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La zona rebelde:

intimidación en Salamanca y Burgos

A Kate Mangan, que trabajaba en el gabinete de prensa republicano en Valencia, le sorprendió mucho hasta qué punto sus colegas trataban de facilitar el trabajo a los periodistas extranjeros[1]. En cambio, en la zona rebelde los únicos corresponsales que recibían tantas atenciones eran los que procedían de la Italia fascista, la Alemania nazi y Portugal. Este hecho era un reflejo no solo de la mentalidad militarista predominante, sino también del personal seleccionado para supervisar las relaciones con la prensa extranjera. A los pocos días de llegar a Sevilla, anticipando su futura eminencia, Franco montó un servicio de prensa y propaganda. El Gabinete de Prensa quedó establecido el 9 de agosto, con el periodista monárquico Juan Pujol Martínez como director y con Luis Antonio Bolín como encargado en la práctica del trato con los periodistas. Pujol era el candidato del general Sanjurjo. El periodista había participado en la preparación del golpe militar frustrado del general en agosto de 1932, y había estado con él en Lisboa poco antes de que muriese en un accidente aéreo[2]. Pujol había trabajado para ABC antes de ser nombrado director de Informaciones, en el que aceptó ayuda económica del Tercer Reich a cambio de artículos favorables a los nazis y ferozmente contrarios a los judíos, entre ellos, uno del propio Hitler titulado «Por qué soy antisemita». También abrió las páginas del periódico a líderes falangistas y otros simpatizantes fascistas españoles. Pujol pertenecía a la Confederación Española de Derechas Autónomas y era diputado de las Cortes por las islas Baleares. Tenía como segundo de a bordo a Joaquín Arrarás, miembro del grupo monárquico ultraderechista Acción Española, así como amigo íntimo y primer biógrafo del Generalísimo. El 24 de agosto, el gabinete pasó a denominarse Oficina de Prensa y Propaganda. Bolín, que fue corresponsal de ABC en Londres, había despertado el interés de Franco por su papel en la contratación del Dragon Rapide que se había utilizado para transportar al líder rebelde de las islas Canarias a Marruecos. Bolín se ocupó sucesivamente de las Oficinas de Prensa Extranjera de Sevilla, Cáceres y Salamanca, y participó durante los asaltos a Málaga y Bilbao[3]. No deja de ser curioso que, en la zona republicana, el homólogo de Bolín acabase siendo su cuñada, Constancia de la Mora.

Cuando el general José Millán Astray, fundador de la Legión Extranjera Española, llegó a Sevilla, Franco le reclutó de inmediato para propagar su causa por la zona nacionalista. En el palacio de Yanduri de esa ciudad, le instalaron cerca de Franco junto a sus más estrechos colaboradores[4]. Millán Astray se dedicó a proclamar sin respiro la grandeza del futuro Caudillo. A Franco le complació tanto la adulación que, en el frío otoño de 1936, decidió reemplazar al menos carismático Pujol por su antiguo mentor. Millán Astray se convirtió en el nuevo jefe oficial de la ampliada Oficina de Prensa y Propaganda, ubicada de forma improvisada en el Instituto Anaya, un viejo palacete que acogía la Facultad de Ciencias de la Universidad de Salamanca[5].

A principios de agosto, varios corresponsales acompañaron a las columnas del Ejército de África durante la primera parte de su avance desde Sevilla a Madrid. Sin embargo, no tardó en establecerse un control más estricto, pues las matanzas que el Ejército dejaba a su paso no eran algo que los rebeldes quisieran divulgar en la prensa internacional. Por lo tanto, primero bajo la autoridad general de Pujol y luego bajo la de Millán Astray, la responsabilidad de controlar a los corresponsales extranjeros recayó en Luis Bolín. A los que le conocían como un monárquico anglófilo les desconcertó encontrarlo en Salamanca ostentando el título de capitán y compartiendo residencia con otros miembros de alto rango del cuartel general de Franco en el palacio de Monterrey, cedido por el duque de Alba. Apenas se dignaba a hablar con sus viejos amigos. Tras haber sido nombrado capitán honorario de la Legión Extranjera, en recompensa por haber acompañado a Franco en su viaje, había empezado a vestirse de legionario. Con pantalón de montar y botas altas, que golpeaba con una fusta, se pavoneaba amenazante por la sala de prensa fulminando con la mirada a los periodistas allí congregados a la espera de salvoconductos o cualquier otra documentación. Aunque los otros oficiales de la Legión le veían como un personaje algo cómico, dado que no sabía nada de asuntos militares, él ejercía su autoridad espuria obligando a los corresponsales a formar filas como si fuesen soldados bajo sus órdenes y luego caminaba entre ellos amenazador, con cara de pocos amigos[6]. Durante la campaña de Málaga, Noel Monks, del Daily Express, se quedó escandalizado ante la crueldad de Bolín: «Cada vez que veíamos una patética pila de “rojos” recién ejecutados, con las manos atadas a la espalda —por lo general detrás de alguna casa de labranza en un pueblo recién ocupado—, escupía a los cuerpos y les llamaba “sabandijas”»[7].

Según sir Percival Phillips, corresponsal del Daily Telegraph, Bolín «logró que los corresponsales británicos y estadounidenses lo odiaran como a la peste»[8]. En general, todos los periodistas extranjeros le detestaban y temían, en parte porque solo les dejaba visitar el frente con escolta militar, pero sobre todo porque, cada dos por tres, amenazaba con ejecutar a alguno de ellos. La censura prohibía toda mención sobre las atrocidades cometidas por los nacionalistas, o sobre la presencia cada vez mayor de alemanes e italianos en su zona. Tres días después de la matanza del 14 de agosto de 1936, el cámara René Brut, de los noticiarios Pathé, llegó a Badajoz y filmó montones de cuerpos apilados. Fue arrestado en el hotel Sevilla el 5 de septiembre y encarcelado durante varios días. Bolín amenazó con ejecutarle, y solo se salvó de la muerte porque Pathé envió una copia amañada del documental al cuartel general de Franco[9].

La edición parisiense del New York Herald Tribune publicó una descripción de la matanza de Badajoz basada en una crónica de la agencia de noticias United Press. La firmaba Reynolds Packard, un periodista de UP, pese a no ser el autor de la noticia. Cuando el Manchester Guardian hizo referencia al artículo original en enero de 1937, Bolín mandó llamar a Packard a Salamanca para amenazarle de muerte. Aterrorizado, Packard envió un cable a Webb Miller, jefe de la oficina europea de United Press en Londres, suplicándole que informase a Bolín de que él no había escrito el artículo en cuestión, cosa que este hizo. En otra ocasión ocurrió un incidente parecido y Bolín solicitó lo mismo al representante de la Havas Agency en la España nacional, Jean d’Hospital. Tanto United Press como la Havas Agency dijeron que los autores de los cables enviados no eran ni Packard ni D’Hospital, pero no negaron la veracidad de la información. Bolín pasó las repuestas al comandante británico Geoffrey McNeill-Moss, defensor entusiasta de la causa franquista, que las utilizó para «demostrar» que los informes de la matanza de Badajoz eran falsos[10].

En la tercera semana de agosto de 1936, el barón Guy de Traversay (algunas veces escrito «Traversée»), corresponsal de L’Intransigeant, periódico francés de centro derecha, fue ejecutado por los rebeldes en Mallorca. Traversay había viajado con las expediciones republicanas que habían intentado retomar la isla a mediados de agosto. Llevaba cartas credenciales de la Generalitat catalana firmadas por Jaume Miravitlles, que más tarde sería nombrado jefe del Comissariat de Propaganda. Al ser capturado, Traversay se identificó como periodista. Cuando los oficiales rebeldes vieron los documentos firmados por Miravitlles, dudaron un instante pero, finalmente, le ejecutaron. El escritor católico francés Georges Bernanos tuvo que identificarle y se quedó horrorizado al encontrarse frente al cadáver ennegrecido y brillante de Traversay, que había sido rociado con gasolina e incinerado en la playa junto a los cuerpos sin vida de otros muchos prisioneros republicanos[11].

El 25 de septiembre de 1936, cuando las columnas africanas que avanzaban hacia Madrid se desviaron de Maqueda a Toledo, Webb Miller, de United Press, fue arrestado en Torrijos. Se había interceptado un telegrama de su oficina en el que se pedía al periodista que investigase los rumores que circulaban sobre un complot para asesinar al general Mola. Los censores entendieron mal el significado de «RUMORES COMPLOT ASESINAR GENERAL MOLA», y lo identificaron con una orden para que él mismo perpetrase el asesinato. Al parecer, antes de su llegada a Torrijos, un hombre que decía ser corresponsal había sido ejecutado como sospechoso de participar en el complot. Sin llevar a cabo ningún tipo de investigación, las autoridades militares rebeldes se disponían a fusilar a Miller cuando apareció el oficial de prensa de su grupo, el capitán Gonzalo Aguilera y Yeltes, que había estudiado en Inglaterra. Después de que informaran a Webb Miller de que le iban a fusilar, el hombre sudó la gota gorda hasta que Aguilera logró resolver el malentendido[12].

También fue Bolín el encargado de prohibir la entrada de los corresponsales en Toledo durante los dos días del baño de sangre que tuvo lugar tras la ocupación de la ciudad manchega el 27 de septiembre de 1936. A modo de excusa, se les dijo que la situación se había vuelto «demasiado peligrosa». Los periodistas sabían muy bien que los nacionales no querían que dejasen testimonio de las atrocidades que estaban ocurriendo, pues en otras ocasiones no les había importado exponerlos a situaciones de combate[13]. Así pues, tuvieron que arreglárselas con el material propagandístico que les entregó Bolín. Así se explica, por ejemplo, la historia apócrifa que publicó el Daily Mail el 30 de septiembre de 1936, en la que el autor, Harold Cardozo, relataba cómo el 23 de julio las autoridades republicanas llamaron por teléfono al coronel José Moscardó, comandante rebelde del Alcázar, para informarle de que, si no se rendía, su hijo sería ejecutado. Según afirmaba el artículo, nada más negarse Moscardó, los republicanos cumplieron su amenaza. En realidad, Luis Moscardó sería asesinado junto con otros prisioneros el 23 de agosto en represalia por un bombardeo nacionalista[14].

El 26 de octubre de 1936, Dennis Weaver, del News Chronicle, y el canadiense James M. Minifie, del Herald Tribune neoyorquino, salieron de Madrid para recorrer el frente en un coche facilitado por el servicio de prensa republicano, con chófer y un marinero retirado de pelo canoso como escolta. Weaver solo llevaba una semana en Madrid y ya había pasado por la espeluznante experiencia de encontrarse agazapado en una cuneta mientras su coche era ametrallado por la aviación rebelde. En el trayecto de El Escorial a Aranjuez, unos soldados del Ejército Africano les dieron el alto cerca de Seseña. Al chófer y al marinero les ejecutaron en el acto. A los periodistas les maltrataron y amenazaron, y luego les llevaron al cuartel del general Varela, donde se encontraron con Henry T. Gorrell, de United Press, capturado en circunstancias similares. Les interrogaron y les acusaron de espías, y después les encerraron y les repitieron varias veces que iban a acabar frente al pelotón de fusilamiento, lo que incrementó sus temores, y más aún cuando vieron un camión de prisioneros cargado de mujeres y adolescentes aterrorizados que aparentemente llevaban a ejecutar. Al final trasladaron a los periodistas a Salamanca para que Franco en persona decidiese sobre su suerte. Una vez allí, Luis Bolín les interrogó por separado y amenazó con ahorcarles a todos. Weaver averiguó más tarde que el mismo día en que les capturaron, Bolín se había negado a concederle un permiso a su periódico, el News Chronicle, para enviar a un corresponsal a la zona franquista, diciendo que «mal le iba a ir al representante del News Chronicle que encontrase en territorio franquista». Tras cinco días bajo custodia, Weaver, Minifie y Gorrell fueron expulsados de España por la frontera francesa[15].

