El señor Alexander Zinoviev no cree en Gorbachov. Quiero decir, no cree en la perestroika ni en el glasnost ni en la paz de los sepulcros. Especialmente en la de los sepulcros acumulados a lo largo y ancho del archipiélago Gulag. Zinoviev, claro, es un filósofo y novelista laboriosamente avecindado en Munich tras una larga batalla propagandística.
El señor Ivan Svitak tampoco cree en Gorbachov. Se trata de un fino pensador checo, ácido y cortante, que preñó de ideas aquella ilusionada primavera de 1968 cruelmente pisoteada por la gendarmería rusa. Y a Dorin Tudioran le ocurre lo mismo. Hace apenas unos años tuvo que abandonar Bulgaria y dejar atrás su bien ganado prestigio de escritor talentoso a cambio de respirar en una atmósfera libre. Allí aprendió que los Estados comunistas, como las suegras, no cambian nunca. A lo mejor se disfrazan, pero no cambian.
Sólo que hay otras voces diferentes. Los profesores yugoslavos Mihaldo Markovic y Zagorka Golubovic son menos pesimistas. Ambos —por cierto— viven en Belgrado y viajan al exterior a manifestar su inconformidad con el régimen comunista. Ellos, y los húngaros Ferenc Feller y Agnes Heller, y la china Shaomin Li, y otro puñado de valiosos disidentes, suponen que a largo plazo el cambio es posible. Difícil, lleno de trampas, riesgoso, pero posible, porque los Estados comunistas han llegado al final de la ratonera. O cambian y se reforman en la dirección de la liberalización interna, o la brecha tecnológica y económica con relación a las sociedades occidentales se hace insalvable.
Menudo lío ha creado el señor Gorbachov. No sólo tiene alterada a la vieja guardia estalinista, y confundido al Departamento de Estado norteamericano, sino también ha avivado el debate en las filas de la disidencia anticomunista. Estamos en presencia de un perplejizador nato, horrendo calificativo que se le atribuye de forma apócrifa a Mario Benedetti y a otro escritor aún peor.
¿Qué pensar, Dios? El sentido común indica que no hay sistema o institución invariable. La esencia de la vida es el cambio, la mutación, la transformación de nosotros y de todo lo que nos rodea. ¿Cómo pensar, entonces, que el comunismo escapa a esa regla? ¿No intentó cambiar el comunismo checo, o el polaco, o el alemán? ¿No está cambiando, ante nuestros ojos, el comunismo chino bajo la dirección de Den Xiaoping? ¿Se puede negar que es un país diferente una Hungría en la que Imre Poszgay, el segundo al mando, está advirtiendo que en el futuro habrá que compartir el poder con grupos de oposición no marxistas? Si esto es así ¿por qué no va a cambiar el comunismo soviético? ¿Por qué, dentro de cada Premier ruso, como si fuera una siniestra matrushka, tiene siempre que existir un pequeño Stalin, y otro, y otro, y otro?
Sin embargo, el sentido común a veces manda mensajes contradictorios. Es cierto que los Estados marxistas son pesadillas grises, hechas de torpezas y de alambre de espino, infinitamente más inhabitables que las sociedades occidentales, pero también es cierto que esos Estados totalitarios mantienen bien alimentados y con todos los recursos a los miembros de la nomenklatura. ¿Van a renunciar al poder y a los privilegios los partidos comunistas? ¿Van a admitir que el marxismo es una curiosa superstición minuciosamente equivocada?
Porque la clave del fracaso de los Estados comunistas radica no sólo en el modelo de organización político-administrativa, sino también en los fundamentos teóricos: el marxismo no sirve para gobernar eficientemente, ni sirve como método de análisis, y mucho menos como marco filosófico. (El marxismo sólo sirve para conversar en las cafeterías cuando se tiene más de quince años y menos de veinte, o cuando se padece un tonteroma ideológico irreversible). Y el problema consiste en que si el señor Gorbachov está hablando en serio, y si los reformistas del Este se proponen realmente llegar al fondo del asunto, a largo plazo el comunismo sería erradicado y sus partidarios desalojados del poder ¿puede esperarse, razonablemente, que esto ocurra? ¿Es lógico apostar por el suicidio pacífico y sin rebeldía de toda una clase dirigente, legendariamente notoria por su fanatismo y por su falta de piedad con el adversario político? De ahí el vibrante debate que sacude a los disidentes. Como dicen los malos escritores, Gorbachov nos ha perplejizado a todos. Y en rigor nadie sabe cómo y cuándo va a acabar la fiesta. O si de veras la fiesta se va a terminar algún día de una maldita vez.
25 de noviembre de 1987
Coda en 2009
La crónica fue escrita tras un seminario organizado en una universidad en Nueva York al que fueron invitados diversos disidentes y opositores provenientes del mundo comunista. Obsérvese que esto sucedía sólo dos años antes del derribo del Muro. En ese momento prácticamente nadie creía en el fin del comunismo a corto o mediano plazo. La tónica general era que los comunistas jamás aceptarían la democratización pacífica de la sociedad. Esa era la lección que transmitía la experiencia vivida en lo que entonces se llamaba «el mundo del Este». Yo participé en ese seminario lleno, como todos, de dudas, pero mucho más esperanzado que los europeos.