La visión humana de Henry Buckley
Se dice que, después de la Guerra Civil, cada vez que Hemingway regresaba a España acudía a Henry Buckley para averiguar qué pasaba realmente en la España de Franco[1]. Cuando Hugh Thomas publicó su monumental y pionera historia de la Guerra Civil española, le agradeció a Buckley el haberle permitido «hurgar sin piedad en sus sesos»[2]. William Forrest, que estuvo en España durante la guerra representando primero al Daily Express y, después, al News Chronicle, escribió: «Buckley vio más aspectos de la Guerra Civil que cualquier otro corresponsal extranjero de cualquier otro país, e informó de ello con una escrupulosa observancia de la verdad que le valió el respeto incluso de aquellos que en ocasiones hubieran preferido que la verdad permaneciera oculta»[3]. Puede que Henry Buckley no escribiese ninguna de las crónicas de guerra más famosas, como el relato de la matanza de Badajoz de Jay Allen o la descripción de Guernica de George Steer. Sin embargo, además de las sobrias noticias enviadas durante toda la guerra y de la ayuda dispensada en abundancia a colegas menos experimentados, aportó algunos de los documentos más imperecederos de la República y la Guerra Civil española, un testimonio monumental de su labor como corresponsal.
La obra de Buckley Vida y muerte de la República española constituye una descripción única de la política española a lo largo de toda la Segunda República, desde su proclamación el 14 de abril de 1931 hasta su derrota a finales de marzo de 1939. El libro abarcaba el período en su totalidad, combinaba recuerdos personales de sus encuentros con los grandes políticos de la época junto con testimonios presenciales de acontecimientos dramáticos, y narraba esa compleja experiencia con una prosa ágil y adornada de humor, compasión por el sufrimiento humano e indignación ante aquellos a quienes consideraba responsables de la tragedia de España. En ella se sintetizaba su labor como corresponsal del Daily Telegraph durante la Guerra Civil española. Supuso una irónica apostilla a las experiencias narradas en el libro el que, no mucho después de que se publicara en 1940, el almacén de Londres que albergaba las existencias de la obra recibiera el impacto de una bomba incendiaria y quedaran destruidos todos los ejemplares no vendidos de la misma.
Henry Buckley nació en Urms, cerca de Manchester, en noviembre de 1904 y, tras pasar algunas temporadas en Berlín y París, fue a España para representar al hoy desaparecido Daily Chronicle. Tras la Segunda Guerra Mundial regresó a España con su esposa catalana y residió allí hasta su muerte. Pese a su pasado de entusiasta partidario de la Segunda República, consiguió volver a ser corresponsal después de la Segunda Guerra Mundial. Irónicamente, el general Franco le recibía con frecuencia en la audiencia oficial que concedía anualmente a la Asociación de Prensa Extranjera.
Henry Buckley era un católico ferviente con orientaciones sociales radicales. Más que la ideología, era la empatía lo que explicaba su apoyo a la lucha de los trabajadores industriales y los campesinos sin tierra de la década de 1930. Esto es algo que queda de manifiesto a lo largo de todo su libro. Como correspondía a un conservador, era un gran admirador del general Miguel Primo de Rivera, a quien acompañó en una ocasión en uno de sus paseos nocturnos («ese auténtico caballero andaluz»; «en vez de un dictador, Primo era un Papá Noel nacional»). No veía con buenos ojos a Alfonso XIII («su rostro refleja habilidad, quizá astucia, pero no inteligencia»), y eso se debía en parte a que le parecía que el rey había traicionado a don Miguel Primo de Rivera. Buckley era un hombre empecinadamente sincero. Le gustaba el hijo del dictador, José Antonio (aunque le inquietaban los matones a sueldo que integraban la Falange), simpatizaba con el cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer, y no le gustaba mucho el dirigente republicano Manuel Azaña.
