Hombre de influencias: el caso de Louis Fischer
Muchas mañanas, mientras se afeitaba y se bañaba, el presidente del gobierno de la República, Juan Negrín, hablaba en alemán acerca de la situación internacional con un periodista que le observaba sentado en el taburete. Negrín era un hombre con mucha energía, y todavía más talento, que no hacía mucho caso a las sutilezas del protocolo. Mantener el esfuerzo bélico implicaba afrontar a diario un doble problema: por un lado, controlar las fuerzas dispares que formaban el marco político republicano, y, por otro, intentar dar un giro a la política británica, francesa y estadounidense de no intervención que privaba a la República de la capacidad de defenderse. Aunque era tremendamente discreto, se dejaba asesorar donde fuese conveniente, y, por supuesto, su cuarto de baño era, en su opinión, un lugar tan bueno como cualquier otro. El hombre que había sentado en el taburete también daba consejos a líderes soviéticos de alto rango, aunque no al mismo tiempo que a Negrín. Se trataba de un viajero empedernido cuya familia residía en Moscú. En el mismo edificio vivía el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Maxim Litvinov, que tenía fama de ser muy quisquilloso. El amigo de Negrín, que también hablaba ruso con soltura, se ganó su confianza hasta tal punto que por las tardes solían sentarse con los niños en las rodillas mientras discutían sobre aspectos candentes de las relaciones internacionales. Este periodista que hablaba alemán y ruso era, de hecho, un norteamericano con acceso excepcional a las esferas más altas de Washington: podía hablar sin problemas con Cordell Hull o Eleanor Roosevelt. Alto, de tez morena y con los ojos hundidos, Louis Fischer tenía una presencia llamativa entre los corresponsales enviados a España.
Los contactos de Fischer con líderes españoles, rusos y estadounidenses brindaban una autoridad notable a sus artículos. Durante la Guerra Civil española, casi todo lo que escribía se publicaba primero en el semanario neoyorquino de izquierdas The Nation y en el New Statesman & Nation de Londres, y después se distribuía a otros periódicos. Por lo tanto, sus artículos son mucho más extensos y reflexivos que la mayoría de los despachos periodísticos transmitidos durante el conflicto, y todavía hoy en día merece la pena leerlos con atención. Se ha dicho que Fischer fue «el caso más claro de compromiso total y de pérdida de objetividad casi completa» que se dio entre los corresponsales extranjeros[1]. Su compromiso no dejaba lugar a dudas, aunque no superaba el de Herbert Matthews o Jay Allen, ni el de muchos otros periodistas respetados. Sus artículos, vívidos y bien informados, eran claramente favorables a la República, pero no pueden describirse como propaganda en el sentido negativo de la palabra.
El abanico de actividades que emprendió en favor de la causa republicana, la extraordinaria energía que dedicó a esta, y la notable y sin duda excepcional influencia que ejercía sobre los más altos estamentos gubernamentales tanto en España como en Estados Unidos, hicieron de Fischer un personaje único. Los políticos confiaban en él porque aportaba tanta información como la que luego se llevaba, y ese era el motivo real de su influencia. Era obstinado y descarado, sin sentido de la vergüenza, pero a la vez era un hombre de confianza capaz de guardar un secreto cuando se lo pedían. Sin embargo, algunos sectores han dado una interpretación siniestra al entendimiento que surgió entre Fischer y distintos diplomáticos y hombres de estado. El crítico cultural Stephen Koch, anticomunista virulento, describe a Fischer como uno de los muchos instrumentos de Willi Münzenberg y Otto Katz, los cerebros que, según él, estaban detrás de lo que llama «la guerra secreta de ideas de la Unión Soviética contra Occidente»[2]. La versión más extrema, por no decir trastornada, de esta visión de Fischer como agente soviético, la formuló el socialista Justo Martínez Amutio, ferviente partidario de Francisco Largo Caballero y antiguo gobernador civil de Albacete. Lleno de amargura por la campaña comunista para destituir a Largo que había truncado su propia carrera política, Martínez Amutio escribió sus memorias dando rienda suelta a su ira y exagerando de forma disparatada su propia importancia y conocimientos.
Para describir a Fischer, Martínez Amutio hacía uso de una característica mezcla de ignorancia, invenciones y malicia:
Se le consideraba como escritor alemán huido de los nazis, pero otros informes lo presentaban como austríaco o húngaro y también checo. Lo único cierto que se pudo comprobar era que actuaba como agente soviético, aunque él diría que no era comunista y que nadie le había mandado a España desde Moscú. Lo apoyaba mucho Álvarez del Vayo, del que se decía viejo amigo, pero Luis Araquistáin, que lo conocía bien, especialmente de la época en que estuvo de embajador de la República en Berlín, avisó lo que en verdad era: comunista emboscado y agente directo de Stalin.
Asimismo, Martínez Amutio sostiene que la orientación política de toda la operación de prensa y propaganda comunista durante la Guerra Civil española estuvo en manos del norteamericano. Y llega aún más lejos al formular la ridícula acusación de que Fischer, junto con el agregado comercial soviético Arthur Stashevsky y el agente de la Komintern Palmiro Togliatti, se había dedicado a cultivar la relación con Juan Negrín, convirtiéndole en un instrumento «dócil y adaptable» de la política del Kremlin a fuerza de organizar banquetes y orgías para este. Martínez Amutio también mantiene absurdamente que Fischer era uno de los agentes soviéticos que preparó la crisis de mayo de 1937, una crisis que tuvo su origen en los problemas de subsistencia de Cataluña y que, por tanto, no pudo haberse planeado[3]. Un tanto más comedida es la versión del historiador Stanley G. Payne, según la cual Fischer era «un importante corresponsal estadounidense que actuó como una especie de agente soviético o fuente de información en la zona republicana»[4].
La verdad sobre la nacionalidad de Fischer y su importancia en la política soviética tiene poco que ver con todo esto. Nació el 29 de febrero de 1896 en el gueto judío de Filadelfia, hijo de inmigrantes rusos, aunque no aprendería el idioma de sus padres hasta un cuarto de siglo más tarde. En 1917 se presentó voluntario al Ejército británico, en el que sirvió desde el 8 de abril de 1918 hasta el 14 de junio de 1920 en el 38.º Regimiento de los Fusileros Reales, principalmente como parte de la Legión Judía, y estuvo destinado en Palestina durante quince meses. Fischer no presenció ningun combate contra los alemanes porque la guerra ya había terminado, aunque sí ayudó a defender a los colonos judíos de los ataques árabes. Por eso, tuvo muchos problemas con los oficiales británicos, y en una ocasión, por ausentarse sin permiso, fue confinado durante dos semanas en un durísimo campo de castigo en medio del desierto. A pesar de todo, Fischer declararía que el tiempo que pasó en Palestina sirvió para apaciguar su «sionismo, que luego extinguió la Rusia soviética». Afirmaba que nunca se había sentido profundamente judío: «Palestina y los judíos nunca me conmovieron tanto como los republicanos españoles en su lucha contra el fascismo»[5].
Al volver a Estados Unidos trabajó en una agencia de noticias en Nueva York donde conoció a la pianista Bertha Markoosha Mark, rusa de nacimiento. Se enamoró de ella y la siguió a Berlín en 1921. Aprendió alemán y empezó a contribuir con artículos esporádicos en el New York Evening Post. En 1922, Markoosha y Fischer se trasladaron a Moscú, donde se casaron y vivieron juntos durante los siguientes nueve meses. Aunque los dos viajaban mucho, volvieron a establecerse en Moscú en 1928 y allí tuvieron dos hijos, George y Victor. Sin embargo, Louis no era hombre de una sola mujer y mantuvo relaciones con muchas otras en sus interminables viajes por el mundo. Markoosha era siete años mayor que Louis y siempre mostró hacia él una tolerancia maternal, como puede verse en la forma en que se refería a su marido en las cartas: «Louinka, mi querido niño». En su relación también hubo muestras de fuerte amistad y apoyo mutuo, a pesar de que su correspondencia deja muy claro que el estilo de vida que llevaban, con Fischer siempre de viaje y Markoosha a cargo de la familia, era una elección de Louis, no de ella. Louis no era exactamente monógamo, y en el curso de sus numerosos viajes, entabló relación con muchas mujeres, quienes, a pesar de su egoísmo, le encontraban irresistible.
Una de ellas, Tatiana Lestchenko, una cantante y traductora rusa, se enamoró de él a principios de los años treinta y le dio un hijo llamado Vanya. Las cartas que ella le escribió muestran a una mujer inteligente e independiente, a quien, como a muchas otras, le sedujo su desbordante energía: «Y a tu lado, siempre me llena un sentimiento de calor y silenciosa alegría; como si estuviera bajo el sol». Más tarde le escribió a una amiga: «La única cosa por la que me siento agradecida a LF es el haberme proporcionado la felicidad de darme un hijo maravilloso. Se desvanece todo mi resentimiento hacia LF por su comportamiento inhumano cuando se enteró de que estaba embarazada. Le quería de verdad y me he quedado con lo mejor de él»[6]. Tanto en la política como en el amor, los apetitos de Louis Fischer fueron siempre insaciables y sus consecuencias las sufrieron muchas mujeres.
Durante la temporada que pasó en Moscú, Fischer trabajó para la Jewish Telegraphic Agency cobrando por artículo, y de forma todavía más esporádica para el New York Evening Post. Más tarde escribiría sobre cómo su vida se dividió entre Moscú y las provincias, y se lamentaría de haber aprendido «mucho menos de lo que debería» durante ese primer período que pasó en la Rusia soviética. Paradójicamente, la culpa de esto la tenía el tiempo que dedicaba a sus colegas de profesión: «Nosotros, los corresponsales, nos pasábamos el día entero jugando al póquer». Cuando no jugaban a las cartas, sus compañeros solían dedicarse a expresar actitudes antisoviéticas que, en opinión de Fischer, estaban «más basadas en los prejuicios que en sus conocimientos». Ante esto, el norteamericano reaccionó solidarizándose con el experimento soviético. Al principio, mientras trabajaba como periodista independiente, no empezaba a escribir un artículo hasta que le publicaban el anterior y sabía que iban a pagarle. Como necesitaba «el incentivo de ser publicado», escribió menos pero investigó más que el típico corresponsal de la época. Tiempo después explicaría:
Creo que el instinto más fuerte que tengo es la curiosidad. Cuando estoy motivado sufro si no sé lo que quiero saber, y Moscú me motivó con fuerza. Bajo el bombardeo de acontecimientos cambiantes que se sucedían en la ciudad, no había espacio para la pereza ni la autocomplacencia intelectual. Leí mucho, viajé y conversé con los corresponsales que sentían la misma exaltación en Moscú[7].
Fischer regresó a Alemania en el verano de 1923 y escribió cinco artículos importantes sobre la Rusia soviética. Los llevó a Nueva York, donde esperaba utilizarlos para conseguir que el semanario de izquierdas The Nation le encargase trabajo. Sus artículos impresionaron favorablemente a la directora editorial de la revista, Freda Kirchwey, que decidió publicarlos todos, lo que condujó a su nombramiento como corresponsal especial de The Nation en Europa. De vuelta en el Viejo Continente, Fischer escribió crónicas sobre Rusia y Alemania tanto para The Nation como para otros periódicos. Con el tiempo, sus artículos serían distribuidos a varios rotativos, entre ellos el Baltimore Sun, el Reynolds News de Londres y otros diarios de Praga, Oslo, Estocolmo, París, Bruselas y Amsterdam. Esto le proporcionaría los ingresos suficientes para poder viajar de forma continuada. El 3 de junio de 1925, publicó una crónica sobre la condena de Hitler a seis meses de cárcel por su implicación en el Putsch de Munich, mientras que unos comunistas involucrados en la planificación de una insurrección habían recibido una condena de entre diez y quince años de trabajos forzados. Hitler envió una queja informándoles de que, en realidad, había pasado trece meses en prisión. De hecho, la solidaridad de Fischer con la Unión Soviética se debía en parte a su percepción sobre el auge del nazismo en Alemania: «Cada vez que me sentía indignado con Rusia, solo tenía que volver a Europa central y occidental para que la indignación disminuyese». En el verano de 1927, Fischer pasó más de seis horas en compañía de Stalin como parte de una delegación de destacados líderes sindicales e intelectuales estadounidenses. Le pareció que Stalin tenía «ojos astutos», la «frente baja» y «dientes feos, pequeños, negros y algunos de ellos de oro», pero le impresionó su método argumentativo, lento y metódico. Fischer se marchó convencido de que Stalin era un hombre «sin sentimientos, con una voluntad de acero, sin escrúpulos e irresistible»[8].
La otra razón del aprecio que Fischer sentía por la Unión Soviética era lo que describió como su «espectáculo de creación y sacrificio». Durante sus múltiples viajes había sido testigo de la pobreza degradante que asolaba a gran parte de la Rusia rural, y le entusiasmaba la perspectiva de una revolución que pudiera traer mejoras en materia de alimentación, higiene, educación y cuidados médicos. Le habían causado una fuerte impresión los cientos de kilómetros de oscuridad impenetrable que veía mientras cruzaba las estepas en el tren nocturno: «La bombilla eléctrica empezaba a extenderse por los inhóspitos pueblos oscuros; en Rusia, el acero y el hierro estaban desbancando a la civilización de la madera. Pude traducir las estadísticas del Plan Quinquenal en valores humanos». En los lúgubres años de la Depresión que asolaba a Estados Unidos y Europa occidental, el experimento soviético era, para Fischer y muchos otros observadores occidentales, similar a una llama de esperanza. En su piso de Moscú, recibió a numerosos entusiastas liberales norteamericanos, británicos y europeos que compartían su punto de vista. Entre ellos estaba el periodista español Julio Álvarez del Vayo, con quien volvería a contactar en España en 1934 y en 1936, cuando este ya era ministro de Estado. De esta forma, Fischer llegó a conocer a un enorme elenco de intelectuales y políticos influyentes, casi todos predispuestos a creer lo mejor del sistema soviético. Afirmó tener relación con George Bernard Shaw y Theodore Dreiser, Sydney y Beatrice Webb y Harold Laski, Jawaharwal Nehru y Rabindranath Tagore, lord Lothian y lady Astor. Nunca le costó restablecer el contacto con ellos, especialmente cuando comenzó a defender la causa de la República española[9].
A Fischer le fascinaban estos individuos, pero Malcolm Muggeridge, corresponsal del Manchester Guardian, sería uno de los compañeros de profesión que, al menos de forma retrospectiva, no compartiría sus opiniones. Años más tarde y ya convertido al catolicismo, escribió con cierto cinismo sobre esa misma gente cuya presencia tanto había deleitado a Fischer. La credulidad de estos personajes era una mera «nota cómica», mientras que sus alabanzas del sistema hacían pensar en «una sociedad vegetariana que de pronto pasara a defender con pasión el canibalismo». Muggeridge se burlaba de que Fischer quisiese dar tiempo al experimento soviético para que lidiara con siglos de retraso: «Fischer era un hombre cetrino, laborioso y excesivamente serio, muy querido por Oumansky [Konstantin Umanskii era por aquel entonces el jefe del Departamento de Prensa del Comisariado de Asuntos Exteriores] porque durante años jamás se había desviado de la línea del partido»[10].
Fischer, como muchos otros corresponsales, no informó con detalle sobre la gran hambruna de 1932, aunque es dudoso que la censura soviética le hubiera permitido hacerlo. Tampoco se sabe hasta qué punto estaba enterado de la situación, si bien es cierto que a veces se refirió a la hambruna como la desafortunada consecuencia de una necesaria reestructuración de la agricultura rusa. A pesar de que siempre mantuvo expectativas optimistas sobre el experimento soviético, no es de sorprender que Fischer acabase perdiendo la ilusión ante la sensación dominante de terror e inseguridad. Tras el asesinato de Kirov, cuando la naturaleza represiva y criminal del estalinismo se intensificó con el asesinato por vía judicial de antiguos bolcheviques en los procesos de Moscú, la fe de Fischer empezó a decaer. En un principio, Fischer hizo una distinción entre los procesos de Moscú y el progreso social. Justo antes de partir hacia España, le escribió a su amigo Max Lerner: «Creo que ni siquiera el procesamiento de Zinoviev y demás impedirá el crecimiento de la democracia. Ese crecimiento es el producto de la mejora económica y la paz social; la existencia de estos dos fenómenos no se puede poner en duda»[11]. Con este cambio de opinión, Fischer se ganó la hostilidad de Walter Duranty, el corresponsal proestalinista del New York Times, que le describiría como «la rata que abandonó el barco en pleno naufragio pero que no se hundió»[12].
