Jay Allen: problemas con Franco, problemas con Hitler
Al amanecer del 25 de agosto de 1936, un periodista estadounidense llamado Jay Allen se sentó ante la máquina de escribir en el recogido patio interior de una pequeña pensión de la ciudad portuguesa amurallada de Elvas. No podía dormir, en parte a causa del agobiante calor y en parte debido a los sollozos de la mujer que había en la habitación contigua. Su marido había sido una de las víctimas de la matanza ocurrida justo al otro lado de la frontera, en Badajoz. Allen acababa de volver del lugar de la carnicería y, al escribir un artículo sobre los hechos, trataba de asimilar el horror de lo que había visto. Una vez publicado, ocasionó considerables daños a la causa del Ejército rebelde de Franco. Se convirtió en una de las crónicas de la Guerra Civil española más importantes y citadas, y convirtió a Jay Allen en blanco de los improperios de la derecha. Su compromiso con los republicanos españoles sobrevivió a la derrota que sufrieron en 1939. Como consecuencia de ello, en marzo de 1941 las autoridades alemanas de la Francia ocupada detuvieron y encarcelaron al corresponsal. Jay Allen estaba allí en calidad de periodista, pero trataba de organizar la fuga de varios refugiados republicanos españoles y voluntarios antifascistas que habían combatido en las Brigadas Internacionales. La fama de ser el hombre que tanto daño había ocasionado al Ejército rebelde en España dificultó la tarea de los diplomáticos estadounidenses para conseguir su liberación.
Junto con Henry Buckley, Jay Allen fue uno de los dos corresponsales mejor informados sobre la situación en ambos bandos. Isabel de Palencia, que había sido embajadora plenipotenciaria española en Suiza y Finlandia durante la Guerra Civil, escribió: «Si me preguntaran quién creía que era el norteamericano mejor informado sobre el conflicto español, diría sin vacilación que Jay Allen». A continuación pasaba a enumerar una relación de otros amigos distinguidos de la República española, entre los que se encontraban Vincent Sheean, Freda Kirchwey y Elliot Paul, y concluía que «nadie ha recopilado tan bien la historia de la guerra española ni ha tenido la misma paciencia para acumular archivos que Jay Allen»[1].
Nacido en Seattle el 7 de julio de 1900, Jay Cooke Allen hijo no gozó de una infancia muy feliz. Su madre, Jeanne Lynch Allen, murió de tuberculosis quince meses después de que él naciera. Como pertenecía a la primera generación de inmigrantes irlandeses, le había hecho prometer a su esposo metodista, Jay Cooke Allen, que educaría a sus hijos en el catolicismo. Tras la muerte de Jeanne, la familia de esta quiso obtener la custodia de Jay y, cuando el padre se negó, raptaron al niño. Después de una batalla judicial, Jay fue devuelto a su padre. La posterior amargura de la familia hirió profundamente al joven Jay y quizá influyó en su posterior actitud crítica hacia la Iglesia católica. Al mismo tiempo, la relación con su padre le compensaba muy poco la pérdida de su madre. Años más tarde Jay escribió acerca de su padre: «Cuando era niño, no recuerdo haberle visto sobrio jamás. Y, ya siendo adulto, las pocas ocasiones en que estábamos juntos se mostraba agresivo, bebía demasiado y, aunque yo siempre disfruté con su tremenda vitalidad y valoré su sincero afecto, siempre me hacía sentir incómodo»[2]. Jay no encontró calor ni estabilidad emocional hasta que encontró al amor de su vida, Ruth Austin.
Tanto socialmente como desde el punto de vista cronológico, Jay formó parte de la llamada «generación perdida» estadounidense. Se casó con Ruth en Woodburn, Oregón, el 7 de septiembre de 1924, y dos semanas después partieron en dirección a Francia para pasar la luna de miel. Durante una larga estancia en París entablaron amistad con Ernest Hemingway. Este avisó a Jay de que estaba a punto de renunciar a su empleo en la oficina de París del Chicago Daily Tribune. Jay solicitó el puesto y consiguió el empleo. Entre 1925 y 1934 ofreció cobertura informativa de los acontecimientos de Francia, Bélgica, España, Italia, Austria, Alemania, Polonia y los Balcanes. El 16 de octubre de 1927 nació su hijo Michael. Jay residía gran parte del tiempo en Ginebra, si bien su interés por los acontecimientos de España se convirtió en una pasión muy absorbente porque, como le decía continuamente a su esposa, «era el único país de Europa occidental en el que el ideal democrático tenía futuro»[3].
En 1930 Jay se trasladó por primera vez a Madrid, donde había alquilado un apartamento a Constancia de la Mora. Jay, Ruth y su hijo Michael acababan de mudarse cuando apareció Constancia para informarles de que, tras separarse de su marido, ella y su hija pequeña necesitaban el apartamento, así que tenía que pedirles que lo desalojaran. Para su sorpresa, Jay y Ruth respondieron con amabilidad. Constancia recordó posteriormente el episodio con cierto apuro:
Tenía infinidad de problemas domésticos que discutir con mi madre. Mientras estaba en Málaga, había alquilado el apartamento a través de Zenobia a un periodista estadounidense, Jay Allen, con su esposa y su hijo pequeño, así que, cuando regresé a Madrid, me encontré a los empapeladores y a los pintores muy atareados preparando el piso para los estadounidenses. Los Allen esperaban con impaciencia alojados en un hotel a que la pintura se secara. Con el corazón en la garganta, fui a hacerles una visita para rogarles que me dejaran disponer de nuevo del apartamento. Cuando llegué, Jay Allen estaba acostado; enfermo, según me explicó con buen humor. Tenía la colcha de la cama cubierta de periódicos, libros y papel para escribir a máquina. Su hijo pequeño, con un pantalón largo azul, ocupaba un rincón de la habitación en el que jugaba solo a un juego muy complicado y sumamente ruidoso. La señora Allen, una mujer joven y encantadora, iba de un lado a otro de la habitación contestando al teléfono, buscando libros para su incansable marido y poniendo orden en medio de una confusión que volvía a reproducirse en el momento en que ella aminoraba sus esfuerzos. «Espero que puedan perdonarme», balbucí. Los Allen escucharon mi historia y, a continuación, los tres, incluido el responsable niño, me aseguraron que no había ningún problema en absoluto, que claro que yo debía disponer de mi apartamento, que empezarían de inmediato a buscar otro, que no debía dedicar ni un instante a preocuparme por haber alterado sus planes… que no importaba[4].
Fue el principio de una sólida amistad que brotaría de la estrecha colaboración para defender la causa de la República durante la Guerra Civil y aun después, pero que finalizaría tristemente con una discrepancia política acerca de la estrategia que debía desarrollarse para tratar de ayudar a los refugiados españoles.
Durante sus visitas a España a finales de la década de 1920, y más aún cuando se estableció allí en 1930, Jay conoció a una amplia variedad de políticos españoles, incluidos los de extrema derecha. Fue un huésped cordialmente acogido en la casa de Madrid de la princesa Bibesco, poetisa y novelista (Elizabeth Asquith, hija de Herbert Henry Asquith, que fue primer ministro británico desde 1908 hasta 1916). En 1919, con veintidós años, se había casado con el príncipe y diplomático rumano Antoine Bibesco. Mientras este desempeñó el cargo de embajador en España entre 1927 y 1931, ella abrió un salón en el que se reunía la flor y nata de la élite política y literaria de Madrid. Antes de la caída de la monarquía, Jay solía encontrarse allí con el primo del rey Alfonso XIII, Alfonso de Orleans y Borbón, y con su esposa, la princesa Beatriz de Saxe Coburgo Gotha, nieta de la reina Victoria. El príncipe Ali, que era como le llamaban en la familia, era un aviador intrépido. Su esposa era prima de la reina consorte de Alfonso XIII, Victoria Eugenia. Fue en el salón de Bibesco donde Jay conoció al hijo del general y dictador Miguel Primo de Rivera, José Antonio. Pese a la distancia política que les separaba (José Antonio fundaría en 1933 la fascista Falange) mantuvieron relaciones cordiales. «Me caía bien pese a que detestaba a su gente, aquellos señoritos y señoritas de buena familia que a partir de 1934 exhibían en los bares elegantes sus pistolas, a menudo revólveres con la culata nacarada y el Sagrado Corazón de Jesús grabado»[5]. José Antonio ofreció a Jay la última entrevista que concedió poco antes de ser ejecutado en 1936.
Jay se reunió en varias ocasiones con José Calvo Sotelo, el dirigente monárquico cuyo asesinato el 13 de julio de 1936 se utilizaría para justificar el golpe militar dado cinco días más tarde, si bien había sido preparado con muchos meses de antelación. Sentía cierta simpatía por Calvo Sotelo porque, cuando era ministro de Hacienda durante la dictadura de Primo, había tenido graves problemas al tratar de nacionalizar la industria española del petróleo. Con posterioridad, Jay escribió:
Yo lo consideraba alguien con mucha labia, bastante ingenioso, de modo que, como es lógico, sus camaradas le aclamaban como una mente privilegiada (cualquier mente pensante pasaba por privilegiada en aquel entorno). Confieso que sentía un poco de pena por aquel tipo a quien le había estropeado los planes (para ser más exactos, la peseta) Deterding, de Shell [Henri Wilhelm August Deterding, presidente del grupo Royal Dutch/Shell, apodado el Napoleón del Petróleo], entre otros miembros de la hermandad internacional del petróleo, porque se había atrevido a crear CAMPSA, el monopolio del petróleo en la época de Primo.
Los grandes gigantes internacionales del petróleo se habían unido para hacer caer el valor de la peseta y Jay señaló: «Yo pensaba que Calvo Sotelo tenía que estar ciego para no haberlo previsto, y recuerdo que en una ocasión José Antonio me daría la razón con cierta amargura»[6].
Dado su profundo compromiso con la República, obviamente Jay se sentía más cómodo en la izquierda. A través de un amigo íntimo, el artista Luis Quintanilla, a quien había conocido en París, Jay trabó amistad con una serie de socialistas destacados entre los que se encontraban el futuro presidente Juan Negrín y algunos partidarios de Largo Caballero, Luis Araquistáin, Julio Álvarez del Vayo y Rodolfo Llopis. De hecho, a principios de 1931 algunos líderes del Partido Socialista Español se habían reunido algunas veces en su apartamento mientras tramaban cómo derrocar la monarquía[7]. A principios de 1934 el reaccionario propietario del Chicago Daily Tribune, el coronel R. R. McCormick, despidió a Jay del periódico porque se había negado a participar en un plan para contribuir a eliminar a un colega veterano a quien él calificaba de «un adorno antiguo muy caro». Como hacía poco tiempo que había heredado una suma de dinero, Jay empezó a recabar información para escribir un libro sobre Manuel Godoy, el todopoderoso ministro de Carlos IV. Sin embargo, los acontecimientos políticos le distraerían muy pronto. Tras las elecciones de 1933, una coalición de centroderecha accedió al poder y se dispuso a desmantelar de inmediato las reformas introducidas en los dos años y medio anteriores. A lo largo de 1934 se habían convocado expresamente una serie de huelgas contra lo que la izquierda consideraba que era el primer paso para aplastar al movimiento obrero e imponer un estado corporativo. La entrada en el gobierno de la ultraderechista CEDA el 6 de octubre fue interpretada por los socialistas como el paso siguiente. La respuesta fue una huelga general revolucionaria.
Durante la represión que siguió, Quintanilla llevó a Negrín, Araquistáin, Álvarez del Vayo y Llopis, junto con el dirigente minero asturiano Amador Fernández, a refugiarse desde el 8 hasta el 10 de octubre en el piso que Jay tenía en Madrid, en la calle de Alcalá. Como consecuencia de lo que eran, en el mejor de los casos, chismorreos malintencionados o, en el peor, maldad deliberada de su vecino, el ferviente corresponsal católico del New York Times William P. Carney, el 9 de octubre apareció una noticia que afirmaba que Jay había sido detenido, acusado de dar cobijo a miembros del comité revolucionario y, posteriormente, liberado bajo la advertencia de que corría el riesgo de ser expulsado de España. Dar refugio al comité revolucionario entrañaba muchísimos riesgos, y la noticia procedente de Carney ponía a Jay en grave peligro. De hecho, habían detenido a Jay junto con Leland Stowe, del Herald Tribune, y Edmund Taylor, del Chicago Tribune, no porque hubiera escondido a los socialistas, sino porque algunos guardias de asalto que llevaban ametralladoras afirmaban haber recibido disparos de un francotirador oculto en el edificio en el que él vivía. Tras retener brevemente a Jay y a sus acompañantes a punta de pistola, los guardias de asalto aceptaron un whisky con soda y se marcharon. Evidentemente, tenían la corazonada de que Jay ocultaba al comité revolucionario, porque regresaron poco después y le detuvieron. Fue liberado gracias a la intervención de Claude Bowers, el embajador estadounidense. Leland Stowe, del Herald Tribune, protestó ante el director del New York Times porque la historia de Carney era parcial, falsa y difamatoria[8].
Más adelante Jay escribió de Carney: «En aquel momento no sabía hasta qué punto estaba vinculado con el órgano de expresión jesuita El Debate, cuyo director, que luego fue obispo de Málaga, había trabajado en The Times como becario (creo que se trata de Ángel Herrera; era la eminencia gris de Gil Robles)». Durante la Guerra Civil, Carney escribiría como un ardiente partidario de la causa de Franco. En 1934 Jay tenía pocos amigos entre los derechistas que no fueran aquellos que había conocido a través de Elizabeth Bibesco. Gil Robles, el dirigente del autoritario partido católico, la Confederación Española de Derechas Autónomas, se había esforzado por provocar el levantamiento de octubre de 1934 con el fin de tener una excusa para aplastar a la clase trabajadora organizada. Con posterioridad, Jay recordaba: «Gil Robles, un hombrecillo estirado y malévolo, no era santo de mi devoción. Tampoco yo lo era para él»[9]. Como era de esperar, una vez en el gobierno el partido de Gil Robles, Jay fue detenido de nuevo, un par de semanas más tarde, como consecuencia de un reportaje sobre la represión en Asturias que había escrito para el Chicago Daily News. Según el embajador estadounidense, Claude Bowers, el material sobre las atrocidades de Asturias se lo había proporcionado Indalecio Prieto. Después de recibir amenazas de la policía, Jay fue puesto de nuevo en libertad. Entretanto habían detenido a Quintanilla, y Jay tomó parte con Hemingway en las tentativas de conseguir apoyos para una campaña estadounidense con el fin de que le liberaran. El episodio fortaleció aún más la estrecha amistad de Jay con Luis Quintanilla[10].
