Epílogo

Tesoro enterrado

«Es un acierto por su parte decir que las tres grandes democracias deben asumir ante la Historia la responsabilidad plena de los crímenes en España»[1]. Así escribió a Claude Bowers el 7 de agosto de 1939 Josephus Daniels, a cuyas órdenes había estado Franklin D. Roosevelt como secretario adjunto de la Marina durante la Primera Guerra Mundial. Pese a los informes elaborados por sus propios diplomáticos y por infinidad de corresponsales destinados en el país, mientras duró la Guerra Civil española los gobiernos de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos decidieron ignorar el hecho de que Hitler y Mussolini no escatimaran esfuerzos para enviar ayuda a los rebeldes e inclinar el equilibrio de poder internacional en contra de las democracias. A pesar de que permitir que un gobierno amigo adquiriera armas y suministros era una práctica habitual amparada en la legislación internacional, los tres gobiernos le negaron este derecho a la República española. Ni la no intervención anglofrancesa ni el embargo «moral» estadounidense y la posterior ampliación de la Ley de Neutralidad de 1935 para que incluyera a España, fueron neutrales en sus consecuencias[2]. Perjudicaron a la causa del gobierno legítimamente elegido de España, limitaron la capacidad de la República de defenderse y la arrojaron en brazos de la Unión Soviética.

La propensión de Léon Blum a romper a llorar cuando recordaba que, si la República española era aplastada, Francia y el resto de Europa la seguirían, indica que le martirizaba el arrepentimiento por la política que había practicado sin necesidad de que se lo recordaran periodistas como Louis Delaprée[3]. No existen pruebas documentales de que Neville Chamberlain manifestara estar arrepentido por su traición a la República española, aunque sí fue un paso más en la senda hacia su caída del poder en junio de 1940. Por el contrario, cuando Claude Bowers fue a informar a Franklin D. Roosevelt sobre la victoria de Franco, el presidente, alicaído, le dijo: «Hemos cometido un error. Ustedes tenían razón desde el principio»[4]. En 1944, el vicesecretario de Estado, Sumner Welles, reconoció que «de todas nuestras ciegas políticas aislacionistas, la más catastrófica fue nuestra actitud hacia la Guerra Civil española» y que «en la larga historia de la política exterior de la administración Roosevelt no ha habido, a mi juicio, ningún error más garrafal que la política adoptada durante la Guerra Civil en España»[5]. Por lo menos Roosevelt se arrepentía, pero quizá aquello no fuera nada comparado con la amargura que sintieron los muchos liberales e izquierdistas de Estados Unidos y Europa que habían visto cómo la política de las potencias democráticas estrangulaba a la República española y aceleraba el triunfo del fascismo.

Los corresponsales, con sus despachos y, en el caso de Jay Allen, Louis Fischer y George Steer, con sus actividades a favor de la República, habían tratado de transmitir esta idea a la opinión pública de sus países. Gracias en buena medida a los corresponsales, millones de personas que sabían poco sobre España acabaron por sentir en sus corazones que la lucha por la supervivencia de la República española era de algún modo su propia lucha. La labor de los corresponsales y sus cartas a la esposa de Roosevelt causaron cierto impacto sobre el pensamiento del presidente norteamericano acerca de la amenaza del fascismo. A su vez, el hecho de que el presidente antepusiera los intereses electorales a cuestiones morales más generales causó un gran impacto sobre ellos. Contribuyó a que Jay Allen quedara sumido en la depresión y a que Louis Fischer se inclinara hacia el pacifismo de Gandhi. Herbert Matthews escribió con amargura que Roosevelt era «demasiado inteligente y tenía demasiada experiencia como para engañarse acerca de la cuestión moral central» y que su «consideración primordial no era qué era el bien o el mal, lo justo o lo injusto, sino qué era mejor para Estados Unidos y, casualmente, para sí mismo y el Partido Demócrata»[6].

La República española era un baluarte defensivo frente a la amenaza de la agresión fascista. Pero su atractivo iba más allá. En el mundo gris y cínico de los años de la Depresión, los logros culturales y educativos de la República española parecían ser un experimento emocionante. Sin embargo, para la mayoría de los corresponsales, el elemento más importante de su apoyo a la República fue la lucha para defender la democracia frente al avance del fascismo. Su compromiso les costó muchos sinsabores. Además de la destrucción de sus esperanzas e ilusiones en España, en sus propios países tenían que aguantar el vilipendio de aquellos que creían que Franco lideraba una cruzada en defensa de la auténtica religión y contra la brutalidad bolchevique. La consecuencia fue lo que F. Jay Taylor calificó como «una de las controversias políticas y religiosas más apasionadas de aquella generación». Y, ciertamente, la controversia suscitada en Estados Unidos representaba un conflicto tan intenso que el cónsul británico en Nueva York informó en febrero de 1938 de que la ciudad estaba «adoptando casi el aspecto de una España en miniatura»[7]. Casi treinta y cinco años después de la derrota de la República, Herbert Matthews afirmó que «ningún suceso en el mundo, anterior o posterior a él, hizo que los estadounidenses despertaran a tiempo a semejante polémica religiosa y a tales emociones enardecidas»[8].