Durante estos años en Rusia y Alemania, Fischer perfeccionó la técnica que le ayudaría a obtener una gran influencia que alcanzaría su apogeo durante la Guerra Civil española. Para comprender la situación soviética, Fischer viajó por todo el país y, además, se propuso conocer personalmente a políticos clave y demostrarles que era de confianza:
Los bolcheviques se alegraban de ver un enfoque serio sobre la vida de su país. Además, los políticos, o debería decir algunos políticos, hablan sin tapujos cuando están seguros de que no van a publicarse sus palabras, y yo demostré en Moscú que era discreto. Nunca repetí lo que se me había dicho en confianza. Seguí el buen principio periodístico de que la información de un hombre de estado es suya hasta que la hace pública. (La muerte también la hace pública). Por otro lado, soy una persona que sabe escuchar, y la mayoría de los hombres hablan de sí mismos o de su trabajo ante una persona que les escucha de forma comprensiva[13].
Como haría más tarde en España, Fischer viajó para poder hablar con la gente de a pie y contrastar la percepción del pueblo con lo que le habían dicho las personas importantes. A raíz del éxito de su libro Oil Imperialism: The International Struggle for Petroleum (1926), que se tradujo al francés, al alemán y al ruso, le encargaron que diera una serie de charlas en Estados Unidos. Durante la investigación para su siguiente libro, The Soviets in World Affairs (1930), conoció al comisario de Asuntos Exteriores Georgi Chicherin y a su ayudante y sucesor a partir de 1930, Maxim Litvinov. También mantuvo una estrecha amistad y una rica correspondencia con Chicherin, gracias en parte al hecho de que su mujer, Markoosha, había trabajado como secretaria de este personaje ilustre. Al principio, Litvinov desconfiaba de los periodistas y no era dado a conceder entrevistas. Con persistencia, y dado que sus apartamentos estaban en el mismo edificio, Fischer se fue ganando su confianza. Por las tardes, con sus hijos pequeños siempre cerca, Litvinov le hablaba a Fischer de sus reuniones con Briand, Chamberlain y Lloyd George. Gracias a Litvinov, Fischer entró en contacto con el trotskista exiliado Kristian Rakovsky, que había sido embajador soviético en Londres y París antes de ser enviado al exilio. Sin mostrar ninguna inhibición, Rakovsky compartiría con Fischer tanto sus recuerdos como sus colecciones de documentos importantes, y por ello, la obra en dos volúmenes del norteamericano titulada The Soviets in World Affairs (1930) estaba muy bien informada. Se tradujo al francés, al alemán y al ruso, pero los nazis llegaron al poder antes de que apareciese la edición alemana y Stalin prohibió la publicación de la edición rusa. Sin embargo, y gracias al libro, Fischer fue reconocido en Estados Unidos como un gran experto en política rusa, lo que a su vez le garantizaría acceso a los secretarios de Estado Henry L. Stimson y Cordell Hull[14].
Fischer era un hombre muy sociable que se enorgullecía de sufrir frecuentes ataques de pereza: «Tanto en Moscú como en Berlín, París, Londres y Nueva York me dedicaba a gandulear, jugar al tenis, reunirme con periodistas, familiares y amigos, y jugar al póquer sin parar. En Berlín participé una vez en una partida de póquer entre corresponsales que duró toda la noche, y en la que gané ciento veinticinco dólares. En aquellos tiempos eso era casi como un millón». Le encantaba hablar de trabajo con otros corresponsales, y en Moscú establecería amistad con muchos que, como él, apoyarían la causa de la República española, entre otros, John Gunther, Dorothy Thompson, Walter Duranty, Anna Louise Strong y James Vincent Sheean. En Berlín conoció a Edgar A. Mowrer, Hubert R. Knickerbocker y al hombre que se convertiría en su mejor amigo, Frederick Robert Kuh, de United Press. Mientras Fischer se dedicaba a aumentar su círculo de contactos, Markoosha, su mujer, se ocupaba de buscar sustento para sí misma y para sus dos hijos. De hecho, no puede decirse que Fischer se volcase en su matrimonio o en sus hijos, y tuvo amantes por toda Europa. No se ganó bien la vida hasta 1929, y solo a partir de entonces pudo aceptar compartir la «responsabilidad económica de la familia», aunque siguió siendo muy celoso de su independencia:
Nunca he sido miembro de ningún partido político o sindicato ni, después de mi juventud, de ningún club. Esencialmente soy un libertario y me molestan las ataduras, incluso las personales. Puedo imponerme disciplina a mí mismo pero me rebelaría si me la impusieran otros, especialmente en lo referente a la disciplina intelectual. Nunca me he planteado la posibilidad de entrar en el Partido Comunista porque no permitiría que nadie me dijese lo que tengo que escribir o pensar.
Acusado en muchas ocasiones de ser comunista o estar en nómina del régimen soviético, Fischer siempre lo negó con rotundidad diciendo: «Si hubiese sido comunista no me habría dado vergüenza ni miedo reconocerlo»[15].
La eminencia de Fischer como sovietólogo y sus idas y venidas de Rusia despertaron el interés de la inteligencia británica. Guy Liddell, director de los servicios secretos, comentó: «Ha escrito varios libros muy favorables a la Rusia soviética y, si de verdad no es comunista, es de un color rosa muy oscuro»[16]. Estaban igual de intrigados con su amigo Frederick Kuh, un periodista de inclinaciones comunistas que había sido el corresponsal del Daily Herald en Viena y que, por aquel entonces, era el representante en Londres de la United Press Association. En una carta a Kuh, interceptada de alguna forma por los servicios secretos británicos, Fischer escribió desde Moscú: «Todavía no he visto a nadie. Me dedico sencillamente a recorrer las calles para recoger impresiones». En referencia indirecta a Stalin, añadió: «He oído que su gran jefe padece ataques de histeria cada vez más frecuentes, que ha dado patadas al suelo y protestado con furia incluso durante entrevistas con diplomáticos, y que grita a todo pulmón y se tira de los pelos cuando ve a su propia gente. No tolera ningún tipo de oposición, ni siquiera en asuntos insignificantes. Sin embargo, la estructura general es muy fuerte. Pero las intrigas personales son interminables y todos están contra todos»[17].
Fischer visitó España por primera vez durante febrero y marzo de 1934 y allí retomó su amistad con Luis Araquistáin Quevedo, a quien había conocido en Berlín cuando era embajador de España en la ciudad. Araquistáin era un consejero cercano a Largo Caballero, y además fundó y dirigió la publicación teórica socialista Leviatán, en la que invitó a colaborar a Fischer. De hecho, el estadounidense escribió seis artículos importantes para la revista, cinco sobre la Unión Soviética y uno sobre Polonia, entre junio de 1934 y junio de 1936[18]. En España, Araquistáin introdujo a Fischer en los círculos socialistas. Estaba casado con una chica suiza llamada Trudy Graa, y volvió a poner a Fischer en contacto con su cuñado, el periodista Julio Álvarez del Vayo, que estaba casado con Luisi, la hermana de Trudy. Álvarez del Vayo, a quien Fischer conoció en Moscú, también era amigo íntimo de Largo Caballero, y había sido su embajador en México. Fischer tenía una carta de presentación de Frederick Kuh para Lester Ziffren, el jefe de la oficina de United Press en Madrid, que se convirtió a raíz de esto en su guía dentro del círculo de corresponsales extranjeros y españoles. Fischer congenió enseguida con el embajador de Estados Unidos, Claude G. Bowers, del que se hizo muy amigo, pues a ambos les unía un fuerte compromiso con la causa republicana. También entabló una estrecha amistad con el artista Luis Quintanilla, que dibujó un retrato suyo, con el doctor Juan Negrín, con quien hablaba en alemán, y con el periodista norteamericano Jay Allen. Fischer no tardó en recorrer la España rural, y lo que vio hizo que se enamorara del país y le convenció de que tanta pobreza desembocaría en un derramamiento de sangre. Se quedó conmocionado por el hambre, que parecía ser todavía peor que la que asolaba a los pueblos pobres de Ucrania, y por el hecho de que miles de campesinos viviesen en cuevas[19].
Fischer escribiría más adelante sobre el comienzo de su amistad con Negrín. Había ido en taxi con Jay Allen a Colmenar Viejo, cincuenta kilómetros al norte de Madrid, para hablar con los trabajadores en la plaza y en sus casas. A Negrín le indignó la pobreza reinante e incluso habló de la necesidad de distribuir armas entre el proletariado.
Entramos en la fría casa de piedra de una familia que subsistía a base de sopa de judías y café solo. La mujer nos contó que sus hijos habían muerto de neumonía. Negrín, que es médico, dijo que probablemente fuera debido a la desnutrición. Un tercer hijo, de siete meses, estaba en la cuna enfermo de hernia. El marido llevaba meses sin trabajar. Estaban ahogados en deudas y no veían ninguna salida.
Lo que impresionó a Fischer por encima de todo fue la dignidad con la que los campesinos españoles sobrellevaban su pobreza, opuesta al servilismo abyecto de sus homólogos rusos y ucranianos: «Los trabajadores, con sus camisas azules de algodón, pequeños y enclenques, se mostraban muy dignos. Sus ojos decían: “Soy un hombre”, aunque la vida les tratase como a perros»[20].
A finales de septiembre de 1935, Fischer sugirió a Freda Kirchwey, de The Nation, que le encargase una serie de artículos con el título «Armas sobre Europa» que trataran sobre la creciente crisis de las relaciones internacionales. «Necesitaré mucho dinero», escribió. Como gran admiradora del trabajo de «nuestro autor favorito», ella contestó: «Nos encantaría que escribieses para nosotros, y solo para nosotros». Tras hablar sobre el proyecto con los otros directores, le dijo: «Estoy autorizada a ofrecerte la estupenda suma de 125 dólares por artículo en una serie de entre seis y ocho». Se trataba sin duda de una gran oferta, unas tres veces más de lo que se solía pagar. Fischer reconoció la generosidad que le mostraban, pero añadió que sus gastos serían tan altos «que no voy a ganar casi nada. Pero me da igual. Quiero hacer esto y me alegro de que me permitáis hacerlo».[21]
En el transcurso de sus visitas a Londres, París, Roma, Viena, Praga, Berlín, Varsovia y Moscú durante el último trimestre de 1935 y principios de 1936, Fischer consolidó su notable red de contactos influyentes entre hombres de estado, embajadores y periodistas. Inició su viaje en la Sociedad de Naciones de Ginebra. Allí renovó su trato con un diplomático soviético, Marcel Rosenberg, representante ruso del secretariado de la sociedad: «Un jorobado con una mirada profunda y apasionada que había causado una gran impresión en París como consejero de la Embajada soviética y que era un invitado preciado de los salones de la capital francesa». Fischer había establecido contacto con él en París y también en Moscú, donde solían discutir sobre las deficiencias del sistema soviético. No rehuía las discusiones acaloradas con los líderes soviéticos, lo que le llevó a entablar amistad con el jefe de la Komintern, el revolucionario húngaro Béla Kun[22].
«Tengo la cabeza y los ficheros repletos de material», le escribió Fischer a Freda Kirchwey. Como resultado de ello, el norteamericano acabó escribiendo más artículos de lo que había pensado en un principio. Freda se quedó encantada con la calidad de sus escritos, aunque se lamentaba de que el tono que utilizaba Fischer no sugiriese la autoría de un testigo presencial. Además, el proceso necesario para recibirlos y publicarlos resultaba bastante revelador. Fischer era un perfeccionista con un ego enorme. Quería que sus artículos fuesen publicados en su totalidad y sin ningún cambio, pero The Nation no tenía el espacio suficiente para hacerlo. La cosa se complicaba aún más porque, como Fischer estaba de viaje, no podía ver lo que publicaba la revista sobre el mismo tema y sus artículos llegaban con retraso, algo del todo inevitable. Por eso, algunas de las cosas que escribía se solapaban con otras noticias ya impresas o se habían quedado anticuadas para cuando eran recibidas. Esto hacía necesaria la intervención editorial en sus crónicas, lo que produjo una respuesta bastante dura por parte de Louis:
No me gusta nada cómo usáis mi serie. Me parece que os habéis cargado todo el trabajo al publicarlo tan separado. En mi mente los artículos estaban relacionados, y poseen una unidad en cuanto al tema que tratan, así que, al imprimirlos a lo largo de un período de cuatro meses, se hace imposible obtener una impresión única y homogénea … No puedo soportar ver cómo se destruye un trabajo al que tanta importancia he dado y al que tanta energía, tiempo e interés he dedicado.
Como valoraba el trabajo de Fischer, Freda le contestó en tono conciliador: «Tienes razón, pero si los hubiésemos publicado de forma consecutiva nos habríamos visto obligados a sacrificar otros artículos que parecían importantes. Estas elecciones editoriales son por lo general bastante difíciles, y no siempre se opta por la decisión correcta». Al final, Fischer se disculpó por ser demasiado susceptible, pero siguió haciendo comentarios sobre «mutilaciones» a los que ella siempre respondía asegurándole que «habían sido tan cuidadosos como se lo habían permitido las circunstancias»[23].
A principios de abril de 1936, para la siguiente serie de artículos que iba a escribir, Fischer regresó a España y se puso en contacto con Julio Álvarez del Vayo. A través de este, consiguió entrevistas con el nuevo presidente del gobierno y futuro presidente de la República, Manuel Azaña, y con el líder socialista Francisco Largo Caballero. Azaña recordaba a Fischer de su anterior visita, y dijo: «Ah, Fischer, ese es el hombre que se burló de mí. Aunque no más de lo que hago yo mismo. Es un periodista sensato. Me gustaría volverle a ver». Puesto que no hablaba castellano, llevó como intérprete a Constancia de la Mora, a quien describiría como «una preciosa doncella» en una carta dirigida a Freda Kirchwey. Ella contestó: «Todos admiramos tu capacidad para encontrar señoritas allí adonde vas»[24]. Había conocido a Constancia en la casa de Araquistáin y en la de Álvarez del Vayo, y así se fraguó una amistad que acabaría siendo muy importante, aunque algo conflictiva.
El 10 de abril inició un viaje breve pero muy ajetreado a través de Extremadura y Andalucía junto con Jay Allen, que estaba recogiendo material para un libro sobre la importancia de la reforma agraria. Lo que vio en este viaje explica por qué «la gente española se ganó mi corazón», como escribiría más adelante. En una ocasión, llegaron al pueblecito de Barcarrota, en la provincia de Badajoz, justo cuando iba a empezar un mitin socialista. Como no había llegado la oradora invitada que habían anunciado los periódicos, la diputada socialista Margarita Nelken, Fischer tomó las riendas y consiguió que los campesinos explicaran su situación. Tras un viaje en el que recorrió casi dos mil kilómetros, llegó a la inevitable conclusión de que el campo español era una bomba de relojería y que la derecha estaba poniendo todas sus esperanzas en el Ejército para evitar la reforma agraria[25].
Tras una semana en el sur de España, se trasladó a Barcelona, donde tomó un barco para Génova. «Quiero ver las erupciones del Vesubio y quizá —siendo optimista— las de Mussolini», le escribiría a Freda. Al final, la entrevista con el Duce no se hizo realidad. Tras un breve paréntesis en París con Markoosha, Fischer regresó a Rusia para el cumpleaños compartido de sus dos hijos, el día 4 de mayo[26]. Cuando estalló la Guerra Civil, por tanto, se encontraba en Moscú, pero dado que consideraba España «el frente contra el fascismo, no me costó dejar Rusia para estar cerca de la batalla»[27]. Tras unas vacaciones en Checoslovaquia, viajó a París para tomar un tren con dirección a Toulouse. Después de una noche en el hotel de la estación, salió a las seis de la mañana del 16 de septiembre de 1936 en el vuelo regular de diez pasajeros de Air France a Barcelona.
Dos días más tarde, escribió en su diario:
Tengo muchísimas observaciones y detalles, y si sigo con este bombardeo de información, olvidaré cosas que quiero recordar y dejar escritas. El cerebro hace un breve comentario, una imagen aparece momentáneamente delante de tus ojos en la calle o en el aeródromo, te viene un sentimiento … Pero esta situación de guerra civil es tan intensa, emocionante e interesante que no soportaría perderme algo.
Después de algunos retrasos, consiguió embarcar en un avión que no pudo cruzar las montañas hacia Madrid y tuvo que aterrizar en Valencia. Allí, tras nuevas interrupciones, optó por seguir en coche, pero el mal tiempo le convenció de que era mejor esperar a coger un tren hacia la capital. Le asombraba que nadie le dejase pagar por el viaje o la comida, y se quedó igualmente fascinado al escuchar, mientras paseaba, las discusiones entre anarquistas que querían colectivizarlo todo, y socialistas y comunistas que razonaban que era ridículo querer confiscar la propiedad de los pequeños comerciantes y artesanos. Cuando el tren llegó por fin a Madrid, tras una noche llena de incidentes, se encontró con que no había ningún taxi en la estación, así que junto con Victor Schiff, del Daily Herald de Londres, alquilaron un enorme autobús que les llevó al hotel Florida[28].