En 1935 Jay archivó el proyecto de Godoy, como haría con varios libros tras haberlos empezado. Ello se debía en gran medida a que era un perfeccionista nato, aunque su amigo John Whitaker afirmaba que su falta de productividad se debía a que era «casi tan perezoso como yo e igualmente tímido cuando estaba en compañía de las musas»[11]. Jay empezó a trabajar en un libro sobre la Segunda República, titulado provisionalmente Revolt. Como iba a centrarse en la lucha agraria del sur, llevó a vivir a Ruth a Torremolinos, que en aquel entonces era todavía una idílica aldea de pescadores que conservaba la belleza natural del litoral occidental de Málaga. Fueron solos, porque Ruth y él habían decidido que querían que Michael se educara en Estados Unidos; a finales del verano de 1934, ella había realizado un fugaz viaje para llevarlo con su familia a Oregón[12]. Jay trabajaba ahora al menos en dos libros: uno sobre Godoy y otro sobre la República española. Su rutina diaria consistía en escribir de las siete a las doce y media, para después ir con Ruth a la playa. Comían a las dos, tras lo cual daban un paseo y después él escribía hasta la hora de la cena, a las ocho de la tarde. A mediados de febrero Jay escribió a Claude Bowers para invitarles a él y a su esposa a ir a pasar unos días; pero antes de que aquello se concretara, Ruth tuvo que regresar a Estados Unidos porque Michael se había puesto gravemente enfermo. Jay pasó parte de la primavera de 1936 viajando por Extremadura para recopilar material para su libro sobre el problema agrario, acompañado por Louis Fischer durante parte del tiempo[13]. Cuando posteriormente volvió a visitar Badajoz bajo la ocupación de los franquistas, en agosto de 1936, Jay Allen recordó: «He estado allí cuatro veces desde el año pasado para llevar a cabo una investigación para un libro sobre el que estoy trabajando y tratar de estudiar la aplicación de la reforma agraria que podría haber salvado a la República española; una república que, con independencia de lo que sea, dio a España escuelas y esperanza, ambas desconocidas en el país durante siglos»[14].
En la primavera de 1936, Jay quedó profundamente impresionado por lo que vio y, al regresar a Madrid, se reunió con Negrín para analizarlo. En una carta de 1945 dirigida al entonces presidente en el exilio rememoraba:
Recuerdo muy vivamente una conversación que mantuve contigo una noche cuando regresé de Extremadura tras una gira con Louis F. y Demetrio. Recuerdo haberte dicho lo impresionado que estaba por la irresponsabilidad de los socialistas de Madrid (de algunos de ellos), por su absoluta falta de sensibilidad ante la realidad de la situación en el campo … Y recuerdo tu reacción. Según parecía, pensabas que yo suscribía la postura del Pachá. Te mostraste complacido al descubrir que no era así[15].
«Demetrio» era Demetrio Delgado de Torres, un amigo íntimo de Negrín que, durante la Guerra Civil española, sería subsecretario de Economía en el Ministerio de Hacienda con responsabilidades sobre la adquisición de material de guerra y sobre la gestión de los fondos republicanos en el extranjero, incluidas las transferencias de oro a Rusia. «El Pachá» era Luis Araquistáin, el principal portavoz y asesor del presidente del partido, Francisco Largo Caballero.
Esta carta de 1945 revelaba no solo la estrecha relación de amistad de Jay con Negrín, sino también lo bien informado que estaba sobre la política interna del Partido Socialista Español. En la primavera de 1934, el PSOE estaba profundamente dividido entre los partidarios de Largo Caballero y los de Indalecio Prieto. Largo Caballero, decepcionado por los límites de la reforma aplicada durante los años de coalición de gobierno entre republicanos y socialistas (desde 1931 hasta 1933), había adoptado una postura revolucionaria, al menos en términos retóricos. A partir de mayo de 1934, y a través de su revista teórica Leviatán, Araquistáin, que había presenciado el ascenso del nazismo durante su época de embajador español en Berlín, había fomentado la oposición de Largo Caballero a colaborar con los republicanos liberales. Aunque habían convencido a Largo Caballero para que aceptara la necesidad de una coalición electoral bajo la forma de un frente popular, este se oponía con firmeza a colaborar en el gobierno con los republicanos y saboteó la oportunidad de Prieto de formar un gabinete republicano y socialista a mediados de mayo de 1936. Según Negrín, aquello debilitó fatídicamente al gobierno del Frente Popular y minó la posibilidad de impedir un levantamiento militar[16].
Lo que Jay percibió en la explosiva situación social de Extremadura en la primavera de 1936 le convenció de la necesidad de que hubiera un gobierno lo suficientemente firme como para implantar una rigurosa reforma agraria. Decenas de miles de campesinos ansiosos de tierra que vivían en la miseria se enfrentaban a unos terratenientes intransigentes decididos a no ceder nada. Jay, claro está, era amigo de Araquistáin (de ahí la suposición de Negrín de que apoyaba el punto de vista de Largo Caballero), pero era capaz de comprender que la decisión de debilitar al gobierno al tiempo que se lanzaba una retórica revolucionaria hueca era una irresponsabilidad peligrosa. Cuando Largo Caballero fue cesado como presidente en mayo de 1937, un rencoroso Araquistáin, que esperaba ser nombrado ministro de Estado, olvidó su pasado revolucionario, adoptó un anticomunismo ferviente y se convirtió en un crítico feroz de Negrín. A esto hacía referencia Jay cuando en su carta a Negrín comentaba: «Jamás lanzaría un ataque frontal contra el Pachá, pese a todas las depravaciones que ha dicho de alguno de nosotros, pero todavía estoy convencido y afirmo en público la irresponsabilidad de la gente de Caballero durante aquella primavera»[17].
Cuando el Ejército rebelde español se alzó la noche del 17 al 18 de julio de 1936, Jay todavía vivía en Torremolinos. En aquel momento estaba solo, puesto que Ruth seguía en Estados Unidos desde febrero con su hijo Michael. Tan pronto como Jay se enteró de la noticia del golpe partió hacia Gibraltar. «Sencillamente quería llegar a Gibraltar para averiguar qué sucedía y presentarme ante el News Chronicle, de Londres, que me había pedido que informara para ellos en el caso de que se produjera la anunciada rebelión». Al día siguiente, se informó de que Jay Allen había muerto a manos del Ejército republicano en un corte de carretera no muy lejos de Gibraltar. Años más tarde recordaba: «Topé con algunos combates en La Línea, estuve a un pelo de que me mataran (alcanzaron a mi chófer en el hombro y al día siguiente había 68 agujeros de bala en el coche). Si hubiera imaginado semejantes problemas, habría sido más prudente». Su hijo recordaba la angustia de su madre y la suya propia durante las horas transcurridas entre la lectura de las «noticias» en el periódico de Seattle y el momento en que, antes de que anocheciera, se enteraron de que se decía que estaba en Gibraltar sano y salvo:
Mi padre había alquilado la limusina con chófer de un rico e iba de Torremolinos a Gibraltar. Un escuadrón de soldados republicanos muy nerviosos abrió fuego. Mataron al chófer, que salió despedido a la calle dejando un charco de sangre. Mi padre salió también despedido y cayó sobre la sangre del chófer. Los soldados creyeron que también estaba muerto y se marcharon. Luego mi padre se marchó arrastrándose y se puso a salvo en Gibraltar. A todos nos parecía una ironía terrible que un defensor de la República como Jay pudiera ser la primera baja extranjera de la Guerra Civil[18].
En el transcurso de la guerra, entre los muchos despachos enviados por Jay Allen se encuentran, junto con los reportajes de Mario Neves sobre la matanza de Badajoz y el de George Steer sobre el bombardeo de Guernica, tres de los artículos más importantes y citados de los escritos durante la contienda. Se trataba de una entrevista exclusiva con Franco en Tetuán realizada el 27 de julio de 1936, de su propia versión de los días posteriores a la toma de Badajoz por parte de los nacionalistas y de la última entrevista concedida por José Antonio Primo de Rivera, a punto de ser ejecutado.
La entrevista de Jay Allen con Franco fue la primera que concedió el futuro dirigente de los rebeldes a un corresponsal extranjero. Después de que el cuartel general de los rebeldes en Algeciras le hubiera denegado un salvoconducto para entrar en el Marruecos español, el mando de Franco se puso en contacto con él y le dijo que atravesara el estrecho de Gibraltar y fuera a Tetuán. Una vez en la mansión del Alto Comisionado tras una travesía peligrosa, fue conducido finalmente ante Franco, «otro enano que acabaría gobernando». Tanto su optimismo como su inflexible determinación quedaron de manifiesto en aquella histórica entrevista que concedió a Jay Allen. Cuando le preguntó durante cuánto tiempo se prolongarían las matanzas ahora que el golpe había fracasado, Franco contestó: «No puede haber ningún acuerdo, ninguna tregua. Continuaré preparando mi avance hacia Madrid. Avanzaré. Tomaré la capital. Salvaré a España del marxismo a cualquier precio … Pronto, muy pronto, mis tropas habrán pacificado el país y enseguida todo esto parecerá solo un mal sueño». Cuando Allen replicó: «¿Significa eso que tendrá que fusilar a media España?», un Franco sonriente respondió: «He dicho a cualquier precio»[19]. En el transcurso de la entrevista, Jay reparó en que sobre el escritorio de Franco había varios ejemplares del Bulletin de L’Entente Internationale contre la Troisième Internationale, una publicación ferozmente antisemita y antibolchevique que ensalzaba los logros del fascismo y las dictaduras militares como baluartes contra el comunismo. La Entente era una organización de ultraderecha que mantenía estrechas relaciones con el Antikomintern, una organización dirigida desde el Ministerio de Información de Josef Goebbels. Franco se los enseñó a Jay y le comentó lo valiosos que le parecían[20].
Para escribir el reportaje elaborado desde Badajoz fue necesario mucho más valor que el que le había conducido al interior de la guarida de la bestia que era el cuartel general de Franco. Había estado en Lisboa reuniendo información, no sin correr riesgos, acerca de la entrega de ochocientas toneladas de material bélico para Franco que se cargaron directamente desde el buque alemán Kamerun en vagones de ferrocarril bajo la supervisión de oficiales españoles[21]. Al oír hablar de la matanza de Badajoz partió para indagar por sí mismo. En una ciudad en la que las fuerzas de ocupación, compuestas por legionarios y mercenarios moros, mataban y torturaban a discreción, deambuló valientemente y de incógnito recabando información para un extenso artículo que ha superado con creces la prueba del tiempo. Lo que escribió acerca de Badajoz dio pie a que Jay fuera vilipendiado durante los años posteriores. Y lo que es más importante: lo que vio iba a obsesionarle durante el resto de su vida. Veinticinco años después, en una carta dirigida a Louis Fischer recordaba que, cuando regresó a la ciudad portuguesa de Elvas tras cruzar la frontera, «me repugnaba pensar siquiera en lo que había visto y oído al final de la limpieza. Si no recuerdo mal, pasé un par de días en la ciudad antes de hacer acopio de valor para sentarme a narrarlo»[22]. También era un relato típico de la humanidad y el compromiso ético de aquel hombre, rasgos que quedaban de manifiesto desde los primeros párrafos, escritos bajo el calor sofocante del patio de la Pensão Central de la Rua dos Chilloes de Elvas. Vale la pena reproducirlo en su totalidad.
Elvas, Portugal, 25 de agosto de 1936
Esta es la historia más dolorosa que me ha tocado abordar jamás: la escribo a las cuatro de la mañana, enfermo de cuerpo y alma, en el hediondo patio de la Pensão Central, situada en una de las sinuosas calles blancas de esta empinada ciudad fortificada. Jamás podría volver a encontrar la Pensão Central, y nunca desearé hacerlo.
Vengo de Badajoz, que se encuentra a pocos kilómetros de aquí, en España. He subido al tejado para volver la vista hacia allí. Había un incendio. Están quemando cuerpos. Cuatro mil hombres y mujeres han muerto en Badajoz desde que los legionarios extranjeros y los moros rebeldes del general Francisco Franco saltaron por encima de los cuerpos de sus propios camaradas muertos para atravesar las murallas tantas veces maceradas en sangre.
He tratado de dormir. Pero no se puede dormir sobre una cama sucia e irregular en una habitación cuya temperatura es la de un baño turco, mientras los mosquitos y las chinches te torturan y mientras los recuerdos de lo que has visto te torturan aún más, con el olor de la sangre en el pelo y con una mujer sollozando en la habitación de al lado.
—¿Qué le pasa? —le pregunté al somnoliento paisano que ronda por el lugar haciendo guardia nocturna.
—Es española. Vino pensando que su marido había escapado de Badajoz.
—Bueno, ¿y lo consiguió?
—Sí —dijo, y me miró sin estar seguro de si debía continuar—. Sí, pero lo devolvieron allí. Lo han fusilado esta mañana.
—Pero ¿quiénes lo devolvieron? —Yo lo sabía, pero pregunté de todos modos.
—Nuestra policía internacional.
Ya había visto antes la vergüenza y la indignación en unos ojos humanos, pero nunca así. Y, de repente, este adormilado y sudoroso ser, cuya mera presencia había supuesto un sufrimiento añadido, adoptó el gesto de dignidad y nobleza que siente un buen perro y que los seres humanos muchas veces no tienen.
Le dejé. Bajé al mugriento patio, con los pollos, los conejos y los cerdos, para escribir esto y sacudírmelo de encima.
Empezaré por el principio. Había oído rumores nefastos en Lisboa. Allí todos se espían unos a otros. Cuando salí del hotel a las cuatro de la tarde del 23 de agosto, dije que iba a Estoril a probar suerte en la ruleta. Algunas personas tomaron nota y espero que disfrutaran de aquella noche en Estoril.
Sin embargo, fui a la plaza del Rocío. Tomé el primer taxi. Di varias vueltas en él y, finalmente, recogí a un amigo portugués que sabe moverse en este medio. Fuimos al transbordador que cruza el Tajo. Una vez en la otra orilla, le dijimos al conductor: «A Elvas». Nos miró un tanto sorprendido. Elvas estaba a 250 kilómetros. Cruzamos como un rayo un encantador país de colinas arenosas, alcornoques, campesinos con las patillas largas y mujeres con bombín. Cuando subimos la montaña para entrar en Elvas eran las ocho y media en punto, «nadie abrió jamás los pestillos». Pero ahora Elvas conoce la humillación.
Atravesamos un estrecho portón blanco. Parece que fue hace años. Desde entonces he estado un tiempo en Badajoz. Creo que fui el primer reportero que puso el pie allí sin salvoconducto y sin el inevitable pastoreo de los rebeldes; fui sin duda el primer reportero que iba sabiendo lo que buscaba.
Conozco Badajoz. He estado allí cuatro veces desde el año pasado para llevar a cabo una investigación para un libro sobre el que estoy trabajando y tratar de estudiar la aplicación de la reforma agraria que podría haber salvado a la República española; una república que, con independencia de lo que sea, dio a España escuelas y esperanza, ambas desconocidas en el país durante siglos.
Han pasado nueve días desde que Badajoz cayó, el 14 de agosto. Los ejércitos rebeldes habían seguido avanzando (para sufrir una desagradable derrota en Medellín, si mis informaciones son correctas, y a veces lo son) y los reporteros, a los que daban de comer en la mano y tenían estrechamente vigilados, habían avanzado tras su estela.
Nueve días es mucho tiempo para el oficio periodístico; Badajoz ya es agua pasada, pero también es uno de esos fatídicos lugares cuya verdad acerca del mismo no saldrá a la luz muy pronto. De modo que a mí no me importaba llegar nueve días tarde si a mi periódico tampoco le importaba.