No obstante, pese al vilipendio, a la derrota y a la amarga frustración de haber sido testigos de la negligencia culpable de las democracias, casi todos los que apoyaron la causa de la República española mantuvieron durante el resto de sus vidas la convicción de que habían tomado parte en una contienda realmente importante. Se trataba de un sentimiento que compartía incluso George Orwell, cuyas memorias del breve período que pasó en España han ayudado mucho a quienes desean afirmar, ya sea desde la extrema izquierda o desde la extrema derecha, que la responsabilidad de la derrota de la República española recaía, en cierto modo, más sobre Stalin que sobre Franco, Hitler, Mussolini o Neville Chamberlain. Al abandonar España, Orwell pasó tres días en el puerto pesquero francés de Banyuls. Su esposa y él «pensaron en España, hablaron de ella y soñaron con ella sin cesar». Pese a la amargura por lo que había visto siendo soldado raso del semitrotskista POUM, Orwell afirmaba no sentir ni decepción ni cinismo: «Resulta bastante curioso que la experiencia en su conjunto no haya mermado mi fe en la sinceridad de los seres humanos, sino que la haya incrementado»[9].

Nada menos que a mediados de la década de 1980, Alfred Kazin todavía consideraba que la guerra de España era «la herida que no cicatrizará». Con unas palabras que podrían haber pronunciado Jay Allen, Louis Fischer, Mijaíl Koltsov, George Steer, Henry Buckley o Herbert Southworth, Kazin escribió: «España no es mi país, pero la Guerra Civil española, igual que la que le siguió, sí fue mi guerra. En ella perdí amigos. Perdí la esperanza de que pudiera detenerse a Hitler antes de la Segunda Guerra Mundial. Con los juicios de las purgas de Moscú perdí la condescendencia que podía quedar en mí hacia los comunistas. Sin embargo, quienes destruyeron la República española siempre serían mis enemigos».

Nadie ha sintetizado mejor que Josephine Herbst el significado que la Guerra Civil española tuvo para tantos escritores y periodistas que fueron testigos de la heroica lucha de la República. En febrero de 1966, Josie fue a ver el documental sobre la Guerra Civil Mourir à Madrid, obra del cineasta francés Frédéric Rossif. Esa misma noche escribió a unos amigos:

No me hubiera gustado tener a alguien conocido sentado a mi lado; no, a menos que también hubiera pasado por la misma experiencia. No solo sentí como si muriera, sino también que había muerto. Y después estuve sentada un buen rato en el vestíbulo tratando de recuperarme, fumando, y lo que vi fuera de la sala y en la calle al salir parecía completamente irreal. No era capaz de sintonizar con nada ni de percibir el significado de nada, algo similar a lo que había sentido al bajar del avión en Toulouse procedente de Barcelona, cuando esperaba disfrutar pidiendo comida en condiciones para variar y, por el contrario, me senté llorando ante una tortilla … Era lo único que me apetecía comer … bebí vino… Y acabé mirando pasar tranquilamente a la gente como si hubiera entrado en una pesadilla en la que el mundo «real» hubiera sido absorbido de repente por una esponja y hubiera desaparecido para siempre. Y lo cierto era que, sentada en aquel vestíbulo, fumando, se me ocurrió que, en el sentido más literal, mi vida había acabado en esencia en España. Nada tan trascendente, ni en mi vida personal ni en el devenir del mundo, se ha repetido jamás. Y en el fondo todo ha sido, durante años y años, una imagen ensombrecida de lo que ocurrió. Aunque entonces la guerra no había terminado todavía, en Toulouse ya sabía que terminaría y en derrota. Sabía que nada iba a impedir la Segunda Guerra Mundial. Nada. Y desde entonces la mayor parte del tiempo la he vivido gracias al tesoro enterrado de los años anteriores, a una especie de munificencia de la que todavía podía nutrirme, y sospecho que el tipo de merma que he acabado por sentir se debe a la falta de elementos vitales suficientes que fluyan en los sucesos y las circunstancias. Todo es muy repetitivo, y terrible, pero nunca se aprende la lección. No obstante, por desalentadora que haya acabado siendo mi perspectiva, la considero absolutamente necesaria para continuar, en la dirección que se pueda, con el hostigamiento y la protesta[10].