En Madrid, Fischer restableció rápidamente el contacto con los españoles que había conocido en visitas anteriores. El primero de ellos fue su amigo más cercano, Luis Araquistáin, que entonces era el director del diario socialista Claridad, y que se encontraba en una posición curiosamente contradictoria. Durante gran parte de su vida, Araquistáin había oscilado en un estrecho espectro político que abarcaba el liberalismo, el fabianismo y la socialdemocracia. Sin embargo, entre 1933 y 1937 fue el teórico que estaba detrás de la retórica revolucionaria que había adoptado el líder socialista español, Francisco Largo Caballero. El radicalismo de Araquistáin fue resultado de un frustrante período como subsecretario del Ministerio de Trabajo y Previsión Social en el gobierno de Largo Caballero, y de lo que observó como embajador español en Berlín en 1932 y 1933. Al haber sido testigo del nazismo y sus horribles consecuencias, empezó a defender una respuesta revolucionaria de la clase trabajadora unida contra el fascismo. Perdió las esperanzas en que hubiese participación socialista en una democracia burguesa mientras una derecha decidida y agresiva bloquease cualquier intento de reforma. En las páginas de la publicación Leviatán, Araquistáin sostenía que lo único que se podía hacer era elegir entre una dictadura fascista o una socialista. Fue entonces cuando utilizó la expresión «el Lenin español» para describir a Largo Caballero. Araquistáin defendía la bolchevización del partido y la adopción de tácticas leninistas. Al principio, la radicalización acercó al PSOE a los comunistas, pero Araquistáin, al igual que Largo Caballero, se oponía a la política del Frente Popular porque suponía seguir colaborando con los liberales burgueses. No deja de ser irónico que el apoyo al Frente Popular uniese a los comunistas y a los socialistas del ala derecha encabezados por el rival más directo de Largo Caballero, Indalecio Prieto. Esto llevó al final a una amarga confrontación entre Araquistáin y su cuñado, Julio Álvarez del Vayo, que, inevitablemente, afectó a la relación del primero con Fischer.
En septiembre, Álvarez del Vayo fue nombrado ministro de Estado, al parecer porque Prieto había vetado la primera elección de Largo Caballero, que era Araquistáin. Incómodo ante la perspectiva de tener a su cuñado como jefe, Araquistáin estaba a punto de marcharse a París como embajador republicano. Cuando Fischer le vio, no dudó en aconsejarle con franqueza sobre la situación militar. Ante todo, le sorprendía el fracaso del gobierno para acabar con la resistencia de las tropas rebeldes sitiadas en el alcázar de Toledo. Comentó entonces que el atolladero del alcázar estaba perjudicando a la estrategia militar del gobierno al tener inmovilizados a miles de hombres que podrían haber cambiado las tornas en el frente. Discutieron y Fischer instó a Araquistáin a que utilizara su influencia con Largo Caballero y le convenciese de que necesitaba ser más implacable. El 19 de septiembre, Araquistáin le consiguió un salvoconducto para ir a Toledo. De camino a la ciudad, se cruzó con coches que llevaban a toda prisa soldados heridos a Madrid, y pasaron junto a un total de cinco automóviles volcados en zanjas que le hicieron comentar con amargura: «La imprudencia al volante no gana guerras». También presenció un ataque caótico en el cual murieron sin motivo muchos milicianos. La falta de organización le sacaba de sus casillas: «No hay trabajo político, no hay mítines masivos. La gente pide periódicos. Los milicianos se pasan el día tirados sin hacer nada, lo que lleva a la debilidad y a la falta de disciplina».
Desilusionado con lo visto en Toledo, Fischer regresó a Madrid. Había leído en El Socialista, portavoz de los socialistas moderados, un editorial escrito por Prieto que llamaba al renacimiento del ímpetu revolucionario inicial que había derrotado a los rebeldes en Madrid y en otras muchas ciudades el 18 de julio. Fischer reflexionó con amargura: «Sí, es cierto, ¿dónde estará? Toledo, con sus milicias indiferentes y cientos de automóviles de visita, parecía más un carnaval que una guerra. Madrid ha cambiado de chaqueta pero no de ánimo. El Socialista pregunta cómo se puede revivir el ímpetu y contesta: contándole la verdad a la gente». Decir la verdad por muy incómoda que fuese resultó ser la política adoptada sistemáticamente por Fischer en sus artículos, lo que le causaría problemas con algunos colegas comunistas[29].
El 20 de septiembre, Louis volvió a Toledo, acompañado por Jan Yindrich, uno de los corresponsales en Madrid de United Press. Se quedó sorprendido por la libertad que tenían los corresponsales: «Una vez que has enseñado los salvoconductos en el arco por el que se entra a Toledo, nadie te para ni te pregunta nada. Eres libre para deambular por todas partes, visitar todas las posiciones de avanzada, hablar con las tropas, dibujar bocetos, etc. Es una guerra informal». Entró en contacto con su amigo Luis Quintanilla, que había sido enviado por el Ministerio de la Guerra para informar sobre el progreso del asedio. Según Fischer, Quintanilla era «voluble, gesticulador y un hombre eufórico» y se implicó de lleno en los esfuerzos para derrotar a la guarnición sitiada, presentándose ante Fischer con los párpados chamuscados. Al igual que Fischer, se sentía muy frustrado con la ineficacia de las acciones de las milicias, y comentó indignado: «Demasiada literatura y fotografía. Los hombres se creían que esto iba a ser coser y cantar; querían que su foto saliese en el periódico». De regreso a Madrid, Fischer se detuvo cerca de Bargas, en el pueblo de Olías del Rey. Al principio de la guerra habían asesinado a los principales terratenientes del lugar y habían colectivizado sus tierras. Cuando Fischer les preguntó a unos campesinos ancianos si se podían defender, estos contestaron que los jóvenes se habían ido a luchar con las milicias y que sabían muy bien que, si ganaban los rebeldes, muchos de ellos serían asesinados como ya había ocurrido con sus familiares del sur. Una mujer le dijo: «Nosotros, los campesinos, apoyamos al gobierno legítimo, pues la alternativa es la muerte para algunos de nosotros y la degradante pobreza de antaño para todos»[30].
La curiosidad de Fischer era insaciable. Todo lo relacionado con Madrid le fascinaba: el tráfico frenético, los coches conducidos a velocidades suicidas por hombres de las milicias que tocaban el claxon, las cafeterías rebosantes de gente hablando sobre la revolución, las prostitutas, los vendedores ambulantes… Se quedó intrigado con un cartel que había en una zapatería de moda, con la bandera republicana y una frase que decía: «Esta casa apoya al régimen. Viva la República». Fischer comentó: «¡Qué miedo habrá llevado a los dueños a esta confesión de fe!». El 21 de septiembre salió a cenar con su amigo Lester Ziffren. De camino al restaurante Marichu, vieron «un local de baile todavía abierto» y se acercaron a explorar: «Vimos a varias jovencitas, no todas feas, meneando el cuerpo por un penique el baile. Ni siquiera la Guerra Civil podía detener las ganas de bailar. Un miliciano con un fusil estaba apostado junto a la puerta». Como era habitual en Fischer, empezó a hacer preguntas a las camareras y se emocionó al saber que una de ellas era socialista y había leído a Marx, y que había otra, una chica vasca, que decía que los vascos católicos luchaban junto con los socialistas y comunistas porque su odio hacia los carlistas y los fascistas era mayor que su desacuerdo con el marxismo.
Sin embargo, a pesar de su enorme curiosidad por los cambios en Madrid y lo deprimente que le había resultado lo presenciado durante el asedio frustrado del alcázar, le resultó imposible mantenerse apartado de Toledo. Todos los días planeaba hacer algo en la capital, pero entonces, Jan Yindrich o Henry Buckley le preguntaban si iba a ir a Toledo y Fischer no se podía resistir: «Creo que he contraído una enfermedad llamada “alcazarosis”». En una ocasión fue testigo de una visita de Largo Caballero que no sirvió para mejorar su opinión sobre el presidente. Tras observar con aire cansino un ataque a cañonazos al alcázar, se fue
sin decir una sola palabra a los hombres que se arremolinaban alrededor de su coche. Ni siquiera levantó el puño a modo de saludo. Sin duda la Guardia de Asalto esperaba algún gesto de reconocimiento por su parte, se quedaron abatidos cuando se marchó a toda velocidad. Me han dicho que siempre se comporta así, que lo ha hecho toda su vida. Y, pese a todo, es inmensamente popular. En este ambiente depresivo que rodea al alcázar, podría haber roto con sus costumbres diciendo alguna frase que animase y devolviese el entusiasmo al personal[31].
El 21 de septiembre, Fischer no fue a Toledo porque tenía que reunirse con Marcel Rosenberg, el recién nombrado embajador ruso. Con cierta ingenuidad, comentó: «En este momento, el nombramiento tiene significado político. Mientras Alemania e Italia retiran sus embajadas de Madrid, la Unión Soviética corrobora su confianza y amistad con el gobierno legítimo acreditando a un enviado especial en la ciudad». Fischer conocía a Rosenberg de Moscú y París, pero como embajador, aunque se mostraba cordial, mantenía un hermético silencio:
Rosenberg, como siempre, escucha pero no revela ni una pizca de información. De todas formas, me caía mejor en otros tiempos. Su manera de ser no le está granjeando el cariño de la gente. Puede ser frío e hiriente, aunque también sabe ser accesible y afable. De todas formas, puedo aprender mucho de él incluso aunque diga poco. Además, siempre es muy agudo, comprende lo que quieres decir con una sola frase aclaratoria, y reacciona con un gesto o con una palabra elocuente.
Tras el primer encuentro, Fischer vería a Rosenberg casi todos los días hasta que lo llamaron de vuelta a Moscú. Rosenberg le presentó al coronel Aleksandr Orlov, un atildado oficial del NKVD que hablaba inglés, y al general Vladimir Gorev, agregado militar de la embajada y principal agente en España del GRU, los servicios secretos rusos.
La actitud de Fischer frente a la política soviética con respecto a España indica que distaba mucho de tener una posición especialmente privilegiada. Su principal fuente de información era el diario Pravda, que compraba todas las mañanas. Le parecía muy significativo el hecho de que el periódico, que tenía un total de seis páginas, dedicase una página e incluso más, y nunca menos de media, a las cartas de ciudadanos soviéticos que contribuían a la ayuda alimentaria que se prestaba a España. Así lo comentó en su diario, sin muestra alguna de cinismo:
Resulta obvio, dada la manera en que Pravda pone de relieve la correspondencia de sus lectores, que Moscú es totalmente consciente de la importancia política de la situación española y que, por lo tanto, no escatimará su ayuda a Madrid para aplastar a los rebeldes. Moscú simpatiza de forma cálida y natural con un gobierno antifascista en el que hay dos comunistas y que está presidido por Largo Caballero, quien hace seis meses me dijo que «entre yo y un comunista no hay ninguna diferencia».
Fischer sabía muy bien que la política soviética se movía de acuerdo con el interés nacional y mostró una especial agudeza al analizar los peligros que una victoria de Franco acarrearía para Rusia. No se refería solo al tema de los alemanes y su interés por las islas Canarias o al hecho de que los italianos estuvieran como en casa en Mallorca, sino al impacto de una victoria fascista en la política interior francesa. Había percibido el deseo de Hitler de socavar la alianza francosoviética y cómo los prejuicios antisocialistas de las clases gobernantes de Gran Bretaña les impedían ver el peligro que acechaba a sus intereses imperiales[32]. Su relativa ingenuidad con respecto a la política soviética contrastaba con la agudeza que mostró en los artículos que publicó después, aunque la diferencia estribaba en que más adelante contaría con información confidencial.
Fischer escribió con aprobación sobre los editoriales de El Socialista, que argumentaban que era más importante ganar en el frente que requisar automóviles y hoteles en Madrid. Sin embargo, se quejaba de lo que él veía como restricciones absurdas impuestas a los periódicos para que no dijeran la verdad sobre la precaria posición de la República. De forma similar, estaba indignado por las mentiras que aparecían en los periódicos de Europa sobre la supuesta huida a Alicante del presidente de la República, Manuel Azaña. También le molestó mucho la negativa de Largo Caballero a autorizar, el 25 de septiembre, una proclama que informaba a la nación sobre la crítica situación militar. Fischer escribió con amargura: «Debería animarse a las masas, o bien asustarlas para que entren en acción. Pero, en vez de eso, un peligroso optimismo paraliza la política del “seguimos trabajando”. El trabajo en Madrid sigue como siempre, salvo por que muchas veces el trabajo no es trabajo sino placer»[33].
El día anterior, el 24 de septiembre, Fischer fue a ver a su amigo Juan Negrín, que había sido nombrado ministro de Hacienda tres semanas antes. Louis había estado en Toledo el día anterior y volvió cubierto de sangre porque había ayudado a atender a unos milicianos heridos. Esa noche mantuvo una sombría conversación en su hotel, que era entonces el Capitol, también en la Gran Vía pero en la acera de enfrente del hotel Florida, desde donde se había trasladado debido a los ataques de la artillería. Otro de los invitados a la velada, Mijaíl Koltsov, le dijo que había intentado seguir avanzando más allá de Toledo y que solo había podido alejarse catorce kilómetros antes de ver señales del avance de los nacionales. Por lo tanto, cuando vio a Negrín, Fischer hizo una evaluación pesimista de la situación. El ministro estaba de acuerdo en que las cosas habían ido mal, pero afirmó que, gracias al nuevo gobierno de Largo Caballero, se estaban produciendo mejoras. Llegó a decir que le preocupaba más lo que pudiera suceder después de que se produjese lo que él consideraba una victoria inevitable de la República. Negrín describió el modo en que estaba organizando una fuerza especial de guardias de frontera, los Carabineros, para proteger los bancos y mejorar el control de las fronteras. La capacidad de Fischer para conseguir que los políticos le hablaran con libertad hizo que Negrín le confiara detalles sobre el transporte de las reservas de oro de la República a la Unión Soviética y sus dudas sobre las aptitudes de Largo Caballero. Mantenía que era necesario «un mando de hierro. Casi no se podía hablar con Caballero. No quería oír crítica alguna. Era demasiado susceptible». Fischer le comunicó sus preocupaciones sobre la prensa y el hecho de que a la población se le contasen mentiras sobre la verdadera gravedad de la situación[34].
Mientras estaba en Madrid, Louis conoció y se involucró sentimentalmente con la atractiva periodista noruega Gerda Grepp, que había llegado a España como corresponsal del periódico socialista Arbeiderbladet de Oslo y se había enamorado perdidamente de él. Estuvieron juntos en España y en otras partes de Europa, y, de hecho, la aventura extramatrimonial fue una de las más largas que Fischer mantuvo y haría sufrir considerablemente a su esposa. Markoosha se enteraría de la relación a través de una de sus amigas de Moscú, Elsa Wolf, que a su vez había recibido la información de su marido, uno de los consejeros soviéticos que había en España[35].
El 25 de septiembre, Fischer y Jay Allen recibieron una primicia increíble, que bien pudo haberse producido como resultado de la estrecha amistad de ambos con Álvarez del Vayo y Juan Negrín. Se les dio permiso para entrevistar a un piloto italiano que se había visto obligado a efectuar un aterrizaje forzoso el 13 de septiembre y que estaba retenido en el Ministerio de Marina y Fuerzas Aéreas de Prieto. El jefe de las Fuerzas Aéreas republicanas, Ignacio Hidalgo de Cisneros, quería saber si el aterrorizado chico de veintitrés años, que llevaba un pasaporte italiano a nombre de Vincenzo Bocalari, era como él decía un ciudadano estadounidense llamado Vincent Patriarca, nacido en City Island, en el Bronx de Nueva York. Hablaba inglés neoyorquino con acento italiano e italiano con acento inglés neoyorquino. Allen y Fischer le aseguraron que no tenían malas intenciones, aunque Fischer dijo: «Eres un inconsciente y un auténtico idiota. Te has metido en un buen lío. El gobierno de este país tiene todo el derecho a fusilarte. Si haces lo que debes, quizá podamos ayudarte». Debido a lo que Allen describiría como su «encanto de cachorrillo», se creyeron lo que les contó[36].