Le decepcionó su primera impresión de España, dada la pobreza y el aspecto harapiento de los campesinos, pero también era ferozmente autocrítico con la complacencia implícita en el hecho de informar acerca de un país del que en 1929 no sabía nada. Buckley escribe de principio a fin con cierta conciencia cómica de sus propias deficiencias, describiéndose a sí mismo, al abandonar París camino de Madrid, como alguien «virgen, bastante cascarrabias y con poca sangre». Su ojo para la belleza femenina está siempre atento, pero apaciguado por cierto sentido del ridículo sobre su propia masculinidad. Nos habla de una novia alemana que se desmayaba en sus brazos cada vez que él la besaba: «Consecuencia, me temo, de la debilidad de su corazón, y no de mi destreza en este ámbito»[4].
Tal vez Buckley fuera un ignorante cuando llegó, pero se dispuso a aprender y lo hizo. Al principio trabajó como corresponsal a tiempo parcial para Jay Allen, que era el principal corresponsal europeo del Chicago Daily Tribune y que en aquella época vivía en París[5]. A Henry Buckley le disgustaba Madrid porque era «inhóspita, ventosa y monótona», y le escandalizaba aquella situación en la que «un millón de españoles viven a expensas del resto de la nación». Pero, según refleja su relato del asedio de la capital durante la guerra, acabó por amar la ciudad y admirar a sus habitantes. Cuando decía: «Tengo la impresión de que el sistema democrático adoptado por la República cuando el rey Alfonso abandonó el país fue en cierta medida responsable de la tragedia de España», parecía un conservador inglés, pero pronto quedaba claro que su opinión se basaba en la creencia un tanto radical de que los republicanos no eran lo bastante dictatoriales para comprometerse con una reforma concienzuda de la anticuada economía del país[6].
El sobrecogedor valor de su maravilloso libro reside en que presenta una imagen objetiva de una década crucial de la historia contemporánea de España, fundada en una abundancia de material recabado como testigo presencial que solo podía reunir un corresponsal que residiera de forma habitual en el país. Abundan las anécdotas penetrantes y reveladoras. Mientras la multitud republicana invadía las calles de Madrid, Buckley, esperando bajo un frío glacial en el exterior del palacio de Oriente la noche del 13 de abril, pregunta a un conserje qué hace la familia real. «Yo me imaginaba a sus miembros reunidos en un cónclave angustioso, llamando a sus amigos, haciendo consultas desesperadas. La respuesta fue serena y comedida: “Sus majestades asisten a una proyección cinematográfica en un salón recién dotado de equipo de sonido”». Al día siguiente, fue testigo de como el entonces desconocido señor Negrín apaciguaba a una muchedumbre impaciente que pedía que se colocara una bandera republicana en un balcón del palacio de Oriente. En el bar de Chicote, en la Gran Vía, «el elegante hijo de un banquero español, educado en Gran Bretaña, le dice que “el único futuro que tendrán los republicanos y los socialistas será el de la horca y la prisión”». En el otoño de 1931 ve cómo le niegan la entrada al palacio de Oriente a la esposa de Niceto Alcalá Zamora el día de la investidura de su marido como presidente de la República, cosa que le parece emblemática de la situación de las mujeres[7].
Uno de los mayores deleites de la prosa de Buckley puede encontrarse en sus retratos enormemente perspicaces de las principales figuras políticas y militares de la época. El conocimiento de Buckley se traducía en valoraciones que han teñido profundamente los juicios posteriores de los historiadores. Sobre el presidente de las Cortes Julián Besteiro, cuyas erróneas apreciaciones interferían en la reforma agraria, escribió con malsana ironía que «hacía gala de una excelente tolerancia y se apresuraba a apoyar a los más débiles; en este caso, los representantes del feudalismo que no habían tenido la menor consideración por sus oponentes durante más de un siglo». Inmediatamente después de la matanza de campesinos anarquistas llevada a cabo por las fuerzas de seguridad el 8 de enero de 1933 en Casas Viejas, en la provincia de Cádiz, Buckley califica a Carlos Esplá, entonces secretario de Gobernación, como «un republicano atolondrado de ineficacia superlativa», y dedica mucho tiempo a explicar la debilidad de la República derivada de la incapacidad de sus políticos para hacer frente a la prepotente brutalidad de la Guardia Civil. Pese a la poca simpatía que le despertaba su ideología, Buckley admiraba la eficacia política del líder de la CEDA, José María Gil Robles: «Malhumorado, enérgico, con excelente autoridad y un criterio digno de tener en cuenta acerca de los hombres y de la política». En cambio, consideraba que la supuesta veta revolucionaria de Largo Caballero en 1934 era abiertamente falsa. Se refirió al general Gonzalo Queipo de Llano como «un oficial irritable e irascible», y describió en tono de sátira la vacua oratoria de Alcalá Zamora[8].
