El aventurero sentimental: George Steer y la búsqueda de causas perdidas
A principios de 1938, Martha Gellhorn escribió a su amiga y mentora Eleanor Roosevelt:
Tienes que leer un libro escrito por un hombre que se llama Steer: se titula El árbol de Gernika. Trata de la lucha de los vascos (él es el corresponsal del London Times); no hay mejor libro publicado sobre la guerra y el autor plasma muy bien todo lo que he tratado de contarte acerca de España las veces que te he visto. Está escrito de manera maravillosa, es veraz y hay pocos libros tan buenos como este, y menos aún que se ocupen de la guerra. Consíguelo, por favor[1].
La apreciación de Martha Gellhorn ha superado con creces la prueba del tiempo. Steer fue el corresponsal de The Times cuya descripción del bombardeo de Guernica quizá haya tenido más impacto político que cualquier otro artículo escrito por los demás corresponsales durante la Guerra Civil española. Philip Noel-Baker, el parlamentario laborista por Derby, escribió a Steer a propósito de su reportaje:
Tus telegramas desde Bilbao han sido de incalculable valor para mí, y tus mensajes a The Times han sido sencillamente brillantes. Creo que, en estos tiempos, ningún otro artículo ha causado una impresión tan profunda a lo largo y ancho de todo el país como tu despacho sobre el bombardeo de Guernica. Ojalá hubieras oído los comentarios realizados por tu parlamentario, Arthur Salter. He citado extensamente el artículo al menos en diez mítines celebrados por todo el país, y en todas partes ha causado una profunda impresión[2].
Para un mundo que ha sido testigo de las carnicerías desatadas por Hitler y Stalin, por no hablar de las guerras de Corea y Vietnam, la Guerra Civil española bien podría parecer una bagatela. Después de Dresde e Hiroshima, la destrucción de Guernica podría parecer poco más que un episodio revanchista de segunda categoría. Sin embargo, pese a todo, puede que el bombardeo de la aletargada localidad mercantil vasca el 26 de abril de 1937, haya provocado una polémica más encendida que cualquier otra acción de guerra llevada a cabo desde entonces, y gran parte de la polémica ha girado en torno al artículo de Steer. Ello se debe en parte a que lo sucedido en Guernica se percibió como la primera vez que un bombardeo aéreo arrasaba un objetivo civil indefenso en Europa. En realidad, el bombardeo de civiles inocentes era una práctica asentada en las colonias de las potencias occidentales, y lo habían llevado a cabo hacía poco tiempo y de forma concienzuda las tropas italianas en Abisinia. Incluso en España, el bombardeo de Guernica había venido precedido, a finales de marzo de 1937, por la destrucción de la cercana Durango por parte de bombarderos alemanes. Como enviado especial de The Times y acompañante de las fuerzas republicanas en Bilbao, George Steer, que había presenciado el horror de los bombardeos en Abisinia, describió lo sucedido en Durango como «el bombardeo sobre una población civil más atroz de la historia hasta el 31 de marzo de 1937»[3]. Sin embargo, con la ayuda del incisivo cuadro de Picasso, el lugar que se recuerda hoy día como aquel en el que la terrible guerra moderna alcanzó su mayoría de edad es Guernica.
Últimamente se afirma cada vez más que, de no haber sido por Picasso, el bombardeo de Guernica habría sido olvidado enseguida como una lamentable pero inevitable acción de guerra. No obstante, que esto supone pasar por alto gran parte del auténtico drama de Guernica es uno de los aspectos principales subrayados en el libro más importante que habría de publicarse sobre esta atrocidad, considerado incluso uno de los libros de referencia entre todos los publicados sobre cualquier aspecto relacionado con la Guerra Civil española: La destrucción de Guernica, obra del desaparecido Herbert Rutledge Southworth. El concienzudo y apasionante estudio del profesor Southworth sobre la leyenda de Guernica y la maraña de mentiras creada en torno a ella muestran que la persistencia de la polémica debe tanto a la obra de George Steer como a Picasso.
Pero ¿quién era George Lowther Steer? Como descubrió Nick Rankin, su biógrafo, cuando trataba de responder a esta pregunta, «no queda casi nada de su correspondencia y sus documentos personales. Su viuda destruyó gran parte de ellos en la década de 1940 antes de rehacer su vida, y los albaceas testamentarios de sus padres destruyeron el resto en la década de 1950»[4]. Hubo que reconstruir la vida de Steer a partir de sus libros y artículos, de algunos recuerdos dispersos de gente que le vio en Abisinia, en España o en los frentes desde los que informó durante la Segunda Guerra Mundial hasta que murió a finales de 1944, y de su correspondencia con su amigo Philip NoelBaker. Lo que queda claro en el material que ha llegado hasta nosotros es que Steer consideraba que su labor periodística era un vehículo tanto para exponer como para combatir los horrores del fascismo[5]. Su suegro, sir Sidney Barton, señalaba en el prólogo de uno de los libros de Steer, Sealed and Delivered, que estuvo «siempre en el frente en la Segunda Guerra Mundial desde que esta comenzó de hecho con la invasión de Abisinia por parte de Italia el 1 de octubre de 1935»[6].
Este reportero pequeño pero valiente y con el pelo encendido nació en East London, Sudáfrica, en 1909, y era hijo de Bernard Steer, gerente del importante periódico local Daily Dispatch. Estudió en Gran Bretaña como becario distinguido del Winchester College y, a continuación, en la Universidad de Oxford. En Christ Church, uno de los centros educativos más prestigiosos de Oxford, donde se graduó en 1932, obtuvo todos los honores posibles en el estudio de lengua y literatura clásicas. Regresó durante un breve período a Sudáfrica, donde trabajó hasta 1933 como reportero de sucesos y de béisbol para el Cape Argus, de Ciudad del Cabo. Después volvió a Gran Bretaña para trabajar en el Yorkshire Post, en la oficina que el periódico tenía en Fleet Street. Entre 1933 y 1935 fue responsable de The London Letter, remitida desde la oficina de Fleet Street, que era una mezcla de reportajes, chismorreos, curiosidades y reseñas teatrales y de otra naturaleza enviadas a Yorkshire. Pasó algún tiempo trabajando de forma independiente para el Yorkshire Post en el Sarre durante la campaña electoral del referéndum de enero de 1935 con el que se debía decidir su incorporación o no a la Alemania nazi. Convencido de que Italia estaba planeando invadir Etiopía, y cansado de las nieves del Sarre («el sol sobre la hierba agostada ofrecía mejor aspecto»), regresó a Londres y asedió a The Times, que finalmente le contrató como enviado especial para informar sobre la guerra italoetíope que se avecinaba[7].
Tras operarse de amígdalas y empastarse algunas piezas dentales, abandonó Londres en junio de 1935 equipado con un regalo de sus colegas del Yorkshire Post: un salacot engalanado con los colores del Winchester College. Después de dos semanas de muchos riesgos, llegó a Addis Abeba vía Djibuti, en la Somalilandia francesa. Se alojó en el hotel Imperial, «una estructura de madera con galerías que parecía haber sido trasplantada entera desde Yukon», donde se esperaba que los huéspedes llevaran a sus propios criados para que limpiaran las habitaciones. Con su implicación habitual, Steer empezó a aprender de inmediato el idioma local, el amárico. En el hotel Imperial se le sumó finalmente una banda de corresponsales entre los que había varios que también estarían en España, en concreto el australiano Noel Monks, el irlandés O’Dowd Gallagher, el estadounidense Hubert R. Knickerbocker y el inglés de origen estadounidense sir Percival Phillips. Cuando Monks y Gallagher se registraron en el hotel, les dio la bienvenida Steer, a quien Monks recordaba como «un hombre menudo y delgado con cara de pícaro». La capital abisinia era polvorienta y atrasada, y la red de telégrafo era particularmente primitiva. La censura era brutal y los empleados del cable, incompetentes, y, para ahorrar dinero, los corresponsales se inventaban unas abreviaturas estrambóticas. Dada la escasez de noticias y la parquedad de los comunicados oficiales, no era de extrañar que otros sencillamente se inventaran sus historias. Steer recordaba: «Corríamos en coche frenéticamente entre las legaciones, el Ministerio de Asuntos Exteriores, el palacio y la radio reuniendo con dificultad, entre los áridos roquedales de Etiopía, unas cuantas semillas aún precarias de las que confiábamos que floreciera exóticamente una historia». A principios de octubre de 1935, cuando los italianos acababan de invadir Etiopía y Haile Selassie firmó pero no promulgó un decreto de movilización general, Hubert R. Knickerbocker escribió una crónica particularmente vistosa que aseguraba que en todas las aldeas se enviaban señales con antorchas llameantes desde las montañas y se tocaba el tambor. En reconocimiento a su imaginación, sus colegas le regalaron un tambor de juguete[8]. Posteriormente, Knickerbocker escribiría un relato igualmente inventado sobre la entrada en Madrid del Ejército rebelde unos dos años y medio antes de que se produjera realmente.
Por lo que respecta a los cables procedentes de Europa y América, un recadero entregaba un fajo de mensajes al primer corresponsal que encontraba en el vestíbulo del hotel Imperial. El resultado era que, a veces, todos podían leer los mensajes de sus rivales e incluso permitirse alguna broma. O’Dowd Gallagher afirmaba haber gastado una particularmente graciosa a Steer. Inventó un supuesto cable procedente de John Jacob Astor, lord Astor de Hever, el propietario de The Times: «STEER TIMES ADDIS ABEBA NACIÓN ORGULLOSA SU LABOR STOP PROSIGA EN NOMBRE SU REY Y PAÍS - ASTOR». Gallagher dijo que el cable produjo tal revuelo que Steer fue invitado a entrevistar al emperador Haile Selassie, que le concedió una larga entrevista sin precedentes. Probablemente la historia sea apócrifa, puesto que Steer ya había conversado con el emperador durante noventa minutos poco después de llegar y mucho antes de que apareciera Gallagher. Para entonces, Haile Selassie insistía en que le remitieran las preguntas por escrito y en ver a los corresponsales solo unos minutos[9].