De profesión barbero, Patriarca se había marchado a Italia en 1932 para cumplir su sueño de ser piloto y había servido en Abisinia antes de ir a España, adonde se marchó tentado por el sueldo espectacular que ofrecían los rebeldes. Ante Fischer y Allen, lloró sin parar y les suplicó que le salvaran la vida. Afirmó que había dejado de apoyar a los franquistas tras haber visto la ejecución de peones en el sur y comprobar el trato digno que había recibido por parte de sus captores republicanos. Fischer le dijo que intentarían lograr su liberación, aunque la entrada de su diario sugiere que no era muy optimista al respecto. No obstante, Jay Allen y él informaron a la Embajada de Estados Unidos. Claude Bowers se ocupó del caso a través del encargado de negocios en Madrid, Eric Wendelin, en respuesta a una campaña de prensa en Estados Unidos montada por el «Comité de las Mil Madres», organización improvisada de forma milagrosa. Álvarez del Vayo aseguró a Wendelin que Patriarca no sería fusilado y que se le trataría bien. Lo dispuso todo para que fuera puesto bajo la custodia de la embajada, adonde llegó con «aire patético», según Edward Knoblaugh, de Associated Press. Sin embargo, una vez que recuperó la confianza, Patriarca se dedicó a observar los combates aéreos desde los jardines de la embajada, gritando: «Dios mío, ya les enseñaría yo si pudiera estar ahí arriba». Wendelin arregló la repatriación de Patriarca a Estados Unidos, donde se hizo famoso denunciando a los republicanos y alabando a los rebeldes antes de regresar a Italia y hacer carrera en las Fuerzas Aéreas de Mussolini[37].
En otra visita al frente cerca de Quismondo, al sudoeste de Madrid, por donde se acercaban las columnas africanas, Fischer se quedó horrorizado ante la actitud despreocupada de las milicias. En vez de estar bien atrincherados, se encontraban meramente tumbados detrás de una frágil barricada de tierra poco apretada incapaz de parar una sola bala. El estadounidense anotó con indignación en su diario:
Podrían haber cavado trincheras con unas cuantas palas, pero en lugar de eso se habían dedicado a gandulear y comer, a comer estupendamente. La mayoría pasaba el rato cortando lonchas de jamón serrano. Montañas de melones, amarillos y verdes, aportaban color al escenario. Bebían vino. Un miliciano me ofreció un puro habano. ¿Acaso no ganaban diez pesetas al día? Puede que un buen mecánico de pueblo gane lo mismo.
De camino a Madrid, cerca de Olías del Rey, se encontró con un gran grupo de milicianos que huían igual que un rebaño de Toledo, donde se había producido un ataque aéreo. Este sería el incidente descrito en el artículo que llevó a Cockburn y Koltsov a criticar con dureza la sinceridad de Fischer cuando se encontraban al sur de Madrid. Lo escribió el 8 de octubre, aunque no aparecería en Nueva York hasta dieciséis días más tarde. El hecho de que Fischer defendiese con tal firmeza la necesidad de decir la verdad sobre las dificultades de la República, demuestra que no es cierto que siguiese religiosamente las directrices del Partido Comunista[38]. De todas formas, el desacuerdo no afectó a la relación entre Fischer y Koltsov.
La conclusión de Fischer con respecto a la pérdida de Toledo era de lo más desalentadora:
La realidad es que todas las tropas que había en Toledo salieron corriendo cuando se acercó el enemigo. El gobierno tiene gran parte de la culpa. Su trabajo político es deleznable. Ha observado con indiferencia cómo la creciente desmoralización socavaba la resistencia de los hombres. Los anarquistas tienen mucha responsabilidad por su falta de disciplina y su antagonismo hacia los oficiales, aunque estos tampoco son muy buenos.
Cuando visitó el frente a principios de octubre, se quedó encantado al conocer una unidad compuesta por deportistas españoles, en la que había corredores, boxeadores, futbolistas e incluso toreros. Sin embargo, la falta de equipamiento y de fortificaciones defensivas apropiadas mientras aguardaban a las columnas africanas de avanzada le hicieron perder toda esperanza, y comentó al respecto:
Quizá les hubiese levantado el ánimo que algún político de Madrid hubiera ido a hablarles de la causa por la que estaban aquí, a explicarles las medidas que ya había tomado el gobierno en el campo social y económico para ayudar a los pobres y a los oprimidos, para castigar al fascismo, a hablar con todo detalle sobre los asesinatos en masa de los rebeldes en el sur de España, recordándoles que lo mismo les aguardaba a ellos y a sus familias si el gobierno era derrotado, inspirándoles, animándoles, forzándoles a pensar y a sentir. En vez de esto, el frente fue descuidado por los propagandistas y también por el intendente. ¿No tiene más metralletas que darles? ¿No hay granadas? ¿No se puede mandar a unos trabajadores a que caven aquí trincheras de verdad[39]?
El análisis de Fischer de los problemas internos de la República era especialmente perspicaz. Al igual que Koltsov, Fischer tenía mucha energía y una curiosidad natural, y carecía de inhibiciones a la hora de arreglárselas para ver a personas importantes, para darles su opinión e incluso consejos. Tenía muchos amigos entre los líderes socialistas, pero las realidades de la guerra alteraron su percepción de los mismos. Continuó siendo un entusiasta de Julio Álvarez del Vayo pero, al mismo tiempo, llegó a ser muy crítico, por no decir despectivo, con Francisco Largo Caballero. No le había causado buena impresión cuando le entrevistó durante su viaje a España en la primavera de 1936, y Largo Caballero le dijo el 3 de abril, muy satisfecho consigo mismo, que la derecha solo podría volver al poder por medio de un golpe de Estado que estaba seguro de que sería aplastado[40]. Fischer sabía que en Madrid se comentaba ahora que un hombre de casi setenta años era demasiado viejo para estar al mando de una guerra[41]. El 11 de octubre por la tarde, Fischer asistió a un mitin masivo en Madrid en el que habló apasionadamente Álvarez del Vayo. El público se emocionó al ver aparecer en el escenario al embajador ruso, Marcel Rosenberg. Después, Fischer visitó a Rosenberg en el hotel Palace, donde hablaron sobre su pesimismo compartido respecto al progreso de la guerra. El norteamericano decidió escribir una carta al presidente para hacerle notar la falta de un esfuerzo coordinado de guerra: «Lo tecleé rabiosamente en veinte minutos y cogí dos tranvías hasta el Ministerio de Estado». Allí le recibió Álvarez del Vayo, a quien le habló con una franqueza brutal debido en parte a la amistad personal que les unía y, en parte, a su propio compromiso con la causa republicana. Le explicó al ministro de Estado la falta de preparación defensiva que había observado en sus visitas al frente. Cuando Del Vayo reconoció que se había perdido un tiempo valioso, Fischer, con su típica impetuosidad, soltó: «Esta es tu oportunidad de escribir la historia. Debes asumir el mando de las defensas de Madrid. Al infierno con esta oficina. ¿No puedes ponerte en contacto con los sindicatos de la construcción para decirles que paren las obras de carácter civil en Madrid y que salgan a construir trincheras y nidos de ametralladoras? ¿No podríamos hacerlo mañana?». Álvarez del Vayo dijo que sus esfuerzos se habían visto entorpecidos porque solo Largo Caballero tenía la autoridad necesaria. Fischer leyó el borrador de su carta y el ministro le instó a enviarla tras eliminar las referencias a la edad de Largo Caballero, ya que este era muy susceptible al respecto[42].
La mañana del 12 de octubre de 1936, dos amigos españoles tradujeron la carta de Fischer. A pesar de haberla escrito en términos respetuosos, el contenido era devastador, especialmente para un hombre que creía ser un gran revolucionario. Fischer comparaba la gran movilización popular que tuvo lugar durante el asedio de Petrogrado en 1919 con lo que no estaba ocurriendo en Madrid:
Me preocupa muy seriamente la situación actual. Muchas medidas que serían muy fáciles de tomar, que deberían tomarse, no se están tomando. He visitado el frente a menudo y he inspeccionado los alrededores de Madrid. De forma objetiva, la situación no es desesperada. No hay ninguna razón por la que, con sus enormes recursos y entusiasmo, no vayan a poder mantener al enemigo al menos en sus líneas actuales. Pero lo que más he echado de menos durante las tres semanas que he pasado aquí ha sido la energía y determinación que deberían caracterizar a una revolución. He estudiado la Revolución rusa con mucha atención. Cuando Petrogrado estuvo amenazada en 1919, todos los ciudadanos estaban organizados. Tampoco esperaron a que los blancos fueran hacia ellos. El febril trabajo político acompañó a una construcción inagotable de fortificaciones, la movilización de nuevos hombres, el entrenamiento de antiguos soldados y la preparación de grupos de oficiales. No quedó nada por hacer. La ciudad trabajó como si fuese un potente motor … Le digo sinceramente que aquí echo de menos ese espíritu. Por supuesto, conozco las dificultades y desventajas a las que se enfrenta. Le faltan muchos suministros necesarios. Pero debe hacer más de lo que ha hecho hasta ahora. La historia juzgará como criminales a los hombres que permitan que el enemigo tome Madrid … Me veo obligado a decir lo siguiente: si no fuese porque sé que los hombres que están en este gobierno son revolucionarios sinceros y fieles, pensaría que los que están encargados de defender esta ciudad y de mantener el frente intacto son traidores y saboteadores. Esa es la impresión que puede llevarse un observador objetivo.
Pasando de la crítica general a una acusación específica secundada por muchos, Fischer continuó presionando:
Por ejemplo, me gustaría preguntarle una cosa: hay decenas de miles de trabajadores de la construcción en Madrid. Tienen varias fábricas de cemento y ladrillos. ¿Por qué no cavan trincheras y refugios? ¿Por qué no detienen todas las obras civiles en Madrid y envían a los trabajadores a erigir una «línea Hindenburg de acero» a unos treinta kilómetros de Madrid que no pueda ser traspasada por el enemigo? Además, se deberían fortificar los montes alrededor de la ciudad. Todo esto se podría conseguir en un lapso de tiempo relativamente corto. Mejoraría la moral de los soldados si viesen que se hace algo por ellos, y les proporcionaría lugares en los que esconderse cuando hay ataques aéreos. Todo esto no es difícil y debe hacerse. Alambre de espino electrificado, minas en puentes y carreteras, la creación de nidos subterráneos para ametralladoras…, estas y otras muchas medidas pueden llevarse a cabo.
Fischer prosiguió indicando que a Largo se le criticaba por no hablar con la población, que la gente no tenía confianza en él y en su consejero militar, el recién ascendido general José Asensio Torrado. Le preguntó por qué, teniendo en cuenta las largas líneas de comunicación de las columnas africanas, no se realizaba ningún esfuerzo por preparar ataques de guerrilla en su retaguardia.
Ese mismo día, Fischer fue llamado a la oficina del presidente. Largo Caballero le dijo, apenado, que había solicitado palas de Barcelona dos meses antes y que había intentado comprar alambre de espino en Francia. Las excusas no eran muy convincentes y, además, fueron seguidas de un comentario todavía más derrotista: «En cuanto a las obras en Madrid, intente usted lidiar con nuestro sindicato. Sus representantes ya estuvieron aquí por la tarde. Vinieron a exigir cosas». Esto lo dijo el hombre que había accedido al mando del gobierno precisamente por su influencia sobre el movimiento obrero. Su principal preocupación parecía ser, como había sido desde 1917, que la CNT ganase alguna ventaja en detrimento de la UGT o, incluso peor, que él perdiese su popularidad y su reputación como el héroe de los sindicatos. Como si no estuviese enterado del cambio de prioridades que impone una situación bélica, Largo Caballero continuó quejándose: «Si los sindicatos socialistas obedecen al gobierno, la CNT, el sindicato anarcosindicalista, utilizará la propaganda en contra de los socialistas e intentará atraer a sus miembros». Largo terminó, de manera lamentable, con una cita de la carta del propio Fischer: «A lo mejor tiene razón, es posible que “la gente de Madrid ya no confíe” en mí. Dejemos que elijan a otra persona en mi lugar». En ese momento, Del Vayo le dio una patada a Fischer por debajo de la mesa y dijo: «Está muy triste. Anímale». Fischer dijo: «No creo que todo el país haya perdido la confianza en usted. Por el contrario, se piensa que es el único que debe estar en el puesto. Pero los ciudadanos no son conscientes de su liderazgo. Nadie les dice lo que está pasando. Tienen la impresión de que los periódicos y los comunicados oficiales mienten. Usted no se ha dirigido a la nación ni una sola vez desde que llegó al poder». Sin apenas fuerza para salir de su letargo depresivo, la respuesta de Largo Caballero fue igualmente derrotista. «No —reconoció—, no lo he hecho. Estoy demasiado ocupado. Mi oficina está siempre llena de gente que quiere verme. Hay otros oradores mejores. Deje que Del Vayo pronuncie los discursos». Fischer le suplicó que hablase al menos quince minutos en la radio, pero el presidente se limitó a negar con la cabeza[43].
El tono del diario de Fischer apoya sin duda su afirmación posterior de que, a pesar de su simpatía por el experimento soviético, nunca perteneció al Partido Comunista. En 1949, durante una investigación realizada por el Servicio de Inmigración de Estados Unidos (en la que se buscaba información sobre una persona llamada Mills o Milgrom), Fischer declaró bajo juramento:
Tras llegar a España, cubrí las noticias del frente y la política del gobierno, o sea, el trabajo normal que realiza un corresponsal, y me volví muy favorable a la causa gubernamental pues creía que la derrota del fascismo en España supondría una victoria para la democracia y una derrota para Hitler y Mussolini, que estaban interviniendo en la guerra. Además, consideraba que una victoria para la democracia en España también sería el mejor modo de evitar la Segunda Guerra Mundial, que ya por entonces algunos de nosotros veíamos acercarse.
Cuando se le preguntó si alguna vez había sido miembro de algún partido comunista en algún país del mundo, Fischer contestó de forma categórica: «Nunca. En general, no me “junto” con nadie, ni siquiera con los contactos políticos que tengo y que ya tenía años atrás. Creo que nunca he sido miembro de ninguna supuesta organización tapadera. Si lo fuera, no dudaría ni un instante en decirlo, puesto que, hasta 1939, yo mismo simpatizaba con algunas de esas organizaciones tapadera». Cuando se le preguntó por qué, contestó: «Porque muchas de ellas eran bastante antifascistas. Hacían cosas que por aquel entonces yo pensaba que evitarían la guerra, lograrían la victoria sobre el fascismo y reforzarían la democracia en varias partes del mundo»[44].
Sin duda, sus simpatías no pueden ponerse en duda:
Si se hubiera detenido a doscientos oficiales superiores del Ejército hace seis meses en un golpe inesperado, puede que España se hubiese evitado la pérdida de ochenta mil hombres y mujeres que se calcula que han muerto en las últimas diez semanas de la Guerra Civil. Sin embargo, Azaña, siendo el intelectual que es, prefirió una acción parcial en vez de una acción drástica. Su reforma agraria alarmó a los terratenientes sin debilitarles seriamente. Su cuidadoso traslado de algunos generales de Madrid a puestos lejanos les alertó sobre los posibles acontecimientos venideros, indicándoles que debían prepararse para la revuelta. El temor de la clase semifeudal por sus propiedades coincidió con el temor de los militaristas por su posición como protectores de las clases de las que provienen, lo cual explica el alzamiento actual contra la autoridad constituida. Los pedantes pueden buscarle las cosquillas a la legalidad de la situación; pero lo cierto es que los terratenientes, los generales, los fascistas y sus aliados están realizando un último esfuerzo para frenar la revolución popular que comenzó con el exilio de Alfonso XIII. Es una revolución contra la pobreza general y en favor de los derechos humanos, del progreso[45].
Esto lo dijo en el mismo artículo que, debido a la descripción brutalmente realista de la desorganización y el pánico de los milicianos faltos de formación en los alrededores de Toledo, le ocasionó las virulentas críticas de Mijaíl Koltsov. Fischer argumentó entonces que su obligación para con sus lectores era informar sobre los hechos, y Koltsov dejó muy claro que creía que había valores más importantes que la verdad. En su diario personal, por ejemplo, Koltsov minimizaba la presencia de armas y consejeros rusos a sabiendas de que esto era utilizado contra la República. Fischer no compartía su punto de vista. En uno de sus artículos sobre las Brigadas Internacionales, les preguntó a los hombres de una unidad por el origen de la ametralladora que llevaban: «La respuesta fue: “Es de México”, pero las letras grabadas en el arma eran rusas. “Es de México” es una frase hecha y nunca se pronuncia sin un guiño. Prefiero que me den los hechos tal como son»[46].
