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Una vida dedicada a la lucha: Herbert Rutledge Southworth y el desmantelamiento del régimen de Franco

En 1963 la dictadura de Franco creó un departamento especial para contrarrestar los efectos subversivos de la obra de un hombre llamado Herbert Rutledge Southworth. Hasta esa fecha casi nadie había oído hablar de Herbert Southworth, al margen de un reducido círculo compuesto por Jay Allen, Louis Fischer y Constancia de la Mora. Sin embargo, las obras que publicó atacaban con tanta fuerza la compleja justificación que efectuaba la dictadura sobre su propia existencia que todo esfuerzo por parte del régimen para impedir que dichas obras penetraran en España se consideraba insuficiente. La narración sesgada de la historia reciente de España que se utilizaba para reivindicar un régimen brutal dejó de ser sostenible como consecuencia de aquellos escritos. Así pues, la labor principal de aquel nuevo departamento consistía en presentar una versión más verosímil y modernizada. Inevitablemente, esto significaba el reconocimiento implícito de que las versiones anteriores eran falsas. Como es lógico, una vez que el dique se hubo agrietado no hubo vuelta atrás. Las posteriores tentativas fueron ridiculizadas con mayor facilidad aún. En este sentido, Herbert Southworth, que en otro tiempo había formado parte del grupo prorrepublicano que ejercía presión en Estados Unidos en favor de la República española, haría más por la causa antifranquista que cualquiera de sus amigos más famosos. Mucho después de que los demás cayeran en el olvido, él dejó sentir su presencia hasta el punto de ser calificado de enemigo público número uno del régimen de Franco.

Southworth asestó semejante golpe, y se convirtió así en una figura destacada de la historiografía de la Guerra Civil española, como consecuencia de la publicación en París de su libro El mito de la cruzada de Franco en el año 1963. Lo publicó Ediciones Ruedo Ibérico, la gran editorial del exilio antifranquista dirigida por un anarquista excéntrico e inmensamente culto, José Martínez Guerricabeitia. Los libros de Ruedo Ibérico, que eran introducidos y vendidos clandestinamente en España, tuvieron un impacto enorme, sobre todo tras la publicación de la traducción al español de la obra clásica de Hugh Thomas sobre la Guerra Civil española. Desde los primeros instantes de la conspiración que desembocó en el golpe militar del 18 de julio de 1936, los rebeldes falsificaron su propia historia y la de sus enemigos. El libro de Hugh Thomas narraba la historia de la guerra con un estilo ameno y objetivo (cosa que en sí misma supuso un golpe devastador para los partidarios de lo que ellos llamaban «la cruzada de Franco»), y, por tanto, todo aquel que conseguía hacerse con un ejemplar lo devoraba con ansia. El libro de Southworth se popularizó de una forma infinitamente menos inmediata, pero fue más devastador. No narraba la guerra, sino que más bien desmantelaba, línea a línea, el entramado de mentiras que el régimen de Franco había erigido para justificar su existencia. La consecuencia de la llegada a España de ambos libros fue el intento por parte del entonces ministro de Información, el enérgico Manuel Fraga Iribarne, de sellar las fronteras para impedir la llegada de más ejemplares y de contrarrestar el impacto intelectual y moral de ambas obras, pero sobre todo de la de Southworth, por sus corrosivos efectos sobre la imagen que el régimen tenía de sí mismo.

En realidad, el libro de Thomas había llegado primero y había sido introducido de contrabando en España en grandes cantidades. Como era de esperar, su éxito ocasionó un endurecimiento de las restricciones fronterizas. El libro de Herbert fue enviado a las islas Canarias, donde la aduana era mucho más laxa, y desde allí resultó algo más fácil introducirlo en la Península. Aquello supuso que el precio final al que se vendía en las librerías españolas, bajo cuerda, duplicara con creces el de Francia. Los beneficios iban a parar al contrabandista y al librero. Herbert escribió a Jay Allen: «Llevo escribiendo más de tres años y no he ganado un solo céntimo, ni nuevo ni viejo. Ni siquiera he recuperado el dinero que adelanté para publicar en España el primer libro. De él se han vendido más de tres mil ejemplares, lo cual, en vista de las dificultades para introducirlo en el país, no está del todo mal»[1]. Sin embargo, aquellos tres mil ejemplares que habían ido filtrándose bastaron para desencadenar en el seno del Ministerio de Información la creación de un departamento especial con el nombre de Sección de Estudios sobre la Guerra de España.

