La capital del mundo
los corresponsales en el asedio de Madrid
El 21 de septiembre de 1936, el general Franco tomó una sorprendente decisión que afectaría a todo el curso posterior de la Guerra Civil española. Aquel día, en su vertiginoso avance desde Sevilla hacia Madrid, sus Columnas Africanas habían llegado a Maqueda, en Toledo, desde donde la carretera hacia el nordeste que conducía a la capital se hallaba despejada. Madrid estaba a su merced, pero Franco no permitió que sus tropas se apresuraran a avanzar en busca de una victoria fácil, sino que decidió desviarlas hacia el sudeste para que liberaran el sitiado Alcázar de Toledo. Lo que parecía un error imperdonable, formaba parte en realidad de la orquestación del complejo plan de Franco para hacerse con el control de las fuerzas rebeldes y convertirse en Generalísimo y Caudillo. Desoyendo las advertencias de que estaba desperdiciando una oportunidad irrepetible de arrollar la capital española antes de que sus defensas estuvieran preparadas, Franco había decidido que acumularía un prestigio infinitamente mayor, tanto entre sus camaradas rebeldes como en el plano internacional, si liberaba la guarnición asediada. Por tanto, decidió nutrir su posición política con una victoria emocional y un gran golpe de propaganda en detrimento de una rápida derrota de la República. Cuando sus soldados entraron en Toledo el 27 de septiembre, a los corresponsales de guerra que iban con ellos se les impidió presenciar la sangrienta matanza provocada por los legionarios y los «regulares indígenas» marroquíes. No tomaron ningún prisionero. Los cadáveres quedaron esparcidos por las angostas calles y formaron riachuelos de sangre. Webb Miller, de United Press, dijo al embajador de Estados Unidos que había visto cadáveres de milicianos decapitados. Cuatro días después, los demás generales de Franco le recompensaban nombrándole Caudillo y jefe del Ejército y el estado rebeldes[1].
Aunque los corresponsales de los periódicos habían sido excluidos, la horripilante historia de lo que sucedió no tardó en salir a la luz. En cualquier caso, durante dos meses y medio los refugiados del sur habían inundado el camino hacia el norte portando espantosas historias de la carnicería llevada a cabo por las columnas africanas cuando saqueaban una ciudad tras otra. Se pretendía que la matanza de Badajoz del 14 de agosto sirviera de advertencia para los republicanos de Madrid de lo que les sucedería si no se rendían. Las noticias de la última muestra del horror de Toledo hicieron correr un estremecimiento de terror por toda la ciudad cuando, tras unos cuantos días de descanso, las fuerzas de Franco reanudaron su ofensiva sobre Madrid. En realidad, el retraso desde el 21 de septiembre hasta el 6 de octubre había dado, sin pretenderlo, un respiro que permitiría ver llegar por fin a Madrid a la aviación y los tanques rusos y a los voluntarios de las Brigadas Internacionales para salvarla. No obstante, en aquel momento la población de la capital esperaba el ataque rebelde con fatídico temor. Los corresponsales de guerra de todo el mundo, ardiendo en deseos de ser los primeros en anunciar la caída de la capital, molestaban continuamente a las autoridades republicanas para pedirles autorizaciones con las que acudir al frente. Uno de los más perseverantes e intrépidos fue Hank Gorrell, de Washington D. C.
Hasta el 14 de septiembre, Gorrell trabajó para United Press en Roma, pero cometió una falta a ojos de las autoridades fascistas. Lo llamaron a comparecer ante el Ministerio de Información de Mussolini y lo «invitaron» a marcharse de Italia por haber informado de una redada policial contra un grupo de la resistencia comunista[2]. Se le asignó como nuevo destino Madrid, adonde llegó una semana más tarde. El 3 de octubre, se dirigió con un colega español llamado Emilio Herrera al frente que había justo al norte de Toledo, en la localidad de Olías del Teniente Castillo (anteriormente, Olías del Rey), en un coche facilitado por la oficina de prensa republicana. Los detuvieron unos oficiales republicanos. Pese a que Hank tenía pasaporte estadounidense y llevaban un salvoconducto extendido por el Ministerio de la Guerra que les autorizaba a visitar el frente, fueron detenidos cuando le oyeron hablar en italiano. Se les trasladó de nuevo a Madrid escoltados por motoristas, donde fueron interrogados en un cuartel militar situado en el antiguo palacio Real. Como habían respondido satisfactoriamente las preguntas de sus interrogadores, Gorrell fue liberado rápidamente, pero Herrera fue retenido bajo custodia. Según informó Hank a la Embajada de Estados Unidos, «los oficiales que ordenaron mi detención pidieron disculpas efusivamente y me dijeron que, como estaba en posesión de los documentos adecuados, desde ese momento podía continuar camino hacia Cabanas y Olías cuando quisiera. De todas formas, un oficial me aconsejó que solicitara un pase adicional para esa zona de guerra concreta al coronel al mando de las tropas leales de Olías. Yo acepté las disculpas del oficial y le dije que estaba dispuesto a olvidar el incidente».
Al día siguiente, Hank Gorrell regresó al frente de Olías y fue al cuartel general de los leales con el fin de obtener el pase necesario. Antes de que pudiera ver al coronel, a él y su chófer los detuvieron unos milicianos armados. El chófer, Rafael Navarro, de origen filipino, era también ciudadano estadounidense. