La herida que no cicatrizará
Siendo, pues, ainsí, que las armas requieren espíritu como las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más.
MIGUEL DE CERVANTES
Cuando terminó la Guerra Civil española, Frank Hanighen, que había sido corresponsal en España durante un breve espacio de tiempo, publicó las vivencias de varios de sus compañeros. Señalaba que «antes o después, casi todos los periodistas destinados a España se convertían en alguien distinto al atravesar los Pirineos». «Después de llevar allí una temporada, las preguntas de su director desde la remota Nueva York o desde Londres parecían interrupciones banales. Porque, más que en un mero observador, se había convertido en un participante del horror, la tragedia y la aventura que representa toda guerra»[1]. El viajado corresponsal estadounidense Louis Fischer apuntaba en la misma línea que «muchos de los corresponsales extranjeros que visitaban la zona franquista acababan simpatizando con las tropas republicanas, pero prácticamente todos los innumerables periodistas y demás visitantes que penetraban en la España leal se transformaban en colaboradores activos de la causa. Ni siquiera los diplomáticos y los agregados militares extranjeros podían disimular su admiración. Solo un imbécil desalmado podría no haber comprendido y simpatizado con ella»[2].
En ese convertirse en lo que Fischer denominó «colaboradores activos de la causa» hay un nexo de unión entre muchos de los escritores y periodistas que llegaron a España y los miles de hombres y mujeres de todo el mundo que viajaron al país para incorporarse a las Brigadas Internacionales. Aquellos voluntarios creían que combatir en defensa de la República española era luchar por la supervivencia misma de la democracia y la civilización ante el ataque del fascismo. Además de las tropas regulares enviadas por Hitler y Mussolini para apoyar a Franco y a los militares rebeldes, hubo un número más reducido de voluntarios que también fueron para luchar por lo que entendían que era la causa del catolicismo y el anticomunismo. Similar espectro y desglose de sentimientos podía encontrarse entre el casi millar de corresponsales que llegaron a España[3]. Junto con los corresponsales de guerra profesionales, algunos de ellos veteranos curtidos en Abisinia y otros cuya valía todavía estaba por demostrar, llegaron algunas de las figuras literarias más sobresalientes del mundo: Ernest Hemingway, John Dos Passos, Josephine Herbst y Martha Gellhorn de Estados Unidos; W. H. Auden, Stephen Spender y George Orwell de Gran Bretaña, y André Malraux y Antoine de Saint-Exupéry de Francia. Algunos fueron en su condición de izquierdistas; otros, bastantes menos, como derechistas, e infinidad de los que pasaron breves períodos en España pensaban trabajar como reporteros de forma puntual.
Sin embargo, como consecuencia de lo que vieron, incluso algunos de los que llegaron sin compromiso previo acabaron abrazando la causa de la República asediada. En su conversión subyacía una profunda admiración por el estoicismo con el que la población republicana resistía. En Madrid, Valencia y Barcelona, los corresponsales fueron testigos del hacinamiento causado por el incesante flujo de refugiados ocasionado por las columnas africanas de Franco y el bombardeo de sus hogares. Vieron los cadáveres despedazados de civiles inocentes bombardeados desde tierra y aire por los aliados nazis y fascistas de Franco. Y vieron el heroísmo de la gente de a pie que se apresuraba a participar en la lucha para defender el régimen democrático republicano.