Para dirigir dicha sección, Fraga escogió a un joven funcionario ministerial muy inteligente, un químico que se había formado para ser jesuita antes de abandonar sus estudios para casarse: Ricardo de la Cierva y de Hoces. Procedía de una célebre familia conservadora; su abuelo había sido ministro del Interior de varios gobiernos de la monarquía, su tío había inventado el autogiro y su padre había muerto a manos de los republicanos durante la Guerra Civil española. Su misión consistía, en términos muy generales, en actualizar la historiografía oficial del régimen con el fin de repeler los ataques procedentes de París. La principal arma del arsenal de este nuevo batallón de guerra intelectual fue suministrada por la compra de la magnífica biblioteca sobre la Guerra Civil española reunida a lo largo de muchos años por el periodista italiano Cesare Gullino, quien años atrás había sido enviado a España por Mussolini. Southworth se convirtió en un abrir y cerrar de ojos en el principal enemigo del departamento. En comparación con Hugh Thomas, que ya era bien conocido después del éxito mundial de su famoso libro sobre la Guerra Civil, Herbert Southworth era prácticamente un desconocido. Sin embargo, había otra diferencia fundamental entre aquellos dos hombres. Thomas había escrito un libro magnífico sobre el conflicto, pero la Guerra Civil española no iba a ser el tema central de su vida. En aquellos momentos ya trabajaba en su monumental historia de Cuba. A diferencia de él, Southworth dedicó su vida al estudio de la Guerra Civil española. Además, para enfrentarse a De la Cierva, que disponía del personal y los recursos de todo un ministerio, Southworth contaba con su propio arsenal: una de las mayores bibliotecas del mundo sobre la contienda.

Además de ser un autor antifranquista, Southworth fue uno de los inversores que hizo posible la supervivencia de la importante editorial española en París, Ediciones Ruedo Ibérico[2]. Muy pronto se reveló que Ricardo de la Cierva y de Hoces consideraba a Southworth un oponente temible. En 1965 De la Cierva le escribió diciéndole: «Tengo una gran estima por Vd. como especialista en la bibliografía de nuestra guerra y muchas personas han conocido su libro a través de mí. Pero creo sinceramente, señor Southworth, que si Vd. suprimiera toda la pasión y todo el partidismo que rebosa en sus páginas, su obra alcanzaría todo el valor que se merece»[3]. Se conocieron en Madrid en 1965 y De la Cierva le invitó a cenar. Posteriormente, Southworth me dijo que, durante aquella cena, De la Cierva le había contado con orgullo que la policía tenía órdenes de confiscar los ejemplares de El mito de la cruzada que encontrara cuando registraba las librerías y las casas de los sospechosos políticos. De la Cierva le confió que recomendaba, e incluso regalaba, a sus amigos los ejemplares del libro requisados, tras lo cual pasó a distribuir ejemplares entre los demás comensales invitados. Sin embargo, en la España de Franco, lo que se decía en privado distaba mucho de lo que se decía en público. Ricardo de la Cierva escribió:

H. R. Southworth es, sin disputa, el gran experto en la bibliografía de nuestra guerra valorada desde el lado republicano … Su biblioteca sobre nuestra guerra es la primera del mundo entre las privadas: más de siete mil títulos. Estoy casi seguro de que se ha leído los siete mil. Y conserva, en una tremenda memoria fotográfica, todos los datos importantes y todas las relaciones mutuas de esos libros[4].

De la Cierva subestimaba la cantidad real de volúmenes de la biblioteca, pero no el minucioso conocimiento de Southworth de su contenido. Aquel elogio iba seguido inmediatamente de algunos ataques feroces, pero superficiales, contra las presuntas deficiencias de la metodología de Southworth.

¿Quién era este Herbert Southworth, el mítico coleccionista de libros que durante muchos de los años siguientes sería el legendario azote intelectual de la dictadura del general Franco? Sus libros serían escudriñados por los especialistas más rigurosos en la Guerra Civil española, y su estudio sobre el bombardeo de Guernica se convertiría en uno de los tres o cuatro libros más importantes de los muchos miles de volúmenes escritos sobre el conflicto. Aun así, poca gente sabía quién era porque, al carecer de puesto en la universidad, carecía también de un modo fácil de ser catalogado. En todo caso, había vivido una existencia extraordinaria. Su increíble ascenso desde la pobreza del Oeste estadounidense hasta llegar a desarrollar una campaña periodística de izquierdas durante la Guerra Civil española, presentaba rasgos propios de una novela de Steinbeck. Su posterior transformación a base de tesón en un triunfante magnate de la radio y, a continuación, en un erudito de prestigio internacional, recordaba a alguno de los héroes de Theodore Dreiser.

