3

Amor y política: Valencia y Barcelona

Se había conseguido repeler el primer ataque a Madrid de noviembre de 1936. Las subsiguientes tentativas rebeldes de cercar la ciudad, que culminaron en la batalla del Jarama, también habían fracasado. Tras la victoria republicana de marzo de 1937 en Guadalajara, los objetivos de los rebeldes cambiaron. La capital dejó de ser el blanco principal y Franco adoptó la estrategia de reducir el territorio republicano por partes, empezando por el norte. En consecuencia, al empezar la primavera de 1937, el interés de los corresponsales se trasladó de Madrid a Valencia. Como es lógico, siempre habría corresponsales y escritores impacientes por visitar la heroica ciudad, pero para obtener las autorizaciones y pases reglamentarios tenían que solicitarlos a la oficina de prensa de la nueva capital. El desplazamiento del centro de gravedad hacia Valencia quedó subrayado tras la constitución del gobierno de Juan Negrín el 16 de mayo de 1937. Barea era el hombre del pasado. Rubio Hidalgo recuperó su antigua relevancia, pero pronto quedaría eclipsado por una figura de importancia perdurable, la alta e imponente Constancia de la Mora, que, irónicamente, había estado casada con el hermano del jefe de prensa de Franco, Luis Bolín.

Louis Fischer la había conocido en abril de 1936 en casa de Julio Álvarez del Vayo, el periodista socialista que durante algún tiempo había sido embajador de la República en México. A Fischer le impresionó mucho la belleza de Constancia al estilo Modigliani. Para entonces, ella ya se había divorciado de Bolín y se había casado con Ignacio Hidalgo de Cisneros, que había sido agregado militar de la República en Roma y, durante la guerra, sería jefe de las Fuerzas Aéreas. Más adelante escribió: «Era una española bien parecida y sombría, que se rebelaba contra su educación aristocrática y católica, y regentaba una tienda de antigüedades y arte popular enfrente de las Cortes». La tienda, conocida como Arte Popular, pertenecía a Zenobia Camprubí, la esposa del poeta Juan Ramón Jiménez. Cuando estalló la guerra, Constancia trabajó cuidando niños refugiados. A principios de 1937, Jay Allen y el poeta Rafael Alberti la habían convencido para que solicitara un puesto en la Oficina de Prensa Extranjera de la República en Valencia, que se hallaba bajo la autoridad del Ministerio de Estado. De la Mora le pidió a Louis Fischer que hablara en su favor a Álvarez del Vayo, que todavía era ministro de Estado en el gabinete de Largo Caballero. Constancia, con su conciencia política, casada con el jefe de las Fuerzas Aéreas de la República, Ignacio Hidalgo de Cisneros, y con su inglés, francés y alemán perfectos, era la candidata ideal[1].

Una vez contratada para el puesto que Barea había ocupado antes que ella, no le impresionaron las instalaciones escogidas por Rubio Hidalgo:

A las oficinas se llegaba subiendo tres tramos de escalera de madera antigua, y eran un conjunto de salas con aspecto de granero y el suelo lleno de papeles desparramados, macabras paredes con la pintura desconchada, mesas y sillas viejas cubiertas de carteles rotos, papel carbón y ejemplares de periódicos polacos, suizos, alemanes, británicos y franceses.

Aún menos le impresionó el propio Rubio, que

vivía como un topo metido en la Oficina de Prensa Extranjera. Su despacho estaba prácticamente a oscuras. Todas las persianas estaban bajadas. La única luz solar que entraba era la que se filtraba por las grietas de la puerta. Una lámpara de escritorio oscura y cubierta formaba un fantasmagórico charco verde en la penumbra. En mitad de esta oscuridad se sentaba el señor Rubio, medio calvo, con bigotillo, un rostro pálido y demacrado y gafas oscuras[2].

A nadie que trabajara con Rubio parecía impresionarle el hombre. Kate Mangan, que trabajó con él en la oficina de prensa, recordaba:

Nunca llegaba a la oficina hasta por la tarde, se quedaba allí hasta la madrugada y hacía que le llevaran la cena y bandejas de café solo a su despacho. Rubio era pálido y calvo, y su apariencia era un tanto siniestra porque tenía unos ojos muy delicados y llevaba siempre gafas oscuras. La única luz que entraba en su oscuro despacho era la que procedía de las grietas de la puerta, de la lámpara del escritorio y del reflejo de su calva resplandeciente.

John Dos Passos le describe sentado «como un búho, con unas gafas enormes». Al principio, Rubio trató a Constancia de la Mora con condescendencia y la destinó a la oficina de la censura. Allí aprendió que los reporteros podían decir lo que quisieran siempre que fuera cierto y no revelaran información militar confidencial. En consonancia con ello, su labor iba a consistir en filtrar rumores exagerados, mentiras y mensajes militares codificados. En la oficina de prensa fue donde conoció a la sofisticada futura actriz Gladys Green, que más adelante se casaría con Burnett Bolloten, quien en aquella época era un corresponsal procomunista de United Press y pasaba por la oficina a diario[3].

Como consecuencia de las maquinaciones de Rubio Hidalgo, Barea quedó reducido a censor de la radio. En el verano de 1937, señaló que Constancia de la Mora «prácticamente había asumido el control del Departamento de Censura de Valencia y no le caía bien Rubio, que era una administradora eficiente, una mujer de mundo que se había unido a la izquierda por decisión propia, y que había mejorado enormemente la relación entre la oficina de Valencia y la prensa»[4]. Aunque a los corresponsales la censura les resultaba infinitamente menos incómoda que en la zona rebelde, de vez en cuando había discrepancias. Vincent Jimmy Sheean, del New York Herald Tribune, consideraba un error que la censura no permitiera nunca que los periodistas nombraran la fábrica de municiones de Sagunto. La lógica de los censores era incontrovertible, pero los frecuentes bombardeos de Sagunto ponían en evidencia que los rebeldes ya conocían la existencia de la fábrica. Pese a las incursiones diarias de los bombarderos, los trabajadores de la industria de la ciudad habían decidido seguir en sus puestos. Milagrosamente, las bombas no habían caído sobre la fábrica y sí que habían destruido las casas que la rodeaban, pero los trabajadores sabían que un impacto directo sobre la fábrica de explosivos haría saltar en pedazos toda la zona, pese a lo cual rechazaban las oportunidades de marcharse. Sheean pensaba que los censores habían desperdiciado una gran oportunidad de dar publicidad al heroísmo de los trabajadores[5].

La ascensión de Constancia de la Mora hasta llegar a dominar la oficina de prensa no careció de dificultades. En octubre de 1937 tuvo que superar una grave crisis. Un día, Louis Fischer se topó con ella en una calle de Valencia. Sorprendido al ver a la famosa adicta al trabajo lejos de su escritorio y con aspecto alterado, le preguntó qué había sucedido, a lo que ella replicó amargamente: «Me han despedido… Prieto me ha despedido». El motivo era que este, como ministro de Defensa, había firmado un decreto por el que se pretendía limitar la capacidad de los comunistas de ganar prosélitos en las Fuerzas Armadas. Pese a que el decreto solo debía aplicarse en España, Constancia había censurado informaciones de corresponsales extranjeros para que no perjudicaran al Partido Comunista. Kate Mangan comenta de forma tangencial que Constancia se encontraba «bajo un nubarrón político temporal». La reacción de Prieto era comprensible, puesto que Constancia estaba censurando a su propio gobierno. Había telefoneado a José Giral, el ministro de Estado del que dependía ahora la oficina de prensa, y Giral la había destituido.

Poco después de verla, Fischer volvió a la Presidencia, donde se alojaba temporalmente junto con Otto Katz. Después de comer le dijo a Negrín: «Hoy Prieto ha hecho una tontería enorme». Cuando se lo explicó, Negrín exclamó: «Yo la habría mandado a la cárcel». Fischer admitió que la conducta de Constancia era imperdonable, pero que, al mismo tiempo, aquella mujer era insustituible en el departamento de prensa: «Todos los visitantes y periodistas extranjeros están encantados con ella y nadie haría su labor de forma medianamente parecida a la suya». Negrín se encogió de hombros, le dijo que dependía de Prieto y recomendó a Fischer que fuera a verlo. Fischer concertó una cita con él y al final de la conversación planteó el asunto. Prieto contestó que Constancia era en esencia demasiado prepotente: «Es una Maura, y como su célebre abuelo, don Antonio Maura, primer ministro de España, es ruda y a veces histérica. Es su forma de ser». Y a continuación imitó su aire de desdén, con ademanes bruscos y despectivos. Al final, Prieto dijo que le parecía bien que decidiera Negrín, y Negrín dijo que hablaría con Giral.

Fischer preguntó si serviría de algo que todos los corresponsales extranjeros formularan una petición en favor de ella. A primera hora de la mañana, «un corresponsal bastante joven de United Press» (casi con total seguridad, Burnett Bolloten) había recogido firmas, pero Fischer le había aconsejado que se detuviera porque, según su experiencia en Rusia, el apoyo de los reporteros extranjeros podía perjudicar a un funcionario. Cuando Negrín dijo que pensaba que una petición podría ser útil, el propio Fischer firmó e instó a Bolloten a conseguir que también firmaran los demás corresponsales, incluidos Ernest Hemingway y Herbert Matthews. Pocos días después, Constancia estaba de vuelta en su puesto. Sin embargo, como Bolloten le había hablado de las reticencias iniciales de Fischer para firmar la petición, pero no de los posteriores esfuerzos realizados en su defensa, ella se enfadó y le culpó en parte de que la hubieran despedido. Aunque afirmó que aceptaba sus explicaciones de que él había presionado para que la restituyeran en su cargo, nunca le perdonó y se negó a volver a dirigirle la palabra[6].

Cuando el gobierno se trasladó de Valencia a Barcelona en noviembre de 1937, la Oficina de Prensa Extranjera se vio obligada a compartir edificio con el Departamento de Propaganda del Ministerio de Estado. Se decía que Luis Rubio Hidalgo estaba molesto por lo que percibía como una pérdida de independencia y relevancia. Sin embargo, fue escogido para ir a París como jefe de la agencia de noticias de la República española, la Agence Espagne. Una vez perdonada por su enfrentamiento con Prieto, Constancia de la Mora fue nombrada directora de la Oficina de Prensa Extranjera[7]. Aquellos cambios parecían haberse producido como consecuencia de un informe elaborado por Louis Fischer para Negrín sobre los fallos de propaganda de la República[8]. La cabeza pensante que se ocultaba tras la Agence Espagne era el brillante propagandista de la Komintern Otto Katz. Kate Mangan le conocía por las visitas de este a Valencia, donde utilizaba el pseudónimo de André Simon. Posteriormente, Kate recordaría: «Aunque ya no era joven, era un hombre encantador, un ingenioso propagandista asombrosamente bueno para congraciarse con los tipos más dispares y utilizarlos con fines propagandísticos sin que ellos lo advirtieran»[9].

El informe de Fischer, elaborado probablemente tras consultar con Katz, fue crucial. Como revelan sus artículos, muy sentidos pero con análisis muy perspicaces, Fischer creía que lo mejor que un periodista podía hacer por la República era escribir con toda la precisión que los tiempos de guerra le permitieran. Jay Allen le había presentado a Negrín antes de la guerra. Ahora, se veía arrastrado cada vez más cerca del presidente mientras trataba de materializar su postura, según la cual la supervivencia de la República exigía un cambio de la política exterior de las democracias y que, a su vez, dependía de que se consiguiera que las opiniones públicas británica, francesa y estadounidense ejercieran presión sobre sus dirigentes políticos para que abandonaran la estrategia de la no intervención. Curiosamente, Katz había estado con Fischer en octubre de 1937 cuando este acompañó a Negrín durante una visita al hospital de las Brigadas Internacionales de Benicàssim. Fischer guio a Negrín por el hospital en el que, entre los heridos, le presentó al veterano inglés Tom Wintringham, a quien ya conocía tanto de la época en que este había sido intendente de las Brigadas Internacionales como a través de la joven corresponsal estadounidense Kitty Bowler[10].