Henry Buckley conoció a todos los políticos de renombre de la España de la década de 1930. Cedric Salter, que también escribió para el Daily Telegraph, visitó Madrid en la primavera de 1937 y escribió posteriormente que había conocido a Buckley, al que describió como «pequeño, observador, con una sonrisa ladeada y una vehemente admiración por Negrín»[9]. Buckley admiraba en efecto a Negrín, pero estaba absolutamente entusiasmado con Dolores Ibárruri. Después de conocerla en Valencia en mayo de 1937 y someterse a una apasionada arenga suya, escribió: «¡Menuda mujer! En mi opinión, es la única política española que he conocido. Creo que conozco a la mayoría de los que tienen algún motivo para ser famosos durante esta generación, y ella es la única que realmente me impresionó por ser una gran persona». Simpatizaba con Indalecio Prieto y admiraba su inagotable labor como ministro durante la Guerra Civil, pero era consciente de que no toda su febril tarea era tan productiva como podría haberlo sido, puesto que insistía en ocuparse de todos los detalles, hasta el punto de llegar incluso a examinar personalmente las solicitudes de los periodistas que querían visitar el frente. Buckley señala con exasperación que el secretario de Prieto, Cruz Salido, lo remitía sin más todo a Prieto[10].
Sobre Valentín González, el Campesino, su opinión confirma la de otros testigos: «Tenía en la mirada el extraño magnetismo de un loco». Por contra, pocos observadores esperarían que se dijera del brutal estalinista Enrique Líster que valoraba la importancia de la buena comida: «Tenía un cocinero que había estado en los vagones restaurante de Wagon-Lits antes de la guerra, y en las distintas ocasiones y refugios en los que conseguí comer en el cuartel general de Líster, no creo que jamás me sirvieran nada malo». Buckley también pudo admirar cómo Líster «manejaba los restos de cuerpos del Ejército con frialdad y considerable destreza». Buckley reserva su máxima admiración para Negrín, no solo por su dinamismo sino también por su esencial amabilidad.
Mi impresión principal de él fue su firme compasión por el sufrimiento humano. Miraba al repartidor de periódicos al que le compraba un diario de la tarde y decía: «¿Ya te tratan esos ojos, chico? ¿No? Bueno, ve a ver al doctor Fulano a la clínica Tal, dale esta tarjeta y él se ocupará de que te traten de inmediato». O fuera, en el campo, se detenía en las aldeas pequeñas y hablaba con los campesinos, miraba sus miserables casas y veía más allá de la máscara fácil del pintoresquismo que tanta enfermedad y sufrimiento ocultaba en España. Antes de marcharse, deslizaba en las manos de la mujer de la casa algo de dinero o una tarjeta con los que pudieran recibir algún tratamiento médico gratuito. Ese era el Negrín que yo conocí[11].