Había nacido en Canton, una diminuta ciudad de Oklahoma, el 6 de febrero de 1908. Cuando el banco de la ciudad, propiedad de su padre, quebró en 1917, la familia se trasladó durante una breve temporada a Tulsa, en el este de Oklahoma. A continuación se mudaron a Abilene, Texas, donde su padre hacía prospecciones petrolíferas, y allí vivieron mucho más tiempo. El principal recuerdo de Herbert de aquella época tenía que ver con la colección de Harvard Classics de su padre. El robo de uno de los volúmenes cuando tenía doce años le afectó tan profundamente que aquel fue quizá el comienzo de su obsesión por coleccionar libros. Creció entre las estanterías de la Biblioteca Pública Carnegie de Abilene. Allí, tras meses de leer The Nation y The New Republic, decidió abandonar el protestantismo y el republicanismo conservador del Bible Belt («Cinturón de la Biblia»). Se volvió socialista y lector ávido de por vida de lo que denominó con sorna «la escuela de periodismo sensacionalista». Aquello iban a ser los cimientos de su asombrosa transformación en un formidable erudito sobre Europa[5].

Estudió en la escuela secundaria de Abilene hasta los quince años. Desempeñó diferentes empleos en la industria de la construcción de Texas, y luego en una mina de cobre en Morenci, Arizona. Allí aprendió español trabajando con los mineros mexicanos. La caída del precio del cobre tras la quiebra de Wall Street le dejó sin empleo. Entonces decidió incorporarse a la Universidad de Arizona y, cuando se le agotaron los ahorros, fue al Texas Technological College de Lubbock, población más famosa por ser lugar de nacimiento de Buddy Holly. Allí vivió en la extrema pobreza pagándose los estudios con su trabajo en la biblioteca del colegio. Se especializó en historia y cursó estudios de español. El trabajo en la librería había intensificado su amor por los libros. Con el apoyo del bibliotecario del centro, se marchó en 1934 con una sola idea en mente, la de buscar trabajo en la biblioteca más importante del mundo: la Biblioteca del Congreso en Washington D. C. Cuando por fin obtuvo una plaza en el Departamento de Documentación, fue con un salario inferior a la mitad de lo que ganaba en la mina de cobre. Sin embargo, aunque apenas le daba para comer, era feliz simplemente con poder pasar todo el día entre las estanterías de libros[6].

Cuando estalló la Guerra Civil española empezó a reseñar libros sobre el conflicto y a escribir de vez en cuando algún artículo para el Washington Post. Sus artículos estaban tremendamente documentados y se basaban en un conocimiento profundo de la prensa internacional[7]. Las reseñas tenían elementos del humor mordaz y la agudeza crítica que se convertirían en signos distintivos de sus escritos posteriores. En la reseña de la obra del estadounidense de derechas Theo Rogers, Spain: A Tragic Journey, escribió:

Hay una aterradora confusión en torno a este libro. Me refiero a la descuidada, quizá deliberada, confusión de los términos anarquista y comunista. Hay una gran diferencia entre ambos y las personas inteligentes la reconocen. El modo en que el señor Rogers utiliza dichas palabras revela la temerosa indignación de su mente, pero no transmite información. No es justo hablar con vaguedad de gente comprada con «el oro de Moscú» sin aportar pruebas concretas. Es falso negar que Franco es fascista y acto seguido añadir que sencillamente cree en el «estado totalitario».

Herbert concluía su artículo con la sugerencia de que los lectores «abrirían sin duda el libro del señor Rogers (si es que lo abrían)» con la aprobación entusiasta de las curiosas palabras de sir Wilmott Lewis, que escribe el prólogo: «Lo único que conozco del libro para el que escribo este prólogo es el título y, si el libro llegara a algunas conclusiones, imagino que discreparía radicalmente con ellas»[8].

Su crítica del libro de Harold Cardozo The March of Nation apuntaba las contradicciones existentes entre una serie de afirmaciones: que el 18 de julio Queipo de Llano contaba con «escasamente 180 soldados entrenados»; que tenía que utilizar «aquel puñado de hombres con astucia con el fin de paralizar a una población ingente»; que «la abundancia de voluntarios, trescientos mil en total, durante los primeros meses de la guerra, era la mejor prueba de que el movimiento militar era en realidad un movimiento nacional» y que en octubre «al general Varela le faltaban hombres. Su marcha hacia Toledo había sido una audaz proeza para engañar al enemigo, y la marcha hacia Madrid iba a ser aún más atrevida. Las fuerzas expediccionarias africanas tenían poco más de catorce o quince mil hombres, y fue a base de desplazar unidades de un sitio a otro como el general Varela consiguió dar la impresión de fuerza»[9].