No mucho tiempo después, el 9 de noviembre de 1937, Fischer escribió a Negrín desde París en unos términos que revelaban cuán estrecha se había vuelto su colaboración:

Tanto en París como en Londres la impresión general es que nuestra situación militar es pésima y que Franco vencerá pronto … Un método eficaz para contrarrestar esta tendencia consiste en ofrecer una exposición correcta y optimista de nuestra situación militar. Aparte de los comunicados oficiales del mando, secos y fríos, llega poco al extranjero sobre la situación militar republicana. Propongo lo siguiente:

1) Elaborar un informe global semanal sobre la situación militar redactada, por ejemplo, por Cruz Salido o algún otro buen periodista. Debe publicarse en la Agence Espagne y entregarse simultáneamente a todos los corresponsales extranjeros en España …

2) De vez en cuando, cuanto más a menudo mejor, Prieto, Rojo o usted deberían recibir a uno o varios periodistas extranjeros y hablarles de nuestra situación y perspectivas militares. El mundo recibe muy pocas noticias de la España republicana.

3) Los periódicos continúan quejándose de que sus corresponsales no pueden acudir al frente. No pueden enviar a sus representantes a un país en guerra sin tener la garantía de que dichos representantes podrán pisar el escenario de los combates. Por estos y muchos otros asuntos, es esencial que usted cuente en su oficina con un departamento de prensa extranjera … Es también muy necesario aprovecharse al máximo de los recursos radiofónicos españoles. No están bien explotados. Debería usted tener un director de radio en su cancillería. De vez en cuando es importante animar a corresponsales y personas de peso del ámbito político a que visiten España. Creemos, por ejemplo, que en relación con la caída de los sentimientos favorables hacia nosotros, un grupo de periodistas franceses y británicos deberían mantener con usted una entrevista especial[11].

Fischer decía lo que en realidad ya sabían las trabajadoras más perspicaces de las oficinas principales de prensa de Madrid y Valencia, Ilsa Kulcsar y Constancia de la Mora. Ellas habían llegado rápidamente a la conclusión de que el mejor modo de contrarrestar la propaganda derechista contra la República era «brindar a los corresponsales extranjeros todas las oportunidades que podamos para que presencien la verdad, y a continuación todas las facilidades posibles para que escriban sobre ella y la transmitan al extranjero». Al igual que había hecho Ilsa antes que ella, Constancia descubrió que la política de facilitar contactos con altos funcionarios oficiales y visitas a los frentes de batalla ofrecía compensaciones, pese a que de vez en cuando hubiera contratiempos. Uno de ellos fue el relativo a William Carney, del New York Times, que en 1936 había revelado detalles sobre los emplazamientos de cañones republicanos para dar ventaja a sus amigos franquistas. Otro tenía que ver con el distinguidísimo corresponsal del Daily Express, Sefton Tom Delmer. Expulsado en septiembre de 1936 por los nacionales porque consideraban que sus reportajes no eran lo bastante favorables a su causa, Delmer pasó a representar a aquel periódico en la zona republicana. Aunque los demás periodistas le tenían una alta consideración y rendían homenaje a su capacidad para conseguir una historia llamándolo en broma «Seldom Defter» («Difícil de mejorar»), en la oficina de prensa republicana se le consideraba hostil a la República.

De hecho, a Delmer solo le preocupaban las posibles consecuencias para los intereses británicos, y le dijo a Virginia Cowles que «la gente de por aquí es menos peligrosa para Gran Bretaña». Ella le describió como un ser razonablemente comprensivo con la República[12]. No obstante, según Constancia de la Mora, «en la Oficina de Prensa Extranjera a nadie le gustaba Sefton Delmer y todo el mundo desconfiaba de él». Según De la Mora, la antipatía que despertaba se debía en gran medida a que solo fingía apoyar a la República, aunque puede que la reticencia de la censora se debiera también a su propio esnobismo:

Siempre se presentaba en mi despacho con ropa vieja y raída, camisas sucias, zapatos con restos de barro y pantalones tiesos de grasa. Nos parecía que su extraño atuendo era un insulto, porque sabíamos que en Londres era algo parecido a un dandi. Madrid, Valencia y Barcelona eran ciudades absolutamente civilizadas, aunque fueran españolas. Delmer siempre hablaba y se comportaba como si los españoles fueran alguna tribu de salvajes extraña e ignorante enzarzada en una especie de contienda absurda y primitiva librada con arcos y flechas.

Veinte años después, Delmer reconocería que solía llevar «unos pantalones de franela raída y encogida muy sucios y una chaqueta de piel marrón con manchones encima de una camisa caqui». En respuesta a Constancia afirmaba con orgullo: «Me gustaba mi indumentaria, pero chocaba con los prejuicios burgueses de algunos comunistas. Les resultaba particularmente espantoso que me vistiera únicamente con camisa y pantalones cortos»[13].

De todas formas, el aire desdeñoso y superior con el que Delmer generaliza sobre los españoles en sus memorias respaldaba en gran medida la opinión de Constancia de la Mora. En ellas habla de «la asombrosa mezcla de exaltación, fatalidad y gusto por la destrucción pura que conformaba su actitud ante la vida y la muerte»[14]. Sin embargo, Geoffrey Cox, que admiraba mucho el espíritu independiente de Delmer, creía que lo que había irritado a Constancia era probablemente su actitud en apariencia frívola y burlona[15]. De todos modos, otra razón importante que explicaría su desagrado por Delmer eran sus esfuerzos para eludir la censura. Sam Russell, un joven comunista británico que había recibido la baja de las Brigadas Internacionales por invalidez y que regresaba a España para retransmitir en inglés desde Barcelona, recordó un feroz enfrentamiento entre los dos. Mientras el gobierno residía en Valencia, Delmer había escrito una serie de artículos que Constancia le impidió transmitir. Él la sorteó y los hizo llegar a Londres a través de un buque de guerra británico que patrullaba el litoral español. Después regresó a Gran Bretaña, pero posteriormente solicitó en Londres un visado para la República española, lo obtuvo y regresó a España. Acudió a la oficina de prensa de Barcelona para ver a De la Mora con el fin de obtener las autorizaciones necesarias. Sam estaba allí cuando Delmer entró en el despacho de la censora, y a través del fino tabique pudo oír cómo ella le insultaba. Según parece, el repertorio de obscenidades de Constancia en inglés, aprendidas en sus tiempos de novicia en Irlanda, hicieron temblar las paredes. No le quedaba otra opción que darle los permisos a Delmer, pero jamás le perdonó su engaño[16].

No obstante, por lo general Constancia era mucho más amable y estaba más dispuesta a ayudar a los periodistas de lo que jamás lo había estado Rubio Hidalgo. Según parecía, este tenía fobia a los periodistas y los mantenía a distancia haciendo que su sombría oficina fuera lo menos acogedora posible. Las solicitudes de pases o cupones de gasolina para visitar el frente tenían que esperar varios días para recibir respuesta. Consciente de que la rudeza de Rubio estaba llevando a que los corresponsales, irritados, empezaran a hacer comentarios sobre la ineficacia de la República, Constancia propuso que se ayudara a los reporteros en lugar de ponerles trabas. Rubio se alegró de que le ahorraran la tarea de reunirse con los corresponsales y dejó que Constancia se enfrentara a ellos, y se dispuso a hacerlo con entusiasmo, buscando sitio para ellos en una Valencia abarrotada de gente y organizando transportes y entrevistas: «Yo sabía, como todos, que la causa de la República dependía de que el mundo conociera los hechos». Les consiguió autorizaciones y gasolina para los vehículos con el fin de que pudieran tener acceso a los hechos por su propia cuenta[17].

A De la Mora le impresionó la determinación de corresponsales como Herbert Matthews para verificar los hechos tal cual eran, así como su saludable desconfianza ante la versión oficial.

Acabé admirando profundamente esta pasión por los hechos. Al principio me irritaba, supongo que porque veía que no me creían. Pero acabé por comprender que, al fin y al cabo, ese era el modo de conseguir que los hechos se publicaran: que los corresponsales que los enviaban estuvieran convencidos de su exactitud porque los habían obtenido ellos mismos. No puedo evitar sonreír cuando escucho historias acerca de cómo «influíamos» en los corresponsales extranjeros. Y ahora, como es lógico, cuando se vuelve la vista atrás para valorar la cobertura informativa que hacían, uno percibe que si erraron se debió únicamente a que contaron de menos.

Pese a la estrecha amistad con Jay Allen, Henry Buckley, Burnett Bolloten y otros, probablemente fuera Herbert Matthews quien más cariño despertara en Constancia de entre todos los corresponsales. Así lo demuestra sin duda la afectuosa descripción que hace de él:

Matthews, un hombre alto, enjuto y desgarbado, era uno de los hombres más tímidos e inseguros de los desplazados a España. Solía venir todas las tardes, siempre vestido con unos pantalones de franela gris, tras haber realizado arduas y peligrosas incursiones en el frente, para enviar su crónica por teléfono a París, desde donde se remitía por cable a Nueva York … No se acercaba a nosotros durante meses salvo para transmitir por teléfono sus crónicas; por miedo, supongo, a que pudiéramos influir en él de algún modo. Era muy prudente; solía dedicar días a rastrear un simple hecho: cuántas iglesias había en tal o cual pueblo, o cuáles eran los logros del programa agrícola del gobierno en tal o cual región. Finalmente, cuando descubrió que jamás tratábamos de proporcionarle la información, hasta el punto de no ofrecerle siquiera el comunicado de prensa más reciente a menos que él lo solicitara de manera expresa, se relajó un poco. Matthews tenía coche propio y lo utilizaba para ir al frente con mayor frecuencia que cualquier otro reportero. Teníamos que venderle gasolina de nuestro restringido almacén y siempre agotaba su cuota mensual. Entonces se acercaba a mi escritorio, muy tímidamente, para suplicar un poco más. Y siempre tratábamos de conseguirle algo: tanto porque nos gustaba y le respetábamos como porque no queríamos que al corresponsal del New York Times le faltara gasolina para comprobar la veracidad de nuestro último boletín informativo[18].

De la Mora se refería al hecho de que la oficina de prensa de Valencia no solo censuraba el trabajo de los corresponsales extranjeros, sino que les facilitaba diariamente una nota de prensa sobre el progreso de la guerra.

Según Louis Fischer, Constancia «fue un éxito. Conocía el idioma y la psicología de los extranjeros, y a los corresponsales les caía bien». Philip Jordan, del News Chronicle, escribió: «Nadie era tan amable como Constancia ni se tomaba tantas molestias para hacernos la vida más fácil»[19]. Peter Spencer, el vizconde Churchill (primo de Winston), pasó casi dos años en España con un grupo británico de atención médica conocido como Spanish Medical Aid. Posteriormente ofreció una descripción de los prejuicios de los periodistas extranjeros y de su reacción cuando trataban a Constancia de la Mora. Solían llegar, afirmaba con un considerable exceso de generalización que acaso contuviera algún rasgo autobiográfico, profundamente decepcionados de antemano por las deficiencias de los transportes existentes. En consecuencia, vivían

en un estado de ira y rencor, resueltos a no aguantar ninguna tontería de los papanatas que gestionaban las cosas. Lo que no sabían, porque la prensa de la mayoría de los países no había conseguido informar de ello, era que algunos de los cerebros más inteligentes de España resolvían los asuntos en el bando gubernamental: gente culta, viajada, muchos de ellos eminencias en sus respectivas profesiones … [Entre ellos, Spencer otorgaba el puesto de honor a] la jefa de la Oficina de Prensa Extranjera en la persona de Constancia de la Mora, la esposa llamativamente hermosa y brillante de un exagregado militar. Constancia era portadora de la inconfundible aura del mundo social y diplomático de París, Nueva York y Londres. Hacía gala también de una inteligencia considerable y era lingüista. Cuando conducían ante su presencia a un extranjero, con frecuencia este reparaba de repente en que llevaba el mentón sin afeitar antes de pensar en las quejas que iba a formular[20].