No se trataba solo de describir lo que presenciaban. Muchos de ellos reflexionaban sobre las consecuencias que tendría para el resto del mundo lo que sucedía entonces en España. Lo que vieron y los riesgos que corrieron fueron interpretados como un presagio del futuro que aguardaba al mundo si no se detenía al fascismo en España. Sus experiencias les sumieron en una profunda frustración y una ira impotente ante la ciega complacencia de los políticos de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Trataron de transmitir lo que percibieron como la injusticia de abandonar a la República indefensa y obligarla a caer en brazos de la Unión Soviética debido a la adopción de una política de no intervención corta de miras por parte de las potencias occidentales. En palabras de Martha Gellhorn, pensaban que «las democracias occidentales tenían dos obligaciones primordiales: defender su honor ayudando a una joven democracia en peligro y salvar el pellejo combatiendo a Hitler y Mussolini en España en lugar de hacerlo más tarde, cuando el sufrimiento humano ya habría alcanzado cotas inimaginables»[4]. En consecuencia, muchos periodistas se vieron empujados por la indignación a escribir en favor de la causa republicana, algunos a ejercer presión en sus respectivos países y, en unos pocos casos, a tomar las armas para defender la República. Un reducido grupo de hombres llegaron como periodistas y acabaron en las Brigadas Internacionales. Uno de ellos fue el hijo de Ring Lardner, el novelista estadounidense. Jim Lardner vino a España con el fin de informar para el New York Herald Tribune y murió combatiendo en la batalla del Ebro[5]. Claud Cockburn, Hugh Slater y Tom Wintringham, todos ellos llegados con acreditaciones del periódico comunista británico Daily Worker, abandonaron la labor periodística para incorporarse a las Brigadas Internacionales y participar en los combates. Louis Fischer también se unió a las Brigadas Internacionales. Sin llegar a tanto, muchos de los corresponsales que vivieron los horrores del asedio de Madrid y el ejemplar espíritu de resistencia popular acabaron convencidos de la justicia de la causa republicana.
En algunos casos, como el de Ernest Hemingway, Jay Allen, Martha Gellhorn, Louis Fischer o George Steer, se convirtieron en partidarios decididos de la República hasta llegar al extremo del activismo, pero no en detrimento de la fidelidad y la sinceridad de su quehacer informativo[6]. De hecho, algunos de los corresponsales más comprometidos redactaron varios de los reportajes de guerra más precisos e imperecederos. Años después, Herbert Southworth, que en aquel entonces escribía para el Washington Post y se convirtió en un especialista de primer orden en periodismo y propaganda de guerra, subrayó el papel único desempeñado por los corresponsales en España:
La Guerra Civil española implicó directamente tan solo a una pequeña parte del planeta, pero atrajo la atención del mundo entero hacia España; por consiguiente, en la prensa que cubrió la guerra española había mayor diversidad de actores e interpretaciones que en la prensa que informó sobre la Segunda Guerra Mundial; así pues, el campo abierto a los propagandistas durante la Guerra Civil fue amplio y variado[7].
Al igual que muchos otros, Fischer descubrió que sentía un profundo compromiso emocional con la República. Al comparar el impacto de la Revolución rusa y el de la Guerra Civil española, escribió en un tono que recordaba a los escritos de otros corresponsales prorrepublicanos:
El bolchevismo levantó pasiones encendidas entre sus partidarios extranjeros, pero apenas la ternura y el cariño que despertaba la España leal. Los partidarios de los leales amaban al pueblo español y participaban dolorosamente del suplicio de las balas, las bombas y el hambre. El sistema soviético suscitó aprobación intelectual, pero la contienda española hizo aflorar la identificación emocional. La España leal fue siempre el bando más débil, el perdedor, y sus amigos vivían una preocupación tensa y continua por si se le acababan las fuerzas. Solo aquellos que vivieron en España durante los treinta y tres trágicos meses transcurridos desde julio de 1936 hasta marzo de 1939, pueden comprender plenamente la alegría de la victoria y, con más frecuencia, la punzada de la derrota que los avatares de la Guerra Civil ocasionaron a sus millones de participantes desde la lejanía[8].