El News Chronicle siempre se había mostrado favorable a la causa republicana, y por ello recibió la negativa rotunda del representante de Franco en Londres a su primera solicitud de permiso para enviar un corresponsal acreditado a la zona insurgente. Sin embargo, a finales de octubre de 1936, su director Gerald Barry decidió aprovechar la presencia de uno de sus periodistas en Francia, el joven neozelandés Geoffrey Cox, para intentarlo de nuevo. Cox fue en tren hasta San Juan de Luz, pueblo fronterizo muy popular entre los diplomáticos y los franquistas adinerados como destino vacacional. En el bar Vasco, hormiguero de espías y traficantes de armas, entró en contacto con un irlandés que era el agente local de Franco y que aceptó transmitir la solicitud de su periódico, no sin antes advertirle: «Difícilmente te dejarán entrar y, si lo hacen, ándate con cuidado. Detestan al News Chronicle, y como tengas el menor desliz, te puedes encontrar entre rejas, aunque solo sea como escarmiento para que tu periódico se porte mejor». Mientras esperaba una respuesta favorable, y teniendo presente la dura advertencia del irlandés, Cox contactó con la Embajada británica para cerciorarse de su ayuda si acababa en una cárcel franquista. El embajador, sir Henry Chilton, un hombre pedante y ufano, admirador incondicional de Franco, había trasladado la embajada a una residencia de San Juan de Luz, donde se quedaría hasta su jubilación a finales de 1937, en vez de regresar al Madrid republicano. Chilton no mostró la menor comprensión ante la posible situación de Cox y comentó irritado: «A lo largo de toda mi carrera diplomática nunca he oído algo semejante. Viene usted aquí y me dice que está a punto de entrar en un país extranjero y que su actuación allí va a ser tal que puede ir a parar a la cárcel, y que espera que entonces le saquemos. Si cumple con la ley —y yo espero que cualquier ciudadano británico cumpla la ley allá a donde vaya—, no le pasará nada». Cuando Cox se quejó de que la interpretación de la ley de los generales rebeldes probablemente era algo arbitraria, Chilton le ignoró diciendo: «Conozco a estos generales. Se comportarán bien. Si usted no lo hace, no cuente con nuestra ayuda». Al final la opinión del embajador resultó irrelevante, pues Burgos rechazó la solicitud tres días después. Sin embargo, Cox se encontró en Madrid al poco tiempo, irónicamente, gracias al arresto de Weaver[16].

La inminente caída de la capital española obligó a Gerald Barry a mandar otro corresponsal a la ciudad asediada para cubrir el que a todas luces se consideraba el último ataque victorioso de Franco. En vista de la animadversión de Bolín y el Generalísimo hacia el News Chronicle, Barry estaba convencido de que quienquiera que fuese enviado se enfrentaría en el mejor de los casos a ser expulsado o encarcelado, y en el peor, a la muerte. Por lo tanto, era reacio a mandar a la capital a uno de sus periodistas estrella, como Philip Jordan o Vernon Bartlett, y decidió escoger a alguien más prescindible, el joven y entusiasta Geoffrey Cox. La tarde del martes 27 de octubre de 1936, el director asomó la cabeza por la puerta de la redacción de Londres y dijo: «Me temo que te ha tocado, Geoffrey. Seguimos sin noticias de lo que le ha pasado a Denis, así que te tienes que marchar a Madrid de inmediato»[17]. Así pues, la hostilidad de las autoridades franquistas hacia los periodistas extranjeros llevó hasta la capital española a un corresponsal joven y brillante, cuyos escritos consiguieron el apoyo de muchos a la causa republicana.

El mismo día del arresto de Weaver, pero algo más tarde, dos empresarios ingleses que estaban en Madrid salieron a dar una vuelta en coche y se toparon también con los nacionalistas. Fueron arrestados y brutalmente interrogados por Bolín. Uno de ellos, el capitán Christopher Lance, más adelante apodado el Pimpinela Español por sus proezas al organizar la huida de varios nacionalistas, describiría a Bolín como «altanero, sarcástico y despectivo … sin duda el individuo más desagradable que he conocido nunca»[18]. A finales de noviembre de 1936, Alex Small, del Chicago Tribune, fue arrestado en Irún. El comandante militar anunció que le iban a ejecutar por haber publicado un artículo en el que vaticinaba que Madrid resistiría la ofensiva rebelde. Según Arthur Koestler, la orden de fusilar a Small provenía directamente de Bolín. Small se salvó gracias a las vehementes protestas de un colega norteamericano[19].

En febrero de 1937, el periódico francés de derechas Le Figaro, defensor a ultranza del general Franco, informó sobre un caso similar en el que estaba involucrado Henri Malet-Dauban, corresponsal de la Havas Agency. Malet-Dauban llevaba cinco semanas en España y, durante ese tiempo, todos sus artículos habían sido claramente favorables a la causa rebelde. Hablaba muy bien español y en una ocasión había trabajado como secretario de Eduardo Aunós, que además de pertenecer al grupo de extrema derecha Acción Española, había sido ministro con Primo de Rivera y volvería a serlo con Franco. Pese a sus credenciales, Malet-Dauban fue arrestado a finales de enero de 1937 en su hotel de Ávila. Registraron su habitación y supuestamente encontraron documentos comprometedores que luego usaron para acusarle de espionaje. Fue encarcelado e incomunicado, sin derecho a contactar con nadie. Al corresponsal jefe de Havas, Jean d’Hospital, se le prohibió informar sobre la noticia, así como abandonar la zona rebelde. A pesar de todo, D’Hospital logró contactar con Le Figaro a través de M. Perret, de Le Journal, y de M. de Lagarde, de Action Française, publicación aún más radical en su defensa de la causa rebelde. Ambos periodistas habían estado en Ávila y expresaron su temor a que Malet-Dauban fuese fusilado, si es que no estaba ya muerto. D’Hospital escribió a Franco pidiendo información y solo le dijeron que su colega era sospechoso de espionaje. Aunque Bolín hizo todo lo que estuvo en su mano para evitar que los periodistas hablasen del caso, D’Hospital logró enviar al exterior la noticia de que el juicio era inminente y de que se temía que a su colega le condenasen a la pena de muerte. Al final, Malet-Dauban pasó cuatro meses en la cárcel antes de que el gobierno vasco lograse su liberación en un intercambio de prisioneros realizado en los últimos días de mayo de 1937[20].

El caso de Arthur Koestler fue uno de los ejemplos más dramáticos del maltrato de corresponsales en la zona rebelde. Entre 1934 y 1936, Koestler había trabajado esporádicamente para Willi Münzenberg, el genio de la propaganda de la Komintern. Tras el golpe militar en España, le pidió ayuda para entrar en el país e incorporarse a las Brigadas Internacionales. Cuando Münzenberg se enteró de que Koestler tenía pasaporte húngaro y un pase de prensa del periódico conservador de Budapest Pester Lloyd, le sugirió que utilizase sus credenciales «semifascistas» para infiltrarse en la zona rebelde y recoger información sobre la intervención alemana e italiana a favor de Franco. Si conseguían pruebas de que Hitler y Mussolini se saltaban a la torera la política de no intervención de los gobiernos de Francia y Gran Bretaña, podrían dar un golpe propagandístico importante. En realidad, el pase de prensa húngaro de Koestler tenía poca validez, ya que se lo había entregado un director caritativo para facilitarle la vida como exiliado en París. Sin embargo, Münzenberg, Otto Katz y Koestler dieron por hecho que en el cuartel general de Franco no comprobarían sus credenciales. Aun así, como sabían que un modesto periódico húngaro difícilmente podía permitirse enviar un corresponsal a España, Katz hizo gestiones para que Koestler también estuviese acreditado por el diario londinense liberal News Chronicle. De camino a Sevilla, Koestler paró en Lisboa y allí descubrió que su pasaporte había caducado. A raíz de una visita al cónsul húngaro, que estaba casado con una aristócrata portuguesa de fuertes convicciones derechistas, fue introducido en el círculo local de partidarios de Franco, que supusieron que Koestler era uno de los suyos. Como resultado de ello, se fue de Lisboa con dos documentos que le abrieron las puertas de la guarida del sanguinario virrey de Andalucía, el general Gonzalo Queipo de Llano: una carta de presentación del embajador oficioso de Franco en Lisboa y líder de la católica CEDA, José María Gil Robles, y un salvoconducto firmado por Nicolás, el hermano del Generalísimo, que describía a Koestler como «un buen amigo de la revolución nacional»[21].

El viaje de Koestler fue todo un éxito en cuanto a la recopilación de información dañina para la causa rebelde. En Lisboa ya había obtenido pruebas contundentes de la ayuda oficial de Portugal a Franco, y en Sevilla, Koestler vio a muchos aviadores alemanes con una pequeña cruz gamada entre las alas de piloto del mono de las Fuerzas Aéreas españolas. Más espectacular fue la entrevista en exclusiva que le concedió Queipo de Llano. El general repitió sin problema ante Koestler el mismo tipo de comentarios machistas virulentos de los que estaban plagadas sus emisiones radiofónicas diarias.

Pasó unos diez minutos describiendo con una verborrea constante, y en ocasiones muy subida de tono, cómo los marxistas rajaban la barriga de las mujeres embarazadas y destrozaban los fetos; cómo habían atado a dos niñas de ocho años a las rodillas de su padre, las habían violado, rociado de gasolina y prendido fuego. Y así siguió con una historia tras otra, sin cesar: una demostración clínica perfecta de psicopatología sexual[22].

Sin embargo, durante su segundo día en Sevilla, un periodista alemán que sabía que era comunista le reconoció en el vestíbulo de un hotel y alertó a unos aviadores. Poco después, un oficial alemán le pidió la documentación. Koestler intentó salir del apuro exigiendo a voz en grito que telefoneasen a Luis Bolín, que justo entonces irrumpió en el vestíbulo, ese «oficial alto, de cara enjuta y actitud seria, de ascendencia escandinava, que ya se había hecho famoso por sus groserías con la prensa extranjera». Cuando el periodista húngaro, siguiendo con la farsa, exigió que el oficial alemán se disculpase, Bolín cortó la discusión y dijo furioso que no le interesaba su absurda pelea. Koestler aprovechó la oportunidad para salir del hotel haciéndose el «indignado», y en cuanto pudo se marchó a Gibraltar. Con el tiempo averiguaría que una hora después de su partida se había expedido una orden de arresto contra su persona y que, por lo visto, Bolín había jurado que le mataría «como a un perro rabioso si conseguía ponerme las manos encima»[23]. El deseo de Bolín de castigar a Koestler debió de intensificarse con la publicación el 1 de septiembre de su impactante descripción de la Sevilla rebelde, gobernada por el trastornado Queipo de Llano y atestada de oficiales nazis.

Para desgracia de Koestler, cinco meses después Bolín consiguió ponerle las manos encima. De hecho, Bolín obtuvo una cierta fama internacional con motivo del arresto y maltrato de Arthur Koestler poco después de la toma de Málaga por los nacionales en febrero de 1937. Koestler había pasado el intervalo entre Londres, París y Madrid, trabajando con Münzenberg y Katz en la propaganda prorrepublicana. En las capitales británica y francesa, había colaborado con la Comisión Investigadora de Presuntas Infracciones del Pacto de No Intervención en España. La idea de la comisión se le había ocurrido a Willi Münzenberg, y Otto Katz la utilizaba como medio publicitario para la causa republicana. Se esperaba que, al exponer la magnitud de las infracciones nazis y fascistas del pacto, quedara de manifiesto lo absurdo de la política exterior británica y francesa que negaba a la República española los derechos que le garantizaba el ordenamiento internacional. En octubre de 1936, Katz también se había ocupado de que Julio Álvarez del Vayo invitase a Koestler a Madrid para examinar los papeles de ciertos políticos de derechas que habían abandonado la capital. Su objetivo era obtener pruebas de que la Alemania nazi había estado involucrada en la preparación del golpe militar. A principios de noviembre, Koestler dio su trabajo por concluido. Con las tropas franquistas a las puertas de la ciudad, estaba ansioso por marcharse antes de la llegada de Bolín.

Las maletas de documentos que Koestler se llevó a París demostraron la existencia de una red de influencia nazi en los medios de comunicación españoles, pero no probaron la participación alemana en el golpe militar de Franco. El material descubierto se incluyó en el libro de Otto Katz titulado The Nazi Conspiracy in Spain. En París, Münzenberg persuadió a Koestler para que escribiese un tratado sobre los orígenes de la Guerra Civil, el papel de Hitler y Mussolini y las atrocidades cometidas por los rebeldes. El húngaro se alojó en el apartamento de Otto Katz y se puso a escribir con rapidez. En enero de 1937 se publicó el libro, que incluía una serie de fotografías espeluznantes, con el título L’Espagne ensanglantée en francés y Menschenopfer Unerhört en alemán. Una edición abreviada acabaría apareciendo en inglés como la primera parte de Spanish Testament. En su autobiografía, escrita en una época en la que Koestler era un feroz anticomunista, renegaría del libro por parecerle demasiado propagandístico, aunque las atrocidades que relataba han sido corroboradas por investigaciones posteriores[24].