Un tributo similar a la exigencia de habilidades diplomáticas en la oficina de prensa procede de las memorias de Kate Mangan, quien escribió:

Solía haber una desagradable diferencia entre los modales de nuestros visitantes y los de sus anfitriones. Algunos de nuestros visitantes eran extremadamente proletarios, rudos y poco refinados; los anfitriones eran todos corteses y educados para lo que era habitual en la Sociedad de Naciones de Ginebra. Muchos de los españoles y la mayoría de quienes ocupaban puestos de gobierno debieron de parecer a nuestros invitados unos liberales decepcionantemente comedidos.

Ciertamente, no todos los corresponsales eran tan educados y cautelosos como Herbert Matthews. Kate Mangan recordaba haber tenido que hacer frente a impacientes exigencias de información por parte de Lillian Hellman, la dramaturga estadounidense de treinta y dos años, guionista de Hollywood y amante de Dashiell Hammett. Aunque no era comunista, la compañera de viaje Hellman se encontraba en el país para participar en el rodaje de la película Tierra de España, dirigida por el comunista holandés Joris Ivens con guión de Ernest Hemingway y John Dos Passos, así como para escribir sobre el Batallón Abraham Lincoln de la XV Brigada Internacional. Aunque contribuyó a recaudar fondos en Estados Unidos para la República española, durante su estancia en Valencia, Hellman «no mostraba indulgencia alguna ante el carácter precipitado y provisional de todo, ni ante la guerra». Otro autor destacado que dejó una impresión menos favorable fue Ilia Ehrenburg, a quien Kate recordaba como una «rata vieja y gris»[21].

Lo que sucedía en la oficina de Valencia y sus alrededores era radicalmente opuesto a lo que caracterizaba a la oficina del Madrid sitiado. Valencia, a centenares de kilómetros del frente de batalla, apenas vivía el miedo y en absoluto la euforia de la capital. Se desconocían las cuestiones de vida o muerte que planteaban los obuses rebeldes que silbaban camino del edificio de la Telefónica. Las incursiones diarias de los bombarderos no llegaron a Valencia hasta más adelante, y nunca fueron tan intensas como las de Madrid o Barcelona. Philip Jordan llegó allí justo después de la Navidad de 1936. Posteriormente, escribió con cierta amargura que cuando llegó «pensaba que Valencia formaba parte de la guerra y aquello me exaltaba», pero «no me enteré de lo poco que en realidad estaba haciendo por Madrid la apartada Valencia hasta que lo descubrí por mí mismo»[22].

Stephen Spender visitó la oficina de prensa a principios del verano de 1937 y posteriormente recordaba: «Valencia ofrecía un aspecto mucho más normal que Madrid. Solo las noches de luna llena, que, como si de unos resplandecientes reflectores se tratara, exponía los muros de color hueso de los palacios al minucioso instrumental de observación de los bombarderos, parecía de verdad una ciudad habitada por la guerra»[23]. Similar comentario apareció en un artículo de la periodista estadounidense Elizabeth O. Deeble, que firmaba sus artículos como E. O. Deeble porque los editores eran reacios a aceptar artículos escritos por mujeres. El asunto hizo tanta gracia a sus amigos que acabaron llamándola simplemente Deeble. La periodista escribió acerca del hecho de que a finales de 1936 nadie hubiera visto ningún bombardero enemigo. Por otra parte, la ciudad estaba abarrotada de refugiados,

gente desgraciada cuyos pobres hogares han dejado de existir, que todavía cargan con sus posesiones terrenales a sus espaldas, y que continúan afluyendo a Valencia a todas horas. De no ser por la extraordinaria eficiencia con la que se les alimenta, se les viste, se les acomoda y se les envía de nuevo a ciudades y pueblos cercanos, ciertamente habría un grave problema, ya que esta ciudad de 400 000 habitantes ha recibido a lo largo del último mes a casi un millón de forasteros de una u otra naturaleza[24].

Los problemas cotidianos más acuciantes para los corresponsales extranjeros eran la imposibilidad de encontrar una habitación de hotel y de conseguir un medio de transporte para visitar Madrid. Resolver estas dificultades era una de las tareas que asumía la oficina de prensa y propaganda. La calidad de la vida cotidiana en Valencia, en lo tocante a seguridad y acceso a alimentos, permitía a veces olvidarse de que había una guerra declarada. Philip Jordan se las arregló para conseguir una habitación en el majestuoso hotel Victoria, hasta que descubrió que sus compañeros eran unos buitres:

Hombres de armas, la mayoría de ellos alemanes, surgidos de todos los lugares imaginables, espías, rameras, más espías, buscadores de empleo, propagandistas, intelectuales venidos a menos que nunca habían sido adecuadamente apreciados en sus países de origen, aviadores borrachos, personas expulsadas del servicio… todo tipo de gentuza que intentaba sacar tajada de una ciudad en la que había dinero fácil porque la guerra todavía era joven.

Jordan esperaba encontrar el ambiente heroico del Madrid sitiado, y quedó decepcionado al no encontrarlo: «Mi idea de la guerra no era la de una fiesta permanente, si bien así parecía ser en Valencia»[25]. Nada menos que en mayo de 1938, Vincent Jimmy Sheean escribió: «Valencia era un lugar agradable. Allí había gran cantidad de comida en primavera, ya que la cosecha de frutas y verduras había sido excelente en la fértil llanura litoral de la que es capital. En el hotel Metropole comíamos dos veces al día carne y alguna verdura (coliflor o algo por el estilo), a lo que seguían unas naranjas». Según Sheean, en aquella época había incursiones aéreas a diario, pero se concentraban en el barrio portuario y «mientras yo estuve allí no llegaron al centro de la ciudad en ningún momento». Señalaba la ausencia de ambiente de guerra y que la mayor parte de las cosas se podían comprar en las tiendas[26].

Sin embargo, una cuestión que nublaba el horizonte para la oficina de prensa y propaganda era la necesidad de vigilancia y el clima de intriga que se derivaba de modo inevitable de la necesidad bélica de controlar estratégicamente la información en la capital. Es posible obtener una instantánea vívida de gran parte de lo que sucedía gracias a las memorias y cartas que nos han dejado diferentes personas que trabajaron en la oficina de prensa de Valencia o que colaboraron con ella. Entre todas son únicas las memorias de Kate Mangan, que estuvo empleada allí entre principios y mediados de 1937. Nacida en 1904 con el nombre de soltera de Katherine Prideaux Foster, era una modelo y artista muy hermosa que había estudiado en la Slade School of Art del University College de Londres y que también había trabajado como maniquí. Se casó con el escritor izquierdista estadounidense de origen irlandés Sherry Mangan en 1931. El matrimonio no fue feliz, en parte debido a las limitaciones económicas, pero también porque él estaba celoso de los deseos de Kate de escribir. Tras enamorarse de Jan Kurzke, un alemán que había llegado a Londres huyendo de los nazis, se divorció de Sherry Mangan en 1935, aunque siguieron manteniendo la amistad. Jan Kurzke había combatido voluntariamente con las Brigadas Internacionales y ella se marchó a España en octubre de 1936 con la esperanza de estar con él[27]. Al principio encontró trabajos ocasionales como intérprete en Barcelona, y después ejerció de secretaria de un viejo amigo de Londres, Hugh/Humphrey Slater, con quien había estudiado en la Slade School of Art[28]. A través de Hugh Slater conoció a Tom Wintringham, el veterano comunista británico que muy pronto sería comandante del Batallón Británico de las Brigadas Internacionales, si bien oficialmente había acudido a España como corresponsal del periódico del CPGB (Partido Comunista de Gran Bretaña), el Daily Worker. Por mediación de ambos acabó por conocer a «una joven estadounidense menuda y vivaracha» llamada Katherine Kitty Bowler (en las memorias de Kate Mangan, Louise Mallory). Kate Mangan se vería finalmente compartiendo una habitación de hotel con ella y «arrastrada al torbellino vital de Louise [Kitty]», lo cual la llevaría a trabajar en la oficina de prensa de Valencia[29].

Kitty Bowler era una periodista de izquierdas independiente y con ambiciones que procedía de una familia rica estadounidense y que se había convertido en amante de Wintringham no mucho después de conocerle en Barcelona en septiembre de 1936. Su periódico local de Plymouth, en Massachusetts, la describía como «de estatura inferior a la media, esbelta, con grandes ojos castaños y una melena corta alborotada, no muy diferente de la de Amelia Earhart»[30]. Además de ser una mujer joven con una energía inagotable, extremadamente guapa y con un aire malicioso, era también ambiciosa pero estaba profundamente comprometida con la causa del Frente Popular. Anteriormente había estado en Moscú, donde había mantenido una relación con el afamado corresponsal proestalinista que el New York Times había destinado allí, Walter Duranty[31]. Kitty había llegado a España con la recomendación del partido comunista de Estados Unidos y con un encargo poco importante del People’s Press de Nueva York, pero con una feroz determinación de hacerlo bien. Como consecuencia de ello, el partido comunista catalán, el Partit Socialista Unificat de Catalunya, le había procurado alojamiento y manutención[32]. Sin embargo, su habitación de hotel fue requisada para alojar a una familia de refugiados. Deambuló «triste y desconsolada» hasta el café Rambla, donde encontró una mesa en torno a la cual se reunía un grupo de ingleses que, para el asombro de los catalanes, llevaban pantalones bombachos. «Yo observaba al grupito que ocupaba la mesa del rincón igual que las personas abandonadas de los cuentos que se asoman a través de un cristal esmerilado para ver a una familia feliz reunida en torno a la chimenea». Ellos la miraron con frialdad cuando se aproximó hacia ellos «tímida pero desesperadamente». En el momento en que iba a dar media vuelta para marcharse, «un hombre calvo de voz suave me tocó el brazo y dijo: “Únete a nosotros”»[33].

Era Tom Wintringham. Aunque difícilmente podía decirse que Wintringham fuera atractivo (se estaba quedando calvo, llevaba gafas y ya estaba casado), tenía un aire romántico. Ella quedó embelesada por su fértil conversación, sus modales amables y su sentido del humor. Inmediatamente entablaron amistad. En un principio, Kitty estaba encantada sobre todo por haber encontrado a alguien con la influencia y los contactos necesarios para ayudarla a reunir información para sus artículos, pero se enamoraron rápida y apasionadamente. Poco después, Tom escribió una descripción de cómo había nacido la relación, descripción que posteriormente omitió en sus memorias de la Guerra Civil española:

Ella llevaba en Barcelona pocos días cuando apareció de repente en el café Rambla y vio una conmovedora selva de rodillas desnudas, algunas de las cuales quedaban casi a la altura de sus ojos, dado que los ingleses pueden ser increíblemente altos. Era la primera unidad médica británica, que llevaba pantalón corto: y con ella, acompañándola de forma ambigua, había un periodista calvo cuyo nombre conocía por haberlo visto en un libro que había leído en Estados Unidos.

Tras un viaje a un Madrid aterrorizado, solitario y oscuro, Kitty regresó sintiéndose «perdida, pequeña y asustada», pero el recibimiento que él le dio la confortó.

Luego todo sucedió deprisa, pero no demasiado: algunas comidas juntos, café y coñac en el café Rambla, donde los amables camareros supieron lo que sucedía al menos tan pronto como ellos dos e indicaban al recién llegado con un gesto o una mano levantada dónde podía encontrar al otro. Después de aquello quedaba volver a su habitación de hotel, «en el quinto pino», siguiendo las vías del tranvía en la oscuridad. A ella le gustaba tener compañía en ese solitario paseo y él lo recorrió con ella tres veces antes de darle un beso de buenas noches.

Muy pronto, justo antes de partir hacia el frente para unos cuantos días, él se le declaró «nervioso y con voz entrecortada, sin perjuicio de otros intereses que cualquiera de los dos pudiera tener en personas que estuvieran a dos o a seis mil kilómetros de allí». Mientras él estuvo fuera, ella empezó

a pensar que estaba enamorada de él (y él no pudo pensar en otra cosa). Y un día antes de lo que ella esperaba, él regresó y la encontró desbordante de ternura, cálida y llena de humanidad. Alguien alojado en una habitación de la planta inferior roncó como un oso durante toda la noche. Ellos se pasaron la noche escuchándolo y se rieron mucho, pero no por eso: se reían porque había finalizado la soledad y la tensión, para su alivio y felicidad[34].

Kitty no estaba afiliada al Partido Comunista de Estados Unidos, pero pertenecía a la Liga contra la Guerra y el Fascismo, así que se lanzó a la labor de propagar la causa republicana. Trabajó de forma voluntaria para el departamento de propaganda de la Generalitat de Catalunya. Consciente de que la cantidad relativamente pequeña de noticias sobre Cataluña que llegaban a Estados Unidos se teñía mucho para dar la impresión de caos y desorden de inspiración anarquista, convenció al recién creado Comissariat de Propaganda catalán para que enviara periódicamente fotografías a bastiones izquierdistas estadounidenses como Fight, The New Masses y el periódico comunista oficial, el Daily Worker. Creado el 3 de octubre de 1936 bajo la dirección de Jaume Miravitlles, amigo íntimo del presidente Lluís Companys, el Comissariat fue el primer organismo estatal de la zona republicana que ejerció cierto control centralizado sobre los medios de comunicación. La carta que Kitty envió a Joe North, el editor, informándole al respecto y pidiéndole que remitieran ejemplares del periódico a la Generalitat, a ella misma y al PSUC, revela tanto sus esfuerzos como su afán de reconocimiento: «Estarían muy agradecidos si recibieran regularmente un ejemplar en la sede principal del PC. Les complació mucho que consiguiéramos que se les enviara de forma periódica el English Worker». Con cierta timidez, añadía: «No me haría ningún daño que mencionara el hecho de que yo le sugerí que lo enviara». A continuación exponía que «aquí colaboro muy estrechamente con Al Edwards y Tom Wintringham. Ambos se esfuerzan mucho en otros aspectos, de modo que yo hago la mayor parte del trabajo sucio de publicar propaganda y artículos para la prensa burguesa»[35].

Por tanto, sin albergar la menor duda acerca de su lealtad política, Tom estaba encantado de dejarla actuar como una especie de secretaria y mensajera, cosa que pronto les comportaría a ambos graves problemas. De hecho, su relación y las actividades que ella realizó en nombre de él la llevarían a ser una de las pocas corresponsales que fueron detenidas en la zona republicana y, posteriormente, expulsadas de ella. Kitty no tardó en escribir con asiduidad y enviar artículos a un amigo de Nueva York, el dramaturgo Leslie Reade, con la esperanza de que él pudiera colocarlos. Cuando no era capaz de encontrar algún lugar en el que pagaran por ellos, tenía autorización para facilitárselos a revistas de izquierdas como Fight, The New Masses o el Daily Worker. También escribía artículos con la ayuda de Tom, y los publicaba firmados por ella en la prensa británica y con firma de él en el Daily Worker de Londres[36]. También con su ayuda, obtuvo permiso para viajar al frente de Aragón en octubre y para visitar el hospital de las Brigadas Internacionales de Grañén, en Huesca, donde trabajó durante un breve período como enfermera. Asimismo, Kitty escribía sus propios artículos, briosos y coloridos, para el Manchester Guardian y el Daily Herald, que redundaron en su beneficio para trabar unas buenas relaciones con diferentes grupos izquierdistas de Cataluña, algo que posteriormente se utilizaría contra ella[37]. De hecho, un indicio de cómo la relación acabaría siendo políticamente perjudicial para él es que, poco después de conocer a Kitty, Tom fue objeto de un informe hostil elaborado por dos antiguos amigos, Sylvia Townsend Warner y Valentine Ackland. Estos escribieron a la oficina central del CPGB: «Dedica mucho tiempo a asuntos personales y otras cuestiones colaterales al periodismo»[38].

Esta impresión se confirmó a principios de noviembre de 1936. Kitty se había marchado a Londres con la esperanza de recibir algunos encargos de artículos periodísticos. Tuvo éxito porque el Manchester Guardian aceptó que fuera ella quien sustituyera a su corresponsal habitual en Barcelona, su amiga Elizabeth Deeble. Sin embargo, Tom había aprovechado para enviar algunos mensajes a Londres a través de ella. Para hacer llegar uno de ellos, Kitty debía ir a la oficina central del CPGB en King Street para tratar de convencer al secretario general, Harry Pollitt, de que enviara más voluntarios a España. La elección de Kitty como emisaria fue algo poco prudente, no solo porque Wintringham estaba casado con una honorable mujer marxista, Elizabeth, sino también porque tenía una amante en Londres con la que había tenido un niño que llevaba su apellido. La mujer, Millie Wintringham, era otra funcionaria del partido (casada) que casualmente había trabajado en King Street y era amiga de Harry Pollitt. Generaba confusión el hecho de que, aunque nunca se casaron, Millie se cambiara el apellido legalmente por el de Wintringham.

En este contexto, la llegada de la perfumada, desinhibida y voluble Kitty a las oficinas del partido en King Street por fuerza debió de ser escandalosa. Kenneth Sinclair Loutit, que dirigía la Unidad Médica Británica, recordó posteriormente que

todavía no se había inventado la tela de algodón que no necesitaba plancharse, pero Kitty, a pesar de su ropa rozada, siempre estaba muy guapa y olía bien … [Kitty], que en realidad iba a hacer un encargo de parte de Tom y en aquella época estaba locamente enamorada de su misterioso hombre, volvió a Londres a toda prisa y llegó a Victoria Station sucia y polvorienta. Fue directamente al hotel Brown’s, se bañó, se puso su último vestido medianamente limpio, dio la vuelta a la manzana hasta llegar a la peluquería de Elizabeth Arden, se arregló el pelo, se compró en Wetheralls una gabardina reversible muy práctica, volvió al hotel para recoger su maletín y llegó en taxi a la oficina central del CPGB en King Street antes de las once de la mañana. Entró fresca como una rosa, tan resplandeciente como un billete nuevo de un dólar y en la sucia entrada dejó a su paso una inusual nube de fragancia de Elizabeth Arden.

Harry Pollitt no estaba allí, pero uno de los otros camaradas mojigatos que la vieron comentó posteriormente que llegó «oliendo a burdel y vestida como para ir a las carreras». Al mostrar entusiasmo por lo que había visto en Barcelona y en el frente de Aragón, donde se había mezclado con anarquistas y con el POUM, se convirtió de inmediato en sospechosa de ser «una zorra burguesa» con orientaciones trotskistas. Cuando presionó a un Pollitt claramente poco interesado por la necesidad de enviar más voluntarios, este respondió con brusquedad acusando a Wintringham de cobarde y sugirió que diera ejemplo «muriendo como Byron»[39].

El espíritu mujeriego de Wintringham ya había debilitado su posición en el seno del CPGB. Su hermana Margaret escribió a Kitty apuntando que los camaradas de España se referían a «Tom y a sus aventuras en tono burlesco» y que daban pie a comentarios despectivos hacia él[40]. El comunista británico enormemente influyente Ralph Bates escribió de su puño y letra a Pollitt en diciembre de 1936 para quejarse:

Aquí todo el mundo está muy decepcionado con el camarada Wintringham. Ha hecho gala de ligereza llevando al frente de Aragón a una mujer que no es del partido, en la que ni los camaradas del PSUC ni los del CPGB tienen ninguna confianza. Entendemos que se confiaron verbalmente a dicha persona algunos mensajes para el partido en Londres. Se nos pide que enviemos mensajes a Wintringham a través de ella en lugar de a través de las oficinas del partido. El partido ha castigado a otros miembros por dar ejemplos de frivolidad mucho menos graves que estos[41].

Pollit nunca renunció a su convicción de que Kitty era una espía. Cuando Wintringham le preguntó en 1937 por qué pensaba que lo era, Pollitt contestó con un «soy capaz de olerlas» y recomendó que Tom transfiriera sus actividades a «esas damas españolas»[42].

A su regreso de Inglaterra, la segunda semana de noviembre, Kitty consiguió un empleo para retransmitir a Estados Unidos programas de radio para el servicio informativo en lengua inglesa del PSUC de Barcelona[43]. También consiguió afiliarse al sindicato socialista, la Unión General de Trabajadores, y estableció contacto con el periódico socialista Verdad, que posteriormente se convertiría en Adelante. Gracias a todo ello, le resultó mucho más fácil recabar información para sus artículos. Trabajó mucho en nombre de Luis Rubio Hidalgo para que la Federated Press de Nueva York aceptara informaciones del servicio de prensa republicano, llegando incluso al extremo de tratar de recaudar fondos para pagar los carísimos cables internacionales. En diciembre escribió a Wintringham: «Acabo de enterarme de un asunto candente, lo llevo siguiendo varios días y… ¡ale-jop!, me he convertido en la niña mimada del departamento de censura». Sus contactos con Tom Wintringham y Hugh Slater la vieron llegar a Madrid, en diciembre de 1936, en un coche facilitado por el periódico socialista Claridad. Aprovechó el viaje para obtener material para un reportaje sobre cómo pasaban la Navidad y el Año Nuevo las Brigadas Internacionales. Hacía tanto frío que los dedos se le quedaban pegados a las teclas de la máquina de escribir[44].

Después de regresar a Valencia, el 21 de enero de 1937 se produjo un incidente que sirvió de munición para aquellos miembros del partido indignados por la relación de Tom con Kitty. Las ametralladoras Colt utilizadas por el Batallón Británico se encasquillaban constantemente y Tom le pidió a Kitty que hablara con dos expertos artilleros de Valencia sobre cómo resolver el problema. Una vez que recogió la información solicitada, no consiguió hablar con Tom porque los teléfonos no funcionaban. Así pues, las autoridades del partido en Valencia propusieron que la llevara ella en persona al cuartel general del Batallón Británico en Madrigueras, al norte de Albacete. Kitty partió de forma un tanto irresponsable, puesto que sabía que los periodistas que no eran miembros del Partido Comunista no eran bien recibidos. No obstante, complacido con la presencia de esta joven bonita y vivaracha en su despacho, el comandante británico Wilfred McCartney, «en broma o como un cumplido, extendió y firmó una orden del batallón» mediante la cual la nombraba «instructora de ametralladoras Colt» del batallón y la invitaba a quedarse algunos días. Al día siguiente de su marcha, su compañera de habitación, Kate Mangan, fue interrogada por miembros de los servicios de seguridad sobre el paradero de Kitty. Registraron la habitación y requisaron sus documentos personales. Un misterioso individuo (al que ella llama Selke en sus memorias) informó a Kate de que iban a expulsar a Kitty de España[45].