Empezamos a escuchar la verdad antes de salir del coche. Dos vendedores ambulantes portugueses que estaban en la puerta del hotel conocían a mi amigo. Como siempre, Portugal está en vísperas de una revolución. La gente parecía saber quiénes eran «los otros». Esa es la razón por la que llevé a mi amigo.
Murmuraron algo. Este era el balance final: millares de milicianos y milicianas republicanos, socialistas y comunistas fueron masacrados tras la caída de Badajoz por el delito de defender su República contra el ataque de los generales y los terratenientes.
Desde entonces, han sido fusilados entre cincuenta y cien cada día. Los moros y los legionarios extranjeros se dedican al saqueo. Pero lo peor de todo es que la «Policía Internacional» portuguesa, desafiando la costumbre internacional, está devolviendo a los refugiados republicanos, de veinte en veinte, y de cien en cien a una muerte segura a manos de los pelotones de fusilamiento rebeldes.
Hoy mismo [23 de agosto] llegó aquí un coche enarbolando la bandera roja y amarilla de los rebeldes. En él viajaban tres falangistas (fascistas). Iban acompañados de un teniente portugués. Se dividieron entre las callejuelas para llegar al hospital donde se encontraba el señor Granado, gobernador civil de la República en Badajoz. El señor Granado, junto con el mando del Ejército, el coronel Puigdengola, abandonaron la milicia leal dos días antes de la caída de Badajoz.
Los fascistas subieron las escaleras corriendo, atravesaron un pasillo a toda prisa con las armas desenfundadas y entraron en la habitación del gobernador. Este estaba fuera de sí ante el horror de lo sucedido. El director del hospital, el doctor Pabgeno, se arrojó sobre su indefenso paciente y pidió ayuda a gritos. Así salvó una vida.
El día anterior, el alcalde de Badajoz, Madroñero, y el diputado socialista Nicolás de Pablo fueron entregados a los rebeldes. El martes, se escoltó a cuarenta refugiados republicanos hasta la frontera española. Treinta y dos fueron fusilados a la mañana siguiente. Cuatrocientos hombres, mujeres y niños fueron escoltados por la caballería para cruzar el puesto fronterizo de Caia hasta llegar a las líneas españolas. De ellos fueron ejecutados cerca de trescientos.
Volvimos a subir al coche y fuimos a Campo Maior, que se encuentra a solo siete kilómetros de Badajoz, en el lado portugués. Un policía de aduanas parlanchín nos dijo:
—Claro que volvemos a entregarlos. Son peligrosos para nosotros. No podemos tener a rojos en Portugal en un momento como este.
—¿Y qué hay del derecho de asilo?
—Bueno —dijo—, Badajoz pide la extradición.
—No hay extradición para delitos políticos.
—Se está haciendo en toda la frontera, de arriba abajo, siguiendo órdenes de Lisboa —dijo con beligerancia.
Nos fuimos. Volvimos en coche a Elvas. Encontré a portugueses como ese y muy distintos, buenos amigos.
—¿Quieres ir a Badajoz? —preguntaban.
—No —les decía—, porque los portugueses dicen que la frontera está cerrada y me colgarían.
Tenía otra razón. A los rebeldes no les gustan los reporteros que ven ambos bandos. Pero me ofrecieron llevarme y volver a traerme sin complicaciones. De manera que partimos. De repente nos salimos de la carretera para cruzar un puente que, atravesando el río Guadiana, conduce a la ciudad en la que los soldados de Wellington hicieron estragos en las guerras peninsulares, donde ahora sucede otra tragedia.
Estábamos en España. Conocían a mis amigos. La persona adicional que iba en el coche (yo) pasaba inadvertida. No nos detuvieron.
Fuimos en coche directos hasta la plaza. Anoto: «La catedral está intacta». Pero no, no lo está; al rodearla veo la mitad de una gran torre cuadrada destruida.
—Los rojos tenían allí ametralladoras y nuestra artillería se vio obligada a abrir fuego —dijeron mis amigos.
Aquí hubo ayer un fusilamiento ceremonial, simbólico. Siete republicanos destacados del Frente Popular (leales), fusilados con banda de música y todo delante de tres mil personas. Para demostrar que los generales rebeldes no fusilaban solo a trabajadores y campesinos. No hay que dar muestras de favoritismo entre los miembros del Frente Popular.
Nos detuvimos en la esquina de la angosta calle de San Juan, demasiado estrecha para poder circular en coche. A través de ella huían los milicianos leales para refugiarse en una fortaleza musulmana que hay en una montaña cuando los descendientes de quienes la construyeron atravesaron la Puerta de la Trinidad. Fueron apresados por legionarios que subían desde la puerta por el río y disparaban andanadas a las esquinas de la calle. Todas las demás tiendas parecían destrozadas. Los conquistadores lo saqueaban todo a su paso. Los portugueses llevan toda esta semana en Badajoz comprando relojes y joyas prácticamente regalados. La mayor parte de las tiendas pertenecen a los de derechas.
—Es el impuesto de guerra que pagan por salvarse —me dijo un oficial rebelde en tono serio.
Al final de la calle de San Juan se veían los inmensos contornos de la fortaleza del alcázar. De allí fueron expulsados con botes de humo y posteriormente abatidos los defensores de la ciudad que buscaban refugio en la torre de Espantaperros. Pasamos por una gran tienda de comestibles que parecía haber sufrido un terremoto.
—La Campana —dijeron mis amigos—. Pertenecía a don Mariano, un destacado azañista (partidario de Manuel Azaña, presidente de España). Fue saqueada ayer después de que Mariano fuera fusilado.
Pasamos en coche junto a la oficina de la reforma agraria, donde vi en junio al ingeniero jefe, Jorge Montojo, repartiendo tierra y despertando, como era lógico, el odio de los terratenientes y, como era un técnico que obedecía estrictamente los cánones de la justicia burguesa, también la enemistad de los socialistas. Había tomado las armas en defensa de la República, así que…
De repente vimos a dos falangistas dar el alto a un compatriota atado que llevaba un blusón de trabajo. Le sujetaron mientras un tercero le arrancaba la camisa y dejaba al desnudo su hombro derecho. Podían verse las marcas moradas y azuladas de la culata de un rifle. Se veían incluso después de una semana. El informe era desfavorable. A la plaza de toros con él.
Recorrimos en coche el exterior de las murallas hasta la plaza en cuestión. Sus muros de arenisca se asomaban al fértil valle del Guadiana. Es una bonita plaza de yeso blanco y ladrillo rojo. Aquí vi una vez al torero Juan Belmonte en la víspera de la corrida, una noche como esta, cuando fue a ver encerrar los toros. Esa noche también encerraban el forraje para el espectáculo de mañana. Hileras de hombres, con los brazos al aire.
Eran jóvenes, en su mayoría campesinos con camisas azules, mecánicos con mono. «Los rojos». Siguen deteniendo a gente. A las cuatro en punto de la mañana son arrojados al ruedo por la puerta por la que sale el paseíllo de la corrida. Allí les esperaban las ametralladoras.
Después de la primera noche se decía que la sangre iba a alcanzar un palmo de altura al otro lado del callejón. No lo dudo. Mil ochocientos hombres —había también mujeres— fueron acribillados allí en unas doce horas. En mil ochocientos cuerpos hay más sangre de lo que uno pueda imaginar.
En una corrida, cuando la fiera o algún infortunado caballo sangra en abundancia, salen los monosabios y esparcen arena limpia. Pero en las tardes calurosas se puede oler la sangre. Resulta muy tonificante.
Nos detuvieron en la puerta principal de la plaza, y mis amigos hablaron con los falangistas. Era una noche calurosa. Olía a algo. No soy capaz de describirlo y no lo describiré. Los «monosabios» tendrán mucho trabajo que hacer para volver a dejar presentable esta plaza para la matanza ritual de una corrida. Por lo que a mí respecta, se acabaron las corridas de toros; para siempre.
Llegamos a la Puerta de la Trinidad atravesando aquellas fortificaciones en otro momento invulnerables. La luna resplandecía. Hace una semana un batallón de 280 legionarios entró al asalto. Veintidós viven para contar la historia de cómo saltaron sobre sus muertos y, con granadas de mano y cuchillos, acallaron aquellas dos ametralladoras asesinas. ¿Dónde estaban los aviones del gobierno? Ese es uno de los misterios. Se avecina un terremoto en Madrid.
Volvimos en coche a la ciudad y pasamos por delante de la excelente escuela nueva y el instituto de salud de la República. Los hombres que los construyeron están muertos, fusilados por «rojos» porque trataron de defenderlos.
Doblamos una esquina.
—Hasta ayer aquí había un charco ennegrecido de sangre —dijeron mis amigos—. Todos los militares leales fueron fusilados aquí y sus cuerpos fueron expuestos durante días para dar ejemplo.
Les dijeron que salieran, de modo que se apresuraron a abandonar la casa para recibir a los conquistadores, pero los abatieron y saquearon sus casas. Los moros no tenían favoritismos. Vuelta a la plaza. Durante las ejecuciones, Mario Pires enloqueció. Había tratado de salvar a una hermosa joven de quince años capturada con un fusil en las manos. El moro fue categórico. Mario presenció su fusilamiento. Ahora está bajo tratamiento médico en Lisboa.
Sé que en el otro bando hay horror en abundancia. Almendra Lejo, de derechas, fue apaleada, rociada con gasolina y quemada viva [sic.]. Conozco a gente que vio cuerpos carbonizados. Lo sé. Conozco a centenares e incluso a millares de personas inocentes muertas a manos de masas vengativas. Pero sé quién fue el que se levantó para «salvar a España» y levantó así a las masas en una defensa que es tan salvaje como valerosa.
De todos modos, estoy informando sobre Badajoz. Durante el asedio aquí fueron ejecutados a diario una docena o más de derechistas. Sin embargo, de vuelta en Elvas, en el casino, pregunto con diplomacia:
—Cuando los rojos quemaron la cárcel, ¿cuántos murieron?
—Pero si ellos no quemaron la cárcel.
Yo había leído en la prensa de Lisboa y de Sevilla que lo habían hecho.
—No, los hermanos Pla lo impidieron.
Conocía a Luis y Carlos Pla, unos jóvenes ricos y de buena familia que tenían el mejor taller del sudoeste de España. Eran socialistas porque decían que el Partido Socialista era el único instrumento que podía quebrantar el poder de los señores feudales de España.
—Aplacaron a la multitud que quería quemar a los trescientos derechistas de la cárcel justo antes de que entraran los moros diciéndoles que ellos iban a morir en defensa de nuestra República, pero que no eran unos asesinos. Ellos mismos fueron los que abrieron las puertas para que la gente escapara.
—¿Qué les sucedió a los hermanos Pla?
—Fusilados.
—¿Por qué?
No hubo respuesta.
No hay ninguna respuesta. A todas esas personas se les podría haber permitido huir a Portugal, a cinco kilómetros, pero no se les permitió.
Oí al general Queipo de Llano anunciar en la radio que se había tomado Barcarrota y que se había dispensado «rigurosa justicia» a los rojos de allí. Conozco Barcarrota. Allí pregunté a los campesinos en junio si, ahora que les estaban entregando tierras, serían capitalistas.
—No —dijeron indignados.
—¿Por qué?
—Porque solo nos entregan lo suficiente para nuestro propio uso, no lo bastante para poder explotar a otros.
—Pero es suya.
—Por supuesto.
—¿Qué le piden ahora a la República?
—Dinero para semillas. Y escuelas.
En aquel momento pensé: «Que Dios se apiade de todo aquel que trate de impedir esto».
Me equivocaba. ¿O no? Aquí, en el casino, que sobre todo frecuentan los terratenientes y los comerciantes adinerados, me aventuré a preguntar cuál era la situación antes de la rebelión.
—Terrible. Los campesinos ganaban doce pesetas por una jornada de siete horas y nadie podía pagarlo.
Eso es verdad. Era más de lo que la tierra podía proporcionar. Pero antes ganaban entre dos y tres pesetas de sol a sol. Veinte españoles con cintas rojas y amarillas en los ojales se sentaron en el casino y, por el mero hecho de que estuvieran allí, supuse que no tenían la sensación de que Franco hubiera puesto todavía a España lo bastante a salvo.
En las calles inundadas de luz de luna había un aroma a jazmín, pero tenía otro olor metido en la nariz. Dulce, demasiado dulce y espantoso.
Al pie de la colina, en la plaza blanca, junto a una fuente, un joven recostado contra el muro con los pies cruzados tocaba la guitarra y un cantante entonaba una enternecedora canción de amor portuguesa.
En junio, en Badajoz los jóvenes todavía cantaban al pie de los balcones. Pasará mucho tiempo hasta que vuelvan a hacerlo.
De repente, irrumpió un coche en la plaza con una bandera roja y amarilla. Nos detuvimos. Los vendedores se acercaron a nosotros.
—Están registrando el hotel.
—¿A quién buscan?
—No lo sé.
En cuanto se haga de día nos iremos. La gente que pregunta no es bien recibida cerca de esta frontera, si es que puede llamársele frontera[23].
Jay podría haber esperado ganar un Premio Pulitzer por un artículo tan importante, pero su jefe, el coronel McCormick, propietario del Chicago Daily Tribune, se negó a presentarlo. De hecho, este y otros artículos convencieron al coronel de que Jay era demasiado izquierdista y, en octubre de 1936, le despidió otra vez junto con los demás miembros liberales de la plantilla del periódico en el extranjero[24]. El artículo indignó a la jerarquía católica estadounidense, que trataba de presentar a Franco y a los rebeldes como santos cruzados. Por consiguiente, Jay fue atacado alegando que en realidad él no estuvo presente durante la matanza. El padre Joseph F. Thorning, del Mount St. Mary’s College, un hombre que acabaría convirtiendo en un negocio el poner en entredicho la credibilidad de Jay, afirmaba que la masacre no era más que una «historia absurda». En un panfleto escribió: «No se debe prestar atención al relato del señor Jay Allen por cuanto él mismo reconoce que llegó ocho días después». Pero, por el contrario, Thorning no tenía dificultad alguna en creer cierta la afirmación «estudié a fondo esa cuestión y quedé satisfecho porque ningún rojo de los rendidos en Badajos [sic.] fue fusilado» de Francis McCullagh, que estuvo en la ciudad diez semanas después de que los cuerpos hubieran sido retirados[25]. El relato de Jay aporta infinidad de detalles de lo que sí sabía, de lo que vio en Portugal entre los refugiados aterrorizados, de los cadáveres del cementerio, de las entrevistas con los franquistas. Lo que tenía que decir, en cualquier caso, viene avalado por el otro gran testimonio presencial, el de Mario Neves, que el 15 de agosto escribió sobre las escenas de horror y devastación que había presenciado. También está respaldado por especialistas posteriores.
Herbert Southworth explicó dos errores que había en el despacho impreso sobre la matanza de Badajoz:
Se envió desde una oficina de telégrafo de Tánger. En determinado lugar se dice, tal como se publicó: «Sé que en el otro bando hay horror en abundancia. Almendra Lejo, de derechas, fue apaleada, rociada con gasolina y quemada viva». Obviamente, Jay Allen telegrafió algo parecido a lo siguiente: «ALMENDRALEJO DERECHISTA APALEADO…», lo cual el telegrafista debería haber interpretado del siguiente modo: «Un derechista de Almendralejo fue apaleado». En otro lugar de este artículo Jay se refería al corresponsal portugués Mario Neves. Este nombre fue tergiversado en la transmisión y se publicó en el Chicago Daily Tribune como «Mario Pires», y ha seguido llamándosele así al menos en cinco ocasiones posteriores en diferentes antologías. Toda información periodística que se transmita técnicamente mediante telégrafo, teléfono, radio, etcétera, lleva incorporada la posibilidad de que haya errores, y debería tenerse en cuenta este hecho cuando se utilizan los despachos periodísticos como fuentes históricas[26].
El 16 de septiembre de 1936 Jay Allen llegó a Madrid procedente de Gibraltar y pasó la tarde con Lester Ziffren intercambiando anécdotas sobre las dificultades de los corresponsales extranjeros en el sur, controlado por los rebeldes. A continuación se reunió con Louis Fischer y le habló de lo que había visto en Badajoz. Fischer recordaba: «Visitamos Badajoz juntos el pasado mes de abril en un viaje en coche por toda España para estudiar la reforma agraria de Azaña». Jay le dijo que, cuando entró en la plaza de toros, vio «la arena cubierta por una capa de quince centímetros de espesor de sangre humana negra y reseca. Todos los hogares de esta localidad lloraban a algún miembro o pariente. La población tenía un aspecto lúgubre y sombrío. No miraba a nadie a los ojos». Jay traía noticias de que, una vez que las columnas de Yagüe habían empezado a avanzar hacia Madrid, las operaciones de limpieza al sur de Badajoz se habían emprendido de forma concienzuda y habían impuesto su precio a la pequeña ciudad de Barcarrota, «donde en abril asistimos a un mitin socialista»[27].
Tras comentar que Jay «había demostrado ser en líneas generales el periodista mejor informado de España», su amigo y colega John Whitaker apuntaba lo siguiente respecto a su informe histórico: «Su historia fue negada y él, vilipendiado de un extremo a otro de Estados Unidos por portavoces a sueldo»[28]. Podríamos encontrar un curioso y quizá representativo ejemplo de desprecio en una carta absolutamente inexacta del padre Thomas V. Shannon dirigida al director de la revista católica neoyorquina The Tablet:
Naturalmente, como todos los escritores estadounidenses en el extranjero —Duranty, Gunther, Farson—, él era de tendencia bastante izquierdista. Por incongruente que parezca, Allen representaba al periódico más conservador que había en el país, por no calificarlo de reaccionario. En cierto modo era un periodista independiente. El coronel McCormick del Tribune lo encontró en Europa: no lo habían enviado desde aquí. Fue despedido en una ocasión debido a unas violentas protestas de Notre Dame, y en una segunda ocasión tras recibirse quejas de otra fuente. A pesar de todo, no lo dejó.
Shannon afirmaba que Jay Allen nació y se educó como católico hasta los nueve años y que, por tanto, consideraba que su posición política posterior era una traición:
En Madrid cayó con Azaña y su pandilla. Estaba francamente comprometido con aquel régimen, y sus escritos lo reflejaban. Aprobó con júbilo la expropiación y se deleitó particularmente con el sufrimiento de los jesuitas. Le hincharon de toda clase de información sobre la riqueza de los jesuitas, basada en habladurías. No le impresionó lo más mínimo el pillaje y la subversión de Málaga o Madrid. Escribía todo esto para cualquier periódico estadounidense que admitiera su porquería. Después de la rebelión de 1936 se volvió cada vez más violento, y mucho antes de Badajoz ya había dejado que su imaginación se amotinara. Acabó siendo un partidista amargado. La transición no fue difícil. Ya tenía cierta predisposición hacia el partidismo hace cinco años cuando lo vi en Madrid[29].
Las duras críticas a Jay pronunciadas por Shannon se difundieron de forma generalizada. Formaba parte de un esfuerzo orquestado por la jerarquía católica para desprestigiar a quienes apoyaran a la República española[30]. A Jay le llegó finalmente un ejemplar de la infamia. El ataque público contra Jay fue desarrollado por Joseph F. Thorning, uno de los propagandistas más incansables de Franco en Estados Unidos. Era curioso que Thorning fuera el elegido para liderar la campaña contra Jay, puesto que no tenía ningún conocimiento previo de España. Posteriormente, Jay recordaba: «El doctor Joseph Thorning apareció de no sé dónde, en un principio con la marca de jesuita detrás del nombre. Aquella categoría desapareció más adelante por razones que nunca me quedaron claras, aunque oí algo sobre una herencia. La pobreza, la castidad y la obediencia no parecían ser aplicables a él, al menos no las dos primeras, y sé de lo que hablo»[31]. En 1938, al enterarse de que Jay se disponía a escribir con más detalle sobre lo que había sucedido en Badajoz, Thorning escribió con sorna: «El mero hecho de que dieciocho meses después de su primera tentativa le parezca necesario volver a hacerlo, indica que su relato original no impresionó a los lectores más reflexivos. La desgraciada verdad (para el señor Allen) es que, habiendo llegado ocho días tarde, perdió el barco. Emplear las habladurías como prueba es un triste sucedáneo». El relato del propio Thorning se basaba en el libro del comandante McNeil-Moss, que jamás estuvo allí[32]. El éxito de la campaña católica puede ponderarse con el hecho de que en la prensa local estadounidense aparecieran referencias a «Jay Allen, el bolchevique» y afirmaciones de que sus escritos le reportaban ingentes sumas de oro de Moscú[33].
Aunque quizá el artículo de Badajoz sea el legado más importante de Allen, también fue notable su actuación al conseguir, el día 3 de octubre de 1936, la última entrevista que concedió en su vida el dirigente falangista encarcelado José Antonio Primo de Rivera. Cuando proliferaban los rumores de que José Antonio estaba muerto, Jay consiguió entrevistarle en la prisión de Alicante gracias a una invitación de Rodolfo Llopis, que entonces era subsecretario de la Presidencia de Francisco Largo Caballero. Para poder acceder al prisionero, Jay tuvo que convencer primero a la Comisión de Orden Público local, dominada por los anarquistas. Al cabo de dos reuniones muy tensas, consiguió convencerlos diciendo que, si no autorizaban la entrevista, tendría que escribir que el gobierno republicano no tenía autoridad alguna. Al entrar en el patio de la prisión, Jay Allen encontró a José Antonio y a su hermano Miguel en buenas condiciones de salud. El dirigente falangista reaccionó con ira cuando se le planteó que la defensa de los intereses de clase de los rebeldes había encenagado las ambiciones retóricas de su partido de una transformación social radical y dijo: «Sé que si este Movimiento gana y resulta que no es nada más que reaccionario, entonces me retiraré con la Falange y… y volveré a esta o a otra prisión dentro de muy pocos meses. Si es así, se equivocan. Provocarán una reacción aún peor. Precipitarán a España hacia el abismo. Tendrán que enfrentarse conmigo. Ya sabe que yo siempre los he combatido. Me llamaban hereje y bolchevique»[34]. Quizá José Antonio estuviera exagerando sus objetivos revolucionarios para ganarse el favor de sus carceleros, pero su descarada negación de las actividades de los pistoleros falangistas antes de la guerra y de la complicidad de los falangistas con las atrocidades durante la misma, irritaron sin duda a los anarquistas que presenciaron la entrevista. En vista de la actitud de José Antonio, que era cualquier cosa menos conciliadora, Jay se sintió obligado a poner fin a la entrevista «debido a las increíbles manifestaciones de Primo»[35]. Posteriormente recordaría: «Creo que en la primavera del 36, cuando fui a verle a la cárcel de Alicante antes de su ejecución, fui el último extranjero y quizá el último ser humano que habló con él aparte de sus carceleros, un grupo salvaje y ambiguo que se autodenominaba Comisión de Orden Público; todo ello, antes de que Negrín pusiera fin a ese tipo de cosas»[36].
En abril de 1937 Jay pronunció un discurso ante el Consejo de Relaciones Internacionales de Chicago. Comenzó diciendo: «Cuando dejé España no podía contárselo a nadie. Era como una pesadilla, una larga pesadilla de cuatro meses, con la única diferencia de que, de una pesadilla, uno se despierta». Habló del espanto desencadenado cuando el golpe militar provocó el colapso del estado republicano y abrió el camino a la violencia en territorio republicano. Trató de explicar por qué la República tenía tan mala prensa en Estados Unidos, argumentando con energía que la verdad no provenía de la España rebelde. «Ningún corresponsal puede escribir esto y quedarse allí… El mundo no sabe lo que hacen los rebeldes, quizá no interesa saberlo. Pero se ha pregonado ampliamente hasta la última atrocidad del bando leal, la mayor parte de las veces sin dar la menor explicación … Hay otra razón por la que no se ha contado la verdad. La mayor parte de los corresponsales que fueron a España desconocían cómo era el escenario español. Lo sabían todo sobre el fascismo y el comunismo, esa cuestión de la que todo el mundo habla tanto, y no sabían nada de España. Dieron crédito a la cruzada de Franco para salvar a España de los “rojos”. La rebelión de Franco es en realidad la inversa de la Revolución francesa. Pero ¿cómo se puede esperar que un corresponsal cuyos bienes de intercambio son el comunismo y el fascismo se ocupe de algo tan pasado de moda como la Revolución francesa? No lo saben … Además, hay otra razón. En este país hay elementos, servicios de prensa y organizaciones que han tratado de obtener algún beneficio con la cuestión de los rojos». Tras subrayar que «¡Ha sido una gran tragedia, una gran tragedia!», finalizó el discurso con estas palabras: «En mi condición de alguien que va a regresar a este “horror”, pido que la gente de esta democracia nuestra trate de leer acerca de España con una mentalidad abierta. Y también pido que en este país nuestro no se permita a los grupos de presión amordazar la verdad, reprimir a la prensa, etiquetar como “rojos” a los corresponsales que escriben la verdad tal como la ven. No pueden, no podemos hacer otra cosa»[37].
Los esfuerzos por parte de los católicos para desacreditar a Jay Allen y Herbert Matthews se basaban en parte en el material suministrado por William Carney y Edward Knoblaugh. Thorning distribuyó entre una amplia red de corresponsales una declaración de Edward Knoblaugh acerca de Jay:
No es precisamente un secreto entre los corresponsales extranjeros en España que el señor Allen, enfervorizado socialista, hizo allí una considerable campaña (algunas almas poco caritativas la calificarían de «agitación») a favor de la causa revolucionaria de la izquierda mucho antes de la guerra. Amigo íntimo del dirigente socialista Del Vayo y del dirigente revolucionario izquierdista Luis Quintanilla, el pintor, Allen fue detenido durante la revuelta de 1936 [sic.] supuestamente por haber dado cobijo en su casa al comité ejecutivo revolucionario. Los archivos del New York Times de aquel mes revelarán que el embajador Bowers le advirtió de que se mantuviera al margen de la política española. El artículo en cuestión (no recuerdo la fecha exacta) estaba firmado por el señor Carney, y se tradujo en una amarga enemistad entre los dos durante el resto de la misión de ambos en Madrid[38].
El propio Knoblaugh se puso al servicio de los franquistas publicando un libro propagandístico con material extremadamente exagerado sobre las atrocidades cometidas en la zona republicana y contribuyó a encubrir lo ocurrido en Guernica. Según Jay Allen, la totalidad del libro escrito por Knoblaugh era una invención: «Como sabes, algún que otro jesuita le ayudó con el libro. Apenas sabía leer y escribir. Si recuerdas el libro, era una versión muy especial, abiertamente falsa. Como es lógico, Eddie sí tenía algunas ideas curiosas y sus dotes de observación no eran excepcionales, pero era raro que sus “memorias” aparecieran bajo aquel patrón tan especial»[39]. En 1942 Jay le conoció en Peoria, donde trabajaba en el periódico local. Cuando Jay sacó el tema de la carta, Knoblaugh, que no era muy inteligente, le contestó que «ya estaba resuelto», con lo que se refería a que había escrito a Thorning para protestar diciendo que las cartas personales no deberían distribuirse libremente. Jay replicó que «a lo mejor el asunto “ya estaba resuelto” para el hombre de Dios, pero no para mí, en vista de cómo estaba escrita la carta, cómo me trataba y, entre otras cosas, cuánto se equivocaba»[40].
Cuando perdió su empleo en el Chicago Daily Tribune en octubre de 1936, Jay hizo algunos encargos para el New York Times, pero se dedicó principalmente a ejercer presión en Washington en favor de la República. En abril de 1937 se embarcó con rumbo a Francia en primera clase en el Normandie con su esposa Ruth y su hijo Michael. Iban también a bordo David A. Smart, el editor de la inmensamente famosa revista para hombres Esquire, y el director de la misma, Arnold Gingrich. Smart quería lanzar una nueva revista quincenal que se llamara Ken-The Insider’s World («ken» significa «saber» en gaélico), dirigida a tener al público «al corriente» de los acontecimientos del mundo tal como los veían «los participantes en ellos». Al principio Smart se sintió atraído por la idea de que la nueva iniciativa fuera radical y antifascista militante, y le dijo a Jay: «Esta revista será la primera gran oportunidad que han tenido los desamparados de Estados Unidos». La fama que tenía Jay de conseguir primicias y sus contactos en Washington le convertían en el director ideal, y de ahí el viaje a Europa para reunir material para el primer número. Desde París, Jay escribió a Smart explicándole lo que era el Frente Popular en Francia y proponiéndole que Ken fuera la revista del futuro Frente Popular de Estados Unidos, entendido como «un frente unido de todos los elementos liberales y progresistas sinceros e inteligentes». Smart quedó «encantado» y autorizó a Jay a contratar a algunos periodistas. Durante el verano de 1937, Jay y Ruth permanecieron en San Juan de Luz, cerca de la frontera francesa, desde donde Jay realizó una serie de incursiones en España. A su regreso a Nueva York, tomándole la palabra a Smart, Jay contrató a redactores e investigadores y encargó distintas investigaciones. La maqueta del primer número contenía un artículo de veinte mil palabras sobre el asalto fascista a la democracia. A Smart no le gustó y el artículo fue desechado en beneficio de otros temas más breves. A Smart tampoco le gustó aquello. La idea de Jay era demasiado seria y demasiado radical, cosa que no complacía a los potenciales anunciantes. En octubre de 1937 Jay fue sustituido por George Seldes, que era ligeramente más populista pero casi igual de radical. Seldes escribió más adelante: «He visto las maquetas, las pruebas, los reportajes, las ilustraciones y las fotografías que preparó Allen, todas ellas obras fieles e interesantes, superiores a cualquier otra cosa que haya aparecido todavía en Ken, y, sin embargo, he oído a Smart burlarse de la idea de dedicar cuarenta o cincuenta mil dólares al régimen de Allen “y no tener una maldita historia que mostrar a cambio”». Seldes le dijo a Hemingway que los anunciantes habían amenazado con retirarse de Esquire si Ken publicaba material prosindicalista. Seldes quedó relegado a la categoría de colaborador y escribió a Hemingway que «Smart es el tipo más miedoso de Estados Unidos. Además de ser miedoso, es un hipócrita tramposo». Al enterarse de que Smart había encargado caricaturas «de acoso a los rojos» para complacer a las agencias de publicidad, Seldes escribió que era «un hijo de puta traidor». El primer número no apareció hasta el 31 de marzo de 1938, y Hemingway y Paul de Kruif fueron fichados como redactores de cara a la galería[41].