Afectado ya emocionalmente por la lucha entre el fascismo y el antifascismo, Southworth siempre diría que lo que pasó en España dio sentido a su vida. Sus artículos llamaron la atención del embajador de la República, Fernando de los Ríos, que le propuso trabajar para la Oficina de Información española. Abandonó entusiasmado su empleo oficial en la biblioteca, mal pagado pero seguro, y se trasladó a Nueva York. Allí trabajó con pasión y escribió artículos de prensa y panfletos periódicos, entre otros Franco’s «Mein Kampf», su anónima labor de demolición de la tentativa de José Pemartín de dotar al franquismo de una doctrina formal en Qué es «lo nuevo»: consideraciones sobre el momento español presente[10]. Durante aquella época realizó un curso de doctorado en la Universidad de Columbia y entabló una amistad duradera con su colega Jay Allen, el distinguido corresponsal de guerra. Jay, Barbara Wertheim (famosa posteriormente como Barbara Tuchman) y Louis Fischer le conocían como Fritz, ya que su porte rotundo y su cabello rubio les recordaba al de un cervecero alemán. Con posterioridad, Jay escribió lo siguiente de aquel hombre de Oklahoma cuyo acento arrastrado le hacía parecer tejano:

Trabajó conmigo como ayudante de investigación en Nueva York en los años 1938 y 1939. Sus sentimientos eran muy parecidos a los míos, estaba dispuesto a marchar junto al PC siempre que ellos no se rezagaran un milímetro del pacto. Tejano y, según creo, baptista, tuvo y sigue teniendo algunas reticencias muy marcadas hacia la Iglesia católica, reticencias compartidas en términos generales por los católicos anticlericales[11].

Las opiniones de Southworth aparecieron resumidas en un brillante artículo publicado a finales de 1939 sobre el poder político de la prensa católica[12].

Mientras permaneció en Nueva York, Southworth también conoció y desposó a una hermosa joven puertorriqueña, Camelia Colón, pero el suyo no fue un matrimonio afortunado. Herbert quedó desolado por la derrota de la República, aunque, una vez acabada la guerra, Jay y él continuaron trabajando para el presidente en el exilio, Juan Negrín. Trabajó con Barbara Wertheim en una cronología de la Guerra Civil española descomunal y minuciosamente detallada que pretendía ser la base para un libro de Jay dedicado a la guerra, libro que nunca concluiría. Junto con él, ayudó también a muchos exiliados españoles destacados que pasaron por Nueva York, incluidos Ramón J. Sender y Constancia de la Mora. Herbert también trabajó de forma esporádica durante toda la década de 1940 en un libro sobre el partido fascista español, la Falange, que finalmente fue rechazado por los editores porque lo consideraron demasiado erudito. En mayo de 1946 escribió a Jay para comunicarle la dificultad de investigar mientras trataba de ganarse la vida, y en diciembre de 1948 le informó de lo siguiente: «Sigo dándole vueltas a la idea de un libro sobre la Falange Española. Tengo montañas de material y quizá en un año más o menos tenga tiempo para sentarme y escribirlo»[13]. Hasta 1967 no podría redactar su extraordinaria obra Antifalange, que estaba dedicada a Jay Allen.

En el verano de 1941 las labores realizadas por Jay Allen en Nueva York en favor de la República española tuvieron que ser interrumpidas y Herbert fue reclutado por el Departamento de Estado, ya que se suponía que sus credenciales antifascistas serían de utilidad en la previsible guerra contra las dictaduras. Poco después del ataque contra Pearl Harbor, el departamento en el que trabajaba se convirtió en la Oficina de Información de Guerra estadounidense (OWI, Office of War Information). En abril de 1943 fue destinado a Argelia para trabajar en la Oficina de Guerra Psicológica. Dado su conocimiento de la situación española, fue destinado a Rabat, Marruecos, donde pasó la mayor parte de la guerra dirigiendo emisiones de radio en lengua española para la España de Franco[14]. Cuando la guerra terminó, se quedó durante algún tiempo trabajando para el Departamento de Estado, hasta que lo despidieron en mayo de 1946. Escribió a Jay: «Me ha dicho un amigo de dentro que me han incluido en una lista negra del Departamento de Estado y que nunca me contratarán. Es un incordio para un hombre de treinta y ocho años cuyo mejor currículum laboral son los cinco años que ha dedicado a labores informativas para Estados Unidos». Las credenciales antifascistas que le habían proporcionado originalmente su empleo suponían ahora un grave inconveniente en el contexto de la Guerra Fría. En todo caso, Herbert creía que «el fundamento de las acusaciones contra mí no reside en mi republicanismo proespañol ni en mi falta de sentimientos antisoviéticos, sino en mis actividades contra las maniobras políticas de la Iglesia católica»[15].

Decidió no utilizar su billete de avión de la desmovilización para volver a casa, sino quedarse en Rabat, en parte a la espera de la caída de Franco, pero en mayor medida porque se había enamorado de una abogada francesa de belleza deslumbrante y gran inteligencia: Suzanne Maury. Ya se había separado de su mujer, Camelia, si bien no se divorciaron hasta 1948. Suzanne también tuvo problemas para separarse de su marido. Cuando ambos quedaron libres para casarse, lo hicieron en 1948. Sabiendo que no había ningún control sobre las emisiones de radio desde Tánger, Suzanne le aconsejó que comprara cierta cantidad de equipamiento de radio excedente del Ejército estadounidense con el que fundó Radio Tánger. Siguió en contacto frecuente con Jay Allen y, al igual que su amigo, continuó esperando la caída del régimen de Franco.