Sin conocimiento de Kate y en mitad de su segunda noche en Madrigueras, McCartney despertó a Kitty, que dormía en la habitación de su pensión, y le dijo que habían llegado dos hombres para detenerla y llevarla a Albacete. El comandante exigió que le devolviera el documento con la orden del batallón. Según su propio relato posterior, ella se refería a los dos hombres que la detuvieron en Madrigueras con los nombres de «Tweedledee y Tweedledum» («Hernández y Fernández»). «Eran dos hombres diminutos exactamente iguales que llevaban dos grandes abrigos y unas gorras enormes con visera y orejeras que se abotonaban detrás, en la coronilla. Se quitaban la gorra de vez en cuando, pero el abrigo jamás. Uno era polaco y el otro, húngaro. Tweedledee hablaba francés y alemán y era amable. Tweedledum también hablaba algo de inglés y estaba convencido de que yo era una peligrosa sirena». En Albacete la interrogó el jefe de las Brigadas Internacionales de la Komintern André Marty, con aspecto de matón: «Detrás de un escritorio con tapa móvil había sentado un anciano con unos bigotes de morsa de primera categoría. Se había echado un abrigo apresuradamente por encima del pijama. No es de extrañar que tuviera sueño y estuviera irritable. Me recordaba a un mezquino burócrata francés». Marty era algo más que irritable, era un carnicero paranoico. Le devolvió toda la documentación española tirándosela encima, incluido el carnet de la UGT[46]. Según el relato que Tom hizo posteriormente a Victor Gollancz, se debía a que él «consideraba que los españoles eran una raza atrasada incapaz de juzgar políticamente a una extranjera». Marty «tenía la opinión, muy propia de los franceses, de que las mujeres que viajaban sin sus maridos (a él le acompañaba su esposa) lo hacían sin ninguna buena intención». La acusó de ir a Madrigueras sin la autorización necesaria, de entrar en unas instalaciones militares, de interesarse por el funcionamiento de las ametralladoras y de haber visitado Alemania e Italia en 1933. Para Marty, todo aquello representaba una prueba indudable de que era una espía trotskista. Pese al hecho de que era estadounidense, estaba acreditada y era corresponsal del Manchester Guardian, estaba dispuesto a que la fusilaran de inmediato[47].

Kitty fue interrogada en francés durante tres días y tres noches por varios relevos de interrogadores. Uno de ellos era un compinche de Marty llamado Bill Neumann. Al registrar su equipaje, Neumann había descubierto, metido entre las páginas de un libro, un poema que le había escrito Wintringham. Neumann suponía que se trataba de un código y era una prueba de que era una espía, opinión que compartía Marty. Neumann había visitado Madrigueras y había tratado de que el cocinero del campamento informara sobre Wintringham. También había hablado con el propio Wintringham y le había dicho que debía «apartarse de esta joven». «Ese no es modo —escribió un enfurecido Tom en una de las tentativas realizadas en aquel momento para limpiar el nombre de ella— de hablar de una camarada simpatizante del partido que desarrolla su trabajo como periodista en la gran prensa liberal». Cuando Kitty explicó a uno de sus interrogadores que se encontraba en Madrigueras debido a su relación con Tom, replicó bruscamente que aquello era mentira y que no podía estar enamorada de él porque no tenía ni pelo ni dientes. Las cartas de Kitty le habían sido arrebatadas a él y utilizadas contra ella por considerarse material comprometedor[48]. De hecho, según el brigadista que trabajaba en los servicios de propaganda de la República, Sam Russell, la jovial facilidad de Kitty para entablar conversación con todo aquel que conocía justificaba que fuera seguida por los servicios de seguridad. Un informe escrito en español sobre el interrogatorio de Kitty y las preguntas de Neumann a Tom fue enviado a Harry Pollitt. Cuando Russell se lo tradujo, Pollitt estalló en una carcajada y dijo: «El problema de Tom es que ha ido por la vida con la polla por delante»[49].

Mientras ella todavía se encontraba bajo custodia, Tom estaba al tanto de lo que sucedía y no se le permitía verla, pero se las arregló para escribirle. La angustia que sufría por el destino de Kitty quedaba atemperada por su disciplina de partido:

La amplitud y la gravedad de la investigación parecen deberse a la difusión de la descripción de una espía, descripción que se parece a la tuya. Espero que te des cuenta, cuando todo haya pasado, de que es necesario realizar este tipo de tareas. Pero, querida mía, detesto pensar que en este momento estás sometida a presión. Impresionaste a Marty por ser «muy, muy fuerte, muy aguda, muy inteligente». Aunque se pronunciaron para mostrar la desconfianza hacia ti (las mujeres periodistas deberían ser débiles y estúpidas), sentí un arrebato de orgullo al oír estas palabras[50].

Kitty quedó en libertad un tanto traumatizada, aunque, con la ayuda de Wintringham, recuperó muy pronto su optimismo habitual[51].

Cuando llegó a Valencia, bromeó con Kate sobre su experiencia y sonreía mientras decía: «¡Chist! He estado en chirona. Al principio me divertí mucho y vi bastante a Tom, lo cual no está mal. Ahora todos los de las Brigadas llevan uniforme y boina. Cuanto más importantes son, más grande es la boina y más sobresale, y las llevan con un estilo muy personal. Me interrogó André Marty, el comandante en jefe, y la suya es como una pagoda». Sin embargo, cuando descubrió que habían registrado su habitación y habían requisado sus documentos, se derrumbó y se echó a llorar. Además, pese a las cartas y los informes que Tom remitió a Albacete en su defensa, continuó siendo objeto de vigilancia policial. La investigación se prolongó y fue condenada a ser expulsada de España. Extrañamente, ya fuera debido a la ineficacia burocrática o a su condición de corresponsal extranjera, la orden no fue ejecutada hasta julio de 1937[52].

Además, resultó que a Kitty no le llegó la orden de expulsión. Como consecuencia de un tiroteo accidental sucedido el 6 de febrero de 1937, McCartney fue sustituido como comandante del Batallón Británico por Tom Wintringham. Una semana después, en la batalla del Jarama, Tom fue herido en una pierna. Kitty acudió a todo correr junto al lecho de Wintringham. Lo encontró delirando y con una fiebre altísima. Como ninguna autoridad dentro de las Brigadas Internacionales mostraba el menor interés por Tom, Kitty fue al despacho de Largo Caballero y, con la ayuda de dos amigos, el periodista estadounidense Griffin Barry y el diletante británico Basil Murray, intimidó a su secretaria para que llamara a un especialista amigo íntimo de Negrín, el doctor Rafael Méndez, que diagnosticó tifus. Entretanto, la familia de Tom había ejercido presión para que el Comité del Spanish Medical Aid enviara una enfermera, la temible Patience Edney, que, junto con Kitty, sin duda le salvó la vida. Con ayuda del doctor Méndez, Kitty consiguió que trasladaran a Tom a una habitación individual del hospital militar Pasionaria de Valencia, donde Patience descubrió que también estaba aquejado de septicemia, cosa que resolvió con una operación improvisada. Kitty también consiguió que examinara a Tom el doctor Norman Bethune, el distinguido médico canadiense al que ella había entrevistado por su experiencia durante la retirada de Málaga. A partir de entonces, ella lo atendió hasta que estuvo en condiciones de reincorporarse a su unidad. Sus amigos comunes consideraban que Kitty «le había mantenido aquí, en la Tierra, a base de pura fuerza de voluntad y trabajo»[53]. En algún momento de abril, Hemingway, acompañado de Martha Gellhorn, visitó a Tom en el hospital. Como Kitty apenas se apartaba de la cama de Tom, podemos suponer que estaba presente y que consiguió renovar su relación con su antigua compañera de clase de Bryn Mawr, el centro universitario femenino de Nueva Inglaterra[54].

De nuevo en Valencia para estar cerca del hospital, Kitty había retomado su amistad con Kate Mangan, que se había trasladado allí a finales de 1936, pese a que había una leve tensión entre ambas acerca del trato que debía dispensarse a Tom. Los dos amigos de Kate, Griffin Barry y Basil Murray, habían tratado de organizar con la Embajada británica la repatriación de Tom a bordo de un buque hospital. Kitty se oponía a ello porque sabía que si Tom hubiera estado consciente se habría negado a marcharse, pero también porque sabía que la sola petición a las autoridades británicas le causaría problemas con la dirección del Partido Comunista. En un informe que Kitty redactó para Peter Kerrigan escribió que, como consecuencia de su oposición a la idea, «Kate Mangan, miembro del partido español, me acusó de ser despiadada diciendo que si el camarada Wintringham no era trasladado al buque hospital seguramente moriría». Llegado el momento, la Embajada británica se negó, pero el incidente acabó ocasionando tales apuros a Tom que Kitty se sintió obligada a redactar aquel informe[55]. Tras haber interrumpido sus labores periodísticas mientras cuidaba de Tom, Kitty precisamente volvía a situarse como corresponsal cuando el 2 de julio se presentó ante las autoridades de Valencia para obtener un pase con el que ir a Madrid. Cuando se comprobaron los archivos, se descubrió que había una orden fechada en enero de 1937 para que se la expulsara de España. Desolada por tener que abandonar la causa española, a la que estaba tan entregada, y todavía impresionada, escribió a Tom que «esto no ha arruinado mi amor por ti ni por España; solo siento un odio profundo hacia las estupideces, las crueldades y la burocracia de la vida»[56].

La frustración de Kitty no degeneró nunca en amargura. Si hubiera tenido alguna intención de vengarse o, simplemente, de aprovecharse de algún modo de la experiencia, no habría tenido problemas para vender su historia a una prensa que tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos estaba hambrienta de relatos anticomunistas. Tal como Tom explicó posteriormente al editor de Victor Gollancz,

cuando algún país detiene o expulsa a un periodista, este suele considerar que la historia de su experiencia es digna de publicación. Kitty no deseaba dar ninguna publicidad a sus experiencias, ya que pensaba que el antifascismo era más importante que cualquier perjuicio personal. Y hasta el estallido de esta guerra ambos ignorábamos las querellas políticas y personales que se destapaban propagadas por los camaradas. En este país todavía quedaba alguna esperanza de un Frente Popular y esos camaradas constituían un factor esencial para avanzar en dicha dirección.

Retrospectivamente, no obstante, concluía entristecido que «la decisión tomada por Harry Pollitt y otros de tratar a Kitty como si fuera una espía fascista, de rechazar toda investigación sobre su trabajo en Estados Unidos o España, y de excluirme a mí del PC porque no obedecía la orden de abandonar a la mujer con la que iba a casarme … Ahí las cosas tenían raíces políticas además de personales». Lo que quería decir era que el sectarismo impedía a la dirección comunista británica considerar al Frente Popular como algo más que una táctica a corto plazo y explicaba su incapacidad «para creer en el Frente Popular como algo auténtico y humano»[57].

Un legado importante del tiempo que pasó Kitty en España fue su amistad con Kate Mangan. Esa amistad había sobrevivido a sus discrepancias sobre el buque hospital, en buena medida gracias a toda la ayuda que Tom y ella habían brindado a Kate en sus esfuerzos por conseguir que trataran al herido Jan Kurzke. Kitty había convencido a Norman Bethune de que examinara a Kurzke, y le visitaba continuamente en el hospital, mientras que Tom le enviaba comida y cigarrillos y más adelante contribuyó a gestionar que las autoridades de la brigada autorizaran su regreso a Gran Bretaña[58]. Gracias a la amistad entre las dos mujeres, podemos reconstruir gran parte de lo que sucedió en la oficina de prensa y propaganda de Valencia.