La atención de Buckley sobre el detalle revelador devuelve la vida a la política de la Segunda República. Durante la campaña electoral de las elecciones de noviembre de 1933, Buckley visitó el cuartel general de la CEDA y percibió la fastuosidad de los carteles empleados en la campaña de Gil Robles. El 21 de abril de 1934 asistió en El Escorial a la concentración de las Juventudes de Acción Popular, que quedó empapada por el chaparrón de agua. El desfile, los saludos y los vítores ayudaron a Buckley a entenderlo como una prueba para la creación de unas tropas de choque fascistas. Se esperaba que acudieran cincuenta mil personas, pero, pese a las facilidades de transporte, a la gigantesca campaña de publicidad y a las grandes sumas de dinero gastadas, acudieron menos de la mitad de esa cifra. Además, como señalaba Buckley, «hubo muchos campesinos que dijeron alegremente a los reporteros que el dirigente político local los había mandado allí con el viaje y los gastos pagados». La víspera del levantamiento de los mineros de Asturias, la noche del 5 de octubre, Buckley estaba con los socialistas Luis Araquistáin, Juan Negrín y Julio Álvarez del Vayo en un bar de Alcalá discutiendo sobre el acierto de la estrategia de Largo Caballero. Durante el sitio de Madrid, describió cómo el hotel Palace se convirtió en un hospital. Durante la batalla de Guadalajara, entrevistó a tropas regulares italianas que habían ido a España en respuesta a una petición militar formal. A finales de mayo de 1937 se apresuró a llegar a Almería para examinar los daños causados por el buque de guerra alemán Admiral Scheer el 31 de mayo de 1937, en represalia por el bombardeo republicano del patrullero Deutschland el 29 de mayo de 1937, y realizó una espeluznante descripción de los daños ocasionados entre los barrios de clase trabajadora de aquel puerto desguarnecido.
Como testigo de estas escenas, Buckley se siente abrumado por la indignación, aunque su simpatía hacia los pobres de España ya se había fraguado nada menos que en 1931. Cuando reflexiona sobre la situación de Alfonso XIII la noche antes de su salida de Madrid, formula una pregunta retórica: «¿Dónde están tus amigos? ¿Acaso crees que este excelente pueblo de España tiene el corazón de piedra? No. Si hubieras mostrado generosidad o comprensión ante su dolor y su esfuerzo, no te habrías quedado sin amigos esta noche. Pero nunca las mostraste». Aunque Buckley fue católico practicante durante toda su vida, su fe católica se tambaleó debido a la hostilidad de la derecha católica hacia la República, y adujo: «Por mucho que me disgustase la violencia de la multitud y la quema de iglesias, me parecía que era a los españoles que profesaban su fe católica en voz más alta a los que había que culpar más de la existencia de masas analfabetas y de la maltrecha economía nacional». Su humanidad entró en conflicto con su fe religiosa, como puede apreciarse en sus vívidas descripciones de la vida cotidiana de los famélicos jornaleros del sur.
En cierto modo, lo que más indignaba a Buckley es el papel del gobierno británico y los cuerpos diplomáticos. Al respecto señaló:
Cuando hablaba con alguno de nuestros funcionarios diplomáticos, los veía sumisamente favorables de antemano a la derecha española. La consideraban una garantía contra el bolchevismo, y por ello creían preferible que estuviera en el poder mucho antes que los socialistas o los republicanos, y se reían con elegancia ante la mínima insinuación de que la derecha española pudiera alinearse algún día con Alemania e Italia y que nosotros pudiéramos ver amenazadas nuestras rutas imperiales.
Apenas le sorprendió que su amigo, el gran corresponsal de guerra Jay Allen, le dijera que había visto aterrizar en Gibraltar a pilotos italianos y que los oficiales británicos les permitían cortésmente y con toda clase de facilidades cruzar la frontera para seguir rumbo a Sevilla. Tras el bombardeo del navío de guerra alemán Deutschland, los miembros de la tripulación alemana muertos fueron enterrados en Gibraltar con todos los honores militares. Después de que los alemanes se vengaran atacando a una Almería desguarnecida, Buckley presenció el funeral de una de las víctimas. Al mirar los rostros desolados y las manos nudosas de quienes acompañaban el féretro se preguntó: «¿Cómo es que hay tan pocas personas a las que les importa cuánto sufren las masas trabajadoras?». Quedó aterrado de que, mientras el puerto de Gandía era bombardeado por la aviación alemana y los barcos británicos quedaban hechos pedazos, se ordenara a un destructor de la Marina Real británica próximo a Valencia que no hiciera nada. En efecto, el panorama que describe Buckley es el de una clase dirigente británica que antepone sus prejuicios de clase a sus intereses estratégicos. En este sentido, cita a un diplomático británico que afirmó: «Lo esencial que hay que recordar en el caso de España es que se trata de un conflicto civil y que es muy necesario que nos mantengamos junto a nuestra clase»[12].