Se da efectivamente el caso de que, con o sin la travesura de Gallagher, la simpatía de Steer hacia los etíopes le llevó a entablar una estrecha relación personal con el emperador y a que le facilitaran el acceso a su Estado Mayor durante toda la guerra. Antes de que los italianos invadieran Etiopía, Steer advirtió a Monks y Gallagher: «A menos que la Sociedad de Naciones se espabile y detenga a Mussolini, va a haber una matanza. Esta gente todavía vive en la era de las lanzas. Eso es todo lo que tienen: lanzas». El apoyo de Steer a los desamparados se reflejaba en Caesar in Abyssinia, cuya intención era «mostrar la fuerza y el ánimo de los ejércitos etíopes enviados a combatir contra una gran potencia europea. Mis conclusiones son que no tenían artillería ni aviación, una patética proporción de armas automáticas, fusiles y munición para dos días de batalla moderna. He visto una nación infantil, gobernada por un hombre noble e inteligente, masacrada casi antes de haber empezado a respirar»[10]. Además, como se afirmaba en la solapa del libro, «Steer, el primero en llegar y el último en marcharse, fue el único corresponsal que presenció la campaña de principio a fin». Sus descripciones de las atrocidades de los italianos le granjearon una reputación de corresponsal de guerra intrépido, y también consiguieron que fuera expulsado de Abisinia cuando las fuerzas victoriosas del Duce ocuparon la ciudad el 5 de mayo de 1936. Ocho días después, Steer fue acusado de «espionaje y propaganda antiitaliana» para la inteligencia británica, y se dictó una orden judicial para que se le detuviera, acusado de transportar máscaras antigás para las tropas etíopes y de colaborar en la voladura de una carretera. «No es extraño —declaró para su periódico— que los italianos no consiguieran encontrar pruebas para respaldar estos cargos». La acusación se derivaba del hecho de que, justo antes de que los italianos ocuparan el cuartel general del emperador en Dessye, en el norte del país, había llegado procedente de Addis Abeba un cargamento de máscaras antigás transportado por un camión en el que Steer había realizado esa peligrosa travesía[11]. Por otra parte, de vez en cuando aparecían insinuaciones acerca de las relaciones de Steer con los servicios de inteligencia.
La designación de Steer como enviado especial a Etiopía había suscitado los celos de Evelyn Waugh, que cinco años antes había informado para The Times sobre la coronación de Haile Selassie, pero que en agosto de 1935 llegó como corresponsal del periódico profascista Daily Mail. No contribuyó nada a mejorar esa relación el hecho de que, en su primer y breve encuentro en una estación de ferrocarril, Waugh no estuviera precisamente adaptado a las incomodidades diarias de ser corresponsal de guerra. Una vez, para ganar la partida a sus colegas, había enviado uno de sus despachos en latín, gesto que no había sido bien recibido en Londres. A diferencia de muchos de sus colegas, Waugh era ferozmente proitaliano o, según sus palabras, «colega de los italianini», lo cual quiere decir que tenía una relación cordial con los italianos. A Diana Cooper le escribió: «Cada día odio más a los etíopes. ¡Válgame Dios! Son asquerosos y espero que los italianos los gaseen hasta que les salga el gas por el culo». Waugh era tan mal hablado como cruel con sus semejantes.
Según cuenta él mismo, Waugh pasó borracho gran parte del tiempo que estuvo en Addis Abeba y, en una ocasión, él y su amigo Patrick Balfour encerraron a Steer en su habitación para que no pudiera coger un tren importante. Aburrido, Waugh se compró un «babuino con instintos bajos» que se pasaba el día masturbándose y por las noches lo llevaba al club nocturno, donde importunaba a las prostitutas. Steer se permitió alguna que otra frivolidad adolescente para matar el tiempo durante las interminables conferencias de prensa y las estériles reuniones de la Asociación de Prensa Extranjera, de la que él era secretario permanente y cuyas actas levantaba Evelyn Waugh. Sin embargo, jamás llegó a las cotas alcanzadas por Waugh. En realidad, Steer pasó la mayor parte del tiempo viajando por toda Abisinia y dedicándose a conocer el país y sus gentes. En octubre de 1935, quizá para huir de Waugh, Steer se marchó del hotel Imperial, donde le habían encerrado para gastarle la broma. De poco le sirvió. Waugh y Balfour le encerraron otra vez en su nuevo alojamiento y le dieron la llave a la madama de un burdel del lugar. La impertinencia de Waugh no fue la única desgracia que sufrió Steer en Ras Mulugeta Bet, que era como se llamaba su casa. A principios de mayo de 1936, le desvalijaron durante el saqueo que precedió a la llegada de los italianos y fue acogido por la familia del embajador británico sir Sidney Barton. El propio Waugh nunca consiguió llegar al frente, cosa que no le preocupaba en exceso puesto que no se tomaba en serio su trabajo de reportero. Afirmaba que los combates más encarnizados que vio fueron entre periodistas. Steer, «un enano sudafricano muy alegre —escribió—, siempre lleva el ojo morado. Hay quien dice que se debe más a la altitud que a la botella»[12].
En la reseña escrita por Waugh y aparecida en el Tablet sobre el libro de Steer Caesar in Abyssinia, había una palpable mezcla de admiración renuente y resentimiento elitista:
El señor George Steer fue uno de los primeros enviados especiales en llegar a Addis Abeba en 1935 y uno de los últimos en marcharse en 1936. Representaba al periódico más importante del mundo. Hizo gala de grandes dosis de las singulares cualidades necesarias para realizar ese tipo de periodismo: una viva curiosidad intelectual, una memoria poderosa, iniciativa, entrega a su obligación a expensas incluso de su dignidad personal y un celo competitivo notable incluso en el feroz acoso y derribo de sus colegas.
Aunque la reseña pasaba después a hablar de cómo le gustaba, le admiraba y le respetaba, el resto del texto de Waugh tenía un marcado filo crítico. Steer había escrito en el libro: «Llegué aquí siendo joven, me marché mayor y me juré que jamás podría perdonar ni olvidar». Como no compartía los sentimientos antifascistas de Steer ni su simpatía hacia los etíopes, Waugh afirmaba con desdén: «Los lectores excesivamente crédulos deberían recordar que la fase de una fugaz adolescencia no es la mejor para propiciar una observación aguda, ni el ánimo personal resentido el mejor para permitir un análisis sobrio de las evidencias». Incapaz de perdonar a Steer su postura antiitaliana y que le hubiera arrebatado el empleo en The Times, Waugh se quejaba: «No le basta con creer que la guerra es injusta. No concederá a los italianos ni el mérito de haber activado su maquinaria de destrucción con grandes dosis de habilidad»[13]. En su novela ¡Noticia bomba!, Waugh se tomó una pequeña venganza por la animadversión de Steer hacia los italianos y por el rigor con el que abordaba su trabajo representándole como «el señor Pappenhacker, del diario Twopence». Pappenhacker, exalumno del Winchester College con nombre de aire sudafricano, tenía un profundo conocimiento del griego y el latín y viajaba con una gramática árabe siempre abierta, siendo esto último una referencia inexacta al tesón de Steer por aprender amárico[14].
El 4 de mayo de 1936, solo nueve días antes de que se promulgara la orden de expulsión de los italianos, George Steer se había casado con Margarita Trinidad de Herrero y Hassett, que era hija de madre inglesa y padre español y se había educado en Francia. Se conocieron en Abisinia, donde ella había sido corresponsal de un periódico de París, Le Journal. Era diez años mayor que él pero irresistiblemente atractiva. Además de pequeña y sensual, era también intrépida e independiente, una de las poquísimas mujeres corresponsales que cubrían en Etiopía la invasión italiana. De hecho, en determinado momento, al visitar a las víctimas de un ataque italiano con gas mostaza, ella y una amiga española se prestaron de inmediato voluntarias para trabajar como enfermeras. Se casaron en la Legación británica de Addis Abeba mientras la ciudad era saqueada por bandas de maleantes. Fue una boda desbordante de vida. Steer llevaba camisa y pantalón caqui, un par de botas viejas y una gorra de la Deutsches Luft Verband, la rama de la aviación civil del Partido Nazi, que le había robado a un transeúnte etíope. Margarita, «con ropa cómoda de lana», llevaba un ramo de lilas y margaritas arrancadas del jardín de la legación. Por eso, cuando el sacerdote pidió a la pareja que se entregaran el uno al otro todas sus posesiones materiales, se oyeron risas entre los congregados. Después pasaron la luna de miel en el interior del perímetro de alambre de espino del campamento de la legación[15].
Apenas se habían instalado los novios en un apartamento en Chelsea cuando George fue trasladado a España como «enviado especial» de The Times. Desde el 8 de agosto hasta mediados de septiembre permaneció en la frontera francoespañola y fue testigo de la caída de Irún. Observó que, mientras Irún y Fuenterrabía eran bombardeadas desde mar y aire, los franquistas lanzaban panfletos que amenazaban con tratar a la población como habían tratado a la de Badajoz. Redactó despachos sobre los refugiados aterrorizados que se dirigían a Francia y sobre la devastación sembrada en la ciudad por anarquistas que se retiraban enfurecidos por falta de munición[16]. Steer se quedó en España cuando dejó de trabajar para el periódico con el fin de terminar Caesar in Abyssinia, que concluyó en Burgos. En octubre de 1936 se encaminó a Castilla la Vieja en coche y quedó horrorizado por el grado de represión que estaban desatando las fuerzas rebeldes en una zona rural en la que había habido muy poca actividad izquierdista. Posteriormente, cuando reflexionaba sobre la escala relativamente pequeña de la violencia republicana en Bilbao, recordó lo que había visto en la zona rebelde. Señaló que «la provincia de Valladolid, con una población de trescientos mil habitantes, bastantes menos, por tanto, que Bilbao con sus refugiados, había perdido a cinco mil hombres y mujeres bajo los duros revólveres de la Falange, la Guardia Civil y los tribunales militares; todavía se ejecutaba a personas a un ritmo de diez al día». Al viajar desde Palencia a Valladolid encontró pruebas gráficas del terror: «En pequeñas aldeas de Castilla que solo habitaban unos pocos millares de almas, como Venta de Baños o Dueñas, vi que los muertos ascendían a 123 y 105, incluidas maestras y esposas “rojas” de hombres asesinados que se habían quejado de que sus maridos habían sido ejecutados injustamente»[17].