Cuando Kate Mangan se puso a escribir sus memorias tras la guerra de España, retrató a Kitty Bowler como una neoyorquina típica, infinita y agotadoramente desbordante de energía, segura de sí misma e indiscreta, pero también reflexiva y muy dispuesta a ayudar. Fue gracias a Kitty que Kate acabó en la oficina de prensa y consiguió por tanto ofrecer su singular perspectiva de las personas que trabajaban allí. Kitty confiaba en vano en conseguir un empleo como redactora en la oficina de prensa de Valencia. El problema era en gran medida que estaba demasiado ocupada cuidando de Tom, aunque quizá influyó también que todavía pendían sobre ella las sospechas. El puesto recayó en una periodista estadounidense mucho más experimentada, Milly Bennett. Pese a su falta de éxito, Kitty sugirió a Kate que quizá pudiera conseguir un cargo menos importante como secretaria y traductora si hablaba con «su amigo» Liston Oak, el relativamente famoso izquierdista estadounidense que dirigía el boletín en lengua inglesa elaborado por la oficina de prensa de Valencia. Oak era un individuo un tanto gris y depresivo. En realidad, según Kate, «al igual que ocurría con la mayoría de la gente que Louise [Kitty] me presentó, Liston Oak no era amigo suyo de verdad»[59]. Quizá no eran amigos (Oak parecía haber hecho pocos en España), pero Kitty ciertamente conocía a Oak. En una carta que le envió a Kitty a principios de noviembre de 1936 Tom escribió: «¿Harías el favor de decirle a Oak que tenía la intención de verle a su regreso pero que, como sabes, no pude?». Más adelante, el 27 de enero de 1937, Kitty escribió a Tom anunciándole la llegada al hotel Inglés de Valencia de «una muchedumbre de gente nueva que giraba en torno a Liston. Un curioso transplante de la izquierda británica y estadounidense. Hablando, hablando, parece extrañamente fuera de lugar en esta vida». No quedaba claro si este último comentario era una referencia a Liston Oak o a la multitud de recién llegados[60]. Animada por Kitty, y equipada con una carta de presentación de Hugh Slater, a finales de diciembre de 1936 Kate fue a ver a Liston Oak, quien la contrató.

Cuando finalmente consiguió reunirse con él en su lúgubre habitación de hotel, a Kate le pareció que ese Liston Oak, «bastante pedante y a menudo melancólico», decididamente no era tan impresionante. Le describió como «un estadounidense alto, de aspecto distinguido y mediana edad, con gafas y pelo canoso rizado que le cubría la nuca. Solía llevar una boina caída muy grande». Algo en el larguirucho e hipocondríaco Oak suscitó las sospechas de Kate: «Liston era un personaje camaleónico. Siempre me pareció irreal, un imitador, aunque no lo supe hasta después de que hiciera de las suyas». Sus ideas políticas eran de orientación libertaria. Manifestaba su interés tanto por la FAI como por el POUM, y mantuvo acaloradas conversaciones con el sociólogo austríaco Franz Borkenau, que pasó por Valencia cuando investigaba para su libro El reñidero español. Sin embargo, a Kate le parecía que «hasta el trotskismo de Liston era poco verosímil»[61]. En abril de 1937 debió de encontrar alguna razón para modificar esa opinión. «Era el personaje más peligroso de todos: un excomunista. No sé si le habían expulsado del partido o se había marchado él. En apariencia, sus antiguos socios no lo sabían, porque había llegado a España con unas referencias escritas irreprochables para lo que era habitual en un izquierdista»[62]. Según el escritor estadounidense Stephen Koch, Liston Oak era un estalinista que antes de llegar a España había estado en Moscú, donde le habían ofrecido empleo en un periódico de lengua inglesa dirigido a visitantes extranjeros, el Moscow Daily News. Sin embargo, antes de aceptar el puesto estalló la Guerra Civil española e hizo que Louis Fischer intercediera en su nombre para obtener trabajo en la República española. Pese a que no sabía hablar español, las «referencias escritas irreprochables», unas recomendaciones del Partido Comunista estadounidense y otras de Fischer, consiguieron que fuera aceptado. La explicación de Kate sobre la razón por la que Oak estaba en España era bastante menos siniestra: «Cuando descubrí que su segunda esposa le había abandonado, supuse que había venido a España para olvidarse de ello». Sin embargo, Kate también comentó el hecho de que llevaba una carta de presentación dirigida a alguien a quien en el manuscrito de ella se nombra como «Kellt, el antiguo jefe del departamento del extranjero». Es difícil identificar a ese Kellt. Como Kellt no hablaba inglés, debemos descartar como candidato a Otto Katz, que sí lo hablaba[63].

En la oficina de prensa Kate también conoció a Coco Robles, el hijo de dieciséis años de José Robles Pazos, cuya historia aparece en el capítulo anterior. Educado en Baltimore, donde su padre era profesor de la Universidad Johns Hopkins, Coco hablaba un inglés americano perfecto además de francés, español y algo de ruso. Kate le recordaba como «un chico de dieciséis años desgarbado, con la tez oscura, los dientes muy blancos y grandes y unos ojos de color gris claro con largas pestañas». Constancia de la Mora consideraba que era «uno de los chicos más inteligentes, capaces y con el carácter más dulce que he conocido»[64]. Kate, Coco y Milly Bennett peinarían las informaciones de la prensa y las agencias de noticias republicanas en busca de historias que pudieran traducirse y ofrecerse a los periodistas extranjeros. También tradujeron discursos de políticos republicanos como Dolores Ibárruri o ministros del gobierno[65]. Una de las cosas que con toda probabilidad impresionó más a Kate fue hasta qué punto las autoridades republicanas no escatimaban ningún esfuerzo para facilitar las visitas de periodistas, escritores y políticos extranjeros: «El gobierno español es elogiosa e igualmente cortés con todos, auténticos y falsos, y contamos con toda clase de personajes; desde la estrella de cine Errol Flynn, que vino aquí en busca de publicidad y escenificó una falsa salvación por los pelos en Madrid, hasta el deán de Canterbury, que de verdad se salvó por los pelos en Durango»[66].

La californiana Milly Bennett (Mildred Bremler), a quien Kate se refiere en sus memorias como Poppy, quizá no tuviera una belleza deslumbrante, pero sí una sed de vida que le garantizó un continuo suministro de amantes. Kate la describe como alguien

extremadamente popular entre los hombres y que siempre conseguía un romance. Es probable que se debiera a que era cariñosa, una persona auténticamente buena y también una compañía muy entretenida. Fue una reportera de primera clase y muy conocida por ello; y, de no haber sido por el hecho de simpatizar con la izquierda, si bien no pertenecía a ningún partido político, habría ganado un buen montón de dinero. En el pasado ya había ganado mucho. Únicamente sus opiniones de izquierdas y sus aventuras amorosas, que la convertían en una especie de canto rodado, se interpusieron en su camino. Había estado en todas partes, en Honolulu, en Shanghai, en Moscú, y nunca le faltó trabajo porque era muy competente.

Milly había informado de la Revolución china de Chiang Kaichek. Se desplazó a Moscú en 1931 y trabajó para el Moscow Daily News, además de ser corresponsal a tiempo parcial para el New York Times y la revista Time. Se hizo muy amiga de Robert Merriman, el futuro comandante del Batallón Lincoln de las Brigadas Internacionales, y de su esposa Marion, a quien había conocido en Moscú a principios de 1935. Marion recordaba: «Yo habría dicho que Milly estaba “loca”, por decirlo de alguna manera. Era una extravertida incontenible que no conocía límites y cuya curiosidad le exigía ir detrás de prácticamente todo aquello que se le ocurría». En aquella época Milly trabajaba con Anna Louise Strong, que era codirectora del Moscow Daily News, pero no se quedó allí mucho tiempo[67].

Según Marion Merriman, «Milly Bennet era una nómada que no dejaba de moverse, de un continente a otro, de una guerra a otra, de un empleo a otro, recogiéndolo todo en cualquier periódico que estuviera dispuesto a pagarle». Adondequiera que fuera, como señalaba Kate Mangan, gozaba de gran popularidad entre los hombres. Marion escribió:

Milly era una mujer fea, pero estaba dotada de una figura extraordinaria. No vestía de un modo particularmente atractivo, sino que prefería llevar camisas y blusas de trabajo propias del desaliñado negocio del periodismo. Pero su figura bien contorneada la convirtió en el blanco de más de un hombre con la mirada alegre. Tenía treinta y nueve años, aunque aparentaba menos. Su rostro reflejaba sus viajes, con los rasgos muy marcados y toscos. Se la consideraba «uno de los chicos» en la oficina del periódico y en las barras de las cafeterías en las que se reunían los periodistas, una multitud entre la que había pocas mujeres.

En aquella época, Milly vivía con un bailarín de ballet ruso. Cuando Marion le preguntó a uno de los corresponsales en Moscú por el secreto del atractivo que Milly representaba para los hombres, este le contestó: «“¿Has bailado alguna vez con ella? No, claro que no”, añadió con un guiño que hacía pensar que el encanto de Milly no residía estrictamente en su capacidad para recopilar y redactar las noticias». Sefton Delmer guardaba recuerdos similares, aunque menos cariñosos, de la mujer. En una descripción desmesuradamente exagerada escribió:

Siempre estaba haciendo el payaso, gesticulando, burlándose de sí misma y comportándose como una buena colega, cosa que era comprensible. Porque Milly, que lucía una mata de pelo fuerte y áspero, un rostro cetrino y unas gafas de culo de botella sobre el grueso tocón de la nariz, tenía uno de esos torsos anchos con las piernas cortas que por lo general ignoran los varones de nuestro hemisferio cuando cortejan.

Milly no era, en todo caso, una mosquita muerta. «Bebía whisky como el mejor de los corresponsales cuando podían conseguirlo, y vodka durante buena parte del resto del tiempo. Milly gustaba a todo el mundo y todo el mundo la respetaba. Era una profesional».

Si nos basamos en los comentarios que hizo a Merriman en muchas conversaciones acaloradas, quedarían pocas dudas de que Milly Bennett no era comunista. Era tremendamente crítica con el sistema soviético y absolutamente escéptica con la versión oficial de su inexorable progreso. Cuando estalló la Guerra Civil española, quiso ir tras un antiguo amante, Wallace Burton, que se había marchado para enrolarse en las Brigadas Internacionales. Con cierta dificultad, Milly consiguió convencer a sus jefes rusos para que la nombraran corresponsal en España. Burton murió en el campo de batalla, pero Milly se quedó para escribir de vez en cuando artículos para el Times de Londres, la Associated Press y la United Press. También trabajó en la oficina de prensa y propaganda de Valencia, se enamoró de un brigadista sueco llamado Hans Amlie y contribuyó, además, a reunir material para Por quién doblan las campanas, de Hemingway[68].

Aunque Milly no era comunista, tuvo problemas con uno de los corresponsales más de derechas. Kate escribió sobre un acto al que asistió y en el que el presidente de la República, Manuel Azaña, pronunció un discurso:

Un periodista estadounidense muy alto me izó para que yo pudiera ver por encima de todas las cabezas. Hank, el estadounidense, era amigo de Poppy y solía llevarnos a tomar una cerveza o nos invitaba a algún cóctel en su apartamento. Cuando se marchó de España escribió un libro a favor de Franco en el que decía que Poppy era una agente roja enviada directamente por la Komintern y nos reímos mucho con eso, pero quizá hubo gente que se lo creyó[69].