Frank Hanighen consideraba que «la guerra marcó el comienzo de una nueva etapa, la más peligrosa con diferencia de toda la historia del reportaje periodístico»[9]. Subrayaba los peligros que afrontaban los corresponsales. Durante la guerra murieron al menos cinco y otros muchos resultaron heridos. El día de Nochevieja de 1937, durante la batalla de Teruel, un coche en el que almorzaban cuatro corresponsales fue alcanzado por el fuego de artillería republicano. Bradish Johnson, el periodista de veintitrés años de Newsweek, que llevaba en España solo tres semanas, murió en el acto. Richard Sheepshanks, el reportero estrella de Reuters, resultó malherido, como también le sucedió a Edward J. Neil, de Associated Press. Fueron trasladados al hospital de Zaragoza, donde ambos murieron. Solo sobrevivió Kim Philby, de The Times, que sufrió una herida leve en la cabeza[10]. En ambos bandos, los corresponsales afrontaban el peligro de los francotiradores, de los obuses y de los bombardeos de la aviación enemiga. En ambos bandos había dificultades para superar el aparato de la censura, si bien lo que en la zona republicana podía ser molesto, en la zona rebelde suponía directamente una amenaza de muerte. En la zona franquista, algunos, como Edmond Taylor, el jefe de la oficina europea del Chicago Daily Tribune, Bertrand de Jouvenal, de Paris-Soir, Hank Gorrell y Webb Miller, de United Press, y Arthur Koestler y Dennis Weaver, ambos del News Chronicle, fueron encarcelados y amenazados con la pena de muerte[11]. Más de treinta periodistas fueron expulsados de la zona rebelde, pero solo uno de la republicana. Al menos uno, Guy de Traversay, de L’Intransigeant, fue fusilado, y aproximadamente una docena más de ellos fueron detenidos, interrogados y encarcelados por los rebeldes durante temporadas que oscilaban entre unos pocos días y varios meses.
Se corría el riesgo físico de ser bombardeado por tierra o aire en ambas zonas, si bien la superioridad artillera y aérea rebelde hacía que este riesgo fuera mayor para quienes estaban destinados en la República. Además, el férreo control ejercido sobre los corresponsales en la zona rebelde mantenía a estos alejados del peligro del frente. En la zona rebelde había, claro está, entusiastas de Franco y del fascismo, y no solo entre el contingente nazi y el fascista italiano. Sin embargo, Francis McCullagh, Harold Cardozo y Cecil Gerahty entre los británicos, y Theo Rogers, William P. Carney, Edward Knoblaugh y Hubert Knickerbocker entre los estadounidenses, representaban una minoría. Muchos de quienes acompañaban a las columnas de Franco se quedaron horrorizados por la barbarie que presenciaron con las columnas rebeldes, como John Whitaker, Webb Miller o Edmond Taylor. Los corresponsales de la zona rebelde sufrían una estrecha vigilancia, y los despachos que publicaban eran escudriñados para detectar cualquier tentativa de sortear la censura. La transgresión se castigaba con el hostigamiento y, en ocasiones, con la cárcel y la expulsión. Por consiguiente, en sus despachos diarios no podían referir lo que habían visto, y lo hicieron únicamente después de la guerra, en sus memorias.
A los corresponsales de la zona republicana se les concedía mayor libertad de movimientos pese a que también tenían que hacer frente a un aparato de censura, aunque mucho menos burdo y brutal que el equivalente rebelde. Sin embargo, dado que la mayor parte de la prensa de las democracias estaba en manos de la derecha, a los corresponsales prorrepublicanos les solía resultar más difícil de lo imaginado publicar sus testimonios. Resultaba irónico que una elevada proporción de los mejores periodistas y escritores del mundo apoyaran la República pero, a menudo, tuvieran dificultades para conseguir que su material se publicara tal como estaba redactado. La prensa del poderoso Hearst y varios diarios como el Chicago Daily Tribune mostraban una profunda hostilidad hacia el régimen democrático republicano. Jay Allen, por ejemplo, fue despedido del Chicago Daily Tribune por la simpatía que sus artículos suscitaban hacia la República. Además, los grupos de presión católicos utilizaron la amenaza del boicot o de la retirada de la publicidad para que unos periódicos pequeños alteraran su posición sobre España. El doctor Edward Lodge Curran, presidente de la International Catholic Truth Society, alardeaba en diciembre de 1936 de que su poderoso control sobre el presupuesto sustancioso para la publicidad le había permitido modificar la política de un diario de Brooklyn para que dejara de defender a los leales y se mostrara favorable a los rebeldes. Otros periódicos más liberales estaban sometidos a presiones que impedían la publicación de noticias proleales. A Herbert L. Matthews, el corresponsal meticulosamente sincero del periódico New York Times, le acosaban continuamente con telegramas en los que le acusaban de enviar propaganda. Hemingway, que estaba en España para informar para la North American Newspaper Alliance, encontraba a menudo motivos para quejarse de que su material había sido modificado o, sencillamente, no se había utilizado. Igual que él, otros corresponsales, entre ellos Jay Allen y George Seldes, creían que tanto el escritorio del telegrafista como la oficina de guardia del New York Times estaban a cargo de militantes católicos profundamente contrarios a la causa republicana que corregían o incluso omitían el material que consideraban favorable a los leales. Según parece, cada vez que Matthews escribía que había «tropas italianas» con los rebeldes, la expresión se sustituía por «tropas insurgentes». Como Matthews trataba de informar de la intervención italiana en favor de Franco, esta coletilla despojaba de sentido a sus despachos[12].