Ciertamente, Buckley no compartía la histeria anticomunista de las clases medias británicas. Se mostraba escéptico ante las afirmaciones de que la Unión Soviética pudiera crear un satélite español.
Aun suponiendo que el Partido Comunista consiga obtener el control absoluto del gobierno y de la nación, es de suponer que esta seguirá compuesta de españoles, a los que creo que sería muy difícil que Rusia impusiera una determinada línea de conducta no aceptada por los españoles en su conjunto … Rusia, por supuesto, tenía toda clase de intereses en salvar la República, pero no creo que, más allá del natural deseo de ver al Partido Comunista español con todo el poder posible y de propagar al máximo sus ideas, los rusos tuvieran alguna intención de convertir a España en un estado súbdito, y no consigo entender en absoluto cómo podrían hacer tal cosa desde semejante distancia … Se ha escrito mucho sobre las actividades rusas en España durante la Guerra Civil, pero ciertamente no veo ninguna clase de efectivos rusos ni entre las fuerzas policiales ni en individuos particulares, a excepción del cuerpo diplomático, unos cuantos periodistas y unos pocos asesores militares. A partir de octubre de 1936, también hubo durante algún tiempo una serie de aviadores y expertos en blindados, hasta que la mayoría de ellos fueron paulatinamente reemplazados, pero fueron bastante reservados a la hora de exponer sus convicciones.
Por esa razón, a Buckley no le convencía mucho el coronel Segismundo Casado, que estaba al mando del Ejército del Centro republicano, cuando sostenía que la intención de su golpe del 4 de marzo de 1939 era «salvar a España del comunismo»[13].
Mientras trabajaba para el Daily Telegraph, Henry Buckley trabó amistad con muchos de los corresponsales de guerra más destacados que trabajaban en España, incluidos Jay Allen, Vincent Sheean, Lawrence Fernsworth, Herbert Matthews y Ernest Hemingway. Buckley, con su voz suave (uno de los periodistas españoles comentaba que su tono de voz era «casi un susurro»), se ganó una fama inmensa entre sus colegas, que le llamaban Enrique. En octubre de 1936 Kitty Bowler hizo un viaje a Madrid, ciudad a la que calificó de «una pesadilla», que no obstante se volvió llevadera gracias a Henry Buckley. Él la salvaba de las inoportunas atenciones de los hombres del hotel y, refiriéndose a él, ella escribió posteriormente que era «el reportero más dulce de España. Sus bromas cotidianas eran como una bienvenida pócima»[14]. El joven Geoffrey Cox recordaba «a un hombre muy inteligente, menudo y de voz baja que ofrecía una extraordinaria oposición a las presiones propagandísticas de todos los bandos»[15]. Constancia de la Mora, esposa de Ignacio Hidalgo de Cisneros, el jefe de las Fuerzas Aéreas republicanas, trabajó como encargada de enlace con la Oficina de Prensa Extranjera de la República. De la Mora describió a Henry Buckley como «un hombre pequeño con el pelo rojizo, el rostro tímido y un leve tic en la comisura de la boca que confería un giro burlesco a su cáustico humor»[16].
Pero sus modales apacibles no dejaban traslucir el valor que le acompañaba cada vez que visitaba algún frente asumiendo considerables riesgos para su persona. En las últimas fases de la batalla del Ebro, el 5 de noviembre de 1938, cruzó el río en una barca con Ernest Hemingway, Vincent Sheean, Robert Capa y Herbert Matthews. Posteriormente comentó:
Nos enviaron a cubrir la información del frente de Líster. Hemingway informaba entonces para la North American Newspaper Alliance. En aquel momento, prácticamente todos los puentes que cruzaban el Ebro habían quedado destrozados por los combates y habían sumergido unos traicioneros espinos en el río para disuadir de que se navegara por él. Sin embargo, como no había otro camino para llegar al frente, nosotros cinco nos subimos a una barca con la idea de remar junto a la orilla hasta que llegáramos a la zona más profunda del río, para a continuación atravesarlo y volver a remar por la otra orilla en dirección contraria. El problema fue que nos atrapó la corriente y empezó a arrastrarnos hacia el centro del cauce. La situación se volvía más amenazadora por momentos puesto que, cuando llegáramos a los espinos, el fondo de la barca se rajaría con toda seguridad. Y era casi igual de cierto que, cuando la barca hubiera volcado, nosotros nos hundiríamos. Fue Hemingway quien resolvió la situación, ya que agarró los remos como un héroe y con tanta furia que nos puso a salvo al otro lado.