El periodista en cuestión era H. Edward Knoblaugh y el libro, Corresponsal en España. Lo que en él afirmaba resultó enormemente perjudicial. Todo en Knoblaugh hacía pensar en una considerable inestabilidad política y ambigüedad moral. Otros corresponsales le apodaron Doaks. Sobre el trabajo desarrollado por Poppy y Kate escribió lo siguiente:

Dos veces al día recibía en mi despacho de Valencia una inmensa pila de material procedente del Ministerio de Propaganda. Raras veces utilizaba algo de este material sin verificarlo minuciosamente, pero a veces era imposible comprobarlo. Uno de los artículos que sí utilicé ejemplifica la gran habilidad alcanzada por la maquinaria propagandística en el lapso de unos pocos meses. Se trataba de una historia escrita por Milly Bennett, una de las jóvenes redactoras estadounidenses con más talento de la nómina gubernamental, en la que se describía la evacuación de Málaga. Mi oficina había solicitado urgentemente que cubriera la información de la situación de Málaga, pero el gobierno, negando toda posibilidad de que Málaga cayera, no proporcionaba coches a los corresponsales que desmintieran su afirmación. La historia, escrita por la empleada del Ministerio de Propaganda, una joven con mucho talento recién salida de siete años de formación en Rusia, era una «entrevista fantasma» que citaba al doctor Norman Bethune, un canadiense jefe de una unidad de transfusión sanguínea que trabajaba para la España leal, sobre las vivencias que ella le atribuía entre los refugiados que huían de Málaga. Su «entrevista», bien escrita, refería la «inconcebible atrocidad de los bárbaros invasores», las «innumerables escenas de horror creadas por los extranjeros» y la «terrible tragedia de los incontables millones de personas obligadas a huir de sus hogares». No mencionaba, claro está, que quienes «obligaban» a huir eran los propios leales. Tal como sucedió posteriormente en Bilbao, muchos de los que no querían marcharse fueron ejecutados por «contrarrevolucionarios». Aunque lo hubiera mencionado, no habría sido capaz de enviarlo. No tenía ninguna duda de que, ciertamente, había mucho sufrimiento entre los hambrientos malagueños que se esforzaban por huir hacia el este por la carretera de Almería. Había visto ya algunas de las penurias que sufrían los refugiados en otras partes de España. No tenía ningún modo de ir allí para cubrir la información yo mismo, de modo que utilicé este artículo ya elaborado recortando parte de la propaganda más obvia con la que la historia estaba salpicada, pero dejándolo bastante completo[70].

De hecho, el episodio al que se refiere Knoblaugh fue absolutamente real. Su cinismo cruel contrastaba con la actitud de Lawrence Fernsworth, que acudió con Kate Mangan a cubrir la retirada y quedó profundamente conmovido por la angustia resignada de los refugiados[71].

No todos los que trabajaban en la oficina eran tan eficientes como Milly Bennett. Curiosamente, en una carta dirigida a Kitty Bowler, Elizabeth Deeble escribió que Kitty habría desempeñado aún mejor que Milly esa labor en la oficina de prensa. La envergadura del trabajo que se esperaba de un empleado de prensa y propaganda puede deducirse de la carta de Deeble. Además de su tarea periodística para el Manchester Guardian y el Washington Post, trabajaba como una especie de equivalente de Liston Oak en el Comissariat de Propaganda catalán de Jaume Miravitlles. Como jefa de la sección inglesa de allí, era

directora (y escribo prácticamente la totalidad) del boletín de propaganda en lengua inglesa con Miravitlles (con razón lo llaman «maravillas», pues las hace); realizo la mayoría de las traducciones al inglés y superviso el resto para él, Companys, etc.; traduzco al español todas las cartas que llegan en inglés, y traduzco las réplicas españolas o catalanas de nuevo al inglés; hago tareas de intérprete para todos los visitantes británicos y estadounidenses; represento aquí a la Agence Espagne; colaboro con el boletín religioso; estoy tratando de escribir un libro sobre España en los pocos segundos libres que tengo; sigo la pista de toda la prensa británica y la mayor parte de la francesa, además de la prensa diaria española, y cada dos por tres me marcho a los desfiles o me dejo fotografiar por el bien de la causa.

Todo esto lo relataba sin quejarse. «¡Ojalá pudiera quedarme sin dormir o sin comer, pero me resulta imposible! De esta forma, escribo unas cinco o seis mil palabras al día en varios idiomas, algunas originales, y encuentro tiempo para afanarme a hacer también otras cosas»[72].

En Valencia, Liston Oak no debía de trabajar a ese ritmo. De hecho, se ausentaba a menudo de la oficina y, cuando estaba allí, llamaba la atención por su falta de tacto diplomático con los escritores visitantes. Por ejemplo, trabó una floja relación con el famoso poeta W. H. Auden, que había llegado creyendo que podía servir a la causa de la República trabajando en la oficina de prensa y propaganda. Oak adoptó una «actitud violentamente hostil» que nacía de los puros celos. Rubio encargó a Auden que tradujera un discurso de Azaña, cosa que hizo con tanta elegancia e imaginación, a juicio de Kate Mangan, que mejoró el original. Finalmente, Auden acabó exasperado con la política y las intrigas de Valencia y solicitó por voluntad propia marcharse al frente como camillero[73].

Como ya se ha visto, Liston Oak se vio implicado tangencialmente en el escándalo que rodeó a la muerte de José Robles Pazos y sus consecuencias. Casi con toda seguridad, fue Oak la primera persona que le dijo a Coco Robles que había oído que su padre estaba muerto. Aquello fue el 9 de abril, al día siguiente de que John Dos Passos llegara a Valencia y visitara la oficina de prensa para obtener salvoconductos y organizar lo relativo a su viaje a Madrid. Debían de haberse conocido antes, pero retomar el contacto desempeñaría entonces cierto papel en la deriva de Dos Passos hacia el anticomunismo. Al cabo de tres semanas, Oak estaría en Barcelona suplicándole a Dos Passos que le ayudara a salir de España. La razón de aquel pánico ostensible era que había sido cada vez más indiscreto acerca de sus contactos con el POUM. Sin duda, los vínculos con una organización que los rusos consideraban trotskista no servirían para mejorar su posición como empleado del Ministerio de Estado.

De todos modos, la seguridad de su puesto de trabajo no debía de ser la prioridad de Liston Oak. Según Kate Mangan, Oak ya había manifestado el deseo de salir de Valencia: «Liston empezaba a impacientarse en su puesto, estaba perdiendo interés y descargándose de sus obligaciones cada vez con mayor frivolidad. Se quejaba cada vez más de su reumatismo. Decía que su salud se resentía con el clima húmedo de Valencia». Se desplazó durante un breve plazo a Madrid y habló con vaguedad de abrir una oficina allí. Sin embargo, pareciéndole demasiado peligrosa la capital sitiada, regresó a Valencia. De todos modos, muy pronto partió hacia Barcelona afirmando que iba únicamente a hacer una visita. Constancia de la Mora señaló que el clima allí era aún más húmedo y frío. En cualquier caso, a Kate le parecía que Liston se sentiría más a gusto en Cataluña debido a su simpatía hacia el POUM. Además, nunca dimitió formalmente de su cargo en la oficina de prensa. Rubio Hidalgo tenía una opinión muy favorable de Oak y daba por supuesto que volvería enseguida. La oficina de Valencia siguió enviándole copias de sus notas de prensa y le encargó que escribiera artículos sobre la situación económica catalana. Cuando dejó de responder a cualquier tipo de comunicación procedente de allí y no se materializó ningún artículo, «por fin nos dimos cuenta de que había desertado de su puesto». Milly Bennet señalaba: «Es muy propio de él abandonar una tarea en cuanto la ha empezado. Toda su vida ha sido un fracaso»[74].

La marcha de Liston Oak apenas afectó al funcionamiento de la oficina de prensa. A la reorganización expuesta en el informe de Fischer sobre la insuficiencia de propaganda de la República le quedaban todavía seis meses para aparecer. El verano y el principio del otoño de 1937 fueron testigos de algunas victorias pasajeras de la República, como los éxitos iniciales de Brunete y Belchite, pero también atestiguaron la desastrosa pérdida del norte. Pese a la paulatina erosión del territorio, en Valencia la moral seguía siendo alta. El traslado de la oficina de prensa a Barcelona, junto con el resto del gobierno, coincidió con una reorganización de los recursos republicanos que parecieron dar fruto con la toma inicial de Teruel el 8 de enero de 1938. Sin embargo, la pérdida de la ciudad el 21 de febrero abrió camino a un inmenso avance de los rebeldes, que llegó al mar el 15 de abril y, por tanto, dividió en dos partes la zona republicana. El final estaba a la vista, pero Negrín seguía decidido a continuar combatiendo y se negaba a creer que las democracias pudieran continuar ciegas a la amenaza del Eje. La mayoría de los corresponsales compartían su optimismo y su compromiso.

Aun cuando la situación se volvía cada vez más deprimente para la República, no hubo ningún endurecimiento de la censura ni de las condiciones de trabajo para los corresponsales, aparte de las penurias que tenían que compartir con el resto de la población. En Barcelona había poca comida, nada de agua caliente para ducharse, pocas posibilidades de utilizar transporte público y cada vez más escasez de medicamentos imprescindibles[75]. Los bombardeos sobre la capital catalana crecían en intensidad y la superioridad numérica de Franco se hacía presente en el frente de modo cada vez más peligroso. En marzo de 1938, Hemingway, Jim Lardner (otro joven corresponsal hijo del novelista Ring Lardner) y Jimmy Sheean visitaron la oficina de prensa situada en la amplia avenida Diagonal de Barcelona. Al igual que la mayoría de los demás edificios de la ciudad, las ventanas estaban atravesadas por tiras de papel engomado para impedir que se astillaran con la onda expansiva de las bombas. Constancia de la Mora reservó habitaciones de hotel para Sheean y Lardner. Pese al avance de los rebeldes en Aragón y los atroces bombardeos sufridos recientemente por Barcelona, Sheean encontró a Constancia de la Mora tan jovial y atareada como siempre. Cuando a mediados de abril los rebeldes penetraron hasta el Mediterráneo, Jimmy Sheean tuvo una grata sorpresa al percibir el respeto que suscitaban las credenciales emitidas por la oficina de Constancia en ambas partes de la zona republicana. Su trabajo chocó con pocas restricciones:

En una ocasión marché al frente para pasar tres o cuatro días por mi cuenta (sin hacer caso del consejo del agregado de prensa local) y nunca tuve ningún problema importante. Los jóvenes que conducían camiones con alimentos o municiones siempre estaban dispuestos a llevarme; los mandos militares se mostraban afables y ofrecían mucha información; siempre encontré un lugar donde dormir y una manta con que taparme.

Bajo la fiereza de los ataques rebeldes, «los republicanos tendían a suponer que cualquiera que apareciera por el frente era un amigo. Jamás supe de una guerra en la que un extranjero perdido pudiera deambular con tanta libertad, ni siquiera con acreditaciones de prensa». Lejos de sentirse amenazado, sensación habitual entre los corresponsales de la zona nacional, Sheean y los demás se sintieron invitados a compartir las precarias raciones de los soldados[76].