De hecho, Matthews se enorgullecía muchísimo de su trabajo, y su ética personal le obligaba a no escribir nunca una palabra que no creyera fervientemente cierta. En España tendría que soportar la amargura de ver perder al bando que apoyaba.
Quienes defendíamos la causa del gobierno republicano contra la de los nacionales de Franco teníamos razón. A fin de cuentas, era la causa de la justicia, la moralidad y la decencia … Todos los que vivimos la Guerra Civil española nos conmovimos y nos dejamos la piel … Siempre me pareció ver falsedad e hipocresía en quienes afirmaban ser imparciales; y locura, cuando no una estupidez rotunda, en los editores y lectores que exigían objetividad o imparcialidad a los corresponsales que escribían sobre la guerra … Al condenar la parcialidad se rechazan los únicos factores que realmente importan: la sinceridad, la comprensión y el rigor[13].
En cualquier caso, aquello no mermó su apasionada voluntad comprometida con la verdad, plasmada tal como él la veía: «La guerra también me enseñó que a largo plazo prevalecerá la verdad. Puede parecer que el periodismo fracasa en su labor cotidiana de suministrar material para la historia, pero la historia nunca fracasará mientras el periodista escriba la verdad»[14].
Escribir la verdad significaba, citando de nuevo a Martha Gellhorn, «explicar que [la causa de la República española] no era una banda de rojos sedientos de sangre ni el efecto de la zarpa rusa». Al igual que Hemingway, Dos Passos, Geoffrey Cox, Willie Forrest, Louis Fischer, Jay Allen, Henry Buckley y George Steer, Gellhorn creía que quienes combatieron y murieron por la República española «sin distinción de nacionalidad, ya fueran comunistas, anarquistas, socialistas, poetas, fontaneros, trabajadores de clase media o príncipes de Abisinia, fueron valientes y generosos, porque España no dio recompensas. Lucharon por todos nosotros contra las fuerzas aliadas del fascismo europeo. Merecían nuestro agradecimiento y respeto y no obtuvieron ninguno de los dos»[15]. Unos cuantos de los que se volvieron partidarios de los leales fueron más allá de escribir meramente la verdad, mucho más allá incluso de sus obligaciones periodísticas. Hemingway donó una ambulancia y prestó consejo a los mandos militares. Fischer contribuyó tanto a organizar los servicios de prensa de la República como a repatriar a brigadistas internacionales heridos. Jay Allen ejerció presión en Estados Unidos en favor de la República, y después se marchó a la Francia de Vichy para ayudar a los refugiados españoles y fue recluido en una prisión alemana. George Steer hizo campaña a favor del gobierno vasco para conseguir que Gran Bretaña facilitara el paso de suministros hacia una Bilbao bloqueada. El ruso Mijaíl Koltsov escribió con tanto entusiasmo sobre el ímpetu revolucionario del pueblo español que, en el clima de las purgas soviéticas, se convirtió en alguien incómodo y fue ejecutado.
Las vivencias en España de algunos de los mejores reporteros del mundo han podido ser reconstruidas en parte a través de sus despachos, cartas, diarios y memorias. Sin embargo, gran parte de sus actividades y de sus relaciones con el aparato de la censura han sido reveladas en las memorias escritas por figuras importantes de las oficinas de prensa republicanas en Madrid, Valencia y Barcelona: Arturo Barea, Kate Mangan y Constancia de la Mora. Lo que escribieron los reporteros extranjeros fue crucial a la hora de conformar la opinión pública de las democracias. A partir de entonces, el corpus de escritos producido por los corresponsales durante el conflicto español, minado sin cesar por los historiadores posteriores, ha sido verdaderamente «el primer borrador de la historia».