Ese otoño, mientras todavía trabajaba sobre Ken en las oficinas de Esquire de Nueva York, Jay también actuó en nombre de Negrín. En una carta bastante indirecta dirigida a Claude Bowers acerca de una reunión frustrada con el secretario de Estado, Cordell Hull, quedaba claro que Jay se presentaría en Washington de vez en cuando para ejercer presión en favor del gobierno de la República española. En esa misma carta se refería a una reunión en Poughkeepsie con el hijo del presidente, James Roosevelt, para estudiar «un conjunto bastante notable de propuestas» de Negrín[42]. El 7 de mayo de 1938, el secretario de Interior de Roosevelt, Harold L. Ickes, escribió en su diario:
Jay Allen vino a verme ayer. Allen era corresponsal extranjero del Chicago Tribune, pero fue despedido cuando cubría la guerra española para aquel periódico. Está indignado por nuestro embargo de municiones de guerra a la España leal. Piensa, y estoy de acuerdo con él, que es una página negra de nuestra historia. Cree que se han impuesto al presidente Roosevelt los funcionarios de carrera que se arrodillan ante Gran Bretaña, y piensan que todos los conocimientos sobre asuntos internacionales empiezan y terminan en el Foreign Office británico. Considera que la valiente lucha de los leales es una auténtica defensa de los principios democráticos. A su juicio, se ha hecho de la neutralidad un instrumento para la destrucción gratuita … Cada vez llegan a mi escritorio más cartas de protesta contra este embargo. El New York Times dedicó un reportaje de primera página hace unos cuantos días al hecho de que el presidente estuviera preparándose para levantar el embargo. Allen piensa que esta historia era una artimaña deliberada para despertar las protestas de los católicos contra este levantamiento e impedir así que el presidente actúe[43].
Jay se las arreglaba a menudo para ver a Eleanor Roosevelt y, en una ocasión, llegó incluso a exponer durante media hora el caso del levantamiento del embargo de armas al propio Franklin Delano Roosevelt. Se había preparado meticulosamente para la ocasión, puliendo y ensayando sus comentarios. Cuando llegó el día, fue a Hyde Park y pronunció su discurso. Cuando terminó, creyendo que lo había dicho todo y que lo había dicho bien, quedó sumido en la confusión por la lacónica respuesta de Roosevelt: «¡No le oigo, señor Allen!». Jay quedó perplejo. ¿Le había oído el presidente o no? ¿Es que no había hablado suficientemente alto? ¿Había fracasado en esa circunstancia crítica de su vida y de la vida de la República española? Al ver su consternación, el presidente explicó: «Señor Allen, oigo perfectamente a la Iglesia católica y a todos sus aliados. Hablan muy alto. ¿Podrían usted y sus amigos hablar un poco más alto, por favor?»[44].
Años después, cuando trataba de ordenar sus recuerdos, Jay hizo una referencia tangencial en una carta dirigida a Herbert Southworth que reflejaba el fracaso de sus maniobras de presión conjuntas:
¿Hay en tus archivos algún detalle sobre el jueguecito que se trajo con nosotros F. D. R. en junio o julio del 38? Acuérdate, cuando Corcoran localizó a Drew Pearson y se propuso un trato mediante el cual NOSOTROS debíamos abandonar la línea propagandística que ponía nerviosos a los obispos protestantes, con razón, y el Departamento de Estado aflojaría entonces la mano con un envío de componentes de avión procedente de Canadá. Eleanor nos invitó a Ruth y a mí a Hyde Park, ¿te acuerdas?, para decirme casi con estas mismas palabras que F. D. R. se había echado atrás[45].
Corcoran era Thomas G. Corcoran, hombre de influencia (conocido entre sus amigos como Tommy el Corcho). Junto con Felix Frankfurter, un famoso catedrático de derecho de Harvard y asesor informal de Roosevelt, Corcoran fue uno de los contactos más importantes de Jay en Washington. Drew Pearson era un columnista famoso. Ambos formaban parte de lo que se denominaba «la asociación de cerebros de Roosevelt». Pearson era consciente de que el ala reaccionaria de la Iglesia católica de Estados Unidos dirigía uno de los grupos de presión más eficaces que hubieran operado jamás en el Congreso de Estados Unidos.
Antes de ese momento, Jay había regresado a España por un breve lapso de tiempo durante el invierno de 1937-1938 y había estado en la batalla de Teruel. A bordo del barco en el que regresaba a su país escribió un cable optimista a Bowers:
Tengo la sensación de que, aunque Franco recupere Teruel, habrá sufrido una temible pérdida de prisioneros, material, prestigio y, lo que es más importante, ha recibido lo que se merece. Consiguieron que atacara donde querían que lo hiciera. En cualquier otro lugar habría sido más peligroso. A no ser que logre romper nuestras líneas al este de Teruel, no puede recuperarse. No me sorprendería ver una encendida ofensiva gubernamental muy lejos de Teruel, y entonces el porqué de Teruel quedará claro. Matthews, Hemingway y yo podemos atestiguar que no se fusiló a ningún prisionero.
Comentaba con aquiescencia: «Fue interesante ver que los comunistas recibían un leve empujón. Les echan de todas partes. Pero tragarán eso y mucho más, creo, porque ellos quieren ganar la guerra, a diferencia de Caballero». Sin embargo, concluía: «De momento, no apostaré nada por tu señor Azaña. Los republicanos todavía están al mando, pero no creo que, cuando todo haya acabado, la guerra haya sido combatida para que España sea un lugar seguro para los Marcelino Domingo y compañía»[46].
Dado que Thorning y los demás propagandistas católicos continuaban afirmando que su artículo sobre Badajoz era una falsificación, a lo largo de 1938 Jay empezó a escribir una extensa justificación en la que demostraba utilizando otras fuentes, sobre todo la prensa portuguesa y la española rebelde de la época, que la matanza se había llevado a cabo tal como él la describió. A principios de 1939 escribió a George S. Messersmith, adjunto del secretario de Estado:
Me encuentro en la incómoda situación de verme obligado a demostrar que vi lo que vi (y lo estoy demostrando para que se publique con documentos procedentes exclusivamente de fuentes rebeldes …) … He terminado un trabajo sobre la «matanza de la plaza de toros» de Badajoz de agosto de 1936 que por desgracia me tocó cubrir. Los amigos franquistas la han desautorizado por considerarla una simple mentira. He recurrido a los periódicos rebeldes y portugueses para demostrarlo. Y descubro que, a juicio de un corresponsal del Chicago Tribune, me he lanzado a exponerme a una acusación mucho más grave que la de mentir; según parecería por mis hallazgos, soy culpable de la ofensa más grave del almanaque del Tribune, esto es: MINIMIZAR EL PROBLEMA.
El manuscrito había requerido un trabajo exhaustivo y recibió la confirmación absoluta de especialistas posteriores, pero Jay jamás lo publicó. Distribuyó copias entre sus contactos de la prensa y la política estadounidense, pero tuvo poca repercusión. En la década de 1960, cuando empezó a darle vueltas a la idea de publicar algo con ese material, tuvo que pedirle una copia a Louis Fischer. Finalmente, fue Herbert Southworth el que había conservado una y propuso que la ampliaran y la publicaran juntos[47].
El trabajo sobre la matanza de Badajoz no solo pretendía refutar las calumnias de Thorning y los demás propagandistas católicos, sino que formaba parte de un proyecto mucho más ambicioso. Su intención era en última instancia ser la historia definitiva de la Guerra Civil española. Como paso preliminar, Jay quería establecer una cronología detallada, hora a hora y día a día, de lo que había sucedido en toda España. Cuando podía sacar algo de tiempo de sus demás actividades, trabajaba en su despacho, ubicado en la parte delantera de su casa, en la ciudad de Nueva York, con Herbert Southworth (a quien siempre llamaba Fritz) y una joven periodista radical llamada Barbara Wertheim (que posteriormente alcanzaría la fama como la historiadora Barbara Tuchman). Lo que nos ha quedado de su trabajo, el manuscrito de Badajoz, las notas preliminares para la cronología y la propia cronología, indica que, en caso de que hubiera finalizado el proyecto, habría sido una obra de suma importancia[48]. Durante aquella época, por el número 21 de Washington Square North desfilaron constantemente refugiados y representantes del gobierno de Negrín. Algunos, como Luis Quintanilla o Constancia de la Mora, se quedaron temporadas largas. Otros fueron huéspedes de la infinitamente hospitalaria mesa de Ruth Allen, en la que a menudo los idiomas que se hablaban eran español y francés[49].
Cuando terminó la Guerra Civil, Jay Allen trabajó febrilmente para obtener ayuda para los centenares de miles de refugiados que habían cruzado a pie las montañas con el objetivo de llegar a Francia y concienciar de la amenaza que se cernía sobre los vencidos a manos de los victoriosos franquistas. Cuando Constancia de la Mora llegó a Nueva York en febrero de 1939, el periodista la incorporó a su campaña. Ambos presionaron a personas influyentes y poderosas, y Jay Allen tomó contacto con políticos de Washington para analizar la crisis de los refugiados y la Ley de Responsabilidades Políticas de Franco. El ayudante de Henry A. Wallace, el secretario de Agricultura, escribió diciendo que él y Wallace (que posteriormente sería vicepresidente en la segunda legislatura de Roosevelt) aceptaron por completo los puntos que les expusieron Allen y Constancia de la Mora[50]. Escribieron sendas cartas al Consejo Nacional de Relaciones Laborales de Washington describiendo la situación de los vencidos republicanos, que debían hacer frente en igual medida al hambre y al terror[51].
Jay quedó desolado por la derrota final de la República a finales de marzo de 1939. Su hijo Michael, que entonces tenía doce años, recordaba: «La noche en que cayó la República española fue la más triste que recuerdo en mi vida. Mi madre y mi padre estaban inaccesibles, ausentes, sumidos en el dolor o la depresión; y ahora creo que, probablemente, aquel fue el principio de la depresión de mi padre»[52]. De todos modos, Jay se puso a trabajar en serio y continuó luchando por la República.
Al periodista británico Henry Buckley, que había iniciado su carrera en España como corresponsal ayudante de Jay, no le sorprendió. Posteriormente escribió sobre él con afecto hacia el hombre y admiración por su compromiso político:
Ojalá hubiera más gente en el mundo como Jay, y ojalá yo fuera lo bastante buen escritor como para describirle adecuadamente. Para mí, su compañía siempre es un tónico maravilloso. Conversar con él es como beber de una fuente de agua clara y refrescante al borde del camino. Igual que yo, y por lo que sé, Jay nunca ha pertenecido a ningún partido político. Su padre es un próspero abogado de Portland, Oregón, y Jay fue marinero, licenciado en Harvard y, finalmente, corresponsal en el extranjero. Tiene una inteligencia penetrante que llega hasta lo más profundo de las cuestiones más intrincadas. Sabe exponerlas con claridad y así lo hace. Yo soy moralmente perezoso. Sé que es atroz que un campesino español se esfuerce sin descanso y continúe medio muerto de hambre y que los obreros de las fábricas enfermen y mueran de tuberculosis porque no se respetan las condiciones higiénicas, y conozco todo el espanto y la sordidez de la pobreza, pero soy perfectamente capaz de olvidarme de ello y sentir que, al fin y al cabo, yo no tengo la culpa y que, en lugar de señalar las zonas oscuras de nuestra civilización con mis escritos como reportero, es mucho más sencillo restarle importancia, dar una palmadita en la espalda a quien detenta el poder y así situarse bien ante la gente que importa. Pero Jay no tiene mis aptitudes para dejar la conciencia en duermevela. Su espíritu vigilante y enérgico barre las telarañas que hay en los problemas del día a día[53].
Una de las ideas de Jay era que Constancia de la Mora escribiera un relato autobiográfico de su participación en la Guerra Civil española, para así exponer la causa de los republicanos españoles a un público más amplio. Era una idea brillante. Connie no solo era uno de los testigos presenciales, sino también una mujer que había vivido la guerra y podía contar la dramática historia de su propia fuga de un pasado aristocrático para comprometerse con la República. Jay y Ruth Allen la alojaron en su casa de Washington Square. La biógrafa de Constancia de la Mora, Soledad Fox, ha revelado que Jay buscó a Ruth McKenney como redactora para que diera forma final a la historia de Constancia. El libro fue un rotundo éxito tanto desde el punto de vista comercial como en lo relativo a exponer los argumentos republicanos al público estadounidense. A continuación, cuando un crítico hostil la acusó de ser procomunista y poco imparcial (cosa que evidentemente hacía daño a la imagen de la República española en Estados Unidos), recurrió a Jay Allen para que orquestara su defensa. Y volvió a hacerlo cuando se resucitó el caso Robles, con los consiguientes perjuicios para la República en general y para la oficina de prensa de Constancia en particular[54].
No mucho después de la llegada de Constancia, en mayo de 1939, Jay Allen acompañó a Negrín en calidad de intérprete cuando este realizó su ronda de visitas a políticos estadounidenses[55]. Para mayor decepción de Negrín, dos citas concertadas con el presidente Roosevelt fueron canceladas con poca antelación. Eleanor Roosevelt le invitó a tomar el té a modo de triste consuelo. Jay realizó esfuerzos frenéticos, pero en última instancia infructuosos, para concertar una reunión con el presidente. Sus esfuerzos se vieron obstaculizados por las continuas acusaciones, tanto de los católicos estadounidenses como de algunos republicanos españoles, de que los comunistas se habían metido en el bolsillo a Negrín. Jay escribió a Bowers: «Todo aquel que trate de levantar al fantasma “rojo” en relación con esta migración debe ser calificado de mentiroso». Le angustiaba, como es lógico, que la postura anticomunista cada vez más frenética de Indalecio Prieto y del exembajador español en Washington, Fernando de los Ríos, estuviera deteriorando injustamente el prestigio de Negrín[56]. Jay participó además, junto con Constancia y la señora Luisi Álvarez del Vayo, en una interminable sucesión de reuniones en favor de la Campaña de Ayuda al Refugiado Español para concienciar de la crisis de los refugiados. También fue el representante habitual ante el Departamento de Estado en un intento de que el gobierno estadounidense proporcionara barcos para sacar a los refugiados de Francia a México, y continuó haciéndolo a lo largo de toda la Segunda Guerra Mundial cada vez que iba a Estados Unidos. En 1943 mantuvo una conversación en público sobre el tema con Isabel de Palencia ante una numerosa audiencia en el Ayuntamiento de Nueva York[57].