Su amigo y colega Noel Monks contaría más adelante que Steer había pasado seis meses en la zona franquista. En noviembre de 1936, Peter Kemp, uno de los poquísimos voluntarios británicos del bando de Franco, vio a Steer en Toledo. Al igual que muchos otros corresponsales, Steer estaba impaciente a causa de las restricciones impuestas sobre las visitas sin escolta al frente. Estaba desesperado por ir al norte para presenciar el sitio franquista de Madrid y, finalmente, tras muchas quejas, obtuvo permiso para realizar un viaje a la capital. Posteriormente, Kemp escribió: «Steer, a quien hasta entonces tenía por un hombre de iniciativa y valor, podía ser calificado en realidad de rebelde natural. Vale la pena referir el incidente que desencadenó su expulsión, puesto que ejemplifica la ira de un inglés enfrentado al aparato español». Como solían hacer las autoridades de prensa nacionales, a los periodistas se les permitía visitar el frente de Madrid únicamente integrándose en un recorrido guiado especial. El gran grupo de periodistas incluía a corresponsales británicos, franceses y estadounidenses, además de a los mejor tratados italianos y alemanes. Fueron escoltados por una serie de oficiales veteranos del Ejército
para que les explicaran la situación tal como debía presentarse. Un oficial veterano del Ministerio de Prensa y Propaganda estaba al mando. A las ocho y media de la mañana se reunió una caravana de coches dispuestos para partir desde el hotel. Poco después de las nueve en punto el grupo estaba listo para salir, pero no había ni rastro de Steer. Tras esperar un rato muertos de impaciencia, estaban a punto de salir sin él cuando apareció en las escaleras del hotel con una expresión forzada e irritada en el rostro. Se dirigió al grupo dando voces: «Tiras, tiras y tiras y no pasa nada. Vuelves a tirar y la mierda sube muy despacio. En breve: he aquí España», rugió Steer[18].
En realidad, es muy probable que, mucho antes de la queja en público de Steer acerca de los inodoros de Toledo, los censores de la prensa nacional sospecharan de Steer debido a sus despachos antifascistas desde Abisinia. Kemp recordaba a Steer como «un hombre auténticamente aventurero con gran iniciativa y atractivo, pero un rebelde nato cuyo franco desprecio por la autoridad y la pompa que con demasiada frecuencia la acompaña, le llevaba a meterse en problemas»[19]. Un corresponsal provisional de The Times llamado William F. Stirling escribió a Londres para quejarse de que Luis Bolín solía ponerles trabas para realizar su trabajo porque «tiene anglofobia aguda con complicaciones asociadas al Times». El 18 de noviembre de 1936, Stirling volvió a escribir para advertir, que las autoridades franquistas, mediante lo cual se refería casi con toda seguridad a Bolín, consideraban que Steer era «una persona peligrosa en vista de su actuación en Abisinia … y de sus artículos sobre España»[20]. El libro de Steer Caesar in Abyssinia acababa de publicarse para disgusto de las autoridades militares italianas, y, dada la envergadura de sus quejas, es inconcebible que Bolín no estuviera al tanto de ello. Como no podía ser de otra manera, Steer fue expulsado de la zona nacional a finales de 1936, razón por la cual acabó informando sobre la campaña vasca desde el bando republicano. Le dijo a un tal teniente coronel Clark del Ministerio de la Guerra, que «estuvo algún tiempo en Salamanca, pero que fue expulsado, a su juicio, debido a la influencia italiana; su libro sobre Abisinia le había creado mala fama entre ellos»[21]. El encuentro con Clark corrobora la idea de que Steer hablaba con la inteligencia militar británica a pesar de que no trabajara para ella.
Curiosamente, en mayo de 1969, cuando Herbert Southworth trató de averiguar las circunstancias de la expulsión de Steer de la zona nacional, el editor de The Times Archives le informó de que «albergamos serias dudas acerca de que George Steer fuera expulsado de la España nacional. En nuestros documentos no consta nada que indique tal extremo, y estamos seguros de que, si hubiera sido expulsado, The Times lo habría reflejado así en sus columnas informativas»[22]. Pero las cartas de Stirling y unas memorias del padre de Steer descubiertas por Nick Rankin indican que eran los archivos de The Times los que se equivocaban. Y el motivo era sencillo. Después de marcharse del periódico con el fin de terminar Caesar in Abyssinia, le volvieron a contratar como periodista independiente. La condición de Steer de «enviado especial» significaba en realidad que no formaba parte de la plantilla, sino que cobraba por centímetro de columna de los artículos cuya publicación se aprobara[23].
Regresó a España, concretamente a Bilbao, a principios de enero de 1937. Conoció y admiró enseguida a los vascos en general y al lehendakari, José Antonio Aguirre, en particular. De hecho, se volvería tan partidario de Aguirre como lo había sido de Haile Selassie, y quedó embelesado por su sinceridad. Cuando recordaba que, entre 1924 y 1926, Aguirre había jugado de centrocampista en el Athletic de Bilbao, señalaba: «Volvía a ser capitán de un equipo de fútbol, y aunque perdieran iban a respetar las reglas y al árbitro. Nada de tirones; nada de patadas; nada de zancadillas». Los vascos acabaron por simbolizar para Steer los mejores rasgos de la lucha contra el fascismo. Según su lírica e idealizada descripción, el vasco
solo defiende la libertad entre las clases sociales, la camaradería y la sinceridad, la humanidad en situación de guerra, el rechazo a la lucha por las doctrinas extremas; la obstinación independiente, la franqueza y sencillez, el desagrado de la propaganda hecha en su nombre y una candidez asombrada ante el enemigo. Es por naturaleza disciplinado, sin ajustarse a ninguna idea de orden caprichosa. Hombre fuerte y apuesto, no es consciente de su fuerza ni de su belleza.
Steer se identificó con los vascos más de lo que se había identificado con los abisinios y más de lo que se identificaría con los republicanos de izquierdas de España. De hecho, no tardó en compartir la tradicional hostilidad vasca hacia España, y cuando hablaba del «ataque español contra los vascos» se refería tanto a los militares rebeldes y opresivamente centralistas como a las fuerzas de la izquierda[24].
Steer informó sobre el bombardeo de Bilbao del 4 de enero y sobre el posterior estallido de ira de la población hambrienta. Las autoridades vascas levantaron, como les caracterizaba, todo tipo de restricciones de la censura sobre la información. Habiendo sido expulsado hacía poco de la zona nacional, y pensando que en la zona republicana había controles férreos sobre lo que se podía publicar, Steer quedó asombrado y consideró que era la expiación de los vascos por lo que había sucedido. También quedó gratamente sorprendido al descubrir que su hotel albergaba a gran cantidad de derechistas que vivían sin temor a ser molestados[25]. Visitó al cónsul británico, quien posteriormente informó de lo siguiente:
El señor G. Steer, un corresponsal de The Times que ha sido expulsado recientemente de territorio insurgente, estuvo la semana pasada en Bilbao. Fue recibido con toda cordialidad y el secretario de Estado del presidente recibió instrucciones de que le atendiera a él, a madame Malaterre, una dama francesa con gran talla política, y a su acompañante, monsieur Richard, un corresponsal de L’Oeuvre de París. Se organizó un programa para visitar las cárceles, los nidos de ametralladoras y las fortificaciones erigidas formando un anillo en torno a la ciudad, así como una sesión del tribunal y la histórica Casa de Juntas de Guernica. El señor Steer me dijo que estaba asombrado ante la franqueza con la que se le mostraban lo que obviamente eran instalaciones militares de carácter estrictamente confidencial. También me manifestó su sorpresa ante el aspecto ordenado de la ciudad y de sus habitantes, pues, a juzgar por los informes que circulaban en territorio insurgente, se había imaginado que presentaban todos los síntomas de desánimo y desintegración moral[26].
A finales de mes Stter regresó a Londres tras recibir la noticia de que su esposa, Margarita, estaba gravemente enferma. Como solía hacer el gobierno vasco con los corresponsales, puso a su disposición una arrastrera dragaminas para el primer tramo de la travesía, un viaje de trece horas a Bayona a través del golfo de Vizcaya. Llegó a Londres para encontrarse lo peor: Margarita había muerto en un parto prematuro el 29 de enero de 1937. Se celebró un servicio funerario en Londres, al que asistió sir Sidney Barton, que había sido embajador británico en Addis Abeba mientras Steer estuvo allí. Pese a su desolación, Steer aprovechó el tiempo que pasó en Londres para presionar a los funcionarios del gobierno en favor de los vascos. También visitó el Ministerio de la Guerra e informó con detalle de la situación militar tanto en la zona rebelde como en la republicana. Proporcionó estimaciones detalladas de las posiciones y las fuerzas alemanas e italianas, cosa que podía indicar una relación más que casual con la inteligencia militar británica, o acaso reflejara simplemente su decisión de alertar a la clase dirigente de la envergadura de la intervención del Eje. Regresó al País Vasco y enterró a su esposa en Biarritz el 2 de abril[27]. Su obra autobiográfica El árbol de Gernika estaría dedicada «A Margarita, arrancada de mí».