Este libro trata fundamentalmente del valor y el talento de los hombres y mujeres que plasmaron lo que sucedía en España. Expone muchas de las diferencias entre la severa atmósfera de la dictadura militar en la zona rebelde y el hecho de que, superando todas sus dificultades, la República tratara de actuar como una democracia a pesar de la situación de guerra. El redescubrimiento de los corresponsales y de sus escritos tiene una importancia mayúscula en la historia de la Guerra Civil española. El hecho de que hubiera tantos corresponsales que escribieran e hicieran campaña en contra de la política de no intervención subraya hasta qué extremo fue traicionada la República española por las democracias… en su propio perjuicio. Dos tendencias recientes han justificado indirectamente que las potencias occidentales cerraran los ojos mientras Franco destruía el régimen democrático republicano con la ayuda de Hitler y Mussolini. Un grupo de propagandistas profranquistas de España al que se ha dado en llamar «revisionista» y una serie de neoconservadores en Estados Unidos han resucitado la idea de que la República era un satélite soviético[16]. La historia de los radicales estadounidenses, británicos y franceses independientes que combatieron con sus plumas contra la no intervención es un valioso contrapunto de esta miope y poco fundada perspectiva.
La primera parte de este libro intenta transmitir la realidad que vivieron los corresponsales en diferentes momentos y lugares a lo largo de la guerra. En ese sentido, se pone un considerable énfasis en su interacción con el aparato de prensa de ambos bandos. El primer capítulo trata del asedio de Madrid y muestra la cantidad de gente a la que sirvió de inspiración el estoicismo de la población. Es también una historia de riesgos y privaciones, de cómo algunos de quienes se implicaron supieron compaginar el amor y el deber, y de cómo otros trataron de sacarse de la mente los horrores de la guerra entregándose a la juerga más febril. El segundo capítulo se ocupa del famoso caso Robles, que recientemente se ha presentado como una prueba de que, en cierto modo, la República estaba en las garras del terror soviético, aparte de ser considerado de forma generalizada el detonante del fin de la gran amistad literaria entre Ernest Hemingway y John Dos Passos. El caso Robles se ha utilizado para tratar de mancillar la defensa de la República española, una de las joyas de la corona de la izquierda europea y estadounidense, pero una investigación minuciosa indica que no sucedió del modo en que se ha presentado. El tercer capítulo sigue a los corresponsales hasta Valencia y, posteriormente, hasta Barcelona, cuando la oficina de prensa republicana fue evacuada junto con el resto del gobierno. Se centra bastante más en la vida personal de algunos de los implicados y vuelve a mostrar cómo los asuntos amorosos se veían afectados por la política. El cuarto capítulo trata de la vida de los corresponsales en la zona rebelde y muestra una historia de censura estricta, intimidación física y vigilancia durante las veinticuatro horas del día.
La segunda parte está compuesta por cuatro capítulos biográficos que narran las vidas de los cuatro corresponsales que más lejos llevaron su compromiso político. Dichos capítulos tratan de explicar por qué Mijaíl Koltsov, Louis Fischer, George Steer y Jay Allen se arrojaron con tan pocas reservas a defender la causa de la República y qué efecto produjo eso sobre su vida posterior: Koltsov fue aclamado como un héroe y, a continuación, asesinado por Stalin; Fischer se convirtió en pacifista y profesor universitario y, durante un breve período, incluso fue amante de la hija de Stalin; Steer continuó su lucha antifascista en África e India hasta que murió en la Segunda Guerra Mundial, y Allen quedó desolado por la derrota de la República española, por su experiencia en una cárcel alemana y por la benevolencia estadounidense hacia el fascismo, y se sumió en una depresión que duraría toda su vida.
El libro finaliza con dos capítulos más breves dedicados a hombres que ejercieron de periodistas durante la Guerra Civil española y continuaron escribiendo sobre España. Henry Buckley regresó como corresponsal de Reuters en la España de Franco y fue recibido incluso por el propio dictador. Herbert Southworth, que curiosamente no estuvo nunca en España durante la guerra, fue el hombre cuyos escritos causaron mayor impacto, hasta llegar incluso a inquietar seriamente a la dictadura de Franco.