Durante su labor en defensa de los refugiados españoles, Jay tuvo una disputa importante con Constancia. El motivo de su distanciamiento fue el hecho de que se revelaran en Estados Unidos las atroces condiciones en las que los exiliados españoles todavía permanecían en los campos de concentración franceses. Debido a la escasez de víveres, agua, ropa y cobijo adecuados, y privados de atención médica, todas las semanas morían miles de ellos. Para empeorar aún más las cosas, las autoridades francesas habían hecho una redada en la sede del Servicio de Evacuación de los Refugiados Españoles (SERE) y lo habían clausurado. El reverendo Herman F. Reissig, secretario ejecutivo del Comité de Ayuda Norteamericano a la Democracia Española, que se había transformado en el Comité de Ayuda al Refugiado Español con el que Jay y Constancia estaban trabajando, telegrafió al Departamento de Estado pidiendo que el gobierno estadounidense elevara una protesta oficial. Constancia intercedió ante Eleanor Roosevelt con la esperanza de lograr que interviniera. Quedó claro que la política estadounidense de no intervención continuaba vigente, en este caso debido en parte a las sospechas sobre los vínculos comunistas del SERE[58].
Sin embargo, las cosas empeoraron cuando el gobierno francés tomó la decisión (conocida como «el decreto Ménard», por el general Jean Ménard, superintendente de los campos de concentración) de devolver a los refugiados españoles al otro lado de los Pirineos. Los veteranos comunistas del Batallón Abraham Lincoln de las Brigadas Internacionales se manifestaron en contra de la decisión frente al Consulado francés en Nueva York. Algunos fueron detenidos, incluidos Milt Wolff, el último comandante del batallón, y Lou Ornitz, que, como se recordará, había estado en la cárcel franquista de San Pedro de Cardeña, donde había coincidido con William Carney. En el contexto del pacto entre Hitler y Stalin, Herman Reissig y Jay Allen no consideraban prudente vincularse con actos de inspiración comunista, ni siquiera provocar en el gobierno francés una actitud contraria a los refugiados. Así, tanto ellos como la mayoría del Comité de Ayuda al Refugiado Español votaron en contra de participar en las protestas. En consecuencia, una escandalizada Constancia escribió desde Ciudad de México una carta abierta a Jay el 9 de abril de 1940 que ponía punto final a la amistad:
Querido Jay Allen:
Como conozco la excelente labor que hiciste en Estados Unidos durante los dos años y medio de la guerra de España e incluso después, y como fui testigo de tu perfecta comprensión de la traición que sufrió Madrid y su heroica población con Franco, no soy capaz de comprender ahora qué te ha sucedido.
A continuación acusaba a Jay de aceptar la negativa francesa de que se hubiera promulgado el decreto Ménard y se abandonara con él a los refugiados españoles «en esta hora de máxima necesidad», y concluía acusándolo de que mentía para preservar una vida cómoda[59].
Una semana después de ver la carta, Jay escribió a Claude Bowers:
Se suponía que la Campaña de Ayuda al Refugiado Español, sucesor del antiguo Comité Norteamericano y de los Amigos de la Democracia Española, era de carácter apolítico. Nuestros enemigos nos llamaron «comunistas». No lo éramos, o al menos no desde que yo me incorporé al consejo el pasado mes de mayo. Fui yo quien insistió en que nuestros fondos se destinaran a Francia a través de los cuáqueros el pasado mes de octubre, cuando nuestras oficinas permanentes de allí fueron desmanteladas. En las últimas seis semanas, nuestros amigos comunistas se han esforzado por dirigir la organización de tal manera que se ajuste a sus intereses y de forma que nos habrían desprestigiado a nosotros y, lo que es más importante, habrían demostrado retroactivamente los hechos de que se nos acusa. Yo me mantuve firme y fui apoyado por mi valerosa colega, la señora Vincent Sheean [Diana Forbes-Robertson]. Se produjo una ruptura y los comunistas acabaron en una organización rival creada por ellos a la que deseo mucho éxito. Hubo un tremendo escándalo por la orden de expulsión de Ménard, que, absurdamente, Daladier consideró apropiado negar calificándola de «un cuento». No era un cuento. Pero no veía razón alguna para permitir que los comunistas ocuparan el primer plano y comprometieran a todos nuestros amigos en nombre de los refugiados. Haberlo hecho habría supuesto desacreditar a don Juan [Negrín], a Del Vayo y a otros republicanos españoles.
El consiguiente ataque lanzado por Constancia había herido profundamente a Jay:
Ahora nuestros amigos comunistas me consideran el enemigo público número uno y soy el destinatario de una carta abierta de una señora a la que siempre he conocido como «Connie» pero que firma «Constancia de la Mora». La adjunto para que la examine detenidamente. Permítame decir que he respondido con una carta personal a Connie en la que firmé como Jay y señalaba que me resultaba difícil responder a una carta abierta de una amiga, y en particular a una carta abierta que termina como lo hace la suya[60].
Más de veinte años después, a Jay todavía le escocía la injusticia de las acusaciones de Constancia y escribió a Louis Fischer:
Ciertamente me manifesté … acerca de lo que consideraba la rudeza de los franceses hacia los refugiados españoles, pero también sobre la atroz ignorancia de los chicos de la Brigada Lincoln que formaron un piquete ante el Consulado francés en Nueva York. He dicho en público en varias ocasiones lo que me corresponde sobre este tema. (Casualmente, encuentro una carta de Ernest Hemingway de aquella época en la que dice que, aunque los franceses eran unos canallas, cualquier otra nación sencillamente habría llamado a la caballería y devuelto a nuestra gente a empujones a Franco).
Jay sentía tanta amargura que cuando Constancia le pidió ayuda para regresar a Estados Unidos, él se la negó y «le envié un mensaje a través de un amigo común para comunicarle que rendía culto a su memoria pero que le odiaba. Y aquello era bastante cierto»[61].
La asociación de veteranos también acusó a Jay de ser «más amable con el gobierno francés que con los refugiados españoles». Se le vinculó a Ralph Bates, en aquel momento acusado de mentiroso y azote de los rojos, y al Comité Dies, que era como se conocía al Comité de Actividades Antiamericanas. Después de lo que había hecho por la causa republicana, debió de ser indescriptiblemente entristecedor leer en el boletín de los veteranos que «de quienes defienden al imperialismo británico y francés los refugiados españoles pueden esperar únicamente traición, cárcel y muerte»[62]. No obstante, le escribió a Juan Negrín: «Me alegra mucho que adoptáramos la postura que adoptamos, pese a haber perdido a muchos amigos, como Connie. De no haber adoptado aquella postura, jamás habríamos conseguido volver a hacernos oír en este país». Y proseguía diciendo:
Si hoy día este país no ve con alarma las actividades en favor de los refugiados españoles no es por alguna medida inteligente emprendida por Connie y sus amigos. Y permítaseme decir también que me parece criminal cualquier actividad tendente a calificar a los refugiados republicanos españoles con una etiqueta que, en muchos lugares del mundo, equivale a una sentencia de muerte. En nuestro caso no se trataba de «defender a Daladier», como parecía creer Connie, sino de defender a los refugiados. Esa sigue siendo nuestra postura y hacemos todo lo que podemos[63].
En aquella época, Jay y Ruth cuidaban de la exmujer de Negrín y de sus tres hijos, Juan, Rómulo y Miguel[64].
En la primavera de 1940 Jay quedó enormemente conmovido cuando el novelista alemán y comisario de las Bridagas Internacionales Gustav Regler le dedicó su novela The Great Crusade. Junto con Hemingway y Eleanor Roosevelt, Jay trató de ayudar a Regler a viajar a México desde Francia, donde lo habían retenido en un campo de concentración[65]. En octubre de 1940 Jay escribió a un amigo que era juez del Tribunal Supremo, el magistrado Felix Frankfurter, que había sido defensor de la República española y por entonces participaba en la campaña de reelección de Roosevelt para un tercer mandato. La carta reflejaba lo que serían sus dudas duraderas respecto al libro proyectado sobre la guerra española, y al mismo tiempo revelaba la intensidad de la esperanza que había depositado en la lucha por la democracia en general y en España en particular. Escribió:
Me alegra mucho que encontrara tiempo para leer el libro de Regler. No nos defrauda. Es también un libro veraz. ¡Hay tan pocos libros veraces! El de Hemingway también es un libro veraz. Es un libro milagroso. Así era España. Al leerlo, no me entristece haber escrito tan poco, pues creo que ese poco fue sincero. Creo que no podría haber escrito el tipo de libro que siempre me instaban a escribir y que a veces tuve tentaciones de escribir, y lo considero tan rigurosa e imaginativamente auténtico como los que Gustav y Ernest, grandes artistas y grandes espíritus ambos, han sabido escribir. Puede parecer una tontería decir esto, pero tener la conciencia tranquila en 1940 ya es algo.
En la carta formulaba una vehemente declaración de su postura política. Rememoraba su indignación cuando Adolf B. Berle hijo, el vicesecretario de Estado, admirador de Franco, le había insinuado que los defensores de la República eran comunistas. Le indignó particularmente en el contexto del pacto nazi-soviético:
Si todos éramos comunistas, ¿cómo es que Negrín y Álvarez del Vayo son tan apasionadamente probritánicos? ¿Cómo es que Regler y Gustavo Durán, dos de los grandes héroes de aquella increíble acción colectiva, hombres que aceptaron la disciplina comunista mientras duró la guerra porque era la única disciplina y porque nosotros, los de las democracias occidentales, arrojamos a España en los brazos de Stalin, cómo es que hoy son más apasionadamente antinazis que nunca? Los comunistas no son antinazis. ¿Cómo es que todos los corresponsales, Ernest, Jimmie Sheean, Lee Stowe, Matthews, Edgar Mowrer, Fernsworth, Whitaker, Buckley y este servidor sentimos lo que sentimos por esta guerra?
Jay pidió a Frankfurter que le sugiriera a Berle que leyera a Regler y a Hemingway: «Por lo menos, para averiguar por qué un pueblo de Europa, una multitud sin apenas armas, que plantaba cara a feroces enemigos, traicionado por el mundo, pudo luchar durante dos años y medio y resistir sin rendirse jamás, hasta que los británicos, los franceses, el niño mimado del señor Kennedy y Dios sabe quién más conspiraron para eliminar hasta el último apoyo que pudieran brindarle»[66].
Una semana después Jay Allen viajó a la Francia ocupada con un encargo de la Alianza de Prensa Estadounidense (NANA, North American Newspaper Alliance), aunque también le habían pedido que trabajara con un comité dedicado a ayudar a los intelectuales y artistas antifascistas a escapar de la Francia ocupada. Lo que no sabían ni la NANA ni el Comité Estadounidense de Ayuda de Emergencia (AERC, American Emergency Rescue Committee) era que el Servicio de Inteligencia británico también le había encomendado a Jay que contactara con la incipiente clandestinidad francesa para determinar el paradero de los soldados británicos abandonados en Dunkerque[67]. El Comité Estadounidense de Ayuda de Emergencia era dirigido desde Nueva York a través de su oficina local en Marsella, el Centre Américain, regida desde el verano de 1940 por Varian Fry, un periodista estadounidense y especialista en cultura clásica un tanto quisquilloso. La oficina central de Nueva York no estaba satisfecha con Fry desde hacía algún tiempo, tanto por la envergadura de los gastos en que estaba incurriendo como por la irritable susceptibilidad reflejada en numerosos mensajes insultantes y prepotentes. En una carta dirigida a su esposa el 17 de octubre de 1940, Fry se refería a Mildred Adams Kenyon, la secretaria del AERC, y sus colegas como «esos bobos de Nueva York», «esos imbéciles redomados de Nueva York» y «esos idiotas de Nueva York»[68]. Se negaba a frenar el gasto y, por consiguiente, buscaron a un sustituto. Mildred Adams había sido periodista durante la Guerra Civil española, había conocido y admirado a Jay Allen y por entonces trabajaba en la ayuda a los refugiados españoles. Por tanto, Adams pensaba que sería un sustituto ideal para Fry. Jay estaba dispuesto a aceptar el trabajo porque confiaba en ser capaz de ampliar su labor en defensa de los refugiados republicanos españoles y los brigadistas internacionales cautivos.
A finales de noviembre de 1940, la oficina principal del AERC en Nueva York había informado a Varian Fry de que llegaría un sustituto. A finales de año, recibió un mensaje en la oficina en el que le pedían que fuera al hotel Splendide a determinada hora «para encontrarse en el bar con un “amigo”». El emisario era Jay Allen, a quien encontró sentado con un vaso largo de whisky escocés con soda en la mano. El hecho de que Jay bebiera whisky fue el primer ladrillo del muro de la hostilidad de Fry («Debía de haber traído el whisky desde Lisboa, pues los suministros de Marsella hacía mucho tiempo que se habían agotado»). Si Jay le desagradó al instante, tampoco le cayó mejor su acompañante, «una estadounidense entrada en años que él le presentó como Margaret Palmer». La hostilidad de Fry no tenía nada que ver con lo que Margaret Palmer pudiera decir o hacer. Henry Buckley recordaba haberla conocido en el apartamento de Jay en 1934, y entonces la calificó como «una estadounidense encantadora que ha vivido en Madrid durante más años de lo que quiere recordar»[69].
Jay había viajado hasta Francia vía Casablanca para evitar pasar por España. El 5 de diciembre de 1940, en Marrakech, había conseguido una entrevista con el general Weygand, hombre de setenta y cuatro años al mando de la parte francesa del norte de África de Vichy[70]. Jay también planeaba viajar hasta Vichy para entrevistar al mariscal Pétain. Pensaba combinar su trabajo para la NANA con el del comité, y confiaba en que sus acreditaciones de periodista fueran una buena tapadera para sus actividades clandestinas. Para mantener cierta distancia entre el comité y él, Jay había confiado a la señorita Palmer la responsabilidad de ser el filtro a través del cual él pudiera estar informado y también impartir instrucciones al equipo, con el que evitaba reunirse como fuera. Después de su primer encuentro, Jay escribió a Fry: «Como colofón de nuestra conversación de hoy, permítame decirle lo siguiente. En primer lugar, daba por supuesto que está usted preparándose para marcharse y tiene el convencimiento de que desarrollaré su labor con la mejor de mis capacidades, aunque no la llevaré a cabo necesariamente a su modo y, si es posible, la ampliaré en otras direcciones. En segundo lugar, supongo que, dado que tengo cierta responsabilidad por todo esto, usted me considerará al mando a partir del 1 de enero. Como es natural, hará lo que mejor considere en los asuntos ya en curso, pero me tendrá informado. Le sugiero que elabore un informe diario, por breve que sea. Así será posible mantener al corriente a un servidor. Se entregará el informe a través de MP». A continuación pedía cuentas de todos los gastos que había que mantener y solicitaba que le hicieran llegar a través de Margaret Palmer copias de toda la correspondencia[71].