A finales de diciembre de 1948 escribió a Jay:

Hemos pasado un mes en París, entre octubre y noviembre. Vi a Vayo y le medio prometí hacer algo sobre España, pero no lo he hecho. ¿Qué te parece algo que empiece así?: «Un objetivo político no es muy diferente de un objetivo militar. Ningún general emplearía la misma estrategia para tomar una trinchera que para tomar un castillo, y las fuerzas desplegadas contra un granero serían diferentes de las lanzadas contra una ciudad de la era atómica. En los esfuerzos para derrocar a Franco se está utilizando toda la munición contra un régimen fascista que ha dejado de existir. Reconocer esto impondrá a muchos un fuerte castigo emocional, etc». Como puedes ver, soy incapaz de escribir nada sin ponerme profundo y entrar en asuntos ideológicos[16].

Durante aquellos años viajó regularmente a España en busca de material para lo que acabaría siendo la mayor colección de todos los tiempos de libros y panfletos sobre la Guerra Civil española (que en la actualidad se encuentra en la Universidad de California en La Jolla, San Diego). En su carta de diciembre de 1948 dirigida a Jay comentaba: «He atravesado España dos veces, una vez desde Málaga hasta Barcelona y la otra por San Sebastián, Burgos, Valladolid, Madrid y Córdoba. Creo sinceramente que un pequeño bloqueo derrocaría a Franco en tres semanas, si no antes»[17].

El gobierno marroquí nacionalizó la emisora de radio la Nochevieja de 1960, pero Herbert y Suzanne ya se habían marchado a vivir a París. Él siguió comprando libros a través de una inmensa red de vendedores de alcance mundial. En alguna ocasión compró la biblioteca de algún exiliado español, entre ellas la del presidente de la Generalitat de Catalunya, Josep Tarradellas. También entabló una estrecha relación con el padre Marc Taxonera, el alto y delgado bibliotecario del monasterio de Montserrat, con quien intercambiaría ejemplares repetidos de algunos libros[18]. Herbert perdió dinero en un intento de introducir la patata frita en Francia. Aquello, unido a los problemas para encontrar un apartamento lo bastante grande donde alojar su biblioteca, que estaba depositada en un garaje, y también a un incidente en el que un policía le dio una paliza durante una manifestación de izquierdistas, hizo que optara por abandonar la capital francesa. El problema de su ya entonces enorme biblioteca le llevó a mudarse hacia el sur, donde las viviendas eran más baratas. En 1960, Suzanne y él compraron el decadente Château de Puy en Villedieu sur Indre. En realidad nunca le gustó aquella zona, y le escribió jocoso a Jay Allen: «No te has perdido nada por no conocer esta parte de Francia. De buena gana participaría en la próxima guerra contra estos campesinos»[19]. Algunos años después, en septiembre de 1970, se trasladarían a vivir bajo la desvaída magnificencia del solitario Château de Roche, en Concrémiers, cerca de Le Blanc. Entonces escribió a Jay Allen: «Hemos pasado seis heroicos meses tratando de poner esta casa en orden. Ahora estamos bastante bien. Reina la confusión. Preocuparme por el tejado, la calefacción y los retretes me ha impedido seguir con mi trabajo»[20]. Por fin, en el centro del inmenso castillo venido a menos consiguieron montar un núcleo modernizado en el que vivían y que equivalía a una casa de cuatro dormitorios. En la tercera planta y las demás alas habitaban los libros y los murciélagos.

Una vez instalados en Puy, Herbert empezó a publicar la serie de libros que obligaron al régimen de Franco a alterar su versión falsificada del pasado. El más aclamado fue el primero, El mito de la cruzada de Franco, una devastadora revelación acerca de la propaganda derechista sobre la Guerra Civil española[21]. Al adelantar el dinero para que Ruedo Ibérico lo publicara, salvó a la editorial de la quiebra económica sin proponérselo. En realidad, como el impresor francés tenía poca experiencia de composición tipográfica en español, la primera edición contenía tantos errores que tuvo que ser destruida[22]. De cualquier modo apareció en 1963, y un año después, una edición francesa muy ampliada fue decisiva para convencer a Manuel Fraga de que había que crear un departamento exclusivamente dedicado a la modernización de la historiografía sobre el régimen. Su director, Ricardo de la Cierva, en una batalla perdida contra Southworth, se dedicó a escribir más de un centenar de libros en defensa del régimen de Franco, una proeza llevada a cabo a fuerza de tener a su disposición los recursos del Ministerio de Información hasta la muerte de Franco y de carecer de miedo a repetirse. Jay Allen envió a Louis Fischer un ejemplar de El mito de la cruzada de Franco, y le describió el libro como «una labor extremadamente minuciosa y hábil». Consciente de que Herbert atravesaba importantes problemas económicos, Jay preguntó a Louis si, en su condición de distinguido profesor de Princeton, podía utilizar su influencia para convencer a la universidad de que adquiriera la biblioteca Southworth «y a Fritz junto con ella».