Una vez terminado el libro, Otto Katz y la agencia de noticias republicana Agence Espagne encargaron a Koestler cubrir la guerra en el frente sur. El 15 de enero de 1937, acreditado por el News Chronicle, se fue con Willy Forrest a Valencia y allí estuvieron con Mijaíl Koltsov. Nueve días después, Koestler se marchó a Málaga. Cuando las fuerzas rebeldes entraron en la ciudad asediada, el periodista húngaro decidió quedarse con la esperanza de lograr una primicia sobre la predecible masacre. Se había hecho amigo de sir Peter Chalmers-Mitchell, un zoólogo inglés jubilado cuya casa de campo en las afueras de la ciudad lindaba con la del tío de Luis Bolín, Tomás, a cuya familia había acogido. Pese a este acto de amabilidad con su tío, Luis Bolín estaba empeñado en arrestar a Chalmers-Mitchell porque el 22 de octubre de 1936 había publicado una carta en The Times denunciando las atrocidades de los insurgentes.

El 9 de febrero las tropas rebeldes llegaron a la casa de Chalmers-Mitchell con Bolín, que reconoció a Koestler y le arrestó de inmediato con tal agresividad que el periodista creyó que le iban a ejecutar allí mismo. Después le llevaron a un lugar donde un exaltado grupo de soldados rebeldes estaba fusilando a unos hombres. Luego pasó cuatro días en una prisión de Málaga antes de ser transferido a la cárcel central de Sevilla, y allí pasó tres meses incomunicado. Solo se salvó porque las autoridades británicas intervinieron en favor de sir Peter Chalmers-Mitchell y esto hizo creer a Bolín que Koestler también contaba con la poderosa protección británica y que su ejecución provocaría un incidente internacional. Durante el tiempo que estuvo en la cárcel, del 12 de febrero al 14 de mayo, Koestler pasó las noches acechado por los ruidos de los prisioneros que sacaban de las celdas para ser ejecutados. Nunca se le informó oficialmente, pero había sido condenado a la pena capital por espionaje. En el corredor de la muerte, antes de conseguir desarrollar una técnica para dormir durante esas horas cruciales de la noche, Koestler contó noventa y cinco ejecuciones. El jueves 15 de abril de 1937, el celador abrió su puerta por equivocación antes de llevar al paredón a los ocupantes de las celdas contiguas. En otra ocasión, le visitó una delegación de falangistas que le informó de que iba a ser sentenciado a muerte, pero que podía reducir la condena a cadena perpetua si hacía una declaración a favor del general Franco. Vaciló unos instantes y luego se negó.

Entretanto, sir Peter Chalmers-Mitchell había logrado llegar a Inglaterra, donde informó al News Chronicle de la terrible situación de Koestler. El periódico publicó la noticia de su captura el 15 de febrero. Su mujer, Dorothy, puso en marcha una campaña para pedir su liberación. Con la ayuda de Otto Katz, consiguió organizar una oleada de artículos en periódicos, peticiones al Foreign Office para que interviniese y cartas y telegramas de protesta a Franco, algunos de ellos de diputados conservadores y clérigos. Winston Churchill escribió sobre su caso al Foreign Office. H. G. Wells mandó un cable a Franco rogándole clemencia. Katz logró que la periodista Shiela Grant Duff fuese a Málaga para intervenir en favor de Koestler, aunque no sirvió para nada. El Consulado británico recomendó a la periodista que no se inmiscuyese, pues su interés no ayudaría a Koestler y, en cambio, le causaría muchos problemas a ella. Mijaíl Koltsov le comentó a Gustav Regler: «Sabemos dónde está. Hemos montado una buena en el Partido Laborista británico y en el Foreign Office. Los cables están que arden. Nadie se olvida de él. Somos los únicos que podemos movilizar a todo el mundo por un solo hombre. Al mismo tiempo, nadie sabe que somos nosotros los que estamos detrás de todo. Eso es otra de las cosas que solo nosotros podemos hacer». En cuanto a la campaña internacional, tanto Koestler como Regler reflexionarían más tarde sobre la contradicción de que no se montasen al mismo tiempo campañas similares a favor de los viejos bolcheviques que eran inmolados en las purgas de Moscú[25]. El profesor José Giral, ministro de Estado del nuevo gobierno de Negrín, se interesó por el caso y consiguió que el doctor Marcel Junod, de la Cruz Roja Internacional, organizase un intercambio entre Koestler y la hermosa mujer del capitán Carlos Haya, el as de la aviación rebelde. La señora en cuestión no estaba en la cárcel, sino bajo vigilancia en el hotel Inglés de Valencia[26].

Seis semanas después de su triunfo en Málaga, los rebeldes sufrieron la humillante derrota de Guadalajara, y a continuación, intentaron reducir por todos los medios la cobertura periodística del acontecimiento. Muchos corresponsales, al ver lo que estaba ocurriendo con los periodistas que se consideraban contrarios a la causa rebelde, intentaron esquivar la censura no incluyendo su firma en los artículos. Nada más llegar noticias sobre la derrota aplastante de los italianos en Guadalajara, Noel Monks se había dirigido en coche a la frontera francesa y había enviado su crónica por teléfono, insistiendo en que omitiesen su nombre. Para su desgracia, no le hicieron caso. Fue arrestado en Sevilla, donde, por casualidad, Franco se encontraba de visita con Bolín. Furioso, Bolín amenazó a Monks en un perfecto inglés de Oxford: «Has metido la pata, Monks. Eludir la censura equivale a espiar, y los espías duran poco en este país». Mientras Bolín despotricaba contra los periodistas que, según él, no merecían «ni siquiera una bala», llevaron a Monks a ver a Franco en persona. El barrigón líder de los rebeldes, «la figura menos militar que había visto en mi vida», le observó con severidad y golpeó la mesa con el puño repitiendo en español que había que ejecutar al australiano. Cuando Bolín anunció que le iban a llevar al pelotón de fusilamiento, Monks protestó: «No podéis ejecutarme. Soy británico». Bolín tradujo el comentario y Franco se rio a carcajadas. Al final, Monks fue expulsado de la España nacionalista por cometer el pecado de mencionar la presencia de fuerzas italianas y alemanas en la zona rebelde y, por tanto, negarse a ser «cómplice del engaño de Franco al mundo entero de que su revuelta contra el gobierno democrático de España era un asunto totalmente español, frente a una pandilla de matones bajo el mando de Moscú»[27].

Durante las últimas etapas de la marcha hacia Madrid de las Columnas Africanas de Franco, se había montado una oficina de prensa en Talavera de la Reina, poco después de su ocupación, ocurrida el 3 de septiembre. La dirigía Pablo Merry del Val, un playboy aristócrata que pertenecía a la Falange y que había trabajado brevemente como corresponsal en París de El Debate. Merry del Val había estudiado en Stoneyhurst, un elitista colegio jesuita en el noroeste de Inglaterra, durante el período en que su padre fue embajador en Londres. Por tanto, hablaba inglés muy bien, con acento aristocrático. Peter Kemp, uno de los pocos voluntarios británicos que luchó a favor de Franco, admiraba mucho a Merry del Val. De él dijo que parecía tener todavía esa «actitud seria y el aspecto austero de un delegado de curso veterano que se enfrenta a un gamberro de primero de bachillerato; se hizo muy amigo mío y le estaré eternamente agradecido por su enorme amabilidad, aunque nunca conseguí quitarme de encima la sensación de que, en cualquier momento, me iba a decir que me inclinase para darme unos azotes»[28].

Millán Astray continuó siendo el jefe de la maquinaria de prensa y propaganda rebelde durante el avance hacia Madrid. Sin embargo, el 12 de octubre de 1936, su comportamiento durante la celebración del aniversario del descubrimiento de América provocó la indignación internacional hacia la causa insurgente. Millán Astray había tenido un encontronazo con el rector de la Universidad de Salamanca, el filósofo de fama mundial Miguel de Unamuno. Su intervención histérica había hecho que Unamuno pronunciase unas palabras que darían la vuelta al mundo: «¡Este es el templo de la inteligencia! ¡Y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha»[29]. Según Franco, Millán Astray se había comportado como debía al discutir con Unamuno[30]. Es más, el propio Franco había recomendado a Millán Astray que tomase como asistente al trastornado adulador Ernesto Giménez Caballero, autoproclamado fundador del surrealismo español y autor de un libro muy admirado por el Generalísimo, el extraordinario panegírico del misticismo fascista Genio de España. Pese a todo, hasta el propio Caudillo debió de darse cuenta de que tenían que actuar con más rigurosidad que la exhibida por Millán Astray y Giménez Caballero.

Por consiguiente, el 24 de enero de 1937, la Oficina de Prensa y Propaganda se convirtió en la Delegación para Prensa y Propaganda, bajo la dirección de Vicente Gay Forner, profesor de la Universidad de Valladolid y virulento antisemita. Gay, con el pseudónimo Luis de Valencia, había publicado en Informaciones artículos casi ilegibles en los que defendía con entusiasmo la causa nazi. Además, el Ministerio de Propaganda de Goebbels había ayudado a financiar sus escritos nazis, entre ellos el libro La revolución nacional-socialista. Gay escogió como segundo de a bordo a Ramón Ruiz Alonso, exdiputado de la CEDA por Granada, a quien se ha acusado de ser el responsable del asesinato de Federico García Lorca. Debido a su falta de dotes diplomáticas y a su poca coherencia ideológica, Gay se ganó en poco tiempo la animadversión de la mayoría de los grupos clave de Salamanca. En abril de 1937, Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco y en la práctica su factótum político, le reemplazó por el comandante e ingeniero militar Manuel Arias Paz, aduciendo de forma insólita que este último había fabricado un transmisor de radio en La Coruña. Arias Paz actuó más bien como hombre de paja, y la verdadera tarea de organizar la propaganda nacionalista recayó en el intelectual monárquico Eugenio Vegas Latapié[31].

El contacto diario con los periodistas quedó en manos del capitán Gonzalo Aguilera y Yeltes, que también era fruto del colegio Stoneyhurst. Para los periodistas que simpatizaban con los rebeldes, el inglés de Oxford de estos hombres daba mayor credibilidad a la propaganda que les pasaban sobre las atrocidades. Los demás corresponsales, sobre todo los norteamericanos, solían mostrarse mucho más escépticos, especialmente respecto a Aguilera. El capitán era un latifundista profundamente reaccionario, con tierras en Salamanca y Cáceres, que les decía a los periodistas que los problemas de España eran resultado de la intromisión en el orden natural que había supuesto el sistema de alcantarillado[32]. Aprovechando las condiciones ventajosas para la jubilación voluntaria de los decretos del 25 y 29 de abril de 1931, promulgados por Manuel Azaña poco después de llegar al Ministerio de la Guerra, Aguilera había dejado el Ejército en protesta por el juramento de lealtad a la República que se exigía a los oficiales[33]. Al estallar la guerra, Aguilera salió de su retiro y se alistó como voluntario en el Ejército nacionalista. Le asignaron de manera informal al Estado Mayor del general Mola, comandante del Ejército del Norte. Como hablaba con fluidez inglés, francés y alemán, se le encomendó la tarea de supervisar los movimientos y el trabajo de los corresponsales de la prensa extranjera, actuando en ocasiones como guía y en otras como censor[34]. Cuando el Ejército del Norte dirigido por Mola entró por fin en contacto con las Columnas Africanas de Franco a principios de septiembre, Aguilera ya se había trasladado al sur para encargarse de los corresponsales que acompañaban a las tropas durante lo que quedaba de su marcha hacia Toledo y Madrid[35].

