la epidemia de neuritis óptica y periférica que dejó ciegos a varios millares de cubanos a principios de la década de los noventa. Veinte años después del derribo del Muro, Fidel sigue ahí, pero los cubanos ni siquiera han podido recuperar los modestos niveles de consumo que tenían cuando Moscú pagaba la factura.