A principios de abril, el desconsolado Steer ya había vuelto a Bilbao. El 31 de marzo Franco había lanzado un ataque importante sobre el País Vasco bajo el mando del general Emilio Mola. La campaña dio inicio con una escalofriante proclamación de Mola, emitida por radio e impresa en octavillas lanzadas sobre las principales ciudades: «Si la rendición no es inmediata, arrasaré Vizcaya hasta sus cimientos, comenzando por las industrias bélicas. Dispongo de medios sobrados para ello»[28]. A aquello siguió un bombardeo masivo aéreo y artillero que duró cuatro días, tras los que la pequeña y pintoresca ciudad rural de Durango quedó destruida. Durante el bombardeo murieron 127 civiles y, poco después, otros 131 como consecuencia de las heridas[29].
A lo largo de los tres meses siguientes, Steer quedó aún más impresionado por las facilidades que ofrecían los funcionarios de prensa del gobierno vasco. El contraste con su experiencia con Bolín en la zona rebelde no podría haber sido mayor. «Las autoridades vascas de Bilbao me concedieron absoluta libertad de movimientos y maniobra en todo su territorio. Podía acudir sin obstáculos ni escolta a cualquier lugar del frente en cualquier momento. Los demás periodistas disfrutaban de las mismas facilidades: que no las aprovecharan tanto como yo no es culpa suya, puesto que, en la línea de fuego, ellos tenían más que perder que yo». Steer siempre había sido intrépido, por no decir impetuoso. Ahora, tras la muerte de Margarita y de su hijo, con la sensación de que la vida no tenía nada que ofrecerle, se volvió francamente insensato. En sus visitas al frente se familiarizó tanto con la milicia vasca que, cuando se puso a redactar El árbol de Gernika, a veces escribía «nosotros» en lugar de «ellos», cosa que también le había pasado con los soldados etíopes en Caesar in Abyssinia[30].
Bilbao se moría de hambre[31]. Los rebeldes habían anunciado que no permitirían que entraran más provisiones en el puerto. El embajador británico, el profranquista sir Henry Chilton, había informado de que el Ejército rebelde gobernaba las aguas del litoral vasco y que las vías de acceso a Bilbao estaban minadas. Como Gran Bretaña no estaba alineada con ninguno de los bandos contendientes en la guerra, los mercantes británicos tenían derecho a disfrutar de protección de la Royal Navy, al menos fuera de las aguas territoriales vascas. Para evitar enfrentamientos embarazosos, el 8 de abril el gobierno británico decidió ordenar a todos los buques mercantes que se encontraran a menos de cien millas de Bilbao que se desplazaran a San Juan de Luz. Sir Henry Chilton envió un despacho en el que comentaba que las autoridades franquistas le habían informado de que expulsarían por la fuerza a cualquier buque mercante británico que tratara de adentrarse en la ría del Nervión. Así pues, el 10 de abril el gabinete se reunió y se decidió que la Royal Navy dejaría de proteger a las embarcaciones británicas. Aquello dio pie a una airada protesta en la Cámara de los Comunes porque la mayor potencia naval del mundo reconocía con ello que era incapaz de proteger a los mercantes británicos. El gabinete prefería creer los informes no confirmados de que las vías marítimas de acceso a la ciudad estaban minadas y de que los buques nacionales operaban en el interior del límite de tres millas.
Steer envió un telegrama escrito desde las oficinas del gobierno vasco a su amigo Philip Noel-Baker informándole de que no existía semejante bloqueo «para cualquier potencia dispuesta a proteger sus barcos fuera de aguas territoriales españolas». Y proseguía: «Aquí todo el mundo, desde el cónsul hacia abajo, sabe que no existe el menor peligro y que el bloqueo existe únicamente sobre el papel y en la confiada imaginación del gobierno de Salamanca». Informaba de que los dragaminas vascos habían mantenido limpias de minas las vías de acceso a Bilbao. Más adelante señalaba que baterías de la artillería naval vasca con un alcance de quince millas mantenían a raya a los nacionales[32]. La noche del 19 de abril, el buque S. S. Seven Seas Spray abandonó San Juan de Luz. A diez millas de la costa vasca se topó con un destructor británico que, mediante señales, le indicó al capitán, William Roberts, que tendría que entrar en Bilbao por su cuenta y riesgo y que le deseaba buena suerte. El 20 de abril, a bordo de un barco de pesca vasco, Steer salió para encontrarse con el Seven Seas Spray, el primer buque británico que conseguía romper el bloqueo y era vitoreado mientras recorría con aire triunfal los catorce kilómetros de la ría del Nervión que conducían a Bilbao. La conmovedora descripción de Steer de la multitud jubilosa contribuyó a conseguir finalmente que los buques de la Royal Navy escoltaran los posteriores convoyes de alimentos. El gobierno británico se vio obligado a reconocer su error al creer que las vías de acceso a Bilbao estaban minadas y dio instrucciones a la Royal Navy de que escoltara a los mercantes británicos[33].
El consejo de Steer a José Antonio Aguirre de que telegrafiara al gobierno británico, así como los numerosos telegramas que él mismo escribió a diputados liberales y laboristas de la oposición parlamentaria en Londres, desempeñaron un papel importante en el cambio de rumbo de la política británica[34]. Como escribió con cierta exageración en El árbol de Gernika, «una de mis bazas es que yo, antes que cualquier otro, revelé la farsa del bloqueo y restablecí la verdad. Un periodista no es un simple proveedor de noticias, ya sean sensacionales o controvertidas, estén bien escritas o sean meramente divertidas. Es un historiador de los acontecimientos cotidianos y tiene una obligación para con su público». Añadía con unas palabras que se hacen eco de las de Herbert Matthews en Madrid, «y como historiador debe rebosar del más apasionado y más crítico apego a la verdad, de tal modo que el periodista, con la magnífica energía que esgrime, debe asegurar que prevalezca la verdad»[35].
Steer iba al frente de forma regular, normalmente acompañando a un francés llamado Jaureghuy que, en broma, afirmaba ser corresponsal del periódico del Ejército de Salvación Blood and Fire, aunque en realidad era un agente del servicio secreto francés llamado Robert Monnier que actuaba como asesor militar del lehendakari Aguirre[36]. En general, Steer corrió muchos más riesgos de lo que aconsejaba la prudencia porque, tras la muerte de Margarita, sentía que no tenía razones para vivir. El 26 de abril, junto con Christopher Holme, de Reuters, y Mathieu Corman, del parisiense Ce Soir, pasó quince minutos en el cráter formado por una bomba en Arbacegui-Guerricaiz, al oeste de Guernica, soportando el ataque de las ametralladoras de seis Heinkel 51. Aquella misma noche, estaba en Bilbao cenando en el hotel Torrontegui con Corman, el capitán Roberts y su hija, así como con Noel Monks, del Daily Express, y Christopher Holme, cuando llegaron las noticias de que Guernica estaba en llamas. Inmediatamente fueron en coche a Guernica, que todavía ardía cuando llegaron, a las once de la noche. Al igual que Monks y Holme, Steer ya había tenido su ración de horrores en Abisinia y en España, pero eso no les sirvió de preparación a ninguno de ellos para la desolación que presenciaron en Guernica. Contemplaron impotentes cómo, entre lágrimas, los gudaris intentaban por todos los medios desenterrar cuerpos sepultados bajo los escombros. Steer se quedó en las ruinas achicharradas y todavía humeantes entrevistando a supervivientes hasta primeras horas de la mañana del día 27: «Mi fuente de autoridad de todo lo que he escrito». Recogió tres tubos de plata de dispositivos incendiarios alemanes y regresó a Bilbao, donde consultó su historia con la almohada. A la mañana siguiente, habló con muchos de los refugiados que habían llegado a la capital antes de volver a recorrer en coche los veinticinco kilómetros que le separaban de Guernica para contemplar los daños a la luz del día[37].
El despacho de Steer, que se publicó en The Times y en el New York Times el 28 de abril, con su tono apagado y sin sensacionalismos, era, en opinión del profesor Southworth, acaso el reportaje más importante enviado por un reportero durante la Guerra Civil. Más que cualquier otro comentarista de la época, Steer conseguía incorporar a su texto una vívida sensación no solo de la envergadura de la atrocidad, sino de hasta qué extremo se trataba de un ejemplo de un nuevo tipo de guerra:
LA TRAGEDIA DE GUERNICA
UNA CIUDAD DESTRUIDA EN UN ATAQUE AÉREO
EL RELATO DE UN TESTIGO PRESENCIAL
De nuestro enviado especial. Bilbao, 27 de abril
Guernica, la ciudad más antigua de los vascos y núcleo de su tradición cultural, quedó completamente destruida ayer por la tarde por los bombardeos aéreos insurgentes. El bombardeo de esta ciudad desprotegida y muy alejada del frente duró exactamente tres horas y cuarto, durante las cuales un poderoso escuadrón compuesto por aviones alemanes de tres tipos, bombarderos Junkers y Heinkel, no cesó de descargar sobre la ciudad bombas que pesaban de 450 kilos para abajo y, según las estimaciones, más de 3000 bombas incendiarias de aluminio de un kilo. Mientras tanto, los cazas se lanzaban en picado sobre el centro de la ciudad para ametrallar a la población civil que se había refugiado en los campos.
La ciudad entera de Guernica pronto ardió en llamas, salvo la histórica Casa de Juntas con sus preciados archivos de la estirpe vasca, donde solía reunirse el antiguo parlamento vasco. El famoso roble de Guernica, el viejo tocón seco de seiscientos años y los jóvenes retoños de este siglo, también quedaron intactos. Allí era donde los reyes de España solían prestar el juramento de respeto a los fueros de Vizcaya y, a cambio, recibían la promesa de lealtad de los feudos con el título democrático de «Señor», y no «Rey», de Vizcaya. La majestuosa parroquia de Santa María tampoco sufrió daños, a excepción de la hermosa sala capitular, que recibió el impacto de una bomba incendiaria.