A diferencia de otros oficiales de prensa que se sentían responsables de la seguridad de los corresponsales que tenían asignados, Aguilera operaba según el principio de que los periodistas que tuviesen que asumir riesgos para conseguir una noticia podían contar con su ayuda, siempre y cuando el resultado final fuese una crónica favorable a los nacionales. Solía llevar a sus «pupilos» a primera línea de combate y, con ellos, se enfrentó a «bombas, balas y obuses»[36]. Por encima de todo, los periodistas de la zona nacional se quejaban de que se les negase el acceso a las verdaderas noticias, pues se daba por hecho que se limitarían a publicar partes anodinos. Esto ocurría con mayor frecuencia cuando los resultados no favorecían a los rebeldes, especialmente si los periodistas tenían fama de «independientes». Incluso los que eran de confianza sufrían retrasos humillantes en la entrega de los salvoconductos para realizar visitas con escolta al frente[37]. Por lo tanto, no es de sorprender que Aguilera estuviese muy bien considerado entre los periodistas de derechas que le conocían, ya que el capitán estaba dispuesto a llevarlos a zonas peligrosas cerca del frente y a utilizar su influencia con los censores para que autorizasen sus artículos[38].

Uno de los corresponsales que más apreciaba a Aguilera era Sefton Delmer, del Daily Express. Los nacionales le habían recibido con los brazos abiertos porque se decía que era amigo personal de Hitler. Hablaba alemán con soltura y había acompañado al Führer en sus giras electorales. También era bien sabido que Delmer estuvo con Hitler cuando este inspeccionó las ruinas del Reichstag después del incendio de febrero de 1933. El periodista no ocultaba su admiración por el líder alemán[39]. Sin embargo, en septiembre de 1936, Aguilera expulsó a Delmer de la España nacional aduciendo que uno de sus artículos contenía información que podía ser utilizada por el enemigo y que «ridiculizaba intencionadamente a las Fuerzas Armadas españolas». La crónica en cuestión relataba el ataque aéreo de un viejo DC3 republicano sobre Burgos. Delmer explicaba que un pequeño avión británico en el que viajaba Hubert Knickerbocker había aparecido por casualidad en pleno bombardeo y se había convertido en objetivo de las baterías de fuego antiaéreo de Burgos al ser confundido con un aparato enemigo; pese a todo, había logrado aterrizar sin sufrir ningún daño. Aguilera le dijo a Delmer, mientras se tomaban una copa, que su artículo «no solo anima a los rojos a atacar Burgos de nuevo, sino que además hace parecer incompetentes a nuestros efectivos antiaéreos».

Al capitán le caía bien Delmer, así que le confesó que personalmente le importaba un comino lo que el periodista hubiese dicho de la Artillería, pues él pertenecía a la Caballería. También le dijo que, en realidad, la culpa del incidente la tenían unos agentes alemanes que habían pedido que se deshiciesen de él porque sospechaban que trabajaba para los servicios secretos británicos[40]. Tras ser expulsado de la zona nacional, Sefton Delmer pasó a representar al Daily Express en la zona republicana. Aunque los corresponsales que conocían a Delmer consideraban que se trataba de un periodista independiente hasta la médula y muy inteligente, en la oficina de prensa republicana recelaban de él. En sus memorias siempre se refiere a los republicanos como «rojos» y a Aguilera como «el querido Aggy». Además, una vez finalizada la Guerra Civil española, entablaría amistad con el capitán en Londres[41].

Harold Cardozo, periodista del Daily Mail y defensor a ultranza de la causa nacional, era una especie de líder entre los corresponsales británicos y estadounidenses: no en vano le llamaban el Comandante[42]. Edmund Taylor le describió como un «hombre templado y valiente, y un compañero de viaje alegre si se deja a un lado la política»[43]. Sin embargo, pese al entusiasmo que Cardozo mostraba por los oficiales franquistas y lo amigo que era de algunos de ellos, siempre hubo cierta tensión entre Bolín y él. Según sir Percival Phillips, Bolín disfrutaba acosando y humillando a los corresponsales en general, pero contra Cardozo exhibía una crueldad especial. Phillips estaba convencido de que Bolín «trataba a los hombres del Mail como si fueran porquería adherida a las suelas de sus botas» porque el periódico había rechazado los artículos que le envió durante su estancia en Londres. Cardozo nunca se esforzó en disimular su opinión sobre las crónicas de Bolín: eran una «asquerosidad» y por eso no los habían publicado. Sin llegar a mencionar su nombre, se quejaba de que la censura de prensa del bando rebelde era muy rigurosa incluso con periodistas como él, que «apoyaban el movimiento en cuerpo y alma». La frustración que sentía por los obstáculos burocráticos a los que se enfrentaban incluso los «corresponsales de guerra responsables», le llevó a comentar con envidia que en Madrid y Valencia los cables «se transmitían con poca censura y menos retraso». Cardozo no era el único que pensaba así. Nigel Tangye, defensor empedernido de los nazis y corresponsal del Evening News, periódico hermano del Daily Mail, mantenía una estrecha relación personal con Bolín, pero también terminó harto del trato despectivo que daba a los periodistas[44].

En la misma tónica, Phillips comentó: «En el otro bando se trata mucho mejor a los corresponsales. He conocido a muchos hombres que están en Barcelona y Madrid, y me han dicho que, pese a la terrible confusión que reina, siempre les tratan como a hermanos»[45]. La diferencia entre las dos zonas radicaba en que los militares rebeldes no tenían tiempo para los periodistas. Según Phillips, los oficiales que se mostraban amables con los corresponsales se encontraban con la reprimenda de los censores o de sus propios superiores. «Nunca me he sentido tan aislado en un ejército. No puedo hacer contactos. Parece que existe una política intencionada para impedir que los corresponsales británicos y estadounidenses establezcan contactos». En una ocasión, mientras charlaba con un oficial que hablaba inglés, un miembro de la Delegación para Prensa y Propaganda se acercó y amonestó al hombre, que no volvió a entablar conversación con Phillips. El ambiente, por tanto, era muy frío: «Entras en una habitación llena de oficiales, pero el censor de prensa, que está contigo, se olvida a conciencia de presentártelos, y los pocos que por casualidad conoces te dan la mano con frialdad y se dan la vuelta, sin cruzar palabra». Un oficial le contó que «todos los generales habían suplicado al Caudillo que echase del país a los corresponsales hasta que hubiese terminado la guerra», y otro le dijo a F. A. Rice, pese a ser corresponsal del conservador Morning Post, que en la zona nacional había «demasiados periodistas»[46].

Randolph Churchill, que representaba al Daily Mail, se hizo eco de la envidia que sir Percival sentía por los servicios de prensa republicanos. En marzo de 1937, consciente de que Bolín era muy amigo de Arnold Lunn, un británico del Partido Conservador, le comentó: «Ojalá volvieses a Salamanca y le dijeses a esa condenada gente de la Oficina de Prensa que está perdiendo la guerra con su ridícula censura. Los rojos ganan en todo lo que se refiere a la propaganda. Dejan a los corresponsales ir adonde quieran y, por lo tanto, la prensa envía a casa excelentes noticias humanas del frente». Exageraba, sin embargo, cuando protestó de que «en Salamanca están más interesados en cargarse noticias que en cargarse rojos». En cuanto a los defectos de Bolín como propagandista, sir Percival Phillips dijo: «Más que un propagandista es un “obstaculista”: tiene especial talento para obstaculizar la salida de las noticias al exterior»[47]. La actitud militar hacia los periodistas en la zona nacional se refleja en el comportamiento del general Millán Astray mientras estuvo a cargo de la Oficina de Prensa y Propaganda en Salamanca: todas las mañanas llamaba con un silbato a los periodistas que no estaban en el frente y les hacía formar filas para escuchar su arenga diaria. Bolín, obviamente, sentía una gran admiración por Millán Astray[48].

Según sir Percival Phillips, los oficiales de prensa subalternos que tenían que acompañar a los corresponsales eran

jóvenes nobles o diplomáticos, peleles amables en su mayoría, a los que Bolín gobierna con mano de hierro. Les llama a cualquier hora del día o de la noche, para regañarles u ordenarles algo, pero nunca para aconsejarles, y como resultado de este adiestramiento, jamás expresan opinión alguna, ni siquiera sobre el tiempo, por si un corresponsal envía un cable diciendo que tal y cual opiniones circulan en el «cuartel general» o «en círculos bien informados» o entre «portavoces del Caudillo». Nos mantienen lo más alejados posible de los oficiales, como apestados, y nos limitan a los informes de prensa oficiales y a las edificantes pero monótonas historias de valor falangista que cada día llenan los periódicos españoles.

Los oficiales de prensa ejercían tal control sobre los corresponsales que estos empezaron a comportarse como un «montón de colegialas con su maestra, o como un grupo de turistas arrastrados de un lado a otro por un guía de la agencia Cook»[49].

Tan estricta era la censura que los periodistas más críticos de la zona rebelde llegaron a ponerse en situaciones de verdadero peligro para engañar a los censores, como hizo en su día Noel Monks llevando o enviando sus crónicas a Francia[50]. Otro ejemplo fue el caso de la joven periodista norteamericana Frances Davis, que se granjeó el afecto de Harold Cardozo al ofrecerse a sacar del país sus artículos no censurados y los de Edmond Taylor, John Elliott y Bertrand de Jouvenal. Lo podía hacer porque había logrado obtener los salvoconductos necesarios gracias a su belleza etérea y aparente inocencia. A raíz de esto, consiguió trabajo en el Daily Mail como ayudante de Cardozo, y pasó las crónicas escondidas en la faja[51]. Para mantener las apariencias, Edmond Taylor escribía varios artículos, unos para su periódico y otros para Aguilera. Sin embargo, en ciertas ocasiones no podía resistir la tentación de incluir material polémico en las versiones que entregaba al capitán. En la sala de prensa se puso un aviso que informaba a los periodistas de que estaba prohibido referirse a los rebeldes como «rebeldes» o «insurgentes», y a los republicanos como «leales», «gubernamentales» o «republicanos». Los únicos términos permitidos eran «fuerzas nacionales españolas» o «nacionales» y «rojos»[52]. El capitán Ignacio Rosales, un millonario barcelonés tan racista como Aguilera, era uno de los censores, y cuando veía en alguno de los despachos la palabra «rebelde», reaccionaba con violencia gritando: «Ejército “patriota”, Ejército “nacional”, Ejército “blanco”. ¡Todo el que utilice el término “rebelde” perderá sus salvoconductos y tendrá que abandonar el país!». A Tubby Cohen, un fotógrafo estadounidense, Rosales le amargó la existencia porque era judío; se negó a concederle salvoconductos y fue haciendo comentarios sobre su «asqueroso nombre»[53].

Los censores examinaban las publicaciones extranjeras en busca de artículos hostiles a los insurgentes. Muchos periódicos británicos y estadounidenses ejercían la autocensura eliminando cualquier referencia a la ayuda que prestaba el Eje a las fuerzas franquistas, pues de lo contrario el castigo no se hacía esperar. Karl Robson fue expulsado de la zona rebelde porque su diario, el Daily Express, había publicado un editorial con la palabra «rebeldes», pese a que él no era el autor[54]. Aguilera todavía estaba a cargo de la censura en Burgos cuando mandó detener a F. A. Rice el 11 de septiembre de 1936. El periodista había escrito dos artículos que, según el capitán, mostraban «una actitud poco respetuosa» hacia él y su causa. El primero trataba sobre la educación inglesa de Aguilera y el segundo utilizaba las palabras «terror insurgente» en referencia al ataque rebelde contra Irún del 1 de septiembre de 1936. Este último no había pasado por la censura rebelde porque Rice lo había enviado desde Francia. Aguilera le recordó las serias consecuencias a las que se enfrentaban los periodistas que se referían a los rebeldes como «insurgentes» y a los republicanos como «leales» o «tropas gubernamentales» en vez de «rojos». A continuación le dijo que escogiese entre irse de España o quedarse bajo estricta vigilancia y sin permiso para cruzar la frontera, lo que evitaría que se saltase la censura franquista. Rice decidió marcharse. Su periódico, el Morning Post, mencionó la expulsión del corresponsal en un editorial: «El hecho revela urbi et orbi que toda noticia que salga de fuentes derechistas pertenece al reino de la propaganda más que al reino de los hechos»[55].