Fischer creía que la guerra en España era crucial para la paz mundial y las libertades democráticas: «Simpatizaba tanto con la causa republicana que pensé que no bastaba con limitarse a escribir sobre el tema. Quería hacer algo más palpable, así que me alisté en las Brigadas Internacionales»[47]. Se unió a estas tras abandonar Madrid el 7 de noviembre, y más tarde escribiría al respecto: «Estoy tan orgulloso de eso como de cualquier otra cosa que haya hecho en mi vida. Una nación se desangraba. Se instalaban ametralladoras sobre la torre de marfil. Escribir no era suficiente». Fischer fue intendente durante un breve período y pasó allí unos dos meses, aunque no llevó más uniforme que una chaqueta y pantalones de pana, y nunca portó un arma. Se ocupaba de la organización de la comida, la vestimenta y el equipo de las brigadas. Según la febril imaginación de Martínez Amutio, Fischer era el pagador de Moscú en las brigadas. Esto es del todo ridículo, más aún cuando se tiene en cuenta la brevedad de su relación con las brigadas, que llegó a un triste final cuando chocó con André Marty, el estalinista paranoico y salvajemente autoritario que era quien controlaba en realidad a los internacionales por parte de Moscú. A Marty le daba envidia lo bien que Fischer hablaba ruso y la buena relación que mantenía con algunos consejeros soviéticos de alto rango. Se tomaba muy a pecho que Fischer criticara abiertamente su comportamiento dictatorial. Fischer afirmaría más adelante que el conflicto entre ellos era inevitable: «A lo mejor era por mi carácter independiente, pero lo más probable es que fuera porque no era comunista y no me podía mandar de aquí para allá como hacía con todos, así que noté que no se apreciaba mi presencia. Era como si yo no encajase en aquel grupo, así que llegamos al acuerdo amistoso de que debía abandonar la brigada». El propio Fischer infiere que Marty maniobró para que le reemplazaran. Dadas las tendencias autoritarias de Marty y su predisposición para ordenar los castigos más brutales por cualquier violación de la disciplina que imponía de forma arbitraria, esto habría sido demasiado sutil por su parte. Por otro lado, y debido a las conexiones de Fischer con Rosenberg, Gorev, Orlov, Koltsov, Álvarez del Vayo, Negrín y Largo Caballero, Marty debió de sentir la necesidad de proseguir de una manera más circunspecta de lo normal. Además, también es posible que la Komintern juzgara más conveniente enviar al compañero de viaje Fischer a otro lugar donde fuera más útil y que ordenara actuar a Marty en consecuencia[48].
Al respecto, podría ser relevante la mención de Fischer en su diario sobre una nota de recomendación de «M» que había traído desde París y que le aseguraba una habitación en el hotel Florida. Es probable que «M» fuera Willi Münzenberg, el genio de la propaganda de la Komintern, que vivía en París. Según la mujer de Münzenberg, Babette Gross, era cierto que Willi y Fischer tenían «amistad»[49]. El estadounidense también conocía al segundo de a bordo de Münzenberg, Otto Katz. De hecho, según las cartas interceptadas por los servicios secretos británicos, pronto mantendría un estrecho contacto con Katz para presentar en Gran Bretaña y Estados Unidos la causa de la República y hacerla llegar tan lejos como fuera posible[50]. Es imposible reconstruir de forma exacta la cadena de contactos, pero no hay duda de que, poco después de llegar a Madrid, Fischer había restablecido la relación con su viejo amigo Julio Álvarez del Vayo, el periodista socialista nombrado ministro de Estado del gobierno de Francisco Largo Caballero el 4 de septiembre. Una de las principales prioridades de Álvarez del Vayo era cambiar radicalmente la política de no intervención por parte de las democracias y presentar el caso de la República a una audiencia internacional. No debe sorprender que pidiese ayuda a Fischer para organizar la prensa y los servicios de propaganda de la República, ni que Münzenberg y Katz le animaran para que colaborase en esta tarea.
Fischer relató indignado lo que le ocurría a la República y puso todo su empeño en cambiar la política de no intervención de las democracias. En noviembre de 1936, tras una semana de bombardeos en Madrid durante la que murieron muchos niños, comentó: «El que los pilotos italianos y alemanes ataquen con bombas y ametralladoras a españoles no combatientes sin despertar protestas para forzar a las democracias a intervenir y proteger a la República progresista española, es un buen indicador del calibre moral que reina en estos tiempos»[51]. Fischer estaba en Madrid a principios de diciembre, cuando un bombardeo produjo una matanza, y escribió un apasionado relato sobre las mujeres, niños y ancianos heridos, sobre aquellos que se habían quedado sin casa y sobre los que pilotaban las oleadas de Junkers. También escribió con perspicacia sobre las implicaciones internacionales de la situación:
En España hay dos enormes fuerzas mundiales que están poniéndose a prueba. Hasta ahora, los fascistas han demostrado tener más iniciativa y más agallas. Fueron los primeros en enviar aviones y equipo. Ahora son los primeros en enviar tropas. Sus submarinos y otros navíos espían e interfieren en las operaciones de la flota republicana española en los puertos del este. Su imprudencia no tiene parangón, ya que Gran Bretaña y Francia les han demostrado en varias situaciones, como en Etiopía y Renania, que el que arriesga gana. La diplomacia democrática no puede competir con la arrogancia fascista. Si Franco gana, Europa se tornará negra o estallará en ella la guerra en cuanto Hitler y Mussolini estén preparados[52].
El que las democracias hubieran optado por hacer caso omiso de las implicaciones de los acontecimientos en España indignaba sobremanera a Fischer. A comienzos de 1938, el periodista escribió: «Los españoles están pagando muy caro el privilegio de estar a cargo de la lucha del mundo contra el fascismo, no solo con muertos, heridos y prisioneros, con estrés diario y la riqueza destruida, sino también con la presencia continua de la desnutrición»[53].
En sus elocuentes y lúcidos artículos, Fischer subrayaba una y otra vez el carácter absurdo de la política de no intervención. Hacía hincapié en la falta de control que había habido sobre Portugal hasta finales de agosto de 1936, pues desde allí salían armas para Franco sin impedimento alguno. Consciente de que los alemanes e italianos no querían enemistarse de forma prematura con Gran Bretaña, y mientras Hermann Göring se encontraba en Roma calibrando con Mussolini hasta dónde podían llegar, Fischer escribió con perspicacia: «Si Gran Bretaña dijera “¡Alto!”, Hitler enmendaría su comportamiento con desgana mientras que Mussolini lo haría encantado»[54]. Fischer estaba convencido de que a Hitler le convenía la neutralidad de Washington con respecto a España, pues volvía inevitable la intervención estadounidense en una futura guerra. También demostró que Alemania e Italia podían comprar armas norteamericanas y, de una forma u otra, hacerlas llegar hasta Franco, mientras que a la República española se le negaban los derechos que le garantizaba el ordenamiento internacional para comprar armas con las que defenderse. En vano escribiría Fischer que «la única forma de garantizar la paz es parar a los agresores fascistas que solo buscan la guerra. Todavía es posible hacerlo en España. Si allí se frena a Hilter y a Mussolini, quedarán debilitados e inmóviles»[55].
La amistad de Fischer con Álvarez del Vayo y Negrín floreció debido al compromiso de todos ellos con la República y a su convencimiento de que solo sobreviviría si la opinión internacional ejercía presión sobre los dirigentes británicos, franceses y estadounidenses para que abandonasen la política de no intervención. Fischer hizo esfuerzos hercúleos para que la opinión pública norteamericana y europea presionase con el fin de que se levantase el embargo de Estados Unidos sobre la venta de armas a la República española. En diciembre de 1936 llegó a Suiza para cubrir la petición de Álvarez del Vayo a la Sociedad de Naciones para que abandonara la política de no intervención. De Ginebra se desplazó a Moscú para ver a su familia. Durante dicha estancia, los altos dignatarios del Kremlin le trataron como a un valioso informador sobre España. Fue recibido por Maxim Litvinov y por Georgi Dimitrov, el sucesor de Béla Kun como dirigente de la Komintern. El general Semion Petrovich Uritsky, jefe de los servicios secretos militares soviéticos (GRU), que estaba al mando de la ayuda a España, le interrogó sobre la situación española en general. En casa del general era donde residía Luli, la hija de Constancia de la Mora, después de haber sido evacuada a Rusia. Fischer no era agente secreto y, por tanto, su relación con esas personas se basaba en el interés mutuo. El estadounidense expuso con franqueza sus opiniones sobre lo que ocurría y lo que deberían hacer al respecto. Sus conocimientos eran útiles para los rusos, y a Fischer le gustaba la idea de mezclarse con gente poderosa y sentir que era capaz de influir en ella. Sin embargo, mientras estaba en Rusia, comenzó la segunda ronda de juicios contra antiguos bolcheviques y su fe en el sistema soviético cayó en picado. Fischer, igual que Koltsov, opinaba que España era el único sitio donde podía florecer el antifascismo: «Me alegré de abandonar Rusia y de sumergirme en una situación nueva y vibrante en la que Rusia mostraba su mejor cara»[56].
Desde Moscú, regresó brevemente a Valencia, donde informó a Prieto, Álvarez del Vayo y Largo Caballero sobre la reunión con Uritsky y, a continuación, al embajador Rosenberg sobre las reacciones de estos. La ubicuidad e influencia de Fischer se pueden deducir del comienzo de un artículo que publicó en enero de 1937:
Dejé Madrid el 7 de diciembre y me dirigí a Ginebra para asistir a la sesión especial sobre España del Consejo de la Sociedad. Después, pasé una semana en París y ocho días en Moscú, para luego volver en avión a Barcelona, adonde llegué el 6 de enero. Ahora llevo cuatro días en la capital española y durante este tiempo he podido entrevistar al presidente Caballero, a cuatro miembros del gabinete federal, a unos cuantos líderes de partidos y a varios generales bien informados[57].
Desde España viajó a Estados Unidos, donde daría varias conferencias. En Nueva York sufrió un ataque agudo de artritis y utilizó esos momentos de ocio obligado para redactar el material que había acumulado y convertirlo en un libro panfletario sobre la incesante lucha en España titulado Why Spain Fights On[58]. Es probable que fuera durante este viaje cuando Louis asistió a un acto de recaudación de fondos para la República española en el domicilio neoyorquino de dos guionistas, la humorista y poeta Dorothy Parker y su marido, el actor Alan Campbell. Este último le escribió al día siguiente para comentar con sarcasmo su falta de sensibilidad:
Me temo que ha malinterpretado la razón por la que me irrité anoche. No fue porque mostrase la poca delicadeza de confundir a mi mujer con mi madre. Después de todo, he vivido en Hollywood los últimos dos años y estoy acostumbrado a todo tipo de estupidez y falta de percepción. (Aunque, dado que la grandísima diferencia de edad entre mi mujer y yo es de seis años, tendría que haber sido una niña muy lanzada para haberme dado a luz). Lo que intento decir es que se suponía que usted estaba en mi casa por la misma razón que yo: obtener dinero para los republicanos españoles. Por lo tanto, y ya que me he involucrado mucho en la causa, me irrita saber que no solo yo, sino también muchas otras personas (cuyos nombres están a disposición de quien los solicite), nos molestamos con su conducta grosera y sus indiscretos comentarios sobre los presentes, que, después de todo, estaban allí por un interés común. En cuanto a su pregunta a la señora Parker: «¿Es usted tan rica como Hemingway?» (¡con eso se ganó usted a todo el mundo!), contestaré diciéndole que si la fortuna total de Hemingway asciende en estos momentos a 825,60 dólares, la respuesta es que sí, dado que la señora Parker, como todos los poetas, gana muchísimo dinero y se lo queda todo para ella. En resumen, le invito a que se dedique a recaudar fondos para el general Franco durante los próximos meses. De esta forma, le garantizo que conseguirá miles de adeptos para la causa republicana[59].
Posteriormente, Fischer regresó a España en barco junto con el embajador Fernando de los Ríos, que había reclutado a un joven de Oklahoma de la Biblioteca del Congreso para que trabajara en los servicios de prensa de la embajada. El bibliotecario radical era Herbert Southworth, que se convertiría en amigo y colaborador de Fischer como miembro de un grupo de presión al servicio de Negrín. Por aquel entonces, Fischer seguía presionando a través de numerosas cartas que escribía a políticos, como Eleanor Roosevelt. Después, se dedicó a dar conferencias en grandes auditorios y charlas formales en cenas con personajes influyentes tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña[60].
A pesar del escepticismo de Fischer sobre la capacidad de Largo Caballero como líder de guerra, bajo el mando personal de este, aunque gracias en gran medida a Prieto y Negrín, la reafirmación del poder central del estado se iba logrando a buen ritmo. En noviembre de 1936, Fischer pudo asistir a una reunión del gabinete interior de guerra, tal vez en calidad de intendente de las brigadas, pero quizá también por su carta previa a Largo Caballero. Prieto «habló muy poco y cuando lo hizo mostró una gran deferencia hacia Caballero. La intervención de Prieto fue la más inteligente de todas las deliberaciones»[61]. Largo Caballero se resistía a la idea de incorporar las milicias de los partidos y sindicatos a un ejército regular. A sus consejeros soviéticos les costó mucho convencerle de que el sistema de milicias era ineficaz[62].
No es de sorprender que, tras la sustitución de Largo Caballero por Juan Negrín en mayo de 1937, Fischer se sintiera satisfecho con los progresos logrados con vistas a la organización adecuada del esfuerzo bélico. Por eso escribió lo siguiente acerca de Largo Caballero: «Su aislamiento de las masas, a las que no quiso dirigirse ni una sola vez durante los meses en que fue presidente pese a la presión amistosa que se ejerció sobre él, su comportamiento arrogante hacia sus propios colegas y la lentitud e inflexibilidad con que trataba los problemas que se amontonaban a su alrededor, llevaron a muchos de sus partidarios a retirarle su apoyo». En contraposición, añadió: «Negrín es un ejecutivo excelente, y eso es lo que precisa la marcha de la guerra. Las cosas son ahora más ágiles donde millones de personas pueden ver los resultados: el Ejército. La gente sabe que ha eliminado la violencia personal, que está manteniendo el orden en las carreteras y calles, y que crea un ambiente que conduce a la disciplina civil y militar». Le impresionó mucho la determinación de Negrín para mantener los principios democráticos a pesar de los continuos enfrentamientos políticos que tenían lugar[63].
Durante el verano de 1937, Fischer participó en la preparación del Congreso de Escritores Antifascistas celebrado en Valencia. En una ocasión, Kate Mangan le acompañó a un banquete como intérprete suyo y de un líder sindical que estaba de visita[64]. También vio a Kitty Bowler un par de veces. En la tercera semana de junio de 1937, Bowler escribió a su amante, el comunista británico Tom Wintringham, para decirle: «Fischer se ha presentado una vez más, diciendo que De los Ríos ha realizado un gran trabajo con Roosevelt, y, como resultado de ello, no hay duda de que algunas personas del Departamento de Estado nos apoyan»[65]. A finales de junio Fischer regresó a Valencia y allí cenó con el nuevo presidente, Juan Negrín, en Náquera, cerca de Sagunto. Negrín también concertó una entrevista entre Fischer y Azaña, aunque el presidente solo le recibió con la condición de que «nada de lo que dijese se publicaría de forma inmediata». Tras la entrevista, en la que Azaña expresó ante Fischer sus esperanzas de que la mediación británica pusiese fin a la guerra, Fischer cruzó la calle para almorzar con Negrín. La creciente amistad entre ambos hombres queda reflejada en el hecho de que Negrín invitase unos días después a Fischer a una cena con Prieto, por entonces ministro de la Defensa Nacional, Arthur Stashevsky, representante comercial soviético, y Jesús Hernández, ministro comunista de Instrucción Pública.
Después de la cena, Negrín le reveló a Fischer que estaba a punto de irse a Madrid. El presidente del gobierno iba a estar con el general Rojo durante la gran ofensiva de distracción que comenzó el 6 de julio en Brunete. Pese al secretismo que rodeaba a la operación y la exclusión de todos los corresponsales, cuando apareció Fischer en Madrid, Negrín lo dispuso todo para que Prieto le concediera un salvoconducto poco común para visitar el frente e incluso puso a su servicio un Rolls Royce para el trayecto. A la mañana siguiente desayunaron juntos mientras hablaban del deseo de Negrín de trasladar la capital a Barcelona[66]. Envió dos artículos a The Nation escritos mientras estaba en España, uno con fecha del 28 de junio desde Valencia y otro del 11 de julio, mucho más corto y cauteloso, desde Madrid[67]. Un par de días después Louis se fue a París.
En ambos artículos, Fischer era discreto acerca del acceso que tenía a Negrín y otros políticos, como Azaña, que hablaban extraoficialmente. Sin embargo, en una crónica que valoraba el primer año de la guerra, enviada desde París el 20 de julio, Fischer daba una pista muy reveladora sobre el grado de influencia que tenía, muy superior al de un simple corresponsal.