A las dos de la mañana de hoy, cuando visité la ciudad, toda ella presentaba un aspecto aterrador, pues ardía de un extremo a otro. El reflejo de las llamas se veía en las nubes de humo que sobrevolaban las montañas desde una distancia de dieciséis kilómetros. A lo largo de toda la noche las casas se han ido derrumbando hasta que las calles se han convertido en largos montones de escombros rojos impenetrables. Muchos de los civiles supervivientes emprendieron una larga marcha desde Guernica a Bilbao en anticuados carros vascos de robustas ruedas tirados por bueyes. Los carros donde se amontonaban todas las posesiones domésticas que pudieron salvarse de la conflagración, atascaron las carreteras durante toda la noche. Otros supervivientes fueron evacuados en camiones del gobierno, pero muchos se vieron obligados a quedarse en los alrededores de la ciudad en llamas tumbados en colchones o buscando a parientes desaparecidos y niños, mientras las brigadas de los bomberos y de la policía vasca motorizada bajo la dirección personal del ministro del Interior, el señor Monzón, y su esposa, continuaban con las labores de rescate hasta el amanecer.
Alarma en la campana de la iglesia
Por la forma en que fue llevado a cabo y la envergadura de la devastación que produjo, así como por la selección del objetivo, el bombardeo de Guernica no tiene punto de comparación en la historia militar. Guernica no era un objetivo militar. En las afueras de la ciudad se asienta una fábrica que produce material de guerra y ha quedado intacta. También lo están dos barracones que había a cierta distancia de la ciudad. La ciudad queda muy alejada de las líneas de combate. El objeto del bombardeo fue aparentemente la desmoralización de la población civil y la destrucción de la cuna de la estirpe vasca. Todos los datos confirman esta apreciación, empezando por el día en que tuvieron lugar los hechos. El lunes era el tradicional día de mercado en Guernica para toda la zona. A las 16.30 horas, cuando el mercado estaba lleno y todavía continuaban llegando campesinos, la campana de la iglesia dio la alarma de que se aproximaban aviones, y la población buscó protección en sótanos y refugios subterráneos construidos tras el bombardeo de Durango del 31 de marzo, que inauguró la ofensiva del general Mola en el norte. Se dice que la población ha hecho gala de una moral alta.
Un sacerdote católico se hizo cargo de la situación y ayudó a mantener el orden en todo momento. Cinco minutos después, apareció un único bombardero, sobrevoló la ciudad en círculo a baja altura y, a continuación, arrojó seis bombas pesadas, aparentemente dirigidas contra la estación. En un aguacero de granadas cayeron bombas sobre un antiguo instituto y sobre las casas y calles que lo rodean. Luego el avión desapareció. Al cabo de otros cinco minutos llegó un segundo bombardero que lanzó el mismo número de bombas en medio de la ciudad. Aproximadamente un cuarto de hora más tarde, llegaron tres Junkers para proseguir con la labor de demolición, y a partir de ese momento el bombardeo aumentó en intensidad y fue continuo hasta que se aproximó el anochecer, a las 19.45 horas. La totalidad de esta ciudad de 7000 habitantes más 3000 refugiados fue lenta y sistemáticamente despedazada. La técnica empleada por los bombarderos consistía en bombardear caseríos o granjas aisladas en un radio de ocho kilómetros. Durante la noche ardieron como velas sobre las montañas. Todas las aldeas circundantes fueron bombardeadas con la misma intensidad que la propia ciudad, y en Múgica, un grupito de casas situado a la entrada de Guernica, la población fue ametrallada durante quince minutos.
Es imposible determinar todavía el número de víctimas. En la prensa de Bilbao se informaba esta mañana de que era «afortunadamente reducido», pero se teme que sea un eufemismo para no alarmar a la inmensa población de refugiados de Bilbao. En el hospital de las Josefinas, que fue uno de los primeros lugares en ser bombardeado, los cuarenta y dos milicianos heridos que albergaba murieron en el acto. En una calle por la que se baja la ladera desde la Casa de Juntas, vi un lugar en el que se decía que cincuenta personas, casi todas ellas mujeres y niños, quedaron atrapadas en un refugio antiaéreo bajo una masa de escombros ardiendo. A muchos de ellos los mataron en el campo, y en conjunto los muertos pueden ascender a centenares. Un anciano sacerdote llamado Arronategui murió a causa de una bomba mientras rescataba a unos niños de una casa en llamas.
La táctica de los bombardeos, que puede ser de interés para los alumnos de la nueva ciencia militar, fue la siguiente: en primer lugar, pequeños grupos de aviones lanzaron bombas pesadas y granadas de mano por toda la ciudad, seleccionando una tras otra las zonas de forma ordenada. A continuación llegaron los cazas, que descendieron en picado para volar a baja altitud y ametrallar a quienes salían corriendo aterrorizados de los refugios, algunos de los cuales ya habían recibido el impacto de las bombas de 450 kilos, que abren un boquete de 8 metros de profundidad. Muchas de estas personas fueron asesinadas mientras corrían. Un gran rebaño de ovejas al que conducían al mercado también fue barrido. El objeto de este movimiento fue, según parece, volver a llevar a la población bajo tierra, ya que aparecieron a un tiempo nada menos que doce bombarderos que arrojaban bombas pesadas e incendiarias sobre las ruinas. La pauta de este bombardeo de una ciudad abierta fue, por tanto, lógico: primero, granadas de mano y bombas pesadas para hacer huir en estampida a la población, luego, fuego de ametralladoras para que se refugiara bajo tierra y, a continuación, bombas pesadas e incendiarias para demoler las casas y quemarlas sobre las víctimas.
Las únicas contramedidas que los vascos pudieron utilizar, ya que no disponían de aviones suficientes para hacer frente al escuadrón insurgente, fueron las que provinieron del heroísmo del clero vasco. Ellos bendijeron a la multitud arrodillada y rezaron por ellos en los refugios que se desmoronaban: había socialistas, anarquistas y comunistas, así como creyentes declarados. Cuando entré en Guernica después de medianoche las casas se venían abajo hacia los lados, y era decididamente imposible hasta para los bomberos tratar de llegar al centro de la ciudad. Los hospitales de las Josefinas y del convento de Santa Clara se reducían a rescoldos incandescentes, todas las iglesias a excepción de la de Santa María quedaron destruidas, y las pocas casas que todavía se mantenían en pie estaban condenadas a derrumbarse. Cuando volví a visitar Guernica esta tarde, la mayor parte de la ciudad seguía ardiendo y se habían declarado nuevos incendios. En un hospital en ruinas se amortajó a unos treinta cadáveres.
Aquí, el efecto del bombardeo de Guernica, la ciudad sagrada de los vascos, ha sido profundo, y ha llevado al presidente Aguirre a realizar la siguiente declaración en la prensa vasca de esta mañana: «Los aviadores alemanes al servicio de los rebeldes españoles han bombardeado Guernica, incendiando el casco histórico por el que tanta veneración sienten todos los vascos. Han tratado de herirnos en lo más profundo de nuestros sentimientos patrióticos, dejando absolutamente claro una vez más lo que Euskadi debe esperar de aquellos que no vacilan en destruirnos hasta en el santuario mismo que recoge los siglos de nuestra libertad y nuestra democracia. Ante esta atrocidad, nosotros, todos los vascos, debemos reaccionar con violencia jurando desde el fondo de nuestro corazón defender los principios de nuestro pueblo con una obstinación y un heroísmo sin precedentes si la situación lo exige. No podemos ocultar la gravedad de este momento, pero el invasor no conseguirá nunca la victoria si, elevando nuestra moral hasta lo más alto de su fuerza y determinación, nos armamos de valor para derrotarlos. El enemigo ha avanzado en muchos otros lugares para después ser expulsado de nuevo. No dudo en afirmar que aquí sucederá lo mismo. Que la ira del día de hoy nos espolee aún más para hacerlo con suma rapidez».
La opinión de Steer de que se trataba de un nuevo tipo de guerra aseguró que su despacho tuviera un impacto mucho más alarmante que los de sus colegas. El editorial del New York Times del día siguiente condenaba «el ánimo incendiario generalizado y el asesinato masivo cometido por los aviones rebeldes de origen alemán». El 6 de mayo, el senador William Borah, de Idaho, formuló una elocuente denuncia del bombardeo en un lenguaje que auguraba el cuadro de Picasso:
Aquí el fascismo presenta al mundo su obra maestra. Ha colgado sobre el muro de la civilización un cuadro que jamás caerá, que jamás desaparecerá de la memoria de los hombres. Cuando los hombres y mujeres quieran indagar en las páginas de la historia en busca de actos de crueldad sobresaliente y ejemplos de destrucción innecesaria de la vida humana, se detendrán durante más tiempo y con el máximo horror ante la salvaje historia de la guerra fascista en España.
Pocos días después, el obispo Francis J. McConnell, de la Iglesia metodista episcopal, publicó un «Llamamiento a la conciencia del mundo» firmado por varios centenares de norteamericanos destacados, entre los que había senadores, congresistas, profesores, escritores, sindicalistas y profesores de religión no católica. Citaba expresamente a Steer como testigo. El 10 de mayo, el congresista Jerry O’Connell, de Montana, citó a Steer en la Cámara de Representantes para que aportara pruebas de la participación alemana en la Guerra Civil española[38].