En general, los corresponsales que estaban en la zona nacional sabían que solamente los representantes de publicaciones alemanas, italianas y portuguesas podían esperar un trato privilegiado. A cambio, estos periodistas escribían el tipo de artículos que complacían a los rebeldes, plagados de alabanzas sobre el heroísmo nacional y relatos horribles acerca de las atrocidades «rojas». Un buen ejemplo de esto era Curio Mortari, corresponsal de La Stampa de Turín y primer periodista en obtener un salvoconducto del cuartel general de Franco en Marruecos. Mortari acompañó a las columnas rebeldes en su sangriento avance de Sevilla a Badajoz. Sus crónicas sobre la actuación del Ejército, escritas con considerable admiración, justificaban ampliamente la confianza de los rebeldes en el periodista italiano[56]. Con frecuencia, los artículos publicados en la prensa portuguesa desvelaban mucha información. Por ejemplo, una crónica admitía que muchos de los refugiados que habían huido por la frontera de la matanza de Badajoz habían sido devueltos por la Policía portuguesa al Ejército español. Todavía más significativo era lo que decían los artículos sobre la posición privilegiada de los periodistas portugueses. El corresponsal de Diário da Manhã, que cubría las actividades represivas de la brutal Columna Castejón, escribió: «Sigo las operaciones junto al comandante de la columna». En Sevilla, el 7 de agosto, durante una de sus famosas emisiones radiofónicas, el líder rebelde de la zona, el general Gonzalo Queipo de Llano, tras dar la bienvenida públicamente a un grupo de periodistas portugueses, presentó en antena a Félix Correia, del Diário de Lisboa, y después le pasó el micrófono. Correia también fue invitado al cuartel general de Franco, en el magnífico palacio de la marquesa de Yanduri, y una vez allí el Caudillo le concedió una larga entrevista. El portugués devolvió el favor a su anfitrión con un largo y adulador artículo en el que describía «su simpatía radiante», le describía como un hombre «de mediana altura» y equiparaba su patriotismo con el de Hitler[57].

En otra ocasión invitó a Leopoldo Nunes, de O Seculo, a que le acompañase durante un viaje a Córdoba, y se pasaron las dos horas del recorrido en coche charlando tranquilamente. La afinidad que se estableció entre ellos hizo que un comprensivo Nunes fuese más allá que algunos de sus colegas. A finales de agosto de 1936, el corresponsal portugués condujo desde Ayamonte, en Huelva, hasta Riotinto, donde los mineros socialistas todavía resistían frente a los rebeldes. Nunes dijo que se había perdido, logró hacer varias entrevistas y se marchó sin que le pusiesen trabas. A continuación, se desplazó hasta Sevilla, donde informó al general Queipo de Llano de la situación, número y armamento de los mineros. El 27 de agosto, Nunes publicó un artículo en O Seculo alabando la operación militar que había aplastado la resistencia de los mineros. Esa misma tarde, un satisfecho Queipo de Llano invitó al «distinguido periodista portugués», don Leopoldo Nunes, a hablar en su programa de radio. Nunes declaró que la Guerra Civil española era «una lucha entre un ejército glorioso, apoyado por patrióticas milicias, y una manada de monstruos, que nada tienen en común con la especie humana, porque lo mismo asesinan a hombres no combatientes que a mujeres y niños, huyendo luego, como alimañas cobardes, ante los soldados del Ejército nacional»[58].

El 26 de febrero de 1937, el cuartel general de Franco emitió una orden dirigida a los ejércitos del Norte y del Sur:

Aparte de los periodistas italianos provistos de salvoconductos expedidos por este Cuartel General, solo los periodistas alemanes y españoles que además de ese documento posean una autorización especial para visitar el sector del dicho mando de V. E. podrán hacerlo. Los de otras nacionalidades tendrán necesidad de ir acompañados por un oficial de Prensa con salvoconducto que acredite su calidad además de poseer los requisitos anteriores. No se permitirá la estancia en el sector de cualquier periodista sin estos requisitos[59].

Al parecer, los corresponsales italianos y alemanes tenían instrucciones de evitar todo contacto con los periodistas de Gran Bretaña y Estados Unidos[60]. Resulta irónico que la libertad otorgada a los italianos por parte de las autoridades a cargo de la censura les causase problemas en alguna ocasión. Indro Montanelli estaba con las fuerzas italianas cuando entraron en Santander en agosto de 1937. En el artículo que mandó a Il Messagero dijo que el avance sobre la ciudad había sido «un desfile relajado con un solo enemigo, el calor». Montanelli no se había enterado de que la postura oficial de los comandantes italianos era que la conquista de la ciudad había ocurrido tras una batalla muy reñida y sangrienta, con la que se vengaba la derrota de Guadalajara. Dispuestos como estaban a repartir medallas y ascensos a partir de la versión oficial de los hechos, exigieron indignados que se retirase a Montanelli[61].

En cuanto a los corresponsales de los países democráticos, no a todos se les trataba con la misma dureza. Había algunas excepciones, sobre todo varios militares británicos de extrema derecha y católicos. Arnold Lunn, católico y prominente miembro del Partido Conservador, era un hombre profundamente reaccionario y antiguo alumno de la célebre Harrow School. Al llegar a España recibió una calurosa bienvenida por parte de su viejo amigo Luis Bolín, compañero de los almuerzos de la revista de ultraderecha English Review en Londres. Lunn se mostró comprensivo con las dificultades de Bolín para organizar la censura y reconoció la «ingrata tarea» del español, que «debía actuar como intermediario entre la Comandancia Militar, cuyo trabajo era ganar la guerra, y los periodistas, cuyo trabajo era informar sobre esta. Durante mi viaje por España, desde Irún a Algeciras, el capitán Bolín y sus colegas tuvieron conmigo todo tipo de atenciones». A Lunn le parecía perfectamente aceptable que los militares españoles quisieran evitar por todos los medios que los periodistas viesen algo comprometedor para sus aliados alemanes e italianos. Más adelante escribió: «A los alemanes, por ejemplo, que están probando sus nuevas defensas antiaéreas, les irrita especialmente la proximidad de los periodistas franceses, pues se sospecha que algunos de ellos son espías del gobierno francés, y uno en concreto ha sido arrestado por este motivo»[62].

Otro periodista inglés que había recibido un trato relativamente favorable era el corresponsal de aviación del Evening News de Londres, Nigel Tangye. Las entusiastas cartas de recomendación que traía de la Embajada en Londres del Tercer Reich y de otros contactos alemanes hicieron las delicias de Bolín. Por ese motivo, pusieron a disposición de Tangye un coche con chófer y le permitieron desplazarse, cámara en mano, sin escolta militar, lo que era un privilegio poco habitual. Sin embargo, el contacto directo con la realidad no hizo mella en la asombrosa ignorancia del corresponsal. Además, aunque sus artículos estaban llenos de falsedades favorables a los rebeldes, Tangye no se libró de los mismos retrasos frustrantes que sufrían el resto de los corresponsales. El periodista afirmó, en relación con los mercenarios marroquíes que luchaban con los rebeldes, que el sultán había enviado «a gran parte de su magnífico ejército a España, además de a su propio guardaespaldas». En parte, decía estas cosas porque creía erróneamente que Franco «hablaba árabe con soltura». Tangye también aseguró que la Iglesia católica no había tomado partido en la guerra hasta que la profanación de iglesias y el asesinato de curas la forzaron a apoyar la causa franquista. Todavía más extraña sería su afirmación de que el trotskista POUM había ganado importancia gracias a la ayuda soviética[63]. Pese a todo, las dificultades de Tangye con la censura rebelde no tenían nada que ver con su ignorancia, sino que eran algo común a todos los corresponsales.

Por eso, tras la derrota de Guadalajara, las autoridades militares italianas empezaron a instruir a la prensa extranjera y a llevar a los periodistas a visitar los sectores italianos del frente de Bilbao. También poseían un servicio especial de correo para trasladar los informes del frente a San Juan de Luz. De esta forma, los mensajes tardaban entre ocho y doce horas menos en llegar a Londres y Nueva York que aquellos que tenían que pasar por la censura franquista. El comandante Manuel Lámbarri, de la Oficina de Prensa en Vitoria, amenazó a Reynolds Packard, de United Press, con la expulsión inmediata de la zona insurgente si visitaba el frente con los italianos. «Ya va siendo hora de que os deis cuenta de que esta es una guerra española. Si necesitamos un poco de ayuda del exterior no es culpa nuestra. El otro lado también la tiene. Pero no pararemos hasta que veáis esta guerra desde una perspectiva española». Más difícil sería para los censores rebeldes romper la estrecha relación que el corresponsal del New York Times, William P. Carney, defensor a ultranza de la causa franquista, había establecido con los oficiales de prensa italianos[64].

El trato que recibiría John Whitaker sería mucho más siniestro, pues Aguilera sospechaba, con razón, que el periodista era contrario a la causa nacional. Durante la etapa final de la marcha del Ejército franquista sobre Madrid, Whitaker visitaba el frente sin escolta. Una noche, a altas horas de la madrugada, Aguilera se presentó en su alojamiento con un agente de la Gestapo y amenazó con fusilarle si volvía a acercarse a primera línea de combate sin un miembro de su personal. «La próxima vez que estés solo en el frente y te encuentres bajo fuego cruzado, te dispararemos nosotros. Diremos que caíste en una acción enemiga. ¡Entérate bien!»[65].

Hubo, por supuesto, un pequeño número de periodistas que nunca tuvieron problemas con el aparato de censura gracias a su entusiasmo por la causa nacionalista. Cecil Gerahty, del Daily Mail, fue uno de ellos. Nunca había ocultado su oposición radical a la República y, por lo tanto, estuvo encantado de saber que el general Queipo de Llano quería que «diese una breve charla en la radio para los muchos oyentes ingleses que había no solo en España sino también en Gibraltar y Marruecos». Tras varias copas de jerez, Gerahty dio un discurso que, según afirmaría más tarde, hizo que al locutor se le saltasen las lágrimas. Entre las alabanzas que dedicó a los rebeldes, proclamó: «Por favor, recordad que España no lucha para que se puedan escribir buenas crónicas sobre una serie de victorias espectaculares. Unos elementos extraños han sembrado malas hierbas en sus jardines y hay que arrancar esas malas hierbas». Supuestamente, Queipo de Llano se emocionó tanto que hizo que tradujesen el discurso y lo repitió en su programa al día siguiente. O el jerez nubló la memoria de Gerahty, o los medios de comunicación de los nacionales decidieron no mencionar al general citando sus palabras, porque en la prensa de Sevilla no aparece el discurso[66].

El deseo de Gerahty de complacer a sus anfitriones lo superó con creces F. Theo Rogers, un católico de Boston que había servido en las guerras de Estados Unidos contra España en Cuba y en las Filipinas. Durante ambos conflictos, Rogers había entablado amistad con Theodore Roosevelt. Después, como periodista, acabó siendo director del Philippines Free Press y se hizo muy rico. En la primavera de 1936 salió de las Filipinas para pasar unas largas vacaciones en España, donde tenía muchos amigos entre la aristocracia y el Ejército. En 1937 apareció Spain: A Tragic Journey, fruto de sus observaciones durante este período. El libro, que lucía el prólogo entusiasta de Theodore Roosevelt, era una denuncia feroz de la República y un canto de alabanza a los rebeldes. Entre otras cosas, Rogers afirmaba que la campaña electoral del Frente Popular la había financiado Moscú y que la victoria se había conseguido «con influencias terroristas» y un «fraude electoral enorme». En realidad, la violencia y el fraude electoral los había llevado a cabo la derecha. Rogers también repitió la absurda historia de que existía un complot comunista para imponer un gobierno soviético en España, y presentó el levantamiento militar como una reacción contra el «gansterismo» del gobierno republicano.

En cuanto a la intervención extranjera durante la guerra, Rogers afirmó que era «totalmente cierto» que «había regimientos enteros de rusos, dirigidos por oficiales rusos, luchando por el gobierno de Madrid», tal y como habían afirmado sus amigos españoles. Como contraste al comentario sobre los soviéticos, Rogers escribió: «He viajado por toda la España blanca. No he visto nunca a un soldado u oficial italiano. Habré visto como mucho a 150 alemanes, todos ellos vinculados a la Legión Extranjera en calidad de técnicos». También alabó el apoyo de Hitler a Franco, alegando que el Führer «teme lo que el comunismo pueda hacer con nuestra civilización». Según Rogers, la vida en la España republicana estaba inmersa en una oleada constante de terror, asesinatos, violaciones y robos. De las ejecuciones en masa y el terror de la zona rebelde no decía nada. Afirmó, sin embargo, que durante sus extensos viajes por la España blanca no había visto «ninguna muestra de desorden, ninguna señal de muchedumbres desorganizadas». Su opinión de la represión franquista era aséptica en extremo. No había sido testigo de violencia alguna, solo unas pocas ejecuciones, «pero por lo menos había un juicio, aunque fuese sumario». Su relato sobre lo que ocurría cuando los franquistas tomaban una ciudad era de lo más ingenuo: «Se indica a los obreros que vuelvan a sus tareas diarias. Puede que hasta ese momento hayan estado con los rojos. Ahora deben olvidarse de la política y la guerra. Lo que cuenta es su presente y su futuro, no su pasado». Llegó a decir que había encontrado «obreros que estaban de acuerdo con las ejecuciones ordenadas por las fuerzas blancas».