A mediados de 1938, cuando la situación de la República empeoraba dramáticamente, Cedric Salter, que había trabajado en España tanto para el Daily Telegraph como para el News Chronicle, quería conseguir trabajo para representar al Daily Mail. Como el periódico de lord Rothermere llamaba la atención por sus opiniones obstinadamente profascistas, parecía improbable que quisieran tener un corresponsal en España o menos aún que las autoridades republicanas lo autorizaran. Sin embargo, Bill Williams, el corresponsal de Reuters, convenció a Salter de que probara suerte. La primera parte de la operación consistiría en convencer a la oficina de prensa republicana de que sería infinitamente beneficioso para la República que existiera algún reportero relativamente objetivo en el, hasta la fecha, franquista hasta la médula Daily Mail. La segunda parte de la operación consistiría en persuadir al director del Daily Mail de que la inevitable caída de la República contada desde dentro supondría una fabulosa serie de reportajes de la que ellos serían incapaces de informar, dado que no tenían ningún corresponsal para hacerlo tal como estaban las cosas.

Así pues, Salter fue a ver a Constancia de la Mora, a quien calificó de «la dictadora del Departamento de Prensa Extranjera». Aunque él sospechaba que De la Mora estaba comprometida con el Partido Comunista, la respetaba profundamente. «Pocas personas, y ninguna otra mujer, me han impresionado anteriormente debido a esa actitud mental enérgica que latía en ella. Tenía treinta y tantos años, modales y vestimenta un poco masculinos y muy buen gusto para escoger secretarias bonitas. Todo lo que hacía y decía era discretamente eficiente, desapasionado y clarividente». Él fue quien expuso que podría ser útil para la causa republicana contar con una voz en el Daily Mail. De la Mora le concedió su aprobación, si bien no sin dejar claro que sabía que a él le motivaba la necesidad de conseguir otro trabajo después de que le reemplazaran por William Forrest como corresponsal del News Chronicle: «Siempre dejé que Constancia creyera que iba al menos tres pasos por delante de mí». Una vez obtenida la autorización, Salter se apresuró a ir a Londres y convenció al Daily Mail de que le contratara como su primer, último y único corresponsal en la España gubernamental. Comenzó su labor informativa acerca de los últimos días de la República a principios de junio de 1938[77].

Cuando Willie Forrest regresó a España, impresionó por su valentía a todos los que le conocieron. Según Cedric Salter, Forrest jamás dio muestras de la menor preocupación por el peligro, «paseándose con despreocupación mientras las balas silbaban desagradablemente cerca, y sin molestarse siquiera en agacharse». Al parecer, el único indicio de que se percataba del peligro era que su acento escocés se marcaba de un modo llamativo. Durante uno de los bombardeos de artillería más famosos que afectaron al hotel Florida, ocurrido el 22 de abril de 1937, Josephine Herbst le describió como un hombre con rostro de cordero, «que se comportaba muy bien y con un aspecto grisáceo». Sin embargo, fueron sus reportajes delicados y realistas los que impresionaron tanto o más que su valentía. Cuando Willie estuvo en Madrid durante los peores días del asedio, Geoffrey Cox reconoció su asombrosa capacidad para recoger en sus artículos la intensidad del instante. Pero no todos los periodistas estaban tan impresionados como Cox. Ciertamente, no lo estaba la intérprete de Willie, Kajsa, una bailarina sueca a quien el principio de la guerra había sorprendido en Barcelona y que, después de trabajar una temporada de enfermera, consiguió empleo en la oficina de prensa. Sin valorar todo lo que trabajaba, se quejó a Herbst de que Willie «siempre quiere saber cosas irrelevantes». Sin embargo, Constancia de la Mora compartía el aprecio de Cox por Forrest y le consideraba,

en todos los aspectos, uno de los mejores corresponsales de los que informan sobre la guerra. Tenía un fino sentido del humor escocés que hacía aflorar en los momentos más difíciles. Jamás le vi nervioso o preocupado. Jamás le oí quejarse. Los bombardeos nunca le hacían temblar, las derrotas nunca debilitaban su fe en el pueblo español. Conocía España a fondo y empleaba ese conocimiento para dar a sus despachos un tono informativo y una facilidad de comprensión que pocos reporteros alcanzaban. Se desplazaba lentamente por Valencia y Barcelona, en apariencia sin tener nunca prisa, jamás preocupado. Pero sus informes llegaban siempre a tiempo y contenían siempre más datos que los de muchos reporteros que levantaban enormes polvaredas, creaban problemas y no conseguían nada con sus molestias[78].

Reconociendo la valentía de algunos de los corresponsales, un veterano brigadista internacional, Bernard Knox, señalaba que la única diferencia esencial entre un reportero de guerra y un soldado es que uno puede ir de un lugar a otro cada vez que quiera, mientras que el otro debe quedarse donde se le ordene[79]. Sin embargo, algunos corresponsales en la zona republicana se encontraron cada vez más en situaciones peligrosas, decidieron quedarse y a menudo demostraron un valor que excedía con mucho al de sus obligaciones profesionales inmediatas. Cedric Salter subrayaba en particular el valor físico de Herbert Matthews y afirmaba que, mientras que en condiciones normales solía mostrarse irascible, bajo el fuego se convertía en «uno de los hombres más amables, educados y considerados. Cuando las cosas pintaban francamente mal, podía caminar haciendo algún gesto amable y sonriendo con simpatía a todo el que viera. Me formé la impresión de que, únicamente bajo circunstancias auténticamente peligrosas, se encontraba de verdad en paz consigo mismo y con sus congéneres»[80]. Las situaciones en las que se ponía a prueba el valor de los corresponsales no escaseaban.

Herbert Matthews, Jimmy Sheean, Robert Capa y Willie Forrest fueron algunos de los últimos corresponsales en abandonar Cataluña antes de que los franquistas alcanzaran la frontera francesa. Sheean, Matthews, Buckley y Hemingway participaron en una espeluznante travesía por el Ebro en una barca que casi quedó destrozada al chocar contra unos espinos. Se salvaron gracias a la fuerza bruta y la impetuosidad de Hemingway[81]. Después siguieron la retirada del Ejército republicano desde Tarragona a Barcelona mientras era bombardeado y despedazado. Matthews describió la aterradora escena mientras riadas de refugiados recibían los impactos de los bombardeos cerca de El Vendrell: «Los cuatro corresponsales y nuestro chófer, así como todos los demás en esa zona, sufrimos el infierno que la guerra moderna lleva a todo el mundo sin excepción»[82].

La noche del 24 de enero de 1939, Constancia de la Mora entró en la sala de prensa del hotel Majestic y anunció con dramatismo que, a la medianoche del día siguiente, saldrían los últimos coches para evacuar a los corresponsales que quedaban. Se despidió con solemnidad estrechando la mano de todos y cada uno de ellos. Al día siguiente, William Forrest y O. D. Gallagher, del Daily Express, cargaron su equipaje y partieron. Cedric Salter, a salvo porque sabía que era poco probable que el Ejército franquista de ocupación molestara a un reportero del derechista Daily Mail, se quedó para ser el último corresponsal británico en Barcelona. Consiguió congraciarse rápidamente con los vencedores y envió una crónica presencial de la caída de la ciudad[83]. Tras cruzar la frontera francesa, Gallagher se las arregló de algún modo para llegar a Madrid, donde sería el último corresponsal que quedara cuando los franquistas tomaron la capital.

Cuando cayó Barcelona, el gobierno de Negrín se estableció en el castillo de Figueres, al norte de Girona. Matthews entrevistó al presidente, que reafirmó su decisión de seguir combatiendo. Matthews quedó profundamente impresionado por los esfuerzos que se llevaban a cabo para abordar los problemas que planteaban los refugiados hambrientos que dormían en las calles de Figueres expuestos a los bombardeos rebeldes[84]. Después de la última sesión de las Cortes celebrada en territorio español, Negrín permaneció en el castillo de Figueres hasta que las últimas unidades del Ejército republicano hubieron atravesado la frontera el 9 de febrero. En torno al patio, se habilitó una sala con el nombre de «Consejo de Ministros» escrito torpemente con tiza en la pared, junto a la puerta. La plaza del pueblo, cerca de la que se había instalado la oficina de prensa y propaganda en una casa requisada, estaba abarrotada de refugiados. Luisi, la esposa de Álvarez del Vayo, distribuía alimentos para el personal y los periodistas que quedaban. La situación era caótica, había mucho ruido en la oficina, estaba sucia y rebosaba las veinticuatro horas del día de reporteros que llegaban y se marchaban camino de la frontera francesa. Todo aquel que remotamente hubiera tenido algo que ver con el Ministerio de Estado o tuviera algún pariente que en algún momento hubiera trabajado allí, iba a aquel apartamento donde se había instalado la oficina de prensa. Los corresponsales y los funcionarios del gobierno permanecían juntos compartiendo la poca comida que pudiera conseguirse y durmiendo en el suelo. Era un símbolo de la solidaridad que había nacido entre muchos de los reporteros y la República.

Sheean atravesó la frontera con el ánimo más deprimido que pueda imaginarse y envió su última crónica de guerra desde Perpiñán. Igual que Herbert Matthews, Henry Buckley, Jay Allen, Ernest Hemingway, Martha Gellhorn, Louis Fischer, Willy Forrest…, igual que tantos otros corresponsales extranjeros, Jimmy Sheean había acabado vinculándose emocionalmente a la República española. Habían sido infundidos del espíritu con el que la población republicana combatió en unas condiciones sumamente adversas. Habían compartido parte de sus penurias y se marchaban sabiendo que, como no se había frenado el fascismo en España, sus agresiones se dejarían sentir ahora en Francia, Gran Bretaña y, finalmente, Estados Unidos. Al cabo de cinco semanas, Hitler entró en Praga y Neville Chamberlain declaró que estaba indignado y que no confiaría en absoluto en la palabra del Führer. Todos ellos, Fischer, Matthews, Allen, Sheean, habían repetido de forma insaciable que la pasividad de las democracias estaba allanando el camino de la victoria fascista. Ahora, no sin cierta amargura, escribía Sheean: «Este extraño y tardío despertar del primer ministro no tiene valor alguno en la balanza de la historia, y servirá de poco para impedir siquiera que sus coetáneos perciban el verdadero valor de un hombre que ha puesto sistemáticamente los intereses de su propia clase y condición por encima de los de su país o de los de la propia humanidad»[85].

Herbert Matthews, Willy Forrest y William Hickey, del Daily Express, atravesaron la frontera para enviar reportajes pero regresaron a España, si bien tendrían que abandonarla poco después. Al día siguiente, Matthews escribió su último despacho. Había presenciado escenas desgarradoras de enfermos y heridos atravesando la frontera para ser arrojados a unos campos de concentración creados con toda rapidez y absolutamente antihigiénicos[86]. Volvió la vista atrás sobre su trabajo de los últimos dos años, durante los cuales había escrito con sinceridad mientras confiaba en una victoria republicana:

Muchos se burlaron de lo que había contado, de la historia de valentía, tenacidad, disciplina y nobles ideales. Los despachos que describían la crueldad de los franceses y el cinismo de los británicos habían sido criticados y negados. En el fondo, yo también estaba vencido, enfermo y, de algún modo, traumatizado por la guerra, como debe de ocurrirle a cualquier persona que soporta la tensión de siete semanas de riesgos incesantes, llegado el final de una campaña de dos años. Durante algunos años estuve aquejado de una especie de claustrofobia, provocada por haber quedado atrapado, como en un torno, en un refugio de Tarragona durante uno de los últimos bombardeos. De modo que estaba deprimido física, metal y moralmente … Pero ¡menudas lecciones aprendí! Valían mucho. Aun entonces, abatido y desanimado como estaba, algo silbaba en mi interior. Al igual que los españoles, había librado mi guerra y había perdido, pero no podrían convencerme de que había dado un mal ejemplo[87].