Más importante aún que estos ecos del reportaje de Steer fue quizá que se reimprimiera por completo el 29 de abril en el periódico comunista francés L’Humanité, en el que lo leyó Pablo Picasso[39]. En aquella época, Picasso trabajaba en un encargo solicitado por el gobierno de la República española para realizar un mural para la Exposición Universal de París prevista para el verano de 1937. Antes de la noticia de la destrucción de Guernica, su serie de bocetos preliminares estaba dedicada a la relación entre el artista y su modelo en el estudio. El 1 de mayo de 1937 abandonó este proyecto, profundamente afectado por las noticias del bombardeo, y comenzó a trabajar en lo que acabaría por convertirse en su cuadro más famoso[40].
Pese a la aplastante verosimilitud del reportaje de Steer, o más bien a causa de ella, los nacionales negaron de inmediato que el episodio de Guernica hubiera sucedido. El jefe de la oficina de prensa franquista, Luis Bolín, difundió la opinión de que Guernica había sido dinamitada por saboteadores vascos. Ya se empezaban a suscitar algunos juicios desfavorables como consecuencia de la campaña internacional para liberar a Arthur Koestler, y su mentira sobre Guernica también reportaría consecuencias negativas. Sin embargo, las opiniones de Bolín fueron aceptadas rápidamente por una serie de británicos amigos de la causa franquista, como Douglas Jerrold, Arnold Lunn y Robert Sencourt. El rasgo más coherente en sus escritos era que denostaban la integridad personal y profesional de George Steer[41].
The Times envió un cable a Bilbao para George Steer que decía: «EL OTRO BANDO RECHAZA SU VERSIÓN GUERNICA NECESITAMOS MÁS INFORMACIÓN PRUDENTE». La réplica de Steer, enviada el 28 de abril, se publicó al día siguiente:
La negación por parte de Salamanca de tener conocimiento alguno de la destrucción de Guernica no ha asombrado por aquí, pues también negaron el bombardeo de Durango, similar aunque menos atroz, pese a la presencia de testigos británicos. He hablado con centenares de personas angustiadas y sin hogar, y todas ellas ofrecen exactamente la misma descripción de los acontecimientos. He visto y he medido los enormes hoyos ocasionados por las bombas en Guernica, que, dado que pasé por la ciudad el día anterior, puedo atestiguar que no se encontraban allí antes. En Guernica se hallaron bombas incendiarias de aluminio alemanas sin estallar con la inscripción «Fábrica de Rheindorf, 1936». Los modelos de aviones alemanes utilizados fueron Junkers 52 (bombardero pesado), Heinkel 111 (bombarderos rápidos medios) y Heinkel 51 (cazas). Yo mismo fui ametrallado por seis cazas en un gran agujero causado por una bomba en Arbacegui-Gerrikaiz cuando regresaban procedentes de Guernica. Según una declaración hecha por los pilotos alemanes apresados cerca de Ochandiano los primeros días de abril, al principio de la ofensiva insurgente, están pilotados enteramente por pilotos alemanes, casi toda la tripulación es alemana y los aparatos partieron de Alemania en febrero. Aquí se afirma que la totalidad de la fuerza aérea insurgente empleada en esta ofensiva contra los vascos es alemana, a excepción de siete cazas Fiat y tres aparatos Savoia 81, todos ellos italianos. Que fueron ellos quienes bombardearon y destruyeron Guernica es la apreciación contrastada de su corresponsal y, lo que es más, la certeza absoluta, si fuera posible, de todo aquel desdichado civil vasco que tuvo que sufrirlo.
Temiendo que The Times no lo publicara, Steer envió copia de su telegrama original a Philip Noel-Baker, pidiéndole que lo utilizara en la Cámara de los Comunes y facilitara la información a Lloyd George y Anthony Eden[42]. Volvió a rebatir la negación de los franquistas en The Times el 6 de mayo, y el 15 de mayo pudo informar del derribo cerca de Bilbao de un piloto alemán cuyo diario de vuelo demostraba que había participado en el ataque a Guernica.
Las acusaciones de que Steer mentía acerca de Guernica continuaron esgrimiéndose hasta la década de 1970. Al principio, el material hallado por las fuerzas de ocupación en la oficina de telégrafos de Bilbao incluía el cable que The Times envió a Steer pidiéndole más información. Bolín se lo entregó al propagandista católico estadounidense de Franco, el padre Joseph Thorning. Cuando lo publicó en 1938, según Thorning, demostraba que The Times dudaba de la fidelidad del reportaje. El cable se encontraba entre una ingente cantidad de documentos requisados por los rebeldes en Bilbao y llevados a Salamanca para tamizarlos en busca de información útil para la represión. Un partidario británico de Franco, el oficial Francis Yeats-Brown, fue a Salamanca, donde los franquistas le mostraron la correspondencia entre «un diputado británico» (Noel-Baker) y «un periodista que estaba en Bilbao y se distinguió por describir el asunto de Guernica» (Steer). Sin ningún sentido de la ironía acerca de su condición de propagandista de Franco, escribió encantado que los cables demostraban de forma concluyente que «ambos se implicaron mucho en los asuntos vascos; en realidad, demasiado»[43].
Si bien la publicación del despacho podría haber desembocado en la expulsión por parte de los nazis de Norman Ebbutt, el corresponsal de The Times en Berlín, el periódico continuó aceptando la veracidad del informe de Steer. The Times había publicado el despacho de Steer cuando la filosofía de apaciguamiento del director del periódico, Geoffrey Dawson, vivía su punto álgido. En respuesta a la anglofobia virulenta con la que había reaccionado la vigilada prensa alemana, Dawson escribió al corresponsal de The Times en ejercicio en Berlín, H. G. Daniels:
He hecho todo lo posible, noche tras noche, para alejar del periódico todo lo que pudiera herir sus susceptibilidades. Verdaderamente, no puedo pensar en nada que se haya publicado ahora, ni desde hace muchos meses, que ellos pudieran entender como excepción o comentario injusto. No cabe duda de que todos estaban enojados por la primera historia de Steer sobre el bombardeo de Guernica, pero su exactitud en lo esencial no ha sido nunca discutida, y no ha habido ninguna tentativa de subrayarlo ni de insistir sobre el asunto.
No sirvió de nada. Según le informó Daniels, los propagandistas nazis habían descubierto que «Times» al revés se lee «Semit», lo cual se difundió como prueba de que el periódico para el que escribía Steer era una empresa judeomarxista[44]. El nombre de George Steer fue anotado en la lista de delincuentes más buscados de la Gestapo, compuesta por 2820 personas que debían ser detenidas cuando los alemanes ocuparan Gran Bretaña en 1940[45]. Steer recibió amenazas desde el extranjero según las cuales, si los franquistas le apresaban vivo, sería fusilado de inmediato. Volvió a ir al frente, armado con una pistola automática que no sabía utilizar[46].
Permaneció en lo que quedaba de Euskadi durante las seis semanas siguientes, de incesantes bombardeos, y fue con Monnier allá donde los combates eran más encarnizados para informar casi a diario sobre la obstinada defensa contra el avance franquista sobre Bilbao pese a la falta de cobertura aérea. En realidad, consciente de que la superioridad aérea rebelde era la clave para la defensa de la ciudad, bombardeó a Noel-Baker con solicitudes de que utilizara su influencia para conseguir que los franceses autorizaran a los aviones republicanos a sobrevolar su territorio. Desde la oficina de Aguirre, la Presidencia, escribió:
Habríamos aislado a los italianos en Bermeo y a lo largo de la vertiente occidental de la salida de Guernica si hubiéramos conseguido que la aviación se ocupara de ellos. Teniendo en cuenta la absoluta desmoralización y la falta de orden de la infantería en la última quincena, hemos resistido y contraatacado muy bien en la nueva línea, y con los elementos militares adecuados habríamos puesto fin a la ofensiva para siempre.
Instando a Noel-Baker a que presionara a Pierre Cot, el ministro del Aire francés, para que violara el acuerdo de no intervención y enviara aviones, Steer escribió con atrevimiento: «Y dile a Cot que, si tiene algún miedo de que los hombres del S. I. [Servicio de Inteligencia] británico den parte de su mal comportamiento en Bilbao, deje de preocuparse. Aquí soy yo el único en quien se confía, y cuando llegue el momento puedo negarlo todo más de tres veces»[47].
El hecho de que difícilmente podría haber sido mayor su implicación queda de manifiesto en los muchos pasajes de su libro similares a este:
Subí a Begoña para hablar con los hombres de los blindados. Estaban cansados y enfadados. Aquella tarde nuestra propia artillería había abierto fuego sobre ellos y sobre la infantería al confundirlos con el enemigo, lo cual ocasionó grandes pérdidas. En consecuencia, nos vimos obligados a replegarnos a la derecha del casino, y ese fue el comienzo del movimiento que permitió entrar al enemigo.
Steer acompañó a la delegación española que a finales del mes de mayo acudió a la Sociedad de Naciones en Ginebra en busca de reconocimiento de la agresión del Eje. El ministro de Estado español, Julio Álvarez del Vayo, aportó pruebas de la intervención italiana, mientras que el gobierno vasco mostró datos sobre la participación alemana. No sirvió de nada, y Steer escribió a Noel-Baker que «a Del Vayo le dieron gato por liebre», además de describir una conversación muy poco fructífera que había mantenido con un irritantemente complaciente Roberts, jefe del Departamento de Occidente del Ministerio de Asuntos Exteriores. Steer también visitó al cónsul estadounidense en Ginebra y le mostró una colección de fotocopias de documentos que demostraban la participación alemana en el bombardeo de Guernica, entre ellos un mapa anotado. El 13 de junio participó incluso en una reunión celebrada en el hotel Carlton entre el gobierno vasco y el alto mando militar, convocada por Aguirre para discutir si iba a defenderse Bilbao hasta el último hombre. Cuando la ciudad cayó, Steer cubrió la información de la posterior retirada hacia el oeste, a Santander. Escribió un conmovedor relato de la evacuación de doscientas mil personas, al principio en arrastreras y después, cuando los franquistas tomaron el puerto, en camiones por la carretera que iba hacia el oeste, donde los refugiados fueron bombardeados y despedazados por la Legión Cóndor[48].
