1. ¿Me vende usted 60 000 mil
computadoras?

Es una magnífica ironía que los soviéticos estén intentando adquirir 60 000 PC en el mercado norteamericano. Durante setenta años PC han sido las siglas de «Partido Comunista» y sinónimo de Moscú. Pero desde hace cinco sólo quieren decir Personal Computer y no recuerdan otra cosa que IBM o APPLE.

Y éste es sólo el aspecto simbólico de la humillación. Lo sustancial es que la URSS también ha perdido el tren de la informática, con todo la que eso significa para la acumulación, transmisión y modificación de los conocimientos. La computadora es mucho más que una máquina útil, y la cibernética es mucho más que una disciplina nueva, como en su momento pudieran ser la radiología o la física atómica. La informática es un increíble acelerador de avances tecnológicos sólo comparable a lo que supuso la aparición del alfabeto hace unos cuantos millares de años. El desarrollo y uso extensivo e intensivo de estas herramientas por la casi totalidad de la población juvenil y adulta de los Estados Unidos significa una prolongación de la hegemonía intelectual, científica y técnica de ese país sobre el resto del planeta, y una apertura aún más profunda de la brecha tecnológica que separa a Occidente de los países del Este socialista.

Por eso es que Moscú, desesperadamente, ha salido a comprar sesenta mil computadoras. Y no es que no sea capaz de copiarlas. Desde fines del siglo XVIII, cuando Pedro I se apoderó de la tecnología naval europea, la sociedad rusa ha mostrado una habilidad para reproducir objetos casi tan asombrosa como su inhabilidad para crearlos.

Por supuesto que los soviéticos tienen el know-how. De lo que no disponen es de tiempo. En el Kremlin se han dado cuenta de que cada hora transcurrida al margen de la civilización de la informática es una distancia mayor del liderazgo planetario. Y esa distancia puede hacerse absolutamente insalvable en el plazo de una generación, no sólo por el desarrollo de nuevas computadoras, sino por la incidencia de estos artefactos en todos los campos del comportamiento humano. Se cosecha, se pesca, se ordeña, se navega, se fabrica, se sana y —por supuesto— se mata y se guerrea con mucha mayor eficacia si se tiene acceso a las computadoras. Y mientras más haya, y mientras más gentes sean capaces de utilizarlas −exactamente como ocurrió con el alfabeto− más vertiginosos serán los cambios en dirección de la abundancia y el progreso. La quinta generación de computadoras engendrará la vigésima de energía nuclear o de cohetería o de máquinas fotocopiadoras y así hasta el infinito.

Esas sesenta mil computadoras nerviosamente ordenadas por el Kremlin, iban destinadas a otros tantos personajes de la nomenklatura política y científica del país, de manera que no perdieran el escaso y precioso tiempo de que la URSS cree disponer para poner en marcha su hoy temblorosa industria de informática y para familiarizar a toda prisa a la estructura de poder con un aparato que revoluciona la sociedad con mucha mayor fuerza e intensidad que los sangrientos tiroteos del 1917. Pero la URSS, por la torpeza de su sistema centralizado y por la rigidez de su burocracia, demorará veinte años en incorporarse a la era informática, como le ocurrió con los teléfonos, los automóviles o los televisores, porque lo trágico de la otra gran potencia, no radica exclusivamente en su esterilidad técnica y científica sino en su soñolienta parsimonia. Sólo que ahora la incapacidad para asimilar los avances tecnológicos al ritmo adecuado puede relegar al país a una inferior categoría. No sería la primera vez que esto ocurriera. Turquía y España padecieron el mismo fenómeno a partir del siglo XVI.

Este episodio −como el de la energía nuclear, los antibióticos o la navegación a chorro− es ejemplar: la URSS no existe como modelo de sociedad más allá de la fantasía de los pobres comunistas, criaturas divorciadas de la realidad donde las haya, y habitantes de un imaginario universo ideológico sin otra consistencia que la saliva y la tinta impresa. El país más grande de la tierra, con casi trescientos millones de habitantes, vive a remolque de los hallazgos técnicos y científicos de Occidente. Moscú es una colonia intelectual de Washington y del resto de los centros creativos europeos o japoneses. Es en los laboratorios y en las universidades occidentales en donde se decide el perfil y el sentido de la sociedad soviética, aunque los comisarios, entretenidos con la redacción de las chácharas marxistas y con el infinito modelaje de bustos de Lenin, lo ignoren por completo. Si una catástrofe natural borrara del mapa a los Estados Unidos, la URSS quedaría súbitamente descentrada.

Y ésta es una reflexión de la que tampoco deberían evadirse los despistados aspirantes a epígonos de Moscú: es imposible ser epígono de la URSS. La Unión Soviética es una copia torpe, tardía y remota de Occidente.

Ponerse bajo la tutela soviética no es escapar de New York, Tokio, Londres o Berlín, sino es filtrar esas influencias a través del cedazo soviético, y acabar adquiriendo la computadora treinta años más tarde. La URSS −para quien no le repugne el palo y el tientetieso− puede ser un modelo de organización policíaca, un excelente invento para sostenerse en el poder mediante el uso del terror, pero jamás podrá ser un modelo general de sociedad, simplemente porque esa nación importa de Occidente, y en especial de los Estados Unidos, absolutamente todas las tendencias que gobiernan los movimientos de su sociedad.

Occidente ha arrastrado a la URSS a todas las revoluciones serias y trascendentales de la época moderna. Desde la era nuclear a la ingeniería genética, pasando por la biomédica. Ahora, sencillamente, le tocó el turno a la revolución de la informática. Mañana será otra cosa, pero siempre, mientras no se modifique ese arcaico sistema, engendrador del carácter subsidiario de la sociedad soviética. Siempre habrá un aparatchik sudoroso y apresurado comprando 60 000 artefactos del último engendro occidental. Como diría Marx, es una ley natural de la Historia. Algo contra lo que es inútil luchar.

10 de marzo de 1985

Coda en 2009

Dos décadas más tarde Rusia continúa a la zaga de Occidente en materia técnica y científica. Sigue siendo una potencia militar, lo que implica una zona notable de producción industrial (aviones, barcos, carros de guerra), pero casi nada de lo que produce fuera de ese ámbito puede competir en Occidente. Como los países del Tercer Mundo, exporta materias primas —petróleo y gas fundamentalmente— y continúa importando computadoras.