Hace poco andaba por las calles más céntricas de Valencia con un ministro del gobierno a las once de la mañana, y llamé su atención hacia los cientos de jóvenes civiles que se cruzaban con nosotros. No estaban en las fábricas ni estaban en el Ejército, y tampoco en la oficina, si es que acaso eran empleados del gobierno. La situación es parecida en todas las ciudades y pueblos de la España republicana. El gobierno necesita más poder para que estos enormes recursos humanos trabajen para ganar la guerra. Sin embargo, el poder necesario para llevar a cabo este objetivo podría tornarse excesivo y adquirir rasgos dictatoriales si se descuidasen. Se trata de un asunto muy delicado que el problema de los partidos políticos complica aún más[68].
De todas formas, la discreción de Fischer sería motivo de tirantez con Freda Kirchwey y The Nation. En respuesta a los dos atractivos artículos enviados desde Valencia y Madrid, le escribió el 14 de julio:
Tus artículos eran interesantes, pero me dejaron con una fuerte sensación de incertidumbre y el deseo de hablar cara a cara contigo sobre toda la situación interna. El segundo despacho, en concreto, era increíblemente provocador. Espero fervientemente que, una vez que hayas dejado España y no tengas que someter tu material a la censura, escribas un análisis detallado y muy franco sobre la situación política tanto dentro del gobierno como entre el gobierno y la oposición de izquierdas.
A Kirchwey no solo le preocupaba la censura oficial, por lo que le preguntó acerca de la posibilidad de que él mismo se estuviese imponiendo alguna forma de autocensura:
¿Es posible que tu relación personal con Negrín y tu función como consejero extraoficial te estén haciendo vacilar a la hora de escribir de manera pormenorizada sobre la situación? Entendería que ese fuera el caso y me parecería del todo legítimo. Si es así, ¿podrías recomendar a alguien tan distanciado y digno de confianza como, por ejemplo, Brailsford, que pueda escribir con detalle y sin causar ningún daño?
Siguiendo el mismo razonamiento, dos semanas después escribió: «A veces me sacas de quicio; mencionas que has hablado con Azaña y luego no dices nada, ni siquiera en privado, acerca de la conversación».
Fischer se puso furioso por muchas razones. Odiaba que le criticaran, le molestaba que se alterasen sus escritos y, por encima de todo, le indignó sobremanera el hecho de que Kirchwey pensase que sus relaciones con algunos políticos podían afectar a su integridad periodística. Su carta de respuesta es una muestra vívida de su estilo de trabajo y del orgullo con que lo hacía: «Tu carta del 14 de julio es la más ofensiva que me has enviado nunca. Odio las indirectas. Si no quieres que siga colaborando con vosotros, no tienes más que decirlo y me iré a otra parte». A continuación explicaba que el artículo en el que se refería de refilón a Brunete había sido «enviado en circunstancias especiales»:
La censura era muy estricta. Los corresponsales tenían prohibido enviar nada que no fuesen escuetos comunicados oficiales. Se había suspendido el servicio telefónico al extranjero. No se podían enviar mensajes privados. Querían mantener en secreto los datos de la ofensiva, lo que estaba bien hecho. Nadie podía ir al frente. Yo recibí un permiso especial de Prieto (esto debe mantenerse en secreto). Cuando volví esa noche, me senté a escribir el artículo. Sabía lo dura que estaba siendo la censura. Dadas las circunstancias, escribí mucho más que el resto de los corresponsales durante ese período y tanto como pude. Lo que dije sobre la situación política interna era nuevo y sensacional, y si no lo apreciaste no sé qué sentido tiene hacerte llegar tal información con el trabajo que me cuesta lograrla. La censura era a lo único que me enfrentaba, la censura y no otra cosa, como tú sugieres. La prueba la tienes en el artículo que envié desde París, en el que elaboraba algunos de los puntos a los que aludía en el despacho de Madrid. Nadie ha analizado como yo una situación tan complicada.
La respuesta de Kirchwey, como solía ocurrir, fue conciliatoria: «No tiene sentido que te ofendas o me sueltes una sarta de insultos. Me gustas tú y tus artículos, y todos queremos lo que puedes ofrecernos»[69].
Louis había escrito la carta a Freda el 5 de agosto de 1937 desde Moscú, adonde había vuelto tras siete meses sin ver a su familia. El ambiente que reinaba a raíz de las purgas no podía ser más sombrío, mientras se incrementaban las denuncias, los arrestos y los asesinatos. Muchas de las víctimas eran personas conocidas de Fischer y su mujer. En otras ocasiones, su llegada a casa había provocado que muchos de sus amigos rusos se pasasen en busca de información, pero esta vez no fue nadie. El único interés político de su estancia fueron sus visitas a Litvinov y Dimitrov. Se quedó horrorizado con lo que vio y estaba deseando irse: «Menos mal que había una España donde trabajar y para la que trabajar. Hubiera sido una tortura mental vivir en el ambiente de Moscú. No hubiese tenido más alternativa que marcharme y atacar al régimen soviético en mis escritos y conferencias. Todavía no estaba preparado para hacer algo así». Además, Fischer sabía que si atacaba a Rusia no sería bienvenido en España, y eso era algo que no podía considerar[70].
Su estancia en Moscú fue relativamente corta y a mediados de agosto estaba ya en París, donde es de suponer que contactó con Otto Katz, puesto que, según las cartas interceptadas por los servicios secretos británicos, ya estaban en comunicación para exponer el caso de la República con la mayor eficacia posible en Gran Bretaña y Estados Unidos[71]. Sin embargo, la idea de que Fischer fuera en cierto modo un instrumento de Katz y la Komintern es insostenible en vista de su contestación a la siguiente carta de Freda Kirchwey, que contenía comentarios sobre su crónica sobre la guerra. A Kirchwey el artículo le había parecido «interesante y mucho más detallado y analítico que el anterior. Aun así, creo que la manera en que tratas la situación política interna es algo ambigua. No indicas con claridad cómo piensas que el gobierno debe lidiar con los distintos elementos de izquierdas y qué función crees que debe tener el Partido Comunista».
Louis contestó con una declaración contundente sobre su ética profesional y su actitud hacia el Partido Comunista:
Si el artículo que os envié desde París carece del material que según tú le hace falta, entonces soy un buen periodista. No es asunto mío decir cómo «el gobierno debe lidiar con los distintos elementos de izquierdas y qué función (creo yo) que debe tener el Partido Comunista». Decir eso no sería dar noticias ni hacer análisis, sino ofrecer una opinión tendenciosa. Lo que yo defiendo no es muy relevante en cuanto a la interpretación de la situación política interna. El trato que le doy no es «ambiguo». No es completo porque no puede haber un análisis final sobre un fenómeno que aún no ha terminado y que cambia cada día. He dicho que no me gusta la política del Partido Comunista, lo que no quiere decir que me haya unido a los anticomunistas. Si no fuese por los comunistas que hay dentro y fuera de España, Franco estaría en Barcelona[72].
En septiembre fue a Nyon, cerca de Ginebra, para informar sobre la conferencia celebrada para poner fin a los ataques italianos contra los navíos británicos en el Mediterráneo. Negrín se desplazó a Ginebra para presidir la sesión de la Sociedad de Naciones. Fischer le llamaba por teléfono todos los días y Negrín le invitaba a bajar a su suite, donde a menudo se lo encontraba afeitándose en el cuarto de baño, vestido únicamente con los pantalones del pijama. Entonces se daba un baño mientras Fischer hablaba con él sentado en un taburete o apoyado contra la pared. En esos encuentros, Fischer hacía sugerencias sobre cómo podía sortear la República el embargo internacional que impedía la compra de armas[73]. De camino a España, hizo escala en San Juan de Luz para entregar una carta de Negrín a Claude Bowers. Durante todo el mes de octubre de 1937, Fischer permaneció en España. Voló a Valencia para asistir a la sesión de las Cortes que se celebraba allí y se alojó en la residencia presidencial de Negrín, junto con Otto Katz[74]. Durante su visita, Fischer realizó la intervención que sirvió para que Constancia de la Mora no perdiese su puesto de trabajo. Sus observaciones dieron lugar a un artículo en el que escribió de forma objetiva sobre los comunistas y expresó su firme apoyo al tándem formado por Indalecio Prieto y Juan Negrín. Su artículo sobre el estado de la política española respalda la creencia de que el periodismo es el primer borrador de la historia. Fischer expresaba la contradicción que suponía el empeño de la República en mantener una democracia al tiempo que se esforzaba en aplicar el control económico necesario para llevar a cabo un esfuerzo bélico eficaz: «En general, un grado sorprendente de liberalismo económico, libertad personal e inmunidad política es muestra del vigor de la democracia y de sus desventajas en tiempos de guerra».
Como puede verse en su incansable lucha en el frente internacional, lo que más deseaba Fischer era convencer a las democracias de que debían abandonar la política autodestructiva de no intervención. Con una mezcla de frustración y presciencia, escribió: «Algún día, el instinto de conservación de las democracias occidentales, tan latente, resurgirá lo suficiente para que se ayuden a sí mismas ayudando a los republicanos». El largo artículo concluía de manera profética:
La principal preocupación de la República no es la política del país, es la situación internacional. ¡Qué lentas son estas democracias! ¡Qué difícil es forzarlas a ver los males que les aguardan! Lo único que pedimos es que los británicos sean probritánicos y los franceses, profranceses. Si estos países no tienen el sentido común para permitir que la España republicana salvaguarde sus intereses, en el futuro se verán forzados a luchar con sus propias manos[75].
Fue durante esta visita a España cuando Fischer convenció a Negrín para que visitara el hospital de las Brigadas Internacionales en Benicàssim. Acompañado por Otto Katz, Fischer le guio por el hospital donde, entre los heridos, se encontraba el comandante del Batallón Británico, el veterano Tom Wintringham[76]. Es razonable pensar que Katz había ido a Valencia para que los tres pudieran hablar sobre el informe de Fischer acerca del déficit propagandístico (véase el capítulo 3). El trabajo de Fischer en favor de Negrín había sido considerable, y como él mismo diría, «no se había producido ningún nombramiento, no hubo designación ni ascenso a rango alguno, ni nada que se le pareciese». Sin embargo, su colaboración incluía acompañar a Negrín en sus viajes a conferencias internacionales, ayudar a los servicios de prensa de la República y el contacto con las Brigadas Internacionales. Estaba con Negrín cuando el presidente republicano visitó de incógnito París a mediados de marzo de 1938 para convencer a Léon Blum de que enviase más ayuda a la República. Para frustración de Negrín y Fischer, lo único que Blum les dio fueron excusas[77].
Fischer se empleó a fondo en intentar alertar a la opinión pública de las democracias sobre lo absurda que era la política de apaciguamiento de sus gobiernos. Tres semanas después de la visita a Negrín de octubre de 1937, Fischer viajó a París, donde asistiría a una cena con el embajador español, Ángel Ossorio y Gallardo, el embajador ruso, Jacob Suritz, y el exprimer ministro francés, Joseph-Paul Boncour, entre otros diplomáticos y políticos destacados. Luego se trasladó a Londres, llevando consigo una carta de Negrín al líder laborista Clement Attlee, a quien invitó a visitar la República española en nombre de Negrín. Después escribiría a Otto Katz para informarle de que Attlee y su secretaria, así como los diputados Ellen Wilkinson y Philip Noel Baker, le habían garantizado que viajarían a España el día 2 de diciembre. Como le dijo lleno de orgullo a Katz, estaba muy ocupado reuniéndose con personas influyentes. La larga lista incluía a la duquesa de Atholl, sir Archibald Sinclair, que más tarde sería ministro de Aviación durante la Segunda Guerra Mundial, sir Stafford Cripps, David Lloyd George, el estratega Basil Liddell Hart, el embajador español, Pablo de Azcárate, y el embajador ruso, Ivan Maisky[78]. Fischer volvió a Barcelona para pasar en la ciudad la primera mitad de diciembre antes de proseguir con su viaje a Estados Unidos. Una vez allí se dedicó a dar conferencias, escribir artículos y hablar con senadores y congresistas en un intento de que los norteamericanos levantaran el embargo de armas. A finales de enero de 1938, Fischer telegrafió a Otto Katz desde Nueva York para preguntarle si sería posible convencer a Lloyd George y al deán de Canterbury para que asistieran a una cena en Washington, preparada en su honor por un centenar de congresistas a finales de febrero o principios de marzo. El 24 de febrero visitó a Eleanor Roosevelt en la Casa Blanca. Muchos le escucharon con comprensión pero no sirvió de nada[79].
Fischer no llegó a París hasta mediados de marzo, y fue entonces cuando se enteró de los incesantes bombardeos de los aviones italianos sobre Barcelona. Se apresuró a volver a España y, al llegar, se encontró con el espectáculo de unas matanzas horribles. Le arrestaron por tomar fotografías, aunque Constancia de la Mora consiguió que le liberasen[80]. Tras la reconquista de Teruel por los franquistas, los rebeldes lanzaron una ofensiva masiva por Aragón y Castellón hacia el Mediterráneo. Durante la última semana de marzo cruzaron el Ebro y entraron en la provincia de Lleida. Fischer escribiría desde Barcelona:
Doscientos aviones pueden marcar la diferencia entre una España democrática o fascista, entre una Francia rodeada o protegida, entre una posición arriesgada o segura para el Imperio británico en el Mediterráneo occidental, entre una Checoslovaquia amenazada o a salvo, entre el control o la represión del fascismo internacional, entre una Europa más oscura y otra más halagüeña. Pero en todo el mundo democrático no hay doscientos aviones para un comprador que paga en metálico y que quiere salvaguardar su hogar y territorio nacional contra una invasión. En el caso de Estados Unidos, hay una estúpida ley que le niega al gobierno español los medios para defenderse; en el de Gran Bretaña, se lo impide su ceguera; en el caso de Francia, lo hace su cobardía[81].
La mezcla de pasión y observaciones agudas era característica de Fischer. Pero la continuación del conflicto nunca desanimó al periodista. En ningún momento dudó en informar sobre su punto de vista a los ministros del gabinete. Un año después de su primer comentario a un ministro en Valencia sobre el tema de los jóvenes sanos que no combatían, continuaba insistiendo sobre el tema. A mediados de abril de 1938, se refirió a unas conversaciones recientes que había mantenido en Barcelona con cinco ministros del gobierno de Negrín, que acababa de ser remodelado. Uno de los temas tratados era el hecho de que «las reservas humanas casi no han sido explotadas (todavía hay demasiados civiles en las calles), y si hay tiempo para entrenarles, no faltarán soldados»[82]. Una semana más tarde viajó por Cataluña, donde le sorprendieron las privaciones que sufrían los refugiados y se quedó más perplejo aún al ver las tiendas bien abastecidas de El Vendrell, veinticinco kilómetros al norte de Tarragona. La disponibilidad de ropa, papel higiénico, jabón, linternas, radios, artículos de papelería y un sinfín de cosas que habían desaparecido hacía tiempo de los estantes del resto del país, «denotan las reservas de material y la organización normal de la vida, en otras palabras, una inmensa capacidad para resistir mucho más»[83]. Esto le condujo de nuevo a su constante preocupación por la resistencia, y en este tema se identificaba totalmente con la política de Negrín. La falta de moderación que mostraba Fischer al expresar sus opiniones a los ministros podía ser simplemente resultado de la mezcla de inteligencia e impetuosidad del estadounidense, como hasta cierto punto había ocurrido con Koltsov.
Un mes después de sus conversaciones con los miembros del gabinete de Negrín, Fischer se marchó a Moscú en el que sería su último viaje a la Unión Soviética hasta 1956. Llegó a la capital rusa poco después del procesamiento y condena de Nikolai Bujarin, Alexis Rikov y otros destacados bolcheviques. Markoosha enumeró a todos sus conocidos que habían desaparecido o habían sido fusilados. Condenado al ostracismo por casi todos sus antiguos amigos, que estaban aterrados de que se les viese en contacto con un extranjero, Fischer solo recibió una última visita por parte de Koltsov, deseoso de noticias sobre la resistencia de la República española. Asimismo, le anunció a Markoosha que no volvería a la Unión Soviética puesto que no tenía fuerzas para escribir favorablemente sobre lo que ocurría y tampoco se le permitiría criticarlo. La visión sobre Markoosha era todavía más radical: «Las mujeres, la cultura, la literatura, los sentimientos de las personas y la dignidad personal eran ultrajadas a diario, y esto, como solía decirme cuando yo estaba ilusionado con el éxito con los planes quinquenales, era más importante para ella que un incremento en la producción de acero y carbón o incluso que la creación de nuevas ciudades».