Más adelante, Buckley bromearía diciendo que Hemingway «era a veces una persona fantástica, amable, casi infantil. Creo que casi amaba la guerra, exactamente igual que algunos de los personajes de sus libros»[17].
Buckley, claro está, restaba importancia a su propia valentía. El eternamente cínico Cedric Salter, que en las últimas fases de la guerra le acompañó en algunas ocasiones, comentó que Buckley «siempre mostraba una alegría serena cuando las cosas pintaban mal, pero tal vez porque estaba hecho de una pasta más sensible que los demás. Siempre me pareció que, para hacer las cosas que hacía, necesitaba una fuerza moral más auténtica que los demás»[18]. La apreciación de Salter queda corroborada por el relato del propio Buckley. Recordaba haber mantenido una conversación con varios colegas tras realizar una visita al frente. Minimizando considerablemente el asunto, escribió:
El peligro que corríamos procedía de los ataques a larga distancia y del bombardeo y el ametrallamiento continuo de las carreteras de la retaguardia. En realidad, los riesgos no eran muy grandes. Yo no dudaba en expresar que me ponía muy nervioso cada vez que me aproximaba al frente. Tampoco me daba ninguna vergüenza confesar que, cuando me tendía en algún prado, veía venir los bombarderos hacia el lugar donde estaba tumbado y oía el «fuuu, fuuu, fuuu» de las bombas que caían cada vez a mayor velocidad, nunca dejaba de tener un miedo atroz. Pero aún más aterrador es, a mi juicio, ser ametrallado. Uno sabe que en campo abierto una bomba tiene que caer prácticamente encima de uno para herirle. Pero en raras ocasiones se puede hallar protección contra las ametralladoras cuando uno se arroja al azar desde un coche mientras los aviones se te vienen encima y hay solo unos minutos o acaso unos segundos para meterse en el mejor refugio disponible[19].
Tras la toma de Cataluña a finales de enero de 1939 por parte de las fuerzas rebeldes, Buckley, junto con Herbert Matthews, Vincent Sheean y otros corresponsales, se unió al éxodo de refugiados. Matthews y él se alojaron en un hotel de Perpiñán y se dedicaron a informar sobre las terribles condiciones de los campos de concentración improvisados por las autoridades francesas en los que se hacinaban los refugiados. Consiguieron intervenir para rescatar a personas que conocían de los grupos que conducían a los campos[20].
Aunque dice muy poco acerca de su propio papel, las páginas de Buckley se tiñen de ira cuando llega a la espantosa descripción de los refugiados que llegan a la frontera francesa. Le indignaba que Gran Bretaña y Francia no hicieran más:
El mundo entero estaba emocionado por la salvación de unas seiscientas obras maestras del arte español e italiano que eran custodiadas cerca de Figueres después de su larga odisea. Pero no nos importaba nada que el alma de la gente fuera pisoteada. No hemos venido a aclamarlos; a animarlos. Haber llevado a este medio millón de personas y haberlas acogido, dado trabajo y consuelo en Gran Bretaña y Francia y en sus colonias, eso sí que habría sido cultura en el auténtico sentido de la palabra. Adoro a El Greco, he pasado infinidad de horas sentado sin más contemplando los Ticianos de El Prado, y las obras de Velázquez me fascinan, pero, francamente, creo que habría sido mejor para la humanidad que hubieran ardido en una pira si las cariñosas y cálidas atenciones que se les dispensó se hubieran dedicado en su lugar a este medio millón de desdichados. Mejor aún sería que tuviéramos un corazón lo bastante grande para atender a ambos; pero como parece que no lo tenemos, habría sido un augurio más feliz que estas gotas de leche de la amabilidad humana que todavía poseemos hubieran recaído sobre los seres humanos que sufren. Sin embargo, mientras hombres bien conocidos de la vida cultural catalana y española, además de otras decenas de miles de personas anónimas, yacían expuestos a los elementos; y mientras en los alrededores de Perpiñán morían entre los refugiados una media de sesenta personas a la semana, los tesoros del arte partían hacia Ginebra en 1842 embalajes el día 13 de febrero, bien protegidos contra el viento y la lluvia. Las mujeres, los niños y los hombres enfermos y heridos podían dormir al raso, casi abandonados. Pero los veinte camiones de cuadros de El Prado viajaban bajo un inmenso cobertor de lona impermeable y con los cuidados de una veintena de expertos[21].
