8. La botella lanzada por Gorbachov

Es posible que el señor Gorbachov le esté pidiendo auxilio a Occidente. Por lo menos esa llamada telefónica a Sajarov tiene todas las características simbólicas de un mensaje dentro de una botella lanzada-a-quien-la encuentre. Algo así como: «Estoy dispuesto a hacer concesiones a cambio de tranquilidad en el frente internacional. Necesito paz».

Probablemente Gorbachov es sincero. Y no porque se trate de un criptocapitalista infiltrado en el Kremlin, sino porque sus prioridades son otras: Gorbachov tiene una gigantesca batalla por delante —la modernización de la economía soviética y el aumento de la productividad— y no quiere invertir fuerzas o energías en otros frentes de combate. La cuenta es sencilla: entre 1970 y 1975 la fuerza laboral soviética creció un 6%, las industrias extractivas un 26, y las inversiones de capital nada menos que un 44; en los siguientes cinco años esos índices se redujeron a un 6, un 10 y un 23; en el primer lustro de la década de 1980 sólo alcanzaron el 3, el 5 y el 17. Entre 1986 y 1990 el declive será aún mayor.

Es evidente que la economía soviética está en crisis, situación que se refleja en graves síntomas de deterioro social; retroceso en los índices de expectativa de vida y de mortalidad infantil, aumento del alcoholismo, incremento del ausentismo laboral, de la delincuencia y de la corrupción gubernamental. Por otra parte, resurge el nacionalismo en varias de las repúblicas asiáticas y en algún caso aparece acompañado por la revitalización del islamismo.

No hay duda; todos los indicadores de peligro parpadean en el cuadro de mando del Kremlin. Nada de esto quiere decir que el país está abocado a una revolución o a desmembrarse en una guerra civil, pero sí que hoy el objetivo principal de cualquier gobernante responsable instalado en el trono de Lenin debe ser restablecer la autoridad y poner de nuevo la economía en dirección de la expansión y el progreso continuados. No puede olvidarse que la legitimidad del marxismo —pese a las numerosas pruebas en contrario— emana de su supuesta eficacia en la conducción de la economía. Y todos los sistemas tienen un límite en la tolerancia a los fracasos.

Por eso el señor Gorbachov quiere fumar la pipa de la paz con Reagan, con la OTAN y probablemente hasta con los desesperados guerrilleros de Afganistán. Es el viejo dilema de los cañones o la mantequilla, y es —también— el feroz encontronazo político que se lleva a cabo dentro de la URSS.

En los dos años que el camarada Gorbachov lleva a la cabeza de los negocios rusos ha reemplazado al 40% del Consejo de Ministros, al 60 de los puestos clave del Comité Central y a una quinta parte de toda la trama básica del Partido. Eso significa, literalmente, decenas de miles de aparatchiks separados de sus cargos y a una parte sustancial de la nomenklatura irritada y rencorosa. Por supuesto, la purga administrativa no ha llegado al KGB ni al aparato militar —que se mantienen prácticamente intactos— pero en una sociedad como la soviética esos drásticos cambios de personal no se producen sin una violenta sacudida que genera, instantáneamente, una legión de adversarios intrigantes.

Obviamente, para callar a sus detractores —siempre escudados en la defensa del dogma marxista— Gorbachov necesita, muy rápidamente, exhibir su lista de éxitos. Esto —quizás— es lo que fue a buscar en Reijkiavik, y Reagan no le concedió.

Tal vez el presidente norteamericano se equivocó. A lo mejor lo inteligente es comprarle a Gorbachov algunas de sus ofertas de desarme, si eso contribuye a su consolidación en el Kremlin. Pero —por supuesto— a cambio de venderle otras mercancías. Por ejemplo, el total abandono de Nicaragua y de la subversión centroamericana. Por ejemplo, la salida de las tropas cubanas de África y el fin del apoyo soviético a los movimientos armados en el Tercer Mundo, o por lo menos una moratoria de veinte años a la solidaridad internacionalista. Ese es un precio bajo para Gorbachov y —en cambio— tiene un enorme peso político y militar para unos Estados Unidos que ni saben ni pueden enfrentarse al reto revolucionario.

Al fin y al cabo no es mucho lo que se arriesga. Quienes argumentan que es conveniente drenar la economía soviética obligando a Moscú a incurrir en altos gastos militares, olvidan que con gastos militares o sin ellos, con reformas o sin reformas, el sistema económico de la URSS seguirá siendo un desastre, porque, sencillamente el modelo marxista de producción, fijación de precios y asignación de recursos, es un perfecto y comprobado disparate.

Hay pues que recoger la botella lanzada por Gorbachov. No es cierto que Moscú sea siempre igual. Stalin no fue igual que Kruschev. Gorbachov se propone ser distinto a Brezhnev. Quizás el cambio nos beneficie a todos. Por lo menos nada se pierde con intentarlo. Tal vez hasta se pueda ganar un período sin tantos sobresaltos.

10 de enero de 1987

Coda en 2009

Finalmente, Gorbachov y Reagan se entendieron. El viejo actor norteamericano, reciclado como político, se dio cuenta de las reales intenciones de cambio que abrigaba el ruso y aflojó la presión. Eso le dio a Gorbachov un margen de maniobra. Al mismo tiempo, la simple llamada a Sajarov fue el más poderoso de los mensajes: se hizo evidente que, además de la reforma económica, se aceptaba el cambio político y comenzaba a escucharse a otros representantes de la sociedad rusa. La democracia, aunque muy imperfecta, daba sus primeros pasos.