Cuando se publicó el libro de Rogers, el padre Francis Talbot, un jesuita importante, escribió un prefacio en el que expresaba su esperanza de que Spain: A Tragic Journey sirviese «para desilusionar a todo estadounidense que aún crea en el burdo mito de la democracia española que se profesa y practica en los territorios a los que llaman “leales”». A continuación, el jesuita afirmaba que las conclusiones del libro culpaban a los republicanos de «derogar los derechos fundamentales, violar todas las libertades y crear un reino de terror y caos. Y ratifican que la España nacional lucha por la ley, el orden, la cultura, la justicia»[67].

Aunque no estuviese exactamente al mismo nivel que Rogers, William P. Carney, del New York Times, demostró ser otro defensor entusiasta de la causa rebelde. En los círculos de la prensa neoyorquina se le apodaba «el agente de prensa del general Franco en nómina de The Times»[68]. Hasta cierto punto, se había labrado el camino al escribir un artículo de despedida de la zona republicana muy crítico, que luego publicó como panfleto en Estados Unidos, con lo que logró que la opinión del mundo católico norteamericano se inclinase a favor de Franco. Constancia de la Mora afirmaría más adelante que, como recompensa por revelar los detalles exactos de los emplazamientos de artillería en Madrid, los rebeldes entregaron a Carney al abandonar este la capital un «uniforme fascista de excelente calidad». De la Mora también alegó que, después de la Guerra Civil, Carney envió una carta al cardenal Gomá, primado de España, dándole la enhorabuena por la «victoria gloriosa» de Franco[69]. A raíz de esto, Carney intentó demandar a De la Mora por daños y perjuicios. Su abogado no debatió la afirmación sobre las defensas antiaéreas, porque no podía hacerlo, pero argumentó con poca convicción que Carney «no era fascista, nunca había tenido en su posesión un uniforme fascista y, ciertamente, nunca se había puesto uno», y que en la carta no daba la enhorabuena a Gomá por su victoria gloriosa, sino por la salvación del catolicismo en España gracias a la victoria de Franco[70]. El 18 de mayo de 1937, el embajador estadounidense, Claude Bowers, informó al Departamento de Estado de Estados Unidos de que la estación de radio italiana en Salamanca había ofrecido a los corresponsales de guerra hasta diez mil liras por discursos propagandísticos. William Carney estaba entre los que habían aceptado la propuesta y, de acuerdo con las condiciones impuestas, terminó su charla con el grito franquista: «¡Arriba España!»[71]. No hay que olvidar que Carney sería condecorado después de la guerra por la católica Orden de los Caballeros de Colón de Estados Unidos, y se convertiría en propagandista de la Guerra Fría al servicio del gobierno estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial[72].

En cualquier caso, una vez llegó a la zona nacional, Carney continuó con la actitud del polémico artículo de Madrid, manipulando las noticias en favor de los rebeldes y contra la República. El día en que se destruyó Guernica, por ejemplo, envió un telegrama de tono triunfal al New York Times para informar con euforia sobre la captura de Eibar y Durango. La versión que dio sobre las fuerzas vascas era terriblemente exagerada, y entre otras cosas mencionaba la existencia de abundante artillería moderna y una fuerza aérea de cien aviones, cuando en realidad casi no llegaban a los diez[73]. Después del bombardeo de Guernica, se sumó enseguida a las filas de los profranquistas que argumentaban que la ciudad había sido dinamitada por los propios vascos, y tras visitarla, escribió: «La mayor parte de la destrucción podría ser el resultado de incendios y explosiones con dinamita». También citó con aprobación la calumnia rebelde de que uno de los principales testigos del bombardeo, el padre Alberto Onaindía, era «un joven cura apartado del sacerdocio»[74].

El 22 de julio de 1937, Carney entrevistó al piloto estadounidense Harold Dahl, capturado tras tirarse en paracaídas sobre Brunete. Pese a que Dahl había sido víctima de duras amenazas, Carney le citó diciendo que le habían tratado con «amabilidad y consideración» y «exquisita cortesía». El grueso del artículo intentaba dar la impresión de que las Fuerzas Aéreas republicanas estaban totalmente controladas por los rusos[75]. No fue la única vez que Carney inventó detalles en sus artículos. En diciembre de 1937, cuando los republicanos aún luchaban por defender la recién capturada Teruel, los rebeldes emitieron un comunicado afirmando que ya lo habían reconquistado, en lo que resultó ser una muestra de excesiva confianza. Carney publicó el comunicado y añadió varias pinceladas de lo más imaginativas sobre el recibimiento de la población a los soldados franquistas con aclamaciones de júbilo y saludos fascistas. Herbert Matthews no se creyó la historia y realizó junto a Robert Capa un peligrosísimo viaje de tres días de Barcelona a Teruel. Al llegar y ver que la ciudad seguía en manos republicanas, escribió un artículo con una crítica implícita a Carney:

Los rebeldes nunca llegaron a la ciudad, nunca entraron en contacto con la guarnición ni los refugiados en los sótanos de Teruel, nunca capturaron a ningún oficial del cuartel general del gobierno y, en conclusión, nunca amenazaron de verdad a la capital de provincia que sigue bajo el mando firme del gobierno. Está demostrado que, para asegurarse de que cualquier cosa en esta guerra es cierta, uno tiene que ir en persona y verlo con sus propios ojos[76].

Tras leer el artículo de Matthews, Jay Allen telegrafió a Hemingway: «INFORMA MATTHEWS SU MATERIAL GRAN IMPRESIÓN TODOS. CARNEY METIDO BUEN LÍO SUS IDEAS AHORA OBVIAS»[77].

A principios de abril de 1938, Carney y otros periodistas, entre ellos Kim Philby, visitaron el campo de concentración de la academia militar de Zaragoza, donde se encontraban los miembros capturados de las Brigadas Internacionales. Uno de los brigadistas estadounidenses, Max Parker, dijo que no hablaría con ellos mientras Carney estuviese presente, pues estaba convencido de que era un propagandista de Franco. Carney no se dio a conocer entre el grupo de periodistas, y más adelante publicó un relato de la visita que no tenía nada que ver con la penosa realidad de los prisioneros. Citaba con aprobación al teniente coronel Lorenzo Martínez Fuste, jefe del cuerpo jurídico de Franco, que estaba a cargo de la supervisión de las sentencias de muerte: «A los extranjeros se les trata igual que a los prisioneros españoles». Lo que no mencionaba Carney es que esto significaba hacinamiento, inanición, palizas, ejecuciones y enfermedades tanto para los voluntarios internacionales como para los republicanos españoles. El periodista también afirmaba que los prisioneros estaban encantados con el trato que recibían, impresionados con lo bien que les daban de comer y convencidos de que las condiciones de su cautiverio eran mucho mejores que las condiciones que tenían cuando luchaban para la República. Parker revelaría más adelante que Carney había falsificado las entrevistas utilizando los documentos de los prisioneros que le facilitaron los franquistas. En el mismo artículo, Carney también incluía otra falsedad sobre cómo el Comité Norteamericano de Ayuda a la Democracia Española reclutaba voluntarios, una aserción que dañaría los esfuerzos posteriores de la organización para recaudar fondos. Más adelante informó erróneamente de que el cónsul de Estados Unidos, Charles Bay, había afirmado que el Departamento de Estado no iba a hacer nada para ayudar a los voluntarios estadounidenses condenados a muerte por los franquistas. Tuvo que publicar una retractación, pero su intención de debilitar la campaña de reclutamiento ya había quedado patente[78].

Carney se sentía como en casa en la zona rebelde. Tras visitar el improvisado campo de concentración franquista ubicado en el monasterio abandonado de San Pedro de Cardeña, a diez kilómetros de Burgos, Carney escribió una crónica el 9 de julio de 1938 que decía mucho de su sentido de la ética. Entre los prisioneros que vivían hacinados en el campo había un número importante de brigadistas internacionales, a los que se sometía regularmente a palizas y torturas. Cuando los carceleros ordenaron a los estadounidenses que se dirigiesen a la zona de reunión para ser entrevistados por Carney, estos llamaron de inmediato al brigadista irlandés Bob Doyle, que acababa de recibir una paliza terrible, para sustituirlo por uno de ellos y unirse a otra víctima de la tortura, Bob Steck. Carney interrogó a los prisioneros, exigiendo información sobre quién les había dado los fondos para ir a España y cuántos pertenecían al Partido Comunista. Los prisioneros estaban convencidos de que Carney estaba intentando recopilar material para mancillar la reputación de los brigadistas en Estados Unidos. Los portavoces de los norteamericanos, Lou Ornitz y Edgar Acken, periodista también, contestaron que eran todos antifascistas y que no sabían cuántos comunistas había entre ellos. Le informaron sobre las atroces condiciones en las que vivían y las palizas que recibían, pero Carney se mostró escéptico sobre las denuncias de brutalidad y se negó a visitar sus dependencias. Ante esto, los brigadistas llevaron a la sala a Doyle y Steck y les levantaron la camisa para que viese los largos verdugones en carne viva que tenían en la espalda.

La turbación de Carney fue manifiesta. Ornitz le dijo entonces que, si de verdad quería ayudar a los prisioneros, debía informar al Departamento de Estado sobre las terribles condiciones en las que se encontraban. Pero, en lugar de eso, Carney informó al jefe de la prisión; Ornitz recibió una paliza y sufrió la reducción de su ración de alimentos. El periodista publicó un artículo fraudulento en el New York Times, en el que describía el campo en términos idílicos y afirmaba que los prisioneros tenían suficiente espacio y buena comida y agua. Según Carney, cualquier forma de maltrato que pudiera tener lugar, siempre ocurría en respuesta al comportamiento subversivo de los prisioneros. Sin embargo, la publicación de sus nombres hizo que fuese imposible que los franquistas les ejecutasen por las buenas[79]. El prisionero y dibujante Jimmy Moon satirizó el artículo de Carney en el boletín de noticias clandestino del campo, el San Pedro Jaily News, con una caricatura en la que se veía a los cautivos pasando el rato, leyendo y pescando en el río, mientras una enfermera voluptuosa atendía a los heridos[80].

Carney fue testigo del intercambio de catorce brigadistas el día 8 de octubre de 1938. Al otro lado del puente internacional de Hendaya esperaba a los prisioneros David Amariglio, el representante de los Amigos de la Brigada Abraham Lincoln. Su misión era organizarles el pasaje de vuelta con los fondos que Louis Fischer le había entregado de los haberes cedidos por el gobierno de Negrín. Según Claude Bowers, que también estaba presente, trataron a Carney con amabilidad, pese a tenerle «una aversión horrible». Sin embargo, le reprocharon las mentiras descaradas que había escrito en la crónica sobre San Pedro.

Lo aceptó sin demasiado interés. Con todo descaro, nos dijo que había mentido «porque era la única forma de hacer llegar el artículo al exterior»; otra falsedad, dado que lo podría haber mandado desde Francia. Su afirmación rotunda de que, según nuestra propia admisión, habíamos sido reclutados por el Partido Comunista o por el Comité Norteamericano, era del todo absurda. Durante la entrevista no se había tocado el tema y la realidad era muy distinta.

La versión de Carney sobre los hechos no dice nada de que cuestionasen su ética, pero hace especial hincapié en que Amariglio era comunista y los Amigos de la Brigada Abraham Lincoln, una organización tapadera de los comunistas[81].