Hasta ese momento, Louis había disipado sus propias dudas porque era reacio a desechar las esperanzas que había abrigado para Rusia durante quince años y porque Rusia ayudaba a la República española:
En el frente, en los campos de aviación, en los hospitales, en el cuartel general del Estado Mayor y en pisos particulares conocí a muchos rusos soviéticos a quienes habían enviado para hacer todo lo posible por los republicanos. No hubo trabajadores más dedicados, luchadores más valientes o partisanos más devotos en toda la Guerra Civil. Era como si, en la lucha en España, dieran rienda suelta a la pasión revolucionaria que no tenía cabida en Rusia.
De todas formas, no rompió abiertamente con los rusos por temor a perder la familia y la capacidad de seguir trabajando con el gobierno de la República. Dado el poder que tenía el Partido Comunista Español, Fischer temía que le pusieran obstáculos en España si se convertía en persona non grata para los soviéticos: «Por lo tanto, me limité a hablar con el presidente republicano Negrín y con algunos de sus colaboradores más cercanos sobre el verdadero horror de Rusia, advirtiéndoles sobre el peligro de una dictadura en España».
El hecho de que entre los desaparecidos hubiese hombres que había conocido en España, como el general Gorev y su inmediato superior, el general Jan Berzin, alias Grishin, el representante comercial Artur Stashevsky, el primer embajador, Marcel Rosenberg, y el representante soviético en Cataluña, Vladimir Antonov-Ovseyenko, fue la gota que colmó el vaso. Al final, se dispuso a iniciar la ruptura, pero no iba a ser fácil sacar a su familia de allí, puesto que Markoosha era ciudadana soviética y sus dos hijos, a pesar de ser ciudadanos estadounidenses, habían nacido en Rusia. Escribió una carta al director del NKVD, Yagoda, solicitando los documentos necesarios pero fue ignorado. Pasaron seis meses y pidió ayuda de Litvinov, quien le contestó que no podía hacer nada e instó a Fischer a que escribiera a Stalin. Así lo hizo en noviembre de 1938, una vez más sin recibir respuesta. Desesperado, el 3 de enero de 1939 le pidió a Eleanor Roosevelt una cita que tendría lugar tres días más tarde. La intervención de esta tuvo como resultado la concesión, el 21 de enero, de pasaportes para que Markoosha, George y Victory Fischer abandonaran Rusia[84].
A comienzos de julio de 1938, Fischer fue invitado a una reunión en Gran Bretaña con David Lloyd George, partidario de la causa republicana. El 12 de julio, fue a una asamblea en la Cámara de los Comunes a la que asistieron setenta y dos miembros del parlamento. Al día siguiente, Fischer ya estaba de vuelta en París, escribiendo con optimismo sobre la capacidad de la República española para continuar luchando[85]. Regresó a España en agosto y visitó el frente del Ebro, donde entrevistó al teniente coronel Juan Modesto, comandante del Ejército del Ebro, el apuesto comunista al que Hemingway había retado a un duelo por coquetear con Martha Gellhorn. De regreso a Barcelona almorzó con Negrín. Fischer seguía defendiendo la política de resistencia de Negrín y Del Vayo en contra de Azaña y Prieto, que consideraban en vano la posibilidad de una paz negociada[86].
El 28 de noviembre de 1938, mientras el avance inexorable de las fuerzas de Franco anunciaba el final de la República, el optimismo de Fischer fue reemplazado por una indignación feroz. Escribió una crónica fervorosa sobre los truculentos efectos de los bombardeos rebeldes y la precisión con la que se atacaban las zonas civiles de Barcelona. Sería publicada el 10 de diciembre en Gran Bretaña y el día de Nochebuena en Estados Unidos[87]. Durante esta visita a Barcelona, Fischer se reunió con Luis Araquistáin y su mujer, Trudy, que no se hablaba con su hermana Luisi debido a la intensa hostilidad entre sus maridos. El hecho de que Fischer pudiese seguir siendo amigo de ambas partes y servir de conducto para el intercambio de información entre las dos familias demuestra su afabilidad. Medio en broma, Luis y Trudy solían culpar a Fischer por el derrocamiento de Largo Caballero en mayo de 1937, que llevó a la dimisión de Araquistáin como embajador español en París. El periodista diría:
Debido al acceso que tenía a personas destacadas de España y de Moscú, la gente me atribuía poderes que no tenía y maquinaciones que no existían. Los contactos que entablé enriquecieron mi vida. He cultivado esos contactos celosamente y he evitado estropearlos con indiscreciones o fanfarronadas. Mi experiencia con gente importante me ayudó a crecer y ahora, en retrospectiva, los veo con placer y gratitud. Creo que disfruté de la confianza de comunistas, no comunistas y anticomunistas porque me resistí a las lealtades limitadas y clichés de partido. No hay nada más pesado que un carnet de partido, y yo nunca he llevado uno[88].
A partir de los primeros meses de 1938, junto con Ernest Hemingway y los corresponsales John Whitaker y Edgar Mowrer, Fischer se involucró en los esfuerzos para repatriar a los voluntarios norteamericanos de las Brigadas Internacionales. Fischer había obtenido una suma importante de dinero por parte del gobierno republicano para pagar el viaje de vuelta a casa de dichos soldados. Sin embargo, más tarde declararía: «En aquellos momentos había estadounidenses heridos y otros que, por varias razones, querían volver a casa, y Negrín, que ya para entonces era presidente y tenía mil cosas que hacer, no estaba en condiciones de controlar si se debía dar dinero a tal o cual estadounidense, o a tal o cual grupo. Me pidió que actuara como intermediario con los estadounidenses de las Brigadas Internacionales». Cada vez que un miembro del batallón estadounidense iba a ser repatriado, Fischer retiraba una suma de los fondos del representante financiero en París del gobierno de Negrín[89]. La autoridad de Fischer se observa en un telegrama que hay entre sus documentos, enviado a David McKelvey White, el secretario de los Amigos de la Brigada Abraham Lincoln de Nueva York. White había publicado un panfleto con el fin de recaudar los fondos necesarios para cubrir los 125 dólares que costaba devolver a casa a cada veterano. Fischer ordenó de forma imperiosa a White que desistiera en su campaña para recaudar dinero puesto que dañaba la reputación de la República. Es más, muchos de los que estaban involucrados en el proceso tenían la impresión de que Fischer se preocupaba más de conseguir nuevos voluntarios que de repatriar a los que estaban heridos, aunque él lo negó con vehemencia cuando así se lo insinuó el embajador estadounidense en París, William Bullitt[90].
Al igual que Negrín, a comienzos de 1939 Fischer todavía creía posible que la República aguantara hasta que las democracias entraran en razón. Los dos estaban convencidos de que las amenazas de venganza por parte de Franco empujarían a la población republicana a seguir luchando. El 7 de noviembre, el Caudillo declaró ante el vicepresidente de United Press, James Miller, que tenía los nombres de 2 millones de republicanos que iban a ser ejecutados[91]. El rechazo de Franco a cualquier posible amnistía para los republicanos y su intención de seguir una política de venganza institucional significaban, según Fischer, que una inmensa mayoría de la población en la España republicana «no tiene nada que perder salvo la soga o una condena. Es mejor luchar». Lo comparaba con la declaración de Negrín sobre la renuncia a cualquier venganza y la amnistía total que declararía la República[92].
El 4 de marzo de 1939, el coronel Segismundo Casado, comandante del Ejército Central republicano, dio un golpe militar contra Negrín con la esperanza de evitar la matanza, una esperanza que se basaba en la errónea percepción de que sus contactos en Burgos facilitarían las negociaciones de paz con Franco. Cuando Casado le hizo el juego a Franco y acabó con la resistencia republicana, Fischer escribió uno de sus artículos típicamente perceptivos y proféticos, en el que indicaba que, si la República hubiera estado controlada por los comunistas, Casado no hubiese triunfado. Explicó el fenómeno de Casado aludiendo al derrotismo y al cansancio: «Cuanto más duraba la guerra, menos esperanzas tenían algunos republicanos de que concluyese con éxito. Por eso aborrecían a los comunistas, que hacían gala de fe y tenacidad». Terminaba el artículo prediciendo con tristeza y exactitud lo que sucedería entre los republicanos que estaban a punto de exiliarse:
Una derrota tras la pérdida de tantas vidas y con el país arruinado tiene que desatar resentimientos ilimitados. Los españoles en el extranjero se dedicarán a atacarse los unos a los otros en libros y discursos acusatorios. Los servicios prestados caerán en el olvido; el capital moral acumulado en la lucha heroica se disipará en una batalla autodestructiva de insultos y acusaciones. El fenómeno ya ha comenzado. Todos explicarán cómo habrían solucionado ellos la situación y por qué fallaron los otros. ¡Menudo final para la gloriosa lucha por la libertad[93]!
Solo quedaba luchar por la causa republicana desde el exilio. Fischer ya había enviado material sobre los bombardeos italianos en Barcelona a Jay Allen para contribuir en la lucha que buscaba modificar la postura de Estados Unidos. Incluso sugirió la línea que debían seguir: «Mientras Estados Unidos celebra la cena de Acción de Gracias, Barcelona guarda un luto profundo». Fischer y Jay Allen, así como Herbert Southworth, habían seguido presionando para aumentar el apoyo estadounidense a la República a pesar de que la derrota era inevitable[94]. A finales de agosto de 1938, Otto Katz escribió a Isabel Brown, una estrella prominente en el Comité de Ayuda a España británico, y le comunicó una petición de Louis para la reimpresión de muchos miles de copias de unos comentarios publicados en el Evening Standard sobre Juan March y el antisemitismo en la España de Franco: «Si estás de acuerdo, por favor, ocúpate y envía unas cinco mil copias a Jay Allen, Nueva York»[95]. De forma similar, en enero de 1939, Fischer escribió a Katz desde Nueva York: «Por favor, envíeme todo, y quiero decir absolutamente todo, lo que muestre el apoyo a los republicanos por parte de los católicos europeos, actos y declaraciones a favor de la Iglesia en la España republicana, y cualquier expresión racista, antisemita, antimasónica y antiprotestante en el territorio de Franco. Envía con copias para Jay»[96]. Cuando acabó la guerra, Fischer acompañó a Negrín en el Normandie a Nueva York, adonde llegaron en mayo de 1939. El corresponsal ayudó a Negrín en la redacción de discursos en inglés y le facilitó acceso a funcionarios norteamericanos de alto rango, como el secretario de Estado Cordell Hull.
Tres meses más tarde, ya de vuelta en Europa, estaba en París cuando Hubert Knickerbocker le llamó para informarle sobre el pacto germanosoviético. Se quedó desolado y ante él se abrió un «abismo total»[97]. Pero nunca flaqueó en su compromiso con la derrotada República española, ni siquiera cuando se intensificó el horror que sentía hacia la política soviética. Tras la derrota republicana, Fischer trabajó para Negrín y la República durante bastante tiempo. No obstante, en aquel momento veía Londres como el lugar clave para el triunfo del antifascismo. En el otoño de 1939, entrevistó a un amplio elenco de políticos británicos que incluía tanto a Winston Churchill como al influyente diplomático Robert Vansittart. El 10 de octubre de 1939, Fischer visitó el Ministerio de Asuntos Exteriores para pedir que le facilitasen información confidencial con la que preparar un artículo. Le recibió un funcionario relativamente importante, Ivo Kirkpatrick, que anotó:
Hoy he recibido al señor Louis Fischer, un periodista norteamericano, a petición del señor Peake, que le describió como una persona muy fiable y discreta. Escribe para el Nation de Estados Unidos y otros periódicos, y aquí está en contacto con el New Statesman. Trabajó en Moscú durante muchos años, donde coqueteó con el bolchevismo, pero ahora se describe a sí mismo como desilusionado y defraudado. Quiere que le proporcionemos, bien por escrito o verbalmente, material para un artículo sobre el transcurso de las negociaciones con Rusia. Está dispuesto a someter el artículo a nuestra aprobación y a garantizar que no revelará que obtuvo la información de fuentes oficiales británicas.
Kirkpatrick le dijo que el gobierno británico sería duramente criticado si llegaba a saberse que habían proporcionado a un periodista extranjero información que ni siquiera había sido revelada al parlamento. Fischer
contestó que su discreción era conocida entre las autoridades aquí presentes y que nadie podría seguir el rastro hasta nosotros. Además, indicó que, aunque a nosotros no nos conviniese publicar nuestra versión de los hechos por temor a ofender a los soviéticos, hacerlo a través de una fuente neutral sería por el contrario una buena propaganda, en especial con un instrumento como The Nation, que era claramente de izquierdas y que no podía ser acusado de propaganda conservadora.
Kirkpatrick mostró su preferencia por darle a Fischer un informe verbal a cambio del «derecho a realizar cualquier alteración que estimemos necesaria en el artículo que nos entregue para nuestra aprobación». Cuando el tema fue presentado a personalidades que ocupaban puestos más altos, estas decidieron que la petición de Fischer debía ser rechazada. Orme Sargeant escribió:
No me gusta la idea. En estos momentos no queremos recordar al público nuestras negociaciones frustradas con los soviéticos, y menos todavía «ventilar» nuestras quejas por el comportamiento de los rusos y por cómo nos han tratado. Pero si no revelamos nuestras quejas, cualquier informe sobre las negociaciones daría una imagen lamentable de nosotros. Estoy a favor de no animar al señor Fischer de ninguna manera.
El subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores, sir Alexander Cadogan, dio por zanjado el asunto al escribir: «Creo que no debemos tocar el tema»[98].
El hecho de que a Fischer se le viera en París en septiembre de 1939, en contacto con comunistas franceses y distribuyendo fondos, llevó a un agente de los servicios secretos británicos destinado allí a la conclusión de que era un agente soviético. Esta acusación apareció más de una vez en los informes de los SIS (Servicios Secretos de Inteligencia), aunque solía estar basada en pruebas circunstanciales y, a menudo, relacionada con la distribución de dinero[99]. A pesar de que no puede afirmarse con total seguridad, es probable que el dinero en cuestión proviniera no de Moscú, sino de los fondos del gobierno español en el exilio, que estaban destinados a la ayuda de los miembros de las Brigadas Internacionales. De hecho, otro informe sugería que los principales contactos de Fischer habían sido con el presidente español en el exilio, Juan Negrín, y con el novelista André Malraux. En esta ocasión, el agente británico informaba de que el rumor de que Fischer era agente soviético provenía de la prensa trotskista[100]. El periodista estuvo bajo vigilancia constante durante su visita a Londres, en la que conoció a Churchill. Sin embargo, los que le vigilaban informarían de lo siguiente: «Recibe bastantes visitas cuando está en el hotel Howard y, según se sabe, la mayoría son compañeros de profesión. No hay nada que destacar acerca de su comportamiento o sus contactos durante el tiempo que ha estado en este hotel»[101].
Entonces Louis estaba comprometido con la campaña para la entrada de Estados Unidos en la guerra. En julio de 1941, abandonó Nueva York con vistas a pasar diez semanas en Londres[102]. Los servicios de seguridad británicos pincharon el teléfono de Fischer mientras se encontraba en la capital británica. Un informe sobre una conversación que mantuvo con Frederick Kuh le describe como el «gestor de propaganda del doctor Negrín». En la misma conversación, Fischer describió a regañadientes un gran almuerzo formal al que había acudido con Brendan Bracken, lord Cranborne y lord Moyne. En la mesa habían hablado de temas diversos, como Munich, la intervención de los rusos para impedir la invasión alemana de Checoslovaquia y la posible ayuda de los aliados a la Unión Soviética, pero Fischer rehusó dar detalles, cosa que molestó a Kuh[103].
La publicación de las memorias de Fischer en Nueva York en 1941 le causaría algunos problemas con sus contactos españoles. Recibió una carta de Pablo de Azcárate, que había sido embajador de la República en Londres, en la que criticaba algunos detalles del libro. Fischer respondió con calma:
He leído su carta con ánimo amistoso, como estoy seguro de que fue concebida. Me gustaría verle para hablar de este y de otros asuntos. Propongo que sea el miércoles justo después de comer o el jueves a cualquier hora. ¿Podría telefonearme? Entretanto, deseo hacer unos cuantos comentarios previos a nuestra conversación. Las cifras concernientes a los bienes del Tesoro se publicaban regularmente en los boletines del Banco de España. Incluí los datos sobre deudas con Rusia, etc., en respuesta a los argumentos de Araquistáin y muchos otros de que Moscú había controlado todas las transacciones republicanas … Utilicé la entrevista con Azaña porque había fallecido y la muerte le libera a uno de toda obligación de discreción. De todas formas, la interpretación del asunto Besteiro habla en favor de los miembros del gabinete de Negrín. Tal vez me equivocara al utilizar la información de Giral … Di por hecho que la historia de los Trece Puntos era correcta. La mayor parte de la información la obtuve de Del Vayo … La historia de Vita no provino de una fuente española … Tiene toda la razón sobre la apuesta de La Baule y le pido disculpas. Intentaré eliminarla de la edición británica, que, de todas formas, está a punto de entrar en prensa[104].