En 1967 Southworth escribió un segundo libro, Antifalange, publicado también por Ruedo Ibérico. Se trataba de un comentario monumentalmente erudito sobre el proceso mediante el cual Franco convirtió a la Falange en el partido único de su régimen. Tuvo un impacto comercial significativamente menor que El mito…, puesto que incluía un comentario minuciosamente detallado, línea a línea, de un libro escrito por un autor falangista, Maximiano García Venero: Falange en la guerra de España: la Unificación y Hedilla (Ruedo Ibérico, París, 1967). Se trataba de las memorias del dirigente falangista Manuel Hedilla, que había caído en desgracia por haberse opuesto a Franco después de la unificación forzada de la Falange y los carlistas en abril de 1937. García Venero había sido su amanuense[23]. Con el libro, Hedilla, quien había sido condenado a varios años de cárcel, al exilio interior y a la miseria, quería intentar reivindicar su papel en la guerra. José Martínez, el director de Ruedo Ibérico, pidió a Herbert que aportara comentarios detallados para ampliar los aspectos que García Venero había decidido no contar acerca de la violencia falangista. Dado su exhaustivo conocimiento de la Falange, aquellas notas acabaron creciendo hasta adquirir una envergadura que exigía su publicación en un volumen anexo. Entretanto, Manuel Fraga se había enterado de su inminente publicación y se había ocupado de que la Embajada española en París presionara a García Venero para impedir su lanzamiento, y así asestar un golpe mortal a Ruedo Ibérico. Dado que el voluminoso libro ya había sido compuesto y ocasionado muchos gastos, este se negó y, tras laberínticas complicaciones legales, se publicaron los dos libros[24]. El demoledor ataque contra el texto de García Venero llevado a cabo por Southworth revelaba tal conocimiento de los intersticios de la Falange que produjo considerable sorpresa y admiración entre muchos falangistas veteranos. En el curso de años de investigación intensiva para su proyectado libro sobre la Falange, Southworth había entablado una fructífera correspondencia con muchos falangistas relevantes, entre los que se encontraban Ernesto Giménez Caballero, Jesús Suevos y Ángel Alcázar de Velasco. Dicha correspondencia se prolongó hasta su muerte y destacaba por el tono respetuoso con el que muchos de ellos le trataban.

A mediados de la década de 1960 Herbert entró en contacto con el gran hispanista francés Pierre Vilar, que le convenció de la utilidad de presentar una tesis doctoral en la Sorbona. En un principio pensó hacerlo con una bibliografía completa y anotada sobre la Guerra Civil española siguiendo la línea de una versión muy ampliada de El mito de la cruzada de Franco. Sin embargo, mientras trabajaba en el tema se vio cada vez más absorbido por un único aspecto: la batalla propagandística en torno al bombardeo de Guernica[25]. En 1975 apareció en París la obra maestra de Herbert Southworth, La destruction de Guernica. Journalisme, diplomatie, propagande et histoire (Ruedo Ibérico, París, 1975), que poco después iría seguida de la traducción española. El original inglés se publicó con el título Guernica! Guernica! A Study of Journalism, Diplomacy, Propaganda and History (California University Press, Berkeley, California, 1977). Basada en una asombrosa selección de fuentes documentales, se trata de una sorprendente reconstrucción de los esfuerzos llevados a cabo por los propagandistas y admiradores de Franco para borrar por completo la atrocidad de Guernica. Por consiguiente, la obra causó un impacto considerable en el País Vasco. El libro no reconstruía el bombardeo en sí, sino que en realidad arrancaba con la llegada a Guernica desde Bilbao del corresponsal de The Times, George L. Steer, junto con otros tres periodistas extranjeros.

Se trata de la obra de investigación más fascinante y meticulosa, que reconstruía la telaraña de mentiras y medias verdades que falsificaron lo que en realidad sucedió en Guernica. La versión franquista más exagerada, que culpaba de la destrucción de la ciudad a mineros saboteadores procedentes de Asturias, fue invención de Luis Bolín, el jefe de la oficina de prensa extranjera de Franco. Para evaluar el trabajo de Bolín y la subsiguiente manipulación de la opinión pública internacional sobre el suceso, Southworth reconstruía con meticulosidad las condiciones bajo las que se veían obligados a trabajar los corresponsales extranjeros en la zona nacional. Mostraba cómo Bolín amenazaba con frecuencia con hacer fusilar a todo aquel corresponsal cuyos despachos no siguieran las orientaciones propagandísticas franquistas. Tras desmontar de forma minuciosa la argumentación urdida por Bolín, Southworth pasaba a desmantelar las incoherencias de los escritos de los aliados ingleses de Bolín: Douglas Jerrold, Arnold Lunn y Robert Sencourt.