Carney fue uno de los corresponsales británicos y estadounidenses que mejor relación mantuvo con el aparato de censura rebelde. Muy distinto sería el caso de Hubert Knickerbocker, un periodista pelirrojo de fama mundial que, a través de sus artículos en el grupo de prensa Hearst, había ayudado mucho a la causa franquista. Pese a todo, Knickerbocker fue arrestado durante la campaña contra el País Vasco en abril de 1937[82]. El incidente en cuestión colocaría a Aguilera y a sus superiores, en una situación muy embarazosa. Claude Bowers, el embajador estadounidense, informó a Washington sobre los antecedentes del enfrentamiento entre Knickerbocker y las autoridades rebeldes:

El general Franco es cada vez más intolerante con los corresponsales de guerra que acompañan a su Ejército. Al empezar el ataque contra Málaga, no los dejó entrar. Estos hombres llevaban meses con él y habían escrito artículos de lo más favorables a la causa franquista. Si alguno merecía su aprobación era Knickerbocker. Hace cinco meses yo le veía con frecuencia, y ya entonces consideraba que la victoria de Franco era inevitable e inminente. Regresó a Estados Unidos hace tres meses y ahora le han enviado de vuelta otra vez. Le he visto dos veces en mi casa de San Juan de Luz. Estaba esperando un permiso para cruzar la frontera y volverse a unir al Ejército. Le acaban de informar de que «no puede continuar con su viaje a España». La única explicación que puede dar uno a esta negativa es que hay algo en las circunstancias presentes que el general Franco no quiere que se pregone por el mundo. Knickerbocker se ha quedado estupefacto con este cambio de actitud[83].

Pese a que le habían prohibido adentrarse en España, el intrépido Knickerbocker atravesó la frontera una semana más tarde. Le atraparon y encarcelaron en San Sebastián durante treinta y seis horas, y no le soltaron hasta que su amigo y compañero de profesión, el periodista Randolph Churchill, montó un gran escándalo. A continuación le expulsaron del país. Knickerbocker estaba convencido de que lo ocurrido se debía a una denuncia del capitán Aguilera, y su venganza fue devastadora. El 10 de mayo de 1937, el periodista pelirrojo publicó en el Washington Times un artículo en el que se limitaba a describir el tipo de sociedad que los militares rebeldes planeaban establecer en España, basándose en las opiniones antisemitas, misóginas y antidemocráticas de Aguilera, y en especial, en su afirmación de que «vamos a ejecutar a cincuenta mil personas en Madrid. Y no importa adónde intenten escapar Azaña y Largo Caballero (el presidente del gobierno) y el resto, pues, aunque tengamos que estar años buscándoles por el mundo entero, les atraparemos y mataremos a todos y cada uno de ellos». El 11 de mayo de 1937, Jerry J. O’Connell, de Montana, citó largo y tendido el artículo de Knickerbocker en el Congreso de Estados Unidos. Con el bombardeo de Guernica tan fresco en la mente de todos, la acción del corresponsal tuvo que ser un duro golpe propagandístico para los franquistas.

El artículo planteaba una pregunta hipotética sobre el tipo de sociedad que Franco establecería si ganaba la guerra, y la contestaba usando las palabras de Gonzalo Aguilera, convertido en el imaginario comandante Sánchez. En él, Aguilera decía:

No es solo una guerra de clase, también es una guerra de razas. No lo entiendes porque no te das cuenta de que en España hay dos razas: una raza esclava y una raza gobernante. Los rojos, desde el presidente Azaña hasta los anarquistas, son esclavos. Nuestra obligación es devolverles al lugar que merecen —o sea, colocarles las cadenas otra vez, si prefieres decirlo así—. La culpa de esta guerra la tiene el sistema moderno de alcantarillado. Sin duda, porque si a la selección natural no le hubiesen puesto trabas, habría acabado con la mayoría de las alimañas «rojas». Azaña es un ejemplo típico. Probablemente hubiese muerto de parálisis infantil, pero le salvaron las malditas cloacas. Tenemos que acabar con las cloacas.

Al parecer, la victoria de F. D. Roosevelt en las elecciones presidenciales tuvo varios días afligido a Aguilera, que comentó al respecto: «De lo que no te das cuenta es de que cualquier demócrata estúpido, o como quieran llamarse, se presta a ciegas a los fines de la revolución “roja”. Los demócratas sois todos siervos del bolchevismo. Hitler es el único que sabe reconocer a un “rojo” cuando lo ve». Su expresión favorita era: «¡Échales y mátales!». Quería abolir los sindicatos y castigar la afiliación a estos con la pena de muerte. Para los obreros industriales, Aguilera defendía la administración paternalista de los dueños de las fábricas, y para los campesinos, una servidumbre benevolente. También opinaba que la educación tenía efectos perniciosos, como recoge Knickerbocker: «Debemos destruir la prole de escuelas “rojas” que la llamada “república” instaló para enseñar a los esclavos a rebelarse. A las masas les basta con leer lo suficiente como para entender órdenes. Debemos restaurar la autoridad de la Iglesia. Los esclavos la necesitan para que les enseñe a comportarse». Su opinión sobre las mujeres no había cambiado mucho de lo que en su día ya expresó ante Whitaker: «Es deplorable que las mujeres voten. Nadie debería votar, y mucho menos las mujeres». Los judíos eran «una peste internacional» y la libertad, un «engaño utilizado por los “rojos” para tomar el pelo a los supuestos demócratas. En nuestro estado, la gente tendrá libertad para callarse la boca»[84].

Otro corresponsal que parecía simpatizar con los rebeldes era Harold A. R. Philby, apodado Kim por el héroe de un cuento de Rudyard Kipling sobre un espía. Como Knickerbocker, Kim acabaría perjudicando a la causa rebelde, pero de forma muy distinta. Le recibieron con los brazos abiertos porque era el corresponsal del Times, y además había sido recomendado por la Embajada alemana de Londres. Correspondió a su confianza escribiendo artículos favorables a la causa rebelde que deleitaron a sus anfitriones, pero la verdad es que Philby era un espía ruso. Edith Suschitzky, una cazatalentos del NKVD, le había reclutado en Londres en el verano de 1934. Suschitzky estaba casada con el doctor Alex Tudor Hart (que más adelante serviría en los servicios médicos de las Brigadas Internacionales en España) y era amiga de la mujer austríaca de Philby, Litzi Friedman. Philby recibía una instrucción paternalista por parte de su «controlador» o agente a cargo de su caso, Arnold Deutsch, que trabajaba a las órdenes de Aleksandr Orlov, jefe de la «sección» del NKVD en Londres y que más adelante desempeñaría un papel crucial en la Guerra Civil española. Como Philby era conocido por sus tendencias izquierdistas, para que pudiese ser reclutado por el Foreign Office o los servicios secretos británicos tenían que enterrar su pasado. Con este fin se le puso a trabajar en una pequeña revista llamada Review of Reviews, donde se afanó en labrarse una imagen de hombre sin convicciones políticas aunque algo liberal[85].

Este empleo le sirvió de trampolín para conseguir trabajo en la Anglo-Russian Trade Gazette, una publicación que llevaban unos hombres de negocios ingleses con intereses comerciales en la Rusia prerrevolucionaria, y que, a ojos de Moscú, estaban vinculados a los servicios secretos británicos. Como no había ninguna posibilidad de que los rusos les devolviesen el dinero, la Gazette se iba al garete y sus propietarios decidieron convertirla, con el apoyo del Tercer Reich, en una publicación angloalemana. Philby fue nombrado director y también pasó a formar parte de la Fraternidad Angloalemana, una organización formada por hombres de negocios, miembros del parlamento y personajes de la alta sociedad afines a la causa nazi, a los que Churchill se refería burlonamente como la «brigada Heil Hitler». Esto no solo aumentó la credibilidad de Philby, sino que también le permitió recoger información para Moscú sobre la magnitud del apoyo británico a Hitler. Orlov, que acababa de ser desenmascarado, abandonó Londres y fue reemplazado por Theodore Mally, de origen húngaro. Justo cuando Philby estaba a punto de ser despedido por el Ministerio de Propaganda alemán por no haber adoptado aún una línea claramente pronazi, fue informado por sus controladores rusos de que iba a ser enviado a España, haciéndose pasar por un periodista pronazi en la zona rebelde: «Me dijeron que, además de recoger información, era primordial que en este viaje adquiriese buena reputación y me estableciese como periodista para obtener un trabajo todavía más importante». Se esperaba que recopilase datos para los rusos sobre las aportaciones políticas y militares de los alemanes e italianos al esfuerzo bélico franquista, y que eso mismo le llevase a ser fichado por los servicios secretos británicos como posible «topo» o informante[86].

La tapadera de Philby era la de un periodista independiente, y con este fin había logrado la acreditación del Evening Standard londinense y de una revista alemana llamada Geopolitics. A través de la Embajada de Alemania, entró en contacto con el duque de Alba, que era el agente diplomático de Franco en Londres. El duque le proporcionó cartas de recomendación, una de ellas dirigida a Pablo Merry del Val, que por aquel entonces estaba a cargo de la censura en Talavera de la Reina. Más adelante Philby escribiría:

Mi misión inmediata consistía en obtener información de primera mano sobre todos los aspectos del esfuerzo bélico fascista. Después, el plan era transmitir en persona la mayor parte de esta información a contactos soviéticos ubicados en Francia y, más ocasionalmente, en Inglaterra. Pero, para las comunicaciones urgentes, me habían dado un código y una serie de direcciones tapadera fuera de España. Antes de irme de Inglaterra, habían escrito las instrucciones sobre el uso del código en un trocito de una lámina que parecía papel de arroz y que normalmente llevaba en el bolsillo pequeño de los pantalones.

Pero, además, Philby tenía que encontrar la manera de introducirse en el cuartel general de Franco e informar sobre todo lo relacionado con los controles, el personal y las posibles lagunas de seguridad, con el objetivo de facilitar un intento de asesinato contra el Caudillo. El 3 de febrero de 1937, Philby salió de Londres camino a Sevilla. Al principio fue informando a sus contactos rusos sobre la situación militar, las entregas de armamento, el movimiento de tropas y la posición de los aeródromos. Estos datos se transmitían entonces a los republicanos[87].

Aunque nunca se descubrió la tapadera, en abril de 1937 Philby estuvo a punto de terminar frente al pelotón de fusilamiento en Córdoba, adonde había ido tras ver un cartel que anunciaba una corrida de toros. La oportunidad de combinar una visita a la plaza con un viaje al frente este de la ciudad había sido demasiado tentadora para Philby. Por desgracia, no le habían informado de que necesitaba un salvoconducto especial para entrar en lo que era una zona militar restringida. La Guardia Civil le arrestó en medio de la noche y le llevó a su cuartel general. Registraron minuciosamente su equipaje y le interrogaron. Philby temía que descubriesen los códigos secretos al revisar su ropa. Cuando le pidieron que se vaciase los bolsillos, se le ocurrió tirar la cartera a la mesa y, mientras los interrogadores se lanzaban sobre ella, logró hacer una bola con el papel en el que estaban escritos los códigos y tragársela[88].

Philby regresó a Londres en mayo de 1937. Tras dar parte, sus controladores decidieron recomendar que se le eximiese de participar en la trama para asesinar a Franco. A cambio, le ordenaron que se las arreglase para encontrar trabajo como corresponsal de alguno de los periódicos importantes, para así acercarse a los servicios secretos británicos. Gracias a su padre, Harold St. John Bridger Philby, un arabista muy influyente, el Times le contrató el 24 de mayo como sustituto de James Holburn, que había cubierto la campaña del País Vasco. A finales de junio de 1937, tras volver a visitar la Embajada de Alemania, Philby llegó a España, donde su conexión con Joachim von Ribbentrop pagaría dividendos. Las recomendaciones que traía deslumbraron a Bolín, que concluyó que Philby era «un tipo decente cuyos informes inspiraban confianza porque era muy objetivo» y todo un «caballero», opinión que compartía con Merry del Val. La Nochevieja de 1937, durante la batalla de Teruel, Philby sobrevivió a los disparos de la artillería republicana contra el coche en el que iba con otros tres corresponsales, que perecieron en el ataque. La Cruz Roja del Mérito Militar con la que fue condecorado por el propio Franco respondía tanto a la brecha que se hizo en la cabeza como a la importancia que había adquirido. A partir de entonces, Philby cubrió la ofensiva de las tropas franquistas desde Teruel hacia el mar, y luego la batalla del Ebro. Fue uno de los primeros corresponsales que entró en Barcelona con las fuerzas de ocupación, lo que fue para él una experiencia muy dolorosa, «el peor momento de mi vida»[89]. Más tarde afirmaría: «Resultar herido en España ayudó inmensamente a mi carrera, como periodista y como espía; eso es innegable. Se me abrieron todo tipo de puertas». Pese a todo, no es descabellado pensar que Philby infligió más daño al esfuerzo bélico franquista que los corresponsales que intentaban saltarse la censura enviando sus crónicas desde Francia.