A Fry le molestó el acuerdo que se le proponía, era reacio a transferir sus actividades y tenía miedo de que Jay, como periodista, pudiera estar sujeto a estrecha vigilancia de la policía. Por lo tanto, hizo caso omiso de las instrucciones de Jay, no pasó la correspondencia entrante y saliente de la oficina de AERC y sobrepasó el presupuesto. Jay le escribió con dureza: «Debo pedirle que relea la carta del Comité que le traje desde Nueva York. Vuelva a leer también mi nota del 2 de enero, por favor. Mientras tanto, debo solicitarle formalmente que no haga nada sin haberlo consultado conmigo; de lo contrario, tomaré medidas efectivas para que se dé cuenta de cuál es su actual posición en el AERC»[72]. Difícilmente podría haber sido más distinto el nervioso e hipersensible Fry de Jay Allen, sofisticado y curtido en mil batallas. El resentimiento de Fry hacia Jay crecía día tras día. Se quejó a la central de AERC en Nueva York por el tono de la nota de Jay. Justificó su oposición a Jay aduciendo que era «demasiado impaciente, demasiado autoritario y muy reacio a escuchar a los demás y a aprovecharse de la experiencia, a menudo difícil y costosa, de los demás». Con «los demás» se refería a sí mismo. Fry escribió a su mujer en unos términos que hacen difícil reconocer a Jay Allen. «El amigo es dictatorial y estúpido. Es incapaz de escuchar a nadie (como todo el mundo sabe), está absolutamente desinformado sobre lo que hacemos y, según parece, muy poco interesado en enterarse. Sencillamente se dedica a acosarme para que continúe, sin detenerse nunca a pensar en las consecuencias». Durante el período de transición, Fry informó a Margaret Palmer de los casos en los que había estado trabajando, tanto legal como ilegalmente, y todas las noches ella regresaba al hotel Splendide para informar a Jay de lo que había averiguado a lo largo del día[73].
Evidentemente, Fry era demasiado voluble como para poder confiarle cualquier información acerca del trabajo de Jay al servicio de los británicos. En su ignorancia, y obsesionado con su propia posición, a Fry le hervía la sangre al pensar en la llegada de Jay, y el 5 de enero le escribió a su esposa que el comité de Nueva York «parece un puñado de imbéciles babosos». Además, para enojo de Jay, continuó actuando como si fuera el responsable de la oficina. Quizá Jay no dedicara a la organización la minuciosa supervisión que requería, pero difícilmente puede tacharse su conducta, según lo retrata Fry, como la de un metepatas dictatorial, «terco e intimidatorio»[74]. Parte del problema residía en que Fry, aparte de estar egoístamente celoso de lo que consideraba su pequeño imperio, se interesaba únicamente por los artistas e intelectuales. Era inevitable que Jay estuviera más volcado en la contienda general antifascista y que le entusiasmara organizar la entrada en España de personal militar británico y de brigadistas internacionales que huían de los alemanes[75]. Tras llegar a Vichy, Jay Allen consiguió, el 17 de enero de 1941, hablar con el mariscal Pétain durante uno de sus breves momentos diarios de lucidez. El resultado fue la primera entrevista concedida a un periodista extranjero desde que se convirtiera en el jefe del Estado francés. La mayor parte de la entrevista publicada, sin embargo, consistía en Pétain justificando la capitulación francesa en junio de 1940 y elogiando los «progresos» realizados desde entonces. En febrero Jay recorrió el África del Norte francesa. En Argelia entrevistó al gobernador, el almirante Jean-Marie Abrial, y redactó un artículo anodino que solo recogía las palabras del almirante[76].
En realidad, aquellos artículos eran una tapadera de sus tentativas de contactar con gente que ayudara al Comité Estadounidense de Ayuda de Emergencia, particularmente con su viejo amigo Randolfo Pacciardi, que había estado al mando del Batallón Garibaldi italiano de las Brigadas Internacionales. La Ejecutiva de Operaciones Especiales británica deseaba tenerlo en Londres para que participara en la creación de una legión italiana que combatiera junto a los aliados y contribuyera con su esfuerzo a debilitar el régimen fascista. Pacciardi estaba en una prisión de Vichy y los británicos habían urdido un plan para sacarle de la cárcel y llevarlo a través del desierto hasta el puerto de Orán. El cometido de Jay consistía en comprar una barca que llevara a Pacciardi, a una hora convenida de antemano, hasta un submarino británico que le estaría aguardando. Cuando Jay fue a entrevistar al mariscal Pétain, a quien había conocido muchos años atrás, le pidió ayuda para ver las «buenas obras» que el gobierno de Vichy había realizado en Orán. Encantado, el mariscal le dijo que le proporcionaría un capitán de la policía militar para que actuara de guía, un turismo descubierto de cuatro puertas y seis policías militares en moto para escoltarle. Con las sirenas aullando, recorrieron la ciudad y el capitán mostró a Jay todas las «buenas obras» realizadas por el régimen de Vichy. Cuando llegaron al puerto, Jay vio un grupo de barcos de pesca en la orilla y preguntó al capitán si podía preguntar a aquellos sencillos pescadores por su buena vida bajo el régimen de Vichy. El capitán, encantado de que Jay estuviera tan interesado, le instó a hacerlo. A la vista del sonriente capitán y sus hombres, procedió a comprar un barco en el que Pacciardi pudiera reunirse con el submarino británico aquella misma noche. Sacó un fajo de billetes y contó la importante suma exigida para una misión tan arriesgada. Estrechó la mano del pescador, saludó con la mano al capitán y regresó al turismo. Y se marcharon, con las sirenas aullando de nuevo, a terminar la gira por las «buenas obras» de Pétain[77].
Las cosas llegaron a un punto crítico entre Jay y Fry a mediados de febrero de 1941, cuando el primero visitó el despacho del segundo en el Centre Américain. Desconocemos la versión de Jay de aquel enfrentamiento. Según Fry, que es cualquier cosa menos fiable, hubo un intercambio de gritos en el que
[Jay] dijo que me iba a partir el cuello. Juró hacer todo lo posible en mi contra tan pronto como regresara a Nueva York … Durante toda la conversación alardeó de lo importante que era él y del éxito que tenía («Soy todo un éxito…»), y juró que haría que me pusieran de patitas en la calle en cuanto él regresara. Dijo que nunca había odiado tanto a nadie en su vida, que yo era poco de fiar y deshonesto, que era un «carrerista» (¿qué es un «carrerista»?), que estaba «acabado», que él «me descubriría» … Siempre desataba un ciclón en mi despacho … La señorita Palmer dice que es un genio, pero yo me inclino por pensar que está un tanto chiflado.
A mediados de marzo, para regocijo manifiesto de Fry, Jay fue apresado por los alemanes. Había traspasado sin autorización la línea de demarcación y había ido a París, donde se había reunido con algunas personas que estaban bajo la vigilancia de la Gestapo. Entonces, le siguieron cuando regresaba hacia el sur y le detuvieron mientras trataba de volver a entrar en la Francia de Vichy. Él creía que había sido denunciado por un oficial estadounidense que simpatizaba con los fascistas y con el que se había topado en los Campos Elíseos. Cuando le detuvieron, Jay llevaba notas incriminatorias con el nombre, el rango y el número de placa de los soldados británicos que había localizado. Para evitar que cayeran en manos de la Gestapo, le dijo al policía de fronteras que estaba enfermo y que tenía que ir al cuarto de baño, donde hizo pedazos las notas y las tiró por el retrete. Cuando llegó la Gestapo, entregó unos cuadernos de notas llenos de garabatos periodísticos relativamente inocuos. De todos modos, Jay fue acusado de espionaje, condenado a muerte y encarcelado en Chalon-sur-Saône[78].
Cuando recibió la noticia, Fry escribió a su esposa con malvado regocijo: «¿Crees que lo torturarán? ¿Será capaz de mantener la boca cerrada acerca de nosotros y nuestro trabajo? ¿O se vendrá abajo y hablará cuando le metan las cerillas entre las uñas y el fuego le muerda la carne?». Diez días después de la detención de Jay, una operación que él había planeado con anterioridad con Randolfo Pacciardi acabó en catástrofe. La idea era establecer un puente regular para llevar a distintos refugiados antifascistas españoles e italianos desde Orán hasta Gibraltar, pero la policía de Vichy lo descubrió y les tendió una trampa. Ufano y desbordante de satisfacción, Fry escribió a su esposa: «Claro que me complació. Era un final demasiado feliz para un loco jactancioso y bravucón no brindar a los observadores la satisfacción moral de ver cómo alguien recibe su justa recompensa». Con pasmosa insensibilidad, proseguía: «Lo siento por él no tanto por las incomodidades que debe de estar sufriendo, sino por el ridículo de su carrera aquí: era gritón, exagerado, temerario y brusco, y acabó de repente y de forma tonta. Debe de rebosar odio hacia mí, y así estarán, supongo, sus partidarios en nuestro país. Pero lo cierto es que yo tenía razón y él estaba terrible, increíble y magníficamente equivocado»[79].
Al almirante William D. Leahy, embajador estadounidense en Vichy, conservador y firme admirador de Pétain, le irritaron las actividades de Jay. Su reacción inicial fue la de dejarle pudrirse bajo la custodia de la Gestapo. Sin embargo, le sacudió de su letargo un telegrama del Departamento de Estado en el que le informaban de que «se ha generado una enorme angustia en diversos círculos a causa de la detención de Jay Allen. La señora Roosevelt, además de otras muchas personas relevantes, está personalmente interesada en la cuestión», y le urgían a que informara de lo que podía hacer la embajada para acelerar su liberación. Leahy consultó a las autoridades francesas y contestó con toda tranquilidad a Washington: «Comprenderán que, dado que Allen penetró en la zona ocupada sin ningún tipo de autorización y dado que está bajo custodia de las autoridades alemanas, los franceses no están en disposición de poder contribuir a conseguir su liberación». Informaba también de que había pedido a su primer secretario, Maynard B. Barnes, «que dé todos los pasos oportunos que a su juicio facilitarán la obtención de la liberación de Allen y, además, intenta por todos los medios conseguir una autorización para que un miembro del personal de la embajada visite a Allen. Bajo las actuales circunstancias, no veo que podamos hacer nada más». Barnes solicitó a la Asociación de Prensa Estadounidense de París que escribiera a las autoridades de ocupación alemanas solicitando que «se conceda toda la consideración posible al hecho de que Allen simplemente estaba haciendo lo que a cualquier corresponsal de prensa con iniciativa le gustaría hacer»[80].
Lo cierto era que Jay había hecho mucho, como admitía lord Halifax, el embajador británico en Washington. No era de extrañar que, pese a que la Asociación de Prensa hacía lo que Barnes indicaba, Jay continuara preso. Una semana después, Leahy informaba con suficiencia al Departamento de Estado de que Barnes había escrito a la Embajada alemana diciendo:
Tenía entendido que la práctica general de las autoridades militares en la línea de demarcación es imponer únicamente penas leves a aquellas personas que cruzan clandestinamente la misma, y también tenía entendido que, de las sesenta o más personas detenidas en las inmediaciones de donde detuvieron a Allen el día en que fue detenido, casi todas han sido puestas en libertad, bien con el pago de una fianza, o bien tras el cumplimiento de un breve período de encarcelamiento.
La percepción que tenía Leahy de Jay era que se trataba de un estorbo y no era consciente de que, para los alemanes, era un prisionero de cierta relevancia; un hombre cuyas actividades periodísticas durante la Guerra Civil española habían sido significativamente útiles para la República. A Leahy le alegró recibir garantías por parte de los alemanes de que Allen «no recibirá un trato ni mejor ni peor por ser periodista o estadounidense». En realidad, tanto la Gestapo como la policía de Vichy interrogaban con frecuencia a Allen, pues querían que reconociera que era un agente británico[81].
Barnes continuó presionando sin éxito a la Embajada alemana en París. La respuesta, una evidente táctica dilatoria, fue que «si el gobierno estadounidense quiere manifestar al gobierno del Reich algún deseo en particular en relación con el caso del señor Allen», debería hacerlo a través de la Embajada de Estados Unidos en Berlín. Para Cordell Hull estaba claro que Jay era «sometido a un trato más duro que el que se dispensaba a otras personas en situación similar». Washington solicitó formalmente al gobierno alemán que autorizara a un diplomático estadounidense a visitar a Jay y que acelerara su liberación. Los aplazamientos de Berlín se relacionaron posteriormente con la detención en Estados Unidos de varios marineros alemanes y dos propagandistas, Manfred Zapp y Günther Tonn. Dado que Zapp era amigo íntimo del ministro de Asuntos Exteriores nazi, Joachim von Ribbentrop, y que el propio Hitler se había interesado por su caso, la idea de realizar un intercambio de prisioneros comenzó a tomar forma. Sin embargo, las cosas se complicaron más por la existencia de una orden francesa de detención de Jay bajo la acusación de espionaje. Los franceses alegaban que, durante su estancia en Vichy, Jay había pagado a un periodista para que robara un documento ministerial comprometedor. El 23 de junio, por haber cruzado ilegalmente la línea de demarcación, los alemanes condenaron a Jay a cuatro meses de cárcel, de los cuales solo se contabilizaría uno de los tres que ya había cumplido. En consecuencia, Jay fue trasladado desde Chalon-surSaône a la muchísimo más dura cárcel de Dijon. Finalmente, a mediados de julio se llegó a un acuerdo para realizar un intercambio de prisioneros. El hecho de que el Departamento de Estado se ocupara del caso y de que el fiscal general, Robert H. Jackson, autorizara el intercambio de prisioneros fue en gran medida gracias a los hercúleos esfuerzos de Ruth Allen. Dadas las complicaciones en relación con las acusaciones francesas, Jay permaneció en cautividad hasta agosto de 1941[82].
El 24 de agosto, poco después de su regreso, Rex Stout entrevistó a Jay para el programa Speaking Liberty Series de la NBC Red Network para Estados Unidos y América del Sur. Allí relató cómo le detuvieron: «Hace cinco meses, el último de mi estancia, pasé desde la Francia libre a la zona ocupada. Los nazis me capturaron cuando salía. Un campesino que me había ayudado a pasar iba a sacarme clandestinamente y, mientras lo buscaba (posteriormente me enteré de que lo habían detenido), fui apresado por un policía de aduanas alemán en la línea de demarcación. Estos guardias son muy eficaces, utilizan perros policía y tienen la desagradable costumbre de colocar minas terrestres donde sospechan que la gente se cuela. Crucé la línea porque quería ver lo que estaban haciendo los nazis en la Francia ocupada. Lo aprendí de primera mano a lo largo de cuatro meses y medio en su prisión. Allí, en una cárcel militar de Chalons, averigüé más de lo que hubiera podido descubrir en caso de haber estado en libertad».
Quizá lo más elocuente acerca del estado de ánimo de Jay es que decía que, mientras estaba preso, le preguntaban continuamente si los estadounidenses sabían lo que los alemanes estaban haciendo en Francia: «Yo solía decirles a mis compañeros de celda que empezábamos a tomar conciencia de ello, pero ahora que he vuelto a casa me pregunto si es así». Cuando le preguntaron si Weygand sería capaz de resistir la presión que recibía para arrojar a Francia al bando del Eje, contestó: «Soy periodista, no un adivino, pero mi meditada opinión es la siguiente: la resistencia a los nazis, a la cooperación francoalemana tanto en el norte de África como en la propia Francia, procede de la gente que se niega con tenacidad a creer que Alemania pueda vencer, y su resistencia es precisamente tan firme como firme es la esperanza en una victoria democrática»[83].