Más feroces fueron las críticas de los enemigos de Negrín en el ala prietista del Partido Socialista Español, que acusaron a Fischer de haber recibido enormes cantidades de dinero del antiguo presidente para potenciar su imagen. De nuevo, es más que probable que, con eso, se estuvieran refiriendo a las sumas que Negrín le dio a Fischer para la repatriación de los miembros de las Brigadas Internacionales[105].
En cambio, el libro parece que absolvió a Fischer de las acusaciones de ser un agente soviético. Un informe de Estados Unidos recibido por los servicios de inteligencia británicos afirmaba:
A Louis Fischer se le consideró el mayor exponente de la política exterior del gobierno soviético durante mucho tiempo. Vivió en Rusia numerosos años como corresponsal del Nation de Nueva York y se casó con una mujer rusa. Su desencanto hacia la política de Stalin está descrito con detalle en su último libro, Men and Politics, al que usted se refiere. Sus creencias políticas se exponen en los últimos capítulos. No es un hombre de partido y no se le puede describir precisamente como comunista. Es un intelectual de izquierdas. El libro, que lleva tres meses en venta, ha recibido muy buenas críticas. Los comunistas estadounidenses le han atacado con ferocidad por traidor y agente del capitalismo internacional. Durante los últimos años, se ha dedicado principalmente a la causa republicana en España. Fischer tiene muchos enemigos, como Eugene Lyons. Este último, autor de Assignments in Utopia [«Destino Utopía»], renunció al estalinismo unos años antes que Fischer, y de ahí su antipatía. Nada parece indicar que sus actividades durante su estancia en Gran Bretaña puedan ser contrarias a los intereses del país, teniendo en cuenta su actitud con respecto a la guerra antes y después de la intervención soviética, aunque es probable que entre en contacto con muchos personajes de izquierdas[106].
Fischer entrevistó a Clement Attlee, por entonces viceprimer ministro, durante su estancia en Gran Bretaña en septiembre de 1941. Mientras esperaba a que lo recibieran, tuvo lugar un pequeño incidente que muestra lo irritable que podía ser Fischer en ciertas ocasiones. Le presentaron a una tal señora Phillimore, que formaba parte del equipo de Attlee, y esta dijo:
—¿Le importa si hago como la señorita Wilkinson y le pregunto qué hace usted?
—Pues —dijo él— trabajo para The Nation de Estados Unidos.
—Ah, sí —contesté yo—, usted es el señor F. S. C. H. E. R. He leído muchos de sus artículos. Ojalá lo hubiera sabido. ¿Viene de Rusia?
—No, no vengo de Rusia, llevo en Inglaterra las últimas cinco semanas.
—Vaya —dije yo—. De haberlo sabido, le hubiera presentado encantada a unas cuantas personas.
Me miró a los ojos y dijo:
—No hubiera servido de nada. No me gustan las clases altas inglesas. No habría ido a verlas.
Le miré y exclamé:
—¡Será posible! ¿Con quién se cree que está hablando? Hace años que pertenezco al Partido Laborista.
Y a esto contestó:
—Sí, conozco a los de su calaña.
Yo respondí:
—¡Qué va a conocer usted! ¡Usted no sabe nada!
Entonces fue cuando el señor Attlee le indicó que podía pasar. Me dejó de una pieza. Pensé: «Dios mío, ¿será esa la imagen que doy?»[107].
De vuelta en Estados Unidos fue nombrado director colaborador de The Nation, junto con Norman Angell, Reinhold Niebuhr y Julio Álvarez del Vayo, lo que reflejaba el compromiso de Fischer para convencer al país de que apoyase a los británicos en la lucha contra Hitler[108]. Terminó de romper con su período ruso al escribir la crítica del libro de Walter Duranty The Kremlin and the People. Duranty presentaba a los bolcheviques que habían sido purgados como una especie de Quinta Columna dentro del estado soviético. Fischer desmanteló esta teoría indicando la falta de pruebas que apoyasen esta acusación, y afirmó que para Duranty la ejecución en sí misma era prueba de culpabilidad, y las confesiones arrancadas por medio de la tortura, un simple adorno. Duranty había escrito: «Es impensable que Stalin … y el consejo de guerra hubieran podido condenar a muerte a sus amigos, a menos que las pruebas de su culpabilidad fueran irrefutables». Fischer comentaría con mordacidad: «¡Qué ingenuidad la del cínico este!»[109].
Tras lograr que su familia saliese de la Unión Soviética, Louis escogió no vivir con ellos y se alojó en distintos hoteles durante su estancia en Estados Unidos. Aunque su matrimonio no sobrevivió, nunca se divorció y siempre mantuvo una relación cordial con Markoosha. Mientras ella se concentraba en su carrera como escritora y profesora, Fischer fue libre para satisfacer su afición a las mujeres, como siempre había hecho. Una muestra de su magnetismo en este aspecto puede verse en las repercusiones que tuvo la visita de Mollie Oliver, una periodista que deseaba entrevistarle, en diciembre de 1942. Oliver se quedó obnubilada con su entusiasmo y carisma y, en pleno arrebato, le escribió una carta:
Te envío esto con una copia de nuestra entrevista del sábado en Boston, tras lo cual fuiste tan amable de corregir mi prosa … Tardaré en olvidar la impresión que me causaste. Una hora hablando contigo ha cambiado mi vida por completo. La noche antes de verte estaba a punto de aceptar, por decirlo de alguna forma, la oscuridad del matrimonio, de convertirme en la esposa de un instructor de las Fuerzas Aéreas, destinada a jugar al bridge por las tardes y ocupar una posición discreta. Pero ahora, y no considero que sea demasiado impulsiva, has despertado en mí el interés por el periodismo, y me he dado cuenta de cuál es la vida que quiero seguir. ¿Sueno demasiado imprudente? Es algo extraño y dulce lo que da forma a nuestras vidas. Y, gracias a la profundidad de tus ideas dinámicas, he recuperado la esperanza. ¡Y mi esperanza ahora es aterrizar en Rusia!
Se volvieron a encontrar en la primavera de 1943 y Oliver escribió, como si se hubiese encaprichado con él:
¿Qué te puedo decir? Este segundo encuentro es algo memorable, de verdad. Las dos veces que he hablado contigo me he sentido, por primera vez, viva de verdad, como si encarnaras muchas de las cosas que busco. No entiendo este nuevo sentimiento, pero es limpio y sano. Tienes una vitalidad singular, emanas una realidad vibrante. Como bien dijiste, la vida es buena. No puedo evitar pensar que, en realidad, el entrevistador eras tú. Yo me limité a hablar, y se supone que las mujeres deben ser misteriosas, pero qué le voy a hacer, es lo que me apetecía… Escríbeme[110].
Fischer parecía tener con las mujeres la misma habilidad asombrosa que hacía que los políticos se sincerasen en su presencia, y así lograba crear con ellas un clima de intimidad, haciendo que se sintiesen escuchadas y entendidas, y, en casos como el de Mollie Oliver, les proporcionaba confianza para evolucionar como escritoras. De todas formas, y debido a su necesidad obsesiva de salvaguardar su independencia, daba por finalizada una relación en cuanto la mujer en cuestión le decía que le amaba o le necesitaba. Quizá por esta razón prefería tener romances con mujeres casadas, ya que pensaba que no le exigirían tanto.
En el otoño de 1942, Fischer encontró una nueva causa en la independencia de la India y a un nuevo héroe en Mahatma Gandhi. Fue a la India, entrevistó a Gandhi y comenzó a escribir artículos sobre la situación en el país. Publicó tres libros sobre él, uno de los cuales, su biografía completa, se convertiría en una superproducción bajo la dirección de sir Richard Attenborough. Intentó conseguir que el presidente Roosevelt apoyara la independencia de la India. Sus artículos fueron motivo de airadas polémicas en The Nation sobre si era ético montar un revuelo en torno a la India cuando los británicos seguían luchando contra Hitler. Para él, el proceso de paz tras la guerra era de suma importancia, lo que le llevaría a tener confrontaciones con su amiga Freda Kirchwey, que estaba más interesada en ganar la guerra[111]. Después de un vínculo que se remontaba a 1923, Fischer rompió públicamente con The Nation en junio de 1945, dimitiendo de su puesto como «editor colaborador» y acusando a los directores de seguir una «línea» determinada y de cubrir los acontecimientos de forma «engañosa», con lo que quería decir que, tras la reunión de Roosevelt, Stalin y Churchill en Yalta, la revista se había vuelto demasiado prosoviética[112]. A continuación empezó a escribir para pequeñas revistas liberales anticomunistas como The Progressive, para la que trabajó como corresponsal en el extranjero y comentarista sobre la política internacional, especializado en Europa y Asia, y especialmente en el comunismo en la Unión Soviética y China, el imperialismo y la problemática de las naciones emergentes. A pesar de este cambio, siempre permanecería fiel a la República española.
La experiencia española nunca dejó de acompañar a Fischer. En 1953, mientras trabajaba para el New York Times, Aleksandr Orlov, el agente de alto rango del NKVD al que había conocido en España, se puso en contacto con Fischer. Orlov había huido a Canadá en 1938 y, tras la muerte de Stalin, se había marchado a Nueva York para intentar vender por una fortuna sus memorias a la revista Life. El director editorial de la revista, John Shaw Billings, quería pruebas que confirmaran que el exgeneral del NKVD era realmente quien decía ser antes de pagar una suma tan sustanciosa. Orlov no logró contactar con Ernest Hemingway, que estaba en Cuba, y eligió entonces a Louis Fischer para responder por él. Les había presentado el embajador ruso, Marcel Rosenberg, en Madrid en septiembre de 1936. El 17 de marzo de 1953, Orlov telefoneó a Fischer, diciendo únicamente que era «un amigo de España» y solicitando una reunión. A pesar de que Orlov no se había identificado, Fischer pareció reconocerle y le invitó a su apartamento. A su llegada, Fischer le saludó refiriéndose a él como a su «viejo amigo Orlov» y accedió enseguida a responder por él ante la revista Life. Orlov le pidió que fuera al despacho de su abogado, donde confirmó ante Billings la verdadera identidad del exagente soviético[113].
La publicación del libro en fascículos alertó al FBI sobre la presencia de Orlov en Estados Unidos, y llevó a J. Edgar Hoover a iniciar una investigación. A raíz de esto, el FBI interrogó a Fischer el 19 de mayo de 1953 acerca del papel de Orlov en España. Cuando le tocó a Orlov ser interrogado por el FBI, intentó desviar el interés sobre sus propios crímenes acusando a otros. El ruso mantuvo que Fischer había sido agente de los servicios secretos soviéticos. Sin embargo, se ha dicho que «los registros del NKVD no contienen pruebas de que Fischer fuese en ningún momento algo más que un simpatizante de los comunistas» y que el FBI decidió no tomar medidas contra Fischer, a pesar de su investigación extremadamente minuciosa sobre Orlov. De acuerdo con esto, parece que Orlov acusó en falso a Fischer para desacreditarle y vengarse de lo expuesto en su libro Men and Politics sobre las actividades de los servicios secretos rusos en España. En la Rusia de Stalin, más que un personaje con madera de agente secreto, Fischer era percibido como un simpatizante de los trotskistas[114].
Fischer regresó a Rusia en 1956 para escribir un libro sobre sus vivencias que se titularía Russia Revisited. Escribió biografías de Stalin, Gandhi y Lenin. La última de estas, The Life and Death of Lenin, ganó el National Book Award en 1964[115]. En diciembre de 1958 fue nombrado investigador asociado del Instituto para Estudios Avanzados de Princeton. En 1961, se convirtió en profesor adjunto del Colegio Woodrow Wilson para Asuntos Públicos y Extranjeros de la Universidad de Princeton, donde impartiría clases sobre las relaciones entre la Rusia soviética y Estados Unidos y sobre la política exterior soviética. En octubre de 1967, redactó una carta a favor de la entrada de Gran Bretaña en la Comunidad Económica Europea[116].
Durante este tiempo, tuvo muchos líos amorosos. Entre su correspondencia hay docenas de páginas de cartas de amor escritas por mujeres sin identificar. En 1957, Hede le escribiría: «¿Qué clase de hombre puede ver a tres mujeres en tres horas? ¿Quién puede permitir tal cosa? Bueno, yo solo pido ser la última»[117]. El sueño de Hede no se cumplió. Uno de los últimos escarceos amorosos de Fischer ocurrió en esta época, cuando se involucró en una relación tempestuosa con la hija de Stalin, Svetlana Alliluyeva. Por aquel entonces, Svetlana tenía cuarenta y dos años y era una mujer atractiva con el pelo de color caoba, intensos ojos azules y una sonrisa seductora. Treinta años mayor que ella, Louis Fischer estaba un poco demacrado pero se mantenía igual de activo y alerta que siempre. La vida de Svetlana en el Kremlin, pese a los problemas que tuvo con su padre, la había convertido en una persona mimada, irascible y arrogante. Tras amasar una fortuna con la venta de sus memorias, tituladas Veinte cartas a un amigo, alquiló una casa en Princeton, Nueva Jersey. Allí conoció a Fischer en 1968 y se enamoró de este rusohablante. Como no era la única mujer en la vida de Fischer en aquellos momentos, sufrió unos celos espantosos[118].
Las sospechas de Svetlana recayeron principalmente sobre la preciosa ayudante de Fischer, Deirdre Randall, sobre todo cuando se encontró algunas de sus pertenencias en casa del periodista. Al parecer, al verlas desperdigó las prendas por todas partes. De hecho, y a pesar de ser cuarenta años más joven que Louis, Deirdre también estaba enamorada de él, y sin duda pasaban mucho tiempo juntos. En una ocasión, Deirdre dejó una nota a Louis tras una llamada de Svetlana cuando él no estaba:
Primero me colgó, pero después no pudo vencer la curiosidad, volvió a llamar y preguntó con quién hablaba. Yo respondí: «Soy Deirdre. ¿Qué tal estás?», a lo que contestó (de esa forma tan barroca y siniestra que habla, como los personajes de las películas de Eisenstein, al menos conmigo): «¿Y qué haces tú ahí?». Entonces respondí: «Trabajar, obviamente». Con voz dulce, ella dijo: «¿Y llevas un precioso camisón?», y yo contesté: «Claro que no, me paso casi todo el tiempo desnuda en la cama». Siento haber explotado, pero me pone de los nervios. No creo que me hubiese pedido perdón, ni que me hubiese dejado usar su tabla para planchar la ropa que ella arrugó. Creo que está totalmente loca y que una de las dos va a acabar con un icono clavado en el corazón. Ya me advirtió mi madre de que no me liase con hombres casados. Será mejor que la llames si llegas a casa a una hora razonable. Me siento fatal. Odio que me acosen y, sobre todo, odio tener miedo, y ella es tan grosera que ahora creo que sé cómo se sentía la gente cuando hablaba con Stalin[119].
Las rabietas de Svetlana serían la comidilla en la reducida comunidad académica. En una ocasión, en octubre de 1968, la mujer fue a casa de Fischer y se puso a aporrear la puerta. Él estaba dentro con Deirdre Randall y optó por no hacerle caso. Svetlana estuvo despotricando durante más de una hora, exigiendo que le devolviera los regalos que le había dado, que no eran más que un reloj de viaje y dos velas decorativas. Cada vez más furiosa, Svetlana intentó entrar rompiendo los cristales que había junto a la puerta. Al llegar la policía la encontraron histérica y con cortes en las manos ensangrentadas. Así terminó la relación entre ellos[120].
Por el contrario, la relación con Deirdre fue más duradera. A pesar de ser cuarenta años más joven que Fischer, se atrevía a criticarle y hablaba con su hijo George del «terrible ego duro, fuerte, obstinado y espantoso» de Louis. Quizá eso fuera parte de lo que atraía a Fischer de Deirdre; eso y el hecho de que le adoraba, pero, como buena hija del espíritu libre de los años sesenta, no le presionaba para que fuese monógamo. En una de sus primeras cartas, Deirdre le escribió: «Te toco la mano. Eres muy vital. Has conseguido que renazca. Eres el sol. Te siento aquí. Me das calor»[121]. Con Deirdre animándole, Fischer continuó trabajando para crear dos importantes obras sobre la política exterior soviética. La primera fue Russia’s Road from Peace to War: Soviet Foreign Relations, 1917-1941 (Harper, Nueva York, 1969). La segunda fue The Road to Yalta: Soviet Foreign Relations, 1941-1945 (Harper, Nueva York, 1972), cuyo manuscrito acabó de pulir Deirdre después de que Fischer falleciera el 15 de enero de 1970.