Durante aquellos últimos y desesperados días en Bilbao, Steer ayudó a la diputada laborista británica Leah Manning, que colaboraba con el gobierno vasco para organizar la evacuación de cuatro mil niños a Gran Bretaña. Posteriormente, Manning describió a Steer y a otro periodista británico, Philip Jordan, como «torres de fortaleza y de moral»[49]. El deán de Canterbury, Hewlett Johnson, escribió a The Times para elogiar a Steer, al que describía como «su heroico y extremadamente competente corresponsal, a quien tuve el privilegio de conocer en Bilbao cuando era el único periodista británico que había en aquel momento en la ciudad»[50]. Philip Noel-Baker escribió a Steer diciéndole que su reportaje sobre Guernica había contribuido a modificar la política del gobierno británico, mediante lo cual se refería casi con toda seguridad a la decisión de autorizar la evacuación de esos cuatro mil niños a Gran Bretaña[51].
Cuando el 18 de junio el gobierno vasco abandonó Bilbao, Steer fue a las dependencias desiertas del lehendakari y cogió tanto la pluma como el último cuaderno de Aguirre, donde empezaría a escribir El árbol de Gernika. Después, se acabó la última botella de champán de la oficina. Al amanecer del día siguiente, caminó hacia el oeste hasta encontrar un conductor dispuesto a llevarle a lo largo de la atestada carretera que conducía a Santander[52]. Fue allí donde Steer escribió su último y extenso artículo para The Times, una descripción elegíaca de la heroica batalla final de Bilbao[53]. A finales de junio, tras haber perdido prácticamente todo lo que poseía en la retirada de Bilbao, Steer consiguió llegar a París y se dirigió al elegante apartamento de su amigo Thomas Tucker-Edwardes Cadett, corresponsal de The Times en Francia. Al principio, Cadett no reconoció a aquel vagabundo hediondo, sin afeitar, con la ropa sucia y en alpargatas. Cuando reparó en que era Steer, se alarmó al ver que tenía fiebre y que «casi no aguantaba más». Después de darse un baño y cambiarse de ropa, empezó a escribir en el cuaderno de Aguirre[54]. Sin embargo, no podía sacarse sin más de la cabeza a sus queridos vascos. Interrumpiendo la redacción del libro para buscar más material, el 18 de agosto realizó un peligroso viaje en avión en el que cruzó el golfo de Vizcaya camino de Santander, donde estaban acorralados por unas fuerzas italianas superiores. Se quedó con ellos durante algunos días y volvió a tomar un vuelo para regresar antes de su ignominioso final[55].
Steer finalizó el libro en un plazo asombrosamente corto y lo publicó a principios de 1938. El texto reflejaba su compromiso romántico con la participación vasca en la batalla contra el fascismo, batalla en la que había empezado a involucrarse en Abisinia. También reflejaba su desprecio ante la farsa del apoyo británico a la no intervención. Cuando apareció el libro, Steer estaba en Sudáfrica investigando para un libro sobre las aspiraciones alemanas en África. El día en que abandonó Londres escribió una nota garabateada a Noel-Baker: «Si me necesitas en alguna crisis realmente importante que se parezca a una guerra, no tienes más que mandarme una señal»[56]. Noel-Baker fue una de las primeras personas que leyó el libro, y escribió entusiasmado a Steer:
Creo que lo que he leído es brillante. The Times le dedicó una reseña extremadamente buena teniendo en cuenta lo sucedido, y The Observer me ha dicho que es un superventas, cosa que espero que sea cierta. El otro día se lo presté a Morgan Jones para que preparara un discurso que tenía que pronunciar sobre los bombardeos aéreos, y verás que lo citaba con buen criterio. El discurso sonaba mejor escuchado que leído, pero la mejor parte de él era obra tuya[57].
James Cable, el historiador del sitio de Bilbao, calificó El árbol de Gernika de la siguiente manera:
Una obra de un compromiso apasionado, una defensa viva, conmovedora y emocionante del nacionalismo vasco, un análisis sagaz, aunque tendencioso, de las circunstancias y causas de su derrota, una advertencia urgente hacia sus propios compatriotas de la cólera que se avecinaba. Steer era una especie de artista y su libro tiene una calidad poco frecuente siquiera en las producciones de los periodistas más brillantes. Además, los historiadores que han seguido su versión de los acontecimientos disponían de algo más que la seducción de su estilo para justificar su elección. Steer había visto con sus propios ojos gran parte de lo que describía y, como un valiente empujado a la desesperación por la reciente pérdida de su esposa, vio más que la mayoría y quedó particularmente fascinado por la minuciosa dirección de las operaciones militares. Por descontado, también incurría en los defectos de sus virtudes profesionales. Era un periodista, no un historiador, y acusaba la omnisciencia de su profesión, desdibujando con demasiada frecuencia la distinción entre observación y deducción, pruebas y habladurías. Los hechos que refiere no son siempre fiables, sus apreciaciones son en ocasiones precipitadas y la datación es poco precisa. Sin embargo, cualquiera que se tome la molestia de comparar las suposiciones de Steer con las pruebas de los documentos quedará continuamente asombrado, no por sus inevitables errores, sino por la frecuencia con la que sus suposiciones eran acertadas[58].
El árbol de Gernika es un clásico de la historiografía de la Guerra Civil española. Hermosa e incisivamente escrito, es una emotiva defensa del nacionalismo vasco y un relato desgarrador de las razones de su derrota a manos de Franco. Fue escrito como aviso a las democracias de lo que les aguardaba. Adscrito con romanticismo a la causa vasca, Steer escribió acerca de su libro que «quizá los vascos lo prohíban cuando vuelvan a Bilbao». No tenía por qué preocuparse, pues se convirtió en una especie de héroe vasco e, incapaces de ver publicado el libro en Euskadi en vida de Franco, los exiliados vascos publicaron una traducción en Caracas en 1963. Solo después de la muerte del dictador se publicó en España[59]. Difícilmente podía considerarse una sorpresa dada su profunda simpatía hacia los vascos. En el prólogo del libro escribió: «Los vascos son trabajadores y los españoles son ociosos. Los vascos son todos vasallos y los españoles serían todos caballeros»[60].
En aquel momento, la simpatía de Steer hacia los vascos y las críticas de la izquierda española fueron el centro de atención de una reseña del libro poco menos que excesiva escrita por George Orwell. Arrancando con las palabras «No es necesario decir que todo aquel que escribe sobre la guerra española escribe siendo partidista», Orwell reflejaba a continuación su disgusto por que el objeto de su parcialidad, el antiestalinista Partido Obrero de Unificación Marxista, hubiera tenido poco o ningún éxito en el País Vasco. Reconocía que Steer había acertado al señalar que no habría revolución social entre los vascos conservadores. Sin embargo, luego indicaba:
El señor Steer escribe enteramente desde el punto de vista vasco, y mantiene con mucha fuerza la curiosa práctica británica de ser incapaz de elogiar a una raza sin damnificar a otra. Como es provasco, le parece necesario ser antiespañol, esto es, antigubernamental hasta cierto punto, además de antifranquista. En consecuencia, su libro está tan lleno de burlas sobre los asturianos y otros leales no vascos que nos hace dudar de su fiabilidad como testigo.
No era del todo injusto con sus palabras, pues las simpatías de Steer se volcaban en el Partido Nacionalista Vasco, que era tan hostil a la izquierda como hacia los franquistas, y gran parte de lo que escribió reflejaba esa posición. De todas formas, pese a sus dudas, Orwell sí reconocía la inmensa autoridad con la que Steer podía escribir sobre Guernica[61].
Tras la publicación de su libro, Steer se quedó en África durante todo 1938 viajando y escribiendo artículos para varios periódicos sudafricanos y británicos, entre los que se encontraban el Daily Telegraph y el Manchester Guardian, sobre la resistencia etíope frente a los italianos y sobre la amenaza italiana para las mal defendidas colonias británicas. También reunió material sobre las ambiciones coloniales alemanas, material que confiaba en que pudiera utilizar Noel-Baker para minar la política de apaciguamiento de Neville Chamberlain. También reveló con indiscreción a Noel-Baker, «solo para tus oídos», que informaría sobre lo que descubriera a los servicios de inteligencia militar sudafricanos. Con independencia de lo que hiciera en cada momento, Steer siempre tenía en mente la causa vasca. El 12 de octubre de 1938 escribió a Noel-Baker para pedirle consejo sobre si sería mejor continuar trabajando para mantener a los nazis alejados de África o, por el contrario, «volver a casa en noviembre y participar en cualquier posible negociación para mediar en España, siendo mis objetivos defender las reivindicaciones vascas. Creo que esto es de vital importancia si en algún momento vamos a tener un punto en el que concentrarnos para combatir la influencia italoalemana en España. La autonomía vasca, la autonomía catalana, la expulsión de los italianos de Mallorca y de los alemanes de Marruecos son esenciales». No sin arrogancia, añadía: «No creo que nadie pueda defender estas cuestiones mejor que yo en el Ministerio de la Guerra y en el Ministerio del Aire»[62].
No obstante, al cabo de una semana Steer había decidido que Franco jamás aceptaría una mediación internacional y que la República española estaba, por tanto, condenada. Así pues, el 18 de octubre escribió a Noel-Baker: «De ahora en adelante, creo que nuestra principal tarea no es salvar a España, a Etiopía o a China, ni siquiera a la democracia, sino algo bastante más tangible: echar a Chamberlain. Te prometo que haré todo lo posible para ayudarte a conseguirlo». En otra carta decía: «Nuestra obligación es echar a Chamberlain»[63].
A Steer todavía le quedaban muchos combates por ver. En 1939 viajó al norte de África y escribió un libro sobre la amenaza que representaban los italianos en Libia para Egipto y para el Imperio francés[64]. Por otro lado, también se permitió dejar atrás por fin su dolor por Margarita. El 14 de julio de 1939 se casó con Esmé Barton, la hija menor de sir Sidney Barton, amigo desde la época que pasaron juntos en Addis Abeba. Esmé había sido retratada por Evelyn Waugh en su novela Merienda de negros como la promiscua «Prudence Courteney», y sus padres eran objeto de burla como los incompetentes «sir Samson» y «lady Courteney». Indignada al ver que devolvía así la generosa hospitalidad que sus padres habían mostrado hacia él, Esmé se vengó cuando lo vio en uno de los dos destartalados locales nocturnos de Addis Abeba arrojándole una copa de champán en la cara. Como vieja amiga de George Steer, había asistido al funeral de Margarita y, al verle consternado, decidió que necesitaba cuidados y empezó a enamorarse de él. Cuando por fin se unieron, la boda fue un eco de sociedad: se celebró en la King’s Chapel del hotel Savoy y la ofició el obispo de Londres, acompañado por otros tres clérigos, y apareció en The Times. Con George ataviado con frac y chistera, y su prometida enfundada en un recargado vestido de crepé azul, había un mundo entre esta y la ceremonia improvisada en la que él y Margarita se habían casado entre bromas, en los polvorientos barracones de la legación de Addis Abeba. Entre los invitados se encontraba el director del MI5, sir Vernon Kell, para quien Esmé trabajaba de secretaria. El 14 de mayo de 1940, Esmé dio a luz un hijo. Fue bautizado con el nombre de George Augustine Barton Steer en la catedral de San Pablo el 8 de junio de 1940 y tuvo como padrino al emperador Haile Selassie. El 13 de octubre de 1942 tuvieron una hija, Caroline[65].
Como consecuencia de su obra sobre África, The Daily Telegraph había contratado a Steer. El estallido de la Segunda Guerra Mundial le sorprendió de luna de miel en Sudáfrica con Esmé. Enseguida se dirigió hacia el norte para cubrir la invasión rusa de Finlandia, atraído una vez más por el afán de describir la heroica resistencia de una pequeña nación ante un invasor totalitario. A menudo, en sus informaciones establecía comparaciones con lo que los alemanes habían hecho en Euskadi[66]. Era como si se viera siempre arrastrado hacia la vana lucha de las pequeñas naciones que plantaban cara a enemigos muy superiores. Esa entrega se traduciría en dedicación a fondo cuando Gran Bretaña se convirtió en una de esas pequeñas naciones que se enfrentaban a una invasión. Steer permaneció en contacto con los dirigentes vascos exiliados en Francia. Con la esperanza de conseguir llevarlos a Gran Bretaña antes de que cayeran en manos de los alemanes, dio detalles de sus paraderos a Geoffrey Thompson, que conocía a Steer de su época como encargado de negocios en Hendaya durante la Guerra Civil española. Con la retirada en avalancha de Dunkerque, Steer animó a Philip Noel-Baker a que tratara de convencer al gobierno británico de que llevara a José Antonio Aguirre a Gran Bretaña para convertirse en el núcleo de la resistencia vasca antifranquista[67].
Después del bautizo de su hijo, Steer se unió a su suegro, sir Sidney Barton, a su amigo Philip Noel-Baker y al padrino de su hijo, Haile Selassie, para analizar la posibilidad de golpear a los italianos fomentando la resistencia en Abisinia. El Negus estaba deseando regresar a su país para apoyar la rebelión contra los italianos. Esto coincidía con los planes del general de división Archibald Wavell, comandante en jefe del Ejército británico en Oriente Próximo. Como consecuencia de una decisión inusualmente imaginativa, Steer fue nombrado oficial del Cuerpo de Inteligencia debido a su experiencia anterior en Addis Abeba durante la invasión italiana. Esto fue organizado por Geoffrey Thompson, que ahora pertenecía al departamento egipcio del Ministerio de Asuntos Exteriores. Dada la importancia de su misión, Steer, «a quien, lógicamente, el emperador conocía bien, se convirtió de la noche a la mañana en capitán del Estado Mayor» y acompañó a Haile Selassie a Jartum[68]. No siguió siendo ayuda de campo del emperador por mucho tiempo, sino que fue trasladado al departamento de operaciones de guerra psicológica para elaborar octavillas en amárico que provocaron infinidad de deserciones entre los soldados indígenas reclutados por los italianos. De hecho, Steer resultó ser un propagandista genial. También organizó incursiones de la guerrilla contra puestos de avanzada italianos. Entró en contacto con el excéntrico coronel Orde Wingate, un oficial bucanero que compartía el entusiasmo de Steer por Haile Selassie. La columna de Wingate, compuesta por sudaneses y otras tropas irregulares, mantuvo cercados a un gran número de soldados italianos y finalmente liberó la capital. Steer estaba con el emperador cuando este regresó a Addis Abeba el 5 de mayo de 1941.
A Steer le gustaba la posibilidad de atacar a los italianos con su máquina de escribir. Hizo gala de una gran facilidad para lo que acabó por denominarse «guerra psicológica». Algunas de sus intervenciones encaminadas a enardecer a las facciones etíopes excedían lo que el emperador Haile Selassie podía aprobar, de modo que Steer falsificó un sello imperial con el que promulgar sus boletines. Reconoció esto con toda sinceridad en su libro Sealed and Delivered, y dio lugar a que Evelyn Waugh publicara una reseña desfavorable en la que llegaba incluso a sugerir que las autoridades militares deberían castigar a Steer por su falta de discreción[69]. Pero a Waugh no le concedieron su deseo sino que, en realidad, ascendieron a Steer. No obstante, la reseña de Waugh fue utilizada por el detestable Bolín como «prueba» de que Steer era un mentiroso habitual y, por tanto, que había mentido acerca de Guernica[70].
Steer fue destinado a El Cairo, donde su nueva esposa se las había arreglado para conseguir un empleo en el servicio de inteligencia británico. Sirvió en la campaña norteafricana hasta que en 1942 fue destinado a Madagascar para participar en las operaciones encaminadas a impedir que los japoneses tomaran la isla. Había una considerable competencia entre varias secciones de la ejecutiva de operaciones especiales para hacerse con sus servicios. Entonces, a principios de 1943, el ahora comandante Steer fue enviado a la India para tomar parte en la campaña para recuperar Birmania, en manos de los japoneses. Su imaginativo uso de la propaganda y su participación activa en una serie de enfrentamientos con el enemigo se saldaron con un nuevo ascenso a teniente coronel. No murió en acto de servicio sino en un accidente, el día de Navidad de 1944, cuando el todoterreno en el que iba se salió de la carretera mientras se dirigía a presenciar unas competiciones deportivas en su campo de entrenamiento[71]. Fue una trágica ironía que el hombre que había corrido tantos riesgos en tan grandes causas muriera de un modo tan banal. La necrológica publicada en The Times recordaba sus proezas en Birmania, pero no el servicio prestado en España o Etiopía, y sí decía de sus libros: «Aunando la labor de investigación de un erudito con la experiencia de un combatiente y la fe del idealista, en sus escritos fue tan sincero y veraz como gráfico, y ha dejado una hoja de servicios a su país cuya interrupción lamentarán por igual sus colegas y los soldados»[72].
Pese a haber publicado cinco libros importantes y a una carrera militar comparable a la de Lawrence de Arabia, se recuerda a Steer, sobre todo, por aquel crucial despacho desde Guernica que dio la alarma sobre la participación nazi en la Guerra Civil española. Desde la época en que había empezado a ser corresponsal de guerra en 1935, Steer había hecho de la tarea de alertar al mundo de las ambiciones imperialistas y la implacable agresión del fascismo su profesión. Durante la invasión italiana de Abisinia y en España, su compromiso con una causa en apariencia perdida le llevó a adquirir un grado de implicación que excedía con mucho las obligaciones de un corresponsal de guerra. El libro de Steer no solo trata del bombardeo de Guernica, sino que es una narración completa de toda la campaña vasca. En este sentido, continúa siendo uno de los aproximadamente diez libros más importantes sobre la Guerra Civil española. También es una pieza fundamental de la serie de obras de Steer dedicadas a la agresión y la barbarie fascistas. El libro representa uno de los homenajes más conmovedores y auténticos al pueblo vasco, a su sufrimiento y a su valor en la lucha contra Franco y sus aliados nazis y fascistas. Es más, pese a sus simpatías hacia el PNV, las palabras de Steer que resumen la participación vasca en la Guerra Civil española recogen la tragedia y la dignidad de todo un pueblo:
Al fin y al cabo, los vascos eran un pueblo pequeño, no disponían de muchos cañones ni aviones, no recibieron ninguna ayuda del extranjero y se mostraron tremendamente sencillos, cándidos y poco versados en la guerra. Sin embargo, a lo largo de toda esa dolorosa guerra civil, mantuvieron bien alta la antorcha de la humanidad y la civilización. No habían matado ni torturado, ni en modo alguno se divirtieron a costa de sus prisioneros. En las circunstancias más crueles, habían mantenido su fe y su libertad de expresión personal. Habían respetado escrupulosa y celosamente las leyes, tanto escritas como no escritas, que imponen al hombre cierto respeto hacia sus vecinos. No habían tomado ningún rehén, habían respondido a los inhumanos métodos de quienes les odiaban con la protesta, y nada más. En la medida en que resulta posible en una guerra, habían dicho la verdad y habían cumplido sus promesas[73].
También escribió: «En esta guerra, los vascos combatieron por la tolerancia, la libertad de expresión, la dulzura y la igualdad»[74]. George Steer murió por esos mismos valores en una guerra posterior. Junto a su cuerpo se encontraba su objeto más preciado, un reloj de oro que le regaló José Antonio Aguirre que lleva grabado: «Para Steer, de la República vasca».