Henry Buckley había ido a Sitges con Luis Quintanilla y Herbert Matthews en el verano de 1938. Quintanilla le presentó al pintor catalán Joaquim Sunyer. A su vez, este presentó a Buckley a una joven catalana, María Planas. Se enamoraron y rápidamente decidieron casarse. Pese a que la Iglesia católica estaba todavía proscrita en la España republicana, Constancia de la Mora utilizó su influencia para permitirles casarse en una capilla utilizada por los vascos exiliados en Cataluña. Después de la Guerra Civil española, Buckley fue destinado a Berlín, donde trabajó hasta dos días antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, momento en que el gobierno de Hitler le invitó a abandonar el país. Tras un breve período en Amsterdam cubriendo la invasión alemana, pasó un año y medio en Lisboa antes de convertirse en corresponsal de guerra del Daily Express con el Ejército británico. A partir de ese momento, María y él solo podían verse una vez al año en Gibraltar. Desembarcó en Anzio con el Ejército británico como corresponsal de Reuters, y resultó malherido cuando una bomba alemana estalló cerca del todoterreno en el que viajaba durante la ofensiva sobre Roma. Como consecuencia de ello, le quedó metralla en el costado derecho y sufrió fuertes dolores durante el resto de su vida. Inmediatamente después de la guerra, fue asignado a las fuerzas aliadas de Berlín y, posteriormente, fue corresponsal de Reuters en Madrid y, durante 1947 y 1948, en Roma, desde donde regresaría de nuevo a Madrid.
En 1949 regresó a Madrid como director de la oficina de Reuters en la ciudad, donde permaneció hasta septiembre de 1966, además de realizar breves misiones en Marruecos, Portugal y Argelia. Junto con otros miembros de la junta directiva de la Agrupación de Corresponsales de Prensa Extranjera de España, el 11 de enero de 1961 fue recibido por el general Franco. En 1962 dio cobertura informativa a la última posición de la OAS en Orán. Mantuvo su amistad con Hemingway y se veían cada vez que el novelista estadounidense visitaba Madrid. Después de pasar treinta años en España, el gobierno celebró el momento de su jubilación en 1966 concediéndole el galardón de la Cruz de Caballero de la Orden de Isabel la Católica, que le impuso el entonces ministro de Exteriores Fernando María Castiella. En enero de 1968 la reina Isabel II de Inglaterra le nombró miembro de la Orden del Imperio Británico, honor que le impuso el entonces embajador británico, sir Alan Williams.
A partir de 1966, Henry Buckley se retiró a vivir a Sitges, pero continuó trabajando para la BBC como corresponsal ocasional. Murió el 9 de noviembre de 1972. Fue muy querido y admirado entre sus colegas por su sinceridad y gallardía. Nada menos que una figura como el gran periodista franquista Manuel Aznar escribió en La Vanguardia: «Por ser un inglés de condición muy distinguida fue, entre nosotros, ejemplo de gentilhombría. Así quisiéramos que fuesen todos los ingleses entre nosotros». Los periodistas españoles que le conocieron sabían poco de sus experiencias durante la Guerra Civil o de su amistad con Negrín. Para Hemingway, Hugh Thomas y otros, fue un archivo viviente de la guerra. Por fortuna, para aquellos que no pudieron consultarle en persona, dejó Vida y muerte de la República española, un digno monumento a un gran corresponsal.