Si se hubiera llegado a descubrir el verdadero objetivo de Philby, Bolín se habría encontrado en una situación un poco humillante, dada la calurosa bienvenida que había dado al espía. En cualquier caso, al capitán le quedaba poco tiempo como jefe del servicio de prensa rebelde, cargo que venía ostentando desde la salida de Millán Astray y la transformación, en enero de 1937, de la Oficina de Prensa y Propaganda en la Delegación para Prensa y Propaganda, bajo el mando de Vicente Gay. Bolín también había sobrevivido a la sustitución de Gay por Manuel Arias Paz. Sin embargo, su fracaso al desmentir el bombardeo de Guernica fue su perdición[90]. Además, el furor que causó la destrucción de la ciudad vasca coincidió con la puesta en libertad de Arthur Koestler y con la publicidad hecha sobre su arresto y el papel de Bolín en todo el asunto.

Alarmado por lo perjudicial que era todo eso para la causa nacionalista, el marqués del Moral, Frederick Ramón Bertodano y Wilson, coordinador angloespañol de la propaganda profranquista en Londres, se dirigió a toda prisa a Salamanca para avisar al Caudillo. Bertodano, como otros simpatizantes nacionalistas, se había creído la historia de los dinamiteros vascos, pero le preocupaba el daño que los informes sobre el bombardeo estaban causando a los nacionales. Le suplicó a Franco que se llevase a cabo una investigación para que saliese a la luz la «verdad» de lo ocurrido. Lógicamente, el Generalísimo se negó y se limitó a prometer que renovaría las declaraciones que habían hecho en su momento utilizando otras formas. Sin embargo, el marqués del Moral, junto con otro propagandista franquista, el británico Arthur Loveday, se reunió con Manuel Arias Paz, que acababa de ser nombrado delegado de Prensa y Propaganda, y le convenció de que Bolín estaba perdiendo el apoyo de corresponsales británicos que, en realidad, eran favorables a la causa nacional. Es posible que la presión que ejercieron entre los tres fuese suficiente como para que Franco destituyese a Bolín, reemplazado de inmediato por Pablo Merry del Val, que el 18 de mayo había ascendido de jefe de prensa del frente en Madrid a jefe de relaciones con la prensa extranjera en Salamanca y Burgos. A partir de entonces, el trato a los corresponsales mejoró un poco, e incluso el mismo Franco llegó a recibir a un grupo de ellos el 15 de julio de 1937, para informarles de que la censura en su España era mucho más suave que en la zona republicana. Bolín fue nombrado «enviado especial de la Delegación en Gran Bretaña, Países Escandinavos y Estados Unidos», puesto en el que tenía que ejercer presión sobre políticos y medios de comunicación. En febrero de 1938, fue nombrado jefe del Servicio Nacional de Turismo, y pasó a ocuparse de organizar visitas turísticas a los lugares de interés en la zona rebelde[91].

El trato que recibió el primer periodista en llegar a Guernica después de la ocupación rebelde, ilustra la brutalidad que los nacionalistas utilizaron para «manipular» las noticias del bombardeo de la ciudad. Se trataba del francés Georges Berniard, de Le Petite Gironde, que previamente había estado con las fuerzas rebeldes en San Sebastián, Oviedo y Toledo. El 29 de abril, sin embargo, había volado de Biarritz a Bilbao, donde las autoridades republicanas del País Vasco le entregaron unos salvoconductos, y de allí condujo hasta Guernica sin saber que estaba ya en manos rebeldes. Le detuvieron a punta de pistola nada más llegar y le acusaron de espionaje. Cuando un oficial preguntó quiénes eran Berniard y su guía, los captores respondieron: «Son comunistas que se hacen pasar por periodistas». Se salvó gracias a la intervención de un corresponsal italiano, Sandro Sandri, que respondió por él, dándole así el tiempo que necesitaba para tragarse las cartas comprometedoras que llevaba encima. Fue entregado al capitán Aguilera, quien aceptó que probablemente no era un espía, pero le acusó de contravenir el decreto rebelde que condenaba a muerte a cualquier periodista extranjero que, habiendo trabajado en la zona franquista, se encontrase en compañía de las fuerzas republicanas. Se fusiló a su chófer y a dos periodistas vascos que habían estado con él esa mañana en Bilbao, y que cansados de esperar a que les entregasen los salvoconductos necesarios, se habían marchado por su cuenta a Guernica. Berniard pasó treinta y seis horas bajo arresto hasta que Aguilera le dijo que le liberaría con la condición de que escribiese un artículo agradeciendo a los generales Franco, Mola y Solchaga su clemencia. El periodista cumplió con lo acordado al llegar a Francia. El hecho de que Malet-Dauban siguiese incomunicado y condenado a muerte pudo muy bien influir en que Berniard, y de hecho otros periodistas, secundaran la línea rebelde. Ese parece que fue el caso de Georges Botto, el sustituto de Malet-Dauban como corresponsal de la Havas Agency. Bajo la orientación de Aguilera, Botto escribió una crónica que sostenía la versión de los nacionales de que Guernica no había sido bombardeada sino incendiada por los propios vascos[92].

El nombramiento de Merry del Val mejoró el trato a los corresponsales en el día a día, siempre y cuando no hiciesen preguntas incómodas o intentasen enviar información comprometedora. Guernica entraba en esta categoría. Aunque Bolín había sido sustituido, el aparato de prensa al completo, incluido Aguilera, colaboró en el encubrimiento del bombardeo de la ciudad vasca, que se ocultaría durante años. A corto plazo, esta táctica implicaba la vigilancia intensa de periodistas «discrepantes» que intentasen acercarse a las ruinas de la ciudad y la expulsión de los que escribiesen crónicas desfavorables. También supuso que los periodistas que simpatizaban con la causa rebelde recibiesen directrices más severas sobre la redacción de sus artículos[93].

Tras el revuelo de la campaña vasca, Aguilera fue transferido del Estado Mayor de Mola a la Delegación del Estado para Prensa y Propaganda[94]. Este cambio no afectó a su deseo de estar directamente involucrado en los combates. Aguilera tomó parte en el asalto a Santander que tuvo lugar a continuación, acompañando de nuevo a las brigadas navarras. De hecho, entró en la ciudad vencida dos horas antes de que llegase ninguna fuerza nacional, junto al corresponsal del Times, Kim Philby. Aguilera condujo a través de miles de milicianos republicanos, todavía armados pero totalmente paralizados y abatidos ante la rapidez de la derrota[95]. Poco después, Virginia Cowles se encontró en medio de la ciudad recién capturada. El capitán Aguilera se ofreció a llevarla hasta León, donde estaría más cerca del cuartel general de Franco mientras el Caudillo continuaba con su ofensiva sobre Asturias. Tenía un Mercedes amarillo claro, con dos fusiles grandes en el asiento de atrás y «un chófer que conducía tan mal que solían animarle a que durmiese». Con sus botas y pantalones de caballería y una gorra con una borla azul colgando de ella, Aguilera se comportaba al volante como si montara un caballo de carreras. Como las carreteras estaban llenas de refugiados y tropas italianas, se dedicaba a insultar desde el coche a los otros vehículos. De vez en cuando se quejaba y decía: «No se ve a ninguna chica guapa. Mientras no tengan cara de sapo, las chicas siempre encuentran sitio en algún camión italiano». La presencia de un corresponsal extranjero no parecía afectarle lo más mínimo. Si cabe, su conversación se volvió todavía más grosera al tener delante a la señorita Cowles, una mujer atractiva que se parecía un poco a Lauren Bacall. Se paró a preguntar el camino a alguien que resultó ser alemán, tras lo cual comentó: «Buena gente, estos alemanes, pero demasiado serios; nunca van con mujeres, pero me imagino que no han venido a eso. Si matan a suficientes rojos, se les puede perdonar todo»[96]. Según narra la propia Virginia Cowles, el capitán le dijo:

—¡Malditos rojos! ¿Quién les manda meter ideas en la cabeza de la gente? Todo el mundo sabe que la gente es idiota y que es mucho mejor para todos que se les diga cómo hacer las cosas en vez de que lo intenten por sí solos. El infierno no es suficiente castigo para los rojos. Me gustaría empalarlos a todos y verles retorcerse como lagartijas…

El capitán hizo una pausa para ver el efecto de sus palabras, pero yo no dije nada y eso pareció sacarle de sus casillas.

—Solo hay una cosa que odie más que a un rojo —dijo indignado.

—¿Qué cosa?

—¡Las periodistas sentimentaloides[97]!

Tras el bochorno de Guernica, los periodistas que simpatizaban con la causa rebelde empezaron a recibir directrices cada vez más severas sobre la redacción de sus artículos. Virginia Cowles llegó a la España nacional justo antes de la entrada de los italianos en Santander el 26 de agosto de 1937. Le pareció que el ambiente en Salamanca apestaba a paranoia. Más adelante escribiría:

Me parecía peligroso llevar la contraria. Una mujer, la esposa de un funcionario del Departamento de Asuntos Exteriores, me preguntó cómo me atrevía a andar por las calles de Madrid. Le habían contado que había tantos francotiradores que los cuerpos se amontonaban en las cunetas y se dejaban pudrir en las alcantarillas. Cuando le dije que eso no era cierto se puso agresiva, y luego me enteré de que me había denunciado como sospechosa. Otro hombre me preguntó si había visto a los rojos dar de comer prisioneros a los animales del zoo. Le dije que el zoo llevaba meses vacío y se quedó atónito. Otro más, Pablo Merry del Val, jefe de la Prensa Extranjera, se fijó en la pulsera de oro que llevaba puesta: «Me imagino que no la llevaba en Madrid», dijo sonriente. Cuando le contesté que la había comprado en Madrid se ofendió muchísimo, y a partir de entonces solo me saludaba con una fría inclinación de la cabeza desde lejos[98].

En un viaje a Asturias en el que acompañó a Aguilera, Cowles suscitó la ira del capitán al sugerir que los republicanos habían volado un puente no como un acto gratuito de destrucción, sino para entorpecer el avance de los nacionales. Aguilera se vengó dejándola sola en el coche durante varias horas. A continuación, Cowles se negó a saludar a un alto oficial. Encendido de rabia, el capitán dijo: «Has insultado a la causa nacional. Las cosas no van a quedar así». Tras un informe de Aguilera, Merry del Val se negó a entregar a la periodista los salvoconductos necesarios para abandonar España. Otros periodistas le dijeron que se había expedido una orden de arresto en su contra. Con la ayuda del duque de Montellano, a quien conocía de antes, Cowles consiguió llegar a Burgos y, desde allí, otro amigo, el conde de Churruca, la ayudó a trasladarse hasta San Sebastián. En la ciudad vasca, mediante un subterfugio, el primer secretario de la Embajada británica, Geoffrey Tommy Thompson, logró sacarla por la frontera francesa[99]. Como se puede ver en el caso de Cowles, el trato de Bolín y Aguilera a los corresponsales distaba mucho de los esfuerzos de Arturo Barea, Ilse Kulcsar y Constancia de la Mora para facilitar la recopilación de información a los periodistas de la zona republicana.

Cuando los franquistas llegaron a Barcelona, la prensa extranjera fue transportada en una flota de limusinas. Sin embargo, los periodistas no podían ir a ningún sitio sin la supervisión de un oficial. Cedric Salter, del Daily Mail, se había quedado en la capital catalana cuando los demás corresponsales que estaban cubriendo a la República fueron evacuados, convencido de que la posición derechista y profascista de su periódico le protegería. Aunque los nuevos conquistadores le trataron con desdén, las cosas podrían haber sido mucho peores si no llega a ser por un cable que el Daily Mail envió al cuartel general de Franco en Burgos. Manuel Lámbarri, que por aquel entonces ya era coronel, hizo llamar a Salter para interrogarlo. Al parecer, el coronel estaba escandalizado porque el periódico había resaltado, en defensa del periodista, la «total objetividad» de sus informaciones. Sin embargo, como el coronel tenía órdenes de no hacer nada que pudiese disgustar al Daily Mail, envió a Salter a Burgos para que allí se decidiese sobre su suerte. Al llegar, el cortés jefe de prensa, Pablo Merry del Val, le informó de que no podía seguir trabajando en España como corresponsal, pues al parecer existía el peligro de que volviese a caer en el pecado de la objetividad[100].