En condiciones normales, podría esperarse que una descripción detallada de la historiografía acerca de un determinado tema acabara siendo la árida obra de un especialista con una perspectiva muy limitada. No obstante, Southworth consiguió, con una maestría única, convertir su estudio de la compleja construcción de una mentira descomunal en un libro muy accesible. Algunas de las páginas más interesantes e importantes de este libro están compuestas por un análisis de la relación entre los escritos franquistas sobre Guernica y el auge del problema vasco en la década de 1970. Southworth demostraba que se estaba llevando a cabo un esfuerzo por reducir la tensión entre Madrid y Euskadi mediante la elaboración de una nueva versión de lo que sucedió en Guernica. Para ello, era esencial que la historiografía neofranquista aceptara que Guernica había sido bombardeada, y no destruida por «saboteadores rojos». Una vez reconocido que, en radical contradicción con la ortodoxia anterior del régimen, la atrocidad fue en buena medida obra de la Luftwaffe, cobró relieve para los historiadores oficiales liberar de toda culpa al alto mando del bando nacional. La labor exigía mucha pericia, puesto que los alemanes acudieron en primera instancia a España a petición de Francisco Franco. Sin embargo, los neofranquistas empezaron a distinguir entre lo que ellos presentaban como una iniciativa alemana independiente y la inocencia de Franco y del comandante del norte, el general Emilio Mola. A continuación, Southworth analizaba la ingente literatura sobre el tema para proponer una conclusión evidente: que Guernica fue bombardeada por la Legión Cóndor a petición del alto mando franquista con el fin de destruir la moral vasca y socavar la defensa de Bilbao.

En apariencia, esta conclusión no era nada excepcional, apenas iba más allá de lo expuesto en la primera crónica enviada a The Times por George Steer y no era más que lo que la mayoría de los vascos consideraban un axioma desde 1937. Sin embargo, el gran historiador francés Pierre Vilar apuntaba en su prólogo al libro la importancia de lo que Southworth había logrado llevar a cabo al volver sobre el acontecimiento en sí y apartar capa tras capa las falsedades vertidas por la censura, los diplomáticos que servían a intereses creados y determinados propagandistas de Franco. A juicio de Vilar, lo que otorgaba a la obra de Southworth una importancia que superaba con mucho los límites de la historiografía sobre la Guerra Civil española era su decidida búsqueda de la verdad y su exposición del modo en que periodistas, censores, propagandistas y diplomáticos distorsionaron la historia. En un terreno en el que la verdad siempre había sido la primera baja, la «objetividad apasionada» de Southworth se alzaba como un faro y convertía el libro en una perfecta exhibición de metodología. Las investigaciones de Southworth se basaban en un asombroso despliegue de fuentes documentales en siete idiomas reunidas en muchos países. Por consejo de Pierre Vilar, el manuscrito se presentó en 1975, con éxito, como tesis doctoral en la Sorbona. Herbert ya había pronunciado conferencias en universidades de Gran Bretaña y Francia, pero aquel fue el comienzo de un tardío reconocimiento académico de la obra de Southworth en su propio país. A mediados de la década de 1970 se convirtió en profesor Regents de la Universidad de California.

Herbert no consiguió ser del todo bien recibido en la comunidad académica estadounidense a causa de su inveterada rebeldía y su malicioso sentido del humor. No disimulaba su desprecio hacia la política de Washington en América Latina, que le recordaba la traición a la República española. Todos los días devoraba, como un ávido observador de lo que consideraba la hipocresía de la escena política, una pila de periódicos franceses y norteamericanos. Junto con su pasión por la política, tenía un maravilloso sentido del absurdo y una risa irresistiblemente contagiosa. Le gustaban mucho los juegos de palabras multilingües, y se divertía mucho cuando en España le traían a la mesa de algún restaurante una botella de agua mineral con la etiqueta «Sin gas» («gas del pecado», en inglés). Recuerdo que en una ocasión, en un congreso en Alemania, los asistentes fuimos conducidos por el director de la fundación anfitriona para ver una suntuosa alfombra que, según indicaron con orgullo, había pertenecido a Adolf Hitler. Herbert se puso de rodillas y empezó a gatear y a mirar detenidamente el pelo de la alfombra. El director preguntó preocupado qué pasaba, y quedó absolutamente desconcertado cuando Herbert contestó con su arrastrado acento tejano: «Estoy buscando las marcas de los dientes del Führer». Su labor de acoso y derribo de la falsa erudición de otros solía ser extremadamente divertida, sobre todo en el capítulo titulado «Spanica Zwischen Todnu Gabriet», en el que reconstruía minuciosamente cómo, uno tras otro, los autores franquistas citaban un libro que jamás habían leído (la obra de Peter Merin Spanien zwischen Tod und Geburt [«España, entre la vida y la muerte»]), pero del que se limitaban a copiar mal el título. En una ocasión me pidió que en su tumba se inscribiera el siguiente epitafio: «SUS ESCRITOS NO FUERON LAS SAGRADAS ESCRITURAS / PERO TAMPOCO PURA BASURA». A pesar de su austero estilo inquisitorial, fue un buen comedor, rechoncho y jovial.

Tras la muerte de Franco, a menudo invitaban a Herbert a pronunciar conferencias en las universidades españolas, en las que era una figura de culto de primer orden. Su influencia se apreciaba en la obra de una nueva generación de especialistas británicos y españoles, y sus escritos despiadadamente forenses impusieron nuevos criterios de rigor para la elaboración de obras sobre la guerra. Polemista beligerante, participó con asiduidad en discusiones literarias, las más famosas con Burnett Bolloten y Hugh Thomas. Acerca de su gran oponente franquista, Ricardo de la Cierva, ya había publicado una demoledora desacreditación de su descuidada erudición, «Los bibliófobos: Ricardo de la Cierva y sus colaboradores»[26]. Herbert escribió a Jay: «La gente dice que soy destructivo, que tengo mal carácter y que nunca digo una palabra agradable de nadie, pero alguien tiene que decir quiénes son los hijos de puta y quiénes son buena gente. En el mundo académico todo es cortesía, tú me haces un favor y esperas que te lo devuelva. Me gusta pensar que soy una bocanada de aire fresco»[27]. Sin embargo, dejó de publicar durante una temporada porque estaba trabajando en su inmenso estudio sobre Guernica. Según dejaban entrever sus cartas, también tuvo que hacer frente a graves problemas económicos. En 1970 vio cómo sus gastos en libros superaban espectacularmente los ingresos, y decidió que tenía que vender su colección. Lo hizo a la Universidad de California en San Diego como «El Fondo Southworth», y continúa siendo la biblioteca particular más importante del mundo sobre la Guerra Civil española. Como los ahorros fueron menguando, Suzanne y él también tuvieron que vender el Château de Roche en 1978.

Yo suponía que, cuando pasaran de los setenta años, se trasladarían a una casa moderna, pero en lugar de hacerlo compraron un priorato medieval en la aldea de St. Benoît du Sault, una casa fascinante pero poco práctica en la que todas las habitaciones se encontraban a una altura diferente y cuya larga y angosta escalera de caracol desembocaba finalmente en otro estudio infestado de murciélagos. Como no podía ser de otra manera, Herbert empezó a reconstruir su colección y comenzó a escribir de nuevo. Gozó de la amistad de Pierre Vilar, de infinidad de estudiosos españoles y del venerable pensador anarquista holandés Arthur Lehning. Vivieron felices en St. Benoît hasta que la salud de Suzanne se vino abajo en 1994. Herbert la cuidó con devoción hasta que murió, el 24 de agosto de 1996. Nunca logró recuperarse del todo de aquel golpe y, tras un derrame cerebral sufrido poco después, su salud se deterioró de forma espectacular. Sin embargo, pese a estar postrado en la cama, siguió trabajando con la entregada ayuda de una vecina inglesa, Susan Mason-Walstra.

En un principio Herbert se había propuesto revisar El mito de la cruzada de Franco. Sin embargo, del mismo modo que en la tentativa anterior había visto que la investigación se ampliaba hasta convertirse en el monumental libro sobre Guernica que escribió, entonces sucedió algo similar. El resultado fue un doble legado historiográfico final. En 1996 publicó un extenso estudio acerca del modo en que el extrotskista Julián Gorkin había distorsionado la historiografía sobre la Guerra Civil española mediante su trabajo para el Congreso por la Libertad Cultural y la falsificación de las memorias de disidentes comunistas. El historiador galés Burnett Bolloten también fue blanco de críticas demoledoras. Bolloten fue corresponsal de United Press durante la guerra y estaba próximo a Constancia de la Mora. Había empezado a escribir una historia de la guerra que en un principio era pronegrinista, pero que había acabado siendo ferozmente anticomunista como consecuencia del asesinato de Trotsky. Sus escritos posteriores se habían visto un tanto influidos por Gorkin, razón por la que Southworth le puso sin piedad en la picota[28]. A continuación, tan solo tres días antes de su muerte, que se produjo el 30 de octubre de 1999 en el hospital de Le Blanc, en Indre, entregó el manuscrito de su último libro, El lavado de cerebro de Francisco Franco. Conspiración y guerra civil, un estudio detallado de los dos elementos conexos del golpe militar de 1936: la invención de una trama comunista para justificar el golpe militar y tomar el poder en España, y la implicación del propio Franco en su relación con la ultraderechista Entente Internationale contre la Troisième Internationale[29]. Ese libro era un epitafio más adecuado que el citado anteriormente.