Jay empezó enseguida a trabajar en un libro sobre sus experiencias con el título de My Trouble with Hitler. Iba a publicarlo Harper, pero el inveterado perfeccionismo del autor retrasaba continuamente el proyecto. También realizó una gira para pronunciar una serie de conferencias con la agencia Colsten Leigh, y en la publicidad de las mismas solía mencionarse su libro. Una vez que el ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941 metió a Estados Unidos en la contienda, Jay quiso volver a trabajar como corresponsal de guerra. Sin embargo, su amigo Robert Sherwood, que entonces era funcionario del gobierno, le pidió que «llevara a cabo un trabajo para el Ejército durante la invasión del norte de África; concretamente en la invasión de Marruecos». Si bien él hubiera preferido trabajar como reportero, aceptó. Cuando el domingo 8 de noviembre de 1942 la Operación Antorcha vio cómo las fuerzas aliadas desembarcaban en el norte de África, Jay descubrió que se encontraba al frente del Departamento de Guerra Psicológica del Ejército de Estados Unidos en Marruecos. Al almirante Leahy, que en julio de 1942 se había convertido en jefe del Estado Mayor de Roosevelt, no le pareció bien. Albergaba grandes simpatías hacia Pétain y no le gustaban las actividades propuestas por Jay. En los apuntes de su diario del 20 de octubre de 1942, el almirante Leahy escribió:
Robert Sherwood, de la Oficina de Información de Guerra [Office of War Information, OWI], llamó para comentar un informe que recibí procedente del Departamento de Estado en el que se destinaba al señor Jay Allen al norte de África. El señor Allen fue encarcelado en territorio ocupado por viajar sin los salvoconductos necesarios. Entonces trabajaba con el general George C. Patton. El señor Allen tenía iniciativa y energía, pero carecía de discreción[84].
Oficialmente, Jay fue asignado al cuartel del general Eisenhower en Argelia con el rango de coronel «asimilado». Trabajaba en realidad bajo las órdenes del general George C. Patton en Marruecos. Coincidió allí con su amigo Herbert Southworth, que ya prestaba servicios para la Oficina de Información de Guerra. Dejando a un lado aquella coincidencia, el servicio militar en el norte de África no sería una experiencia satisfactoria para Jay. Según sus propias palabras: «[Allen] no podía ocultar su disgusto hacia la política del Departamento de Estado de transigir con la gente de Vichy, en las personas de Darlan y Giraud, pero insiste en que aceptaba las órdenes y las cumplía como cualquier otro soldado». Le indignaba particularmente lo que él califica de «virulento antisemitismo de nuestros mandos», unido a una actitud que, según él, se aproximaba a «la adulación de los árabes». Le asustó un oficial veterano que le dijo que no comprendía qué tenían de malo los «nasis», y más aún le impresionó descubrir que los campos de prisioneros de Vichy albergaban a miembros de la resistencia francesa y a exbrigadistas internacionales. El alto mando estadounidense no tenía interés por hacer nada a ese respecto porque aceptaba la explicación de los franceses de Vichy de que se trataba de comunistas peligrosos. A Jay le impresionó aún más la experiencia de su amigo íntimo, el coronel Arthur Michel Roseborough, de la OSS, destinado en Argelia y responsable de las comunicaciones con la clandestinidad francesa. El coronel Roseborough tenía órdenes de no comunicarse con la clandestinidad gaullista porque eran rojos. Se pasaba todo el día en el despacho entreteniéndose con cosas absurdas. Según le dijo Jay posteriormente a su hijo, el coronel iba al club de oficiales y se emborrachaba como una cuba todas las noches, y luego iba dando tumbos a su despacho y se comunicaba en secreto con los gaullistas. La supuesta embriaguez era su tapadera[85].
El 17 de diciembre de 1942, el amigo y asesor de Eisenhower, el capitán Harry C. Butcher, recordó un alarmante informe de Jay para el general Patton acerca de la actitud progermana del comandante francés de Vichy en el norte de África, el general Charles-Auguste Paul Noguès y sus mandos. En el informe afirmaba que la política estadounidense de transigencia hacia Darlan «excedía los límites presuntamente exigidos por el “interés militar” y que nuestro apoyo sostenido a desacreditados generales y burócratas con la mentalidad de Vichy nos costaría la confianza del pueblo francés, del que tendremos que depender durante la invasión»[86]. En enero de 1943, justo antes de que Franklin D. Roosevelt tuviera que reunirse con Churchill en la conferencia de Casablanca, Jay manifestó al general Eisenhower su preocupación por las relaciones estadounidenses con los elementos profascistas de Vichy. Este le despachó con la brusca afirmación de que había una guerra que ganar. Jay renunció a su puesto en la OWI y regresó a Estados Unidos en febrero de 1943, «no porque no fuera capaz de cumplir órdenes que considerara moralmente erróneas y políticamente inoportunas, sino porque sus sentimientos personales le convertían en alguien fichado para los hombres del cuartel general, muchos de los cuales eran antiguos colegas suyos»[87].
Tras el embargo estadounidense impuesto a la República española y la transigencia con los dictadores, aquello supuso otro paso en la senda hacia la decepción absoluta. Su hijo quedó impresionado por el aspecto de su padre: «Cuando lo vi, supe que algo iba muy mal. Y empeoró». Perdió el interés en finalizar el libro, ya que la guerra, que había comenzado el 18 de julio de 1936 en España había dejado de ser su guerra. En palabras de su hijo: «Había sufrido demasiadas derrotas. Combatió por la justicia y por la paz. Combatió bien. Y le abatieron. En más de una ocasión me dijo: “Michael, no te metas en las barricadas demasiado pronto”, con lo cual entiendo que quería decir: “Que no te abatan demasiado pronto”». Sin embargo, cuando regresó a Estados Unidos, y pese a sufrir las primeras fases de una profunda depresión de la que jamás se recuperaría por entero, aceptó realizar otra gira para pronunciar una serie de conferencias y defendió su opinión enérgicamente, «centenares de veces, en la radio y en artículos de revistas». Posteriormente señalaría: «No fue muy glorioso, pero quizá fuera una pequeña contribución en medio de todo el caos para el despertar que finalmente se produjo»[88]. Hemingway le escribió más o menos en la época en que regresó desde el norte de África. Según parece, Martha Gellhorn le había propuesto revisar el manuscrito de My Trouble With Hitler y había postergado el momento de empezar a escribir una novela hasta que le llegara el libro. Después de una espera interminable, abandonó la esperanza de verlo y empezó su novela. Hemingway escribió: «He leído varios capítulos del manuscrito con gran interés y admiración, y me habría alegrado de hacerlo». Sin embargo, sus otros compromisos le impidieron asumirlo: «Creo que era un material maravilloso y me habría sentido muy orgulloso de haber sido de alguna utilidad para ti al prepararlo para su publicación. Pero me resultaba imposible acometerlo en este momento». La siguiente frase era un ejemplo paradigmático de la falta de sensibilidad de Hemingway: «Ahora te escribo por algo importante», a saber, su necesidad de que Jay le proporcionara cierta información sobre las actividades profranquistas de Edward Knoblaugh, que se había presentado en La Habana afirmando ser amigo de Jay. En cuanto le dijo a Jay que no podía ayudarle con su libro porque estaba ocupado, escribió: «Ah, Jay, ¿podrías enviarme esto inmediatamente, al margen de las muchas otras cosas que tengas que hacer?». Jay se puso de inmediato a hacer lo que le pedía Hemingway[89].
Jay se dedicó a sus libros sobre la España del siglo XIX, sobre sus experiencias en la prisión alemana y sobre la Guerra Civil española. El 20 de marzo de 1943 se publicaron en el New York Times anuncios de que Jay Allen, recién llegado del norte de África, había entregado un libro a Harpers que se publicaría antes del verano de 1943 con el título The Day Will End: A Personal Adventure behind Nazi Lines. Se trataba de My Trouble With Hitler. No se volvió a oír nada más de él. Según parece, insatisfecho por los cambios editoriales que Harpers había propuesto, Jay retiró el manuscrito y continuó trabajando en él. Acompañado de Ruth, Jay se trasladó a Seattle durante 1944 para atender a su padre y sus propiedades. Su ánimo se alimentaba de la esperanza de que, una vez que Hitler y Mussolini fueran derrotados, se haría algo con la dictadura de Franco. Confiaba en regresar a una España libre, en parte porque así podría recoger los varios miles de libros que había tenido que dejar en Torremolinos cuando se vio obligado a partir hacia Gibraltar en julio de 1936. Su máxima esperanza era ver restaurada la República y «continuar donde lo habíamos dejado». Consideraba que era posible «si mantenemos la cabeza sobre los hombros y somos conscientes de que, para defendernos, sería mucho más potente que la bomba atómica una política directa y valiente de apoyo político y económico a países como España, donde la población ha acabado por dudar de nuestras intenciones»[90]. Cuando aquello no sucedió y Estados Unidos actuó en connivencia con la supervivencia de Franco, Jay se retiró de la esfera pública. Lo que sucedió exactamente continúa siendo un misterio, pero en cierto modo parece que los trabajos de Jay no encontraron salida porque su nombre figuraba en una lista negra como consecuencia de sus actividades a favor de la República española. Al morir su padre, Allen empezó a vivir de su herencia. En 1946 se trasladó a Carmel y se quedó allí, desde donde realizaba visitas frecuentes a Nueva York[91].
En muchos aspectos, el valiente periodista Jay Allen desapareció. La derrota de la República española, el desgaste sufrido al tratar de alertar a Estados Unidos del peligro del fascismo, su experiencia en una prisión de la Gestapo y la violenta reacción antiizquierdista que emponzoñaba la vida estadounidense de finales de la década de 1940, se coaligaron para agotar su optimismo y determinación a la hora de continuar luchando por aquello en lo que creía. Su hijo escribió un artículo en el que es imposible no percibir una referencia a un Jay abatido y desilusionado:
He conocido a hombres que combatieron para preservar la libertad de la República española. Aquí había hombres que vivían un ideal de democracia, libertad y prosperidad. Tuvieron una visión de una nueva España. Y entonces España cayó, y con ella sus sueños. Y con los sueños, quedaron destruidas sus vidas. Yo era pequeño cuando se libró aquella guerra. Quizá entonces la memoria sea más poderosa. Mi mente estaba menos abarrotada de cosas. Vi la tragedia con más claridad, de modo que la muerte era más vívida. Luego llegaron aquellos que trataron de despertar a Estados Unidos ante la amenaza del fascismo de Hitler. Amaban demasiado a este país como para ver que se vendía a temores miserables y ambiciones nimias. Entendían que nuestras fronteras se encontraban en el Rin y que nuestras esperanzas residían tanto en París como en Milwaukee. Pero también se estrellaron. Se les llamó «antifascistas prematuros».
Del mismo modo, seguramente pensaba en su padre cuando escribió sobre el sufrimiento de aquellos «que asumieron el dolor de atemperar sus objetivos. Aquellos fueron hombres que vieron cómo se rompían en pedazos sus anhelos más preciados»[92].
Fue una sensación que parecía crecer a medida que Jay trabajaba en un libro sobre la Guerra Civil española en un intento de exponer aquello por lo que él y otros habían luchado. Escribió a Negrín y le envió una larga serie de peticiones detalladas que revelaban lo estrechamente que habían colaborado durante la guerra: «Mi problema ha sido en parte algo que Ruth llama “derrotismo”. Da igual la palabra que escoja, pero ¿es preciso que siga contando?». Luego proseguía con amargura: «Cometí un grave error yendo al norte de África y desperdiciando una suculenta temporada de conferencias en el curso 1942-1943. Después de aquello, jamás me recuperé desde el punto de vista económico. Tuve la pintoresca idea de que iba a servir a mi país. ¡Imagínate!»[93]. De forma explícita, Michael Allen escribió de Jay: «Mi padre fue un periodista que respiró el aire de España hasta que llegó a convertirse también en su país. Fiel a su país y a sus esperanzas, combatió por la República española. A una edad muy temprana vi la plenitud de la vida reflejada en mi propia casa; la plenitud que emana por sí sola de la devoción a algún ideal que trasciende a nuestras limitadas existencias»[94].
A lo largo de todo este tiempo, Jay jugueteó con su vigente interés por la España del siglo XIX. En 1948 le dijo a Bowers que estaba escribiendo una biografía de Isabel II y volvió a decírselo en 1957. Sin embargo, al igual que sucedió con el libro sobre la Guerra Civil española, su perfeccionismo impidió que lo finalizara. Sus investigaciones eran meticulosas, pero vacilaba a la hora de enviarle a Bowers un par de capítulos, ya que «parece que nunca consigo darles la forma adecuada. Aprecio muchísimo tu opinión y preferiría pasar por un haragán antes que por un historiador de nula relevancia». Él y Ruth realizaron un gran esfuerzo para ayudar a su amiga Margaret Palmer, que lo había perdido todo en España y vivía en la miseria[95].
En la década de 1960 Jay contempló el resurgir del interés por la Guerra Civil española estimulado por la publicación del libro de Hugh Thomas. Interesado únicamente en que se contara la verdad, Jay instó a Herbert Southworth a que le enviara a Thomas un ejemplar de su manuscrito sobre las actividades de las columnas africanas cuando ocuparon Badajoz. Thomas había consultado a Southworth durante la elaboración de su libro pero, por asombroso que resulte, no a Jay Allen. «Tú eres quien debe ponerse en contacto con él. Pese a las sugerencias de Ham Armstrong y otros, nunca vino a verme». Estaba un tanto dolido, pero únicamente le preocupaba que Thomas recibiera los medios para corregir sus datos: «Me resultaba difícil escribirle a Thomas como si nada; tal vez fuera el orgullo». Ciertamente, reflexionar sobre el libro de Thomas resucitó en él los lamentos por no haber concluido nunca su propio libro, del que podría haber formado parte aquel espléndido capítulo sobre Badajoz. Volvió a retomar algunas de sus notas a la luz del texto de Thomas e incluso escribió a Herbert preguntándole si valía la pena tratar de hacer algo importante con la «cronología».
En realidad, no había puesto el alma en terminar el libro. En el camino se interponían su depresión por lo que percibía como las interminables traiciones, el embargo de armas estadounidense, Munich y la derrota de la República española. Del mismo modo que sus experiencias en Vichy habían minado su entusiasmo a la hora de publicar My Trouble With Hitler, ahora no podía hacer acopio de la energía necesaria para finalizar el proyecto de la Guerra Civil española. En una carta dirigida a Herbert formulaba un triste y revelador comentario que no solo se aplicaba al libro, sino también a sus actividades políticas en defensa de la República:
Al volver la vista atrás (cosa que hago con cierta frecuencia, pero tampoco demasiada para no romperme el cuello), me doy cuenta de que soy vergonzosamente culpable de no concluirlo. Pero ¿de qué habría servido salvo para levantar mi ánimo y el de mis amigos? Como ya dije en su momento, era como volver a empapelar el interior de un tonel que discurre río Niágara abajo. Como sabes, Munich fue un augurio nefasto para mí, y no estaba muy equivocado[96].
Jay nunca concluyó su gran libro sobre la Guerra Civil española. Su salud se deterioró y a principios del verano de 1968 sufrió el primero de una serie de derrames cerebrales cada vez más debilitadores. Escribió a Herbert diciéndole que se había visto afectado todo el lado izquierdo de su cuerpo y la laringe[97]. A pesar de todo, continuó manteniéndose al corriente de lo que se publicaba sobre la guerra y siguió haciendo ajustes superficiales a su manuscrito. En el otoño de 1972 sufrió otro derrame y murió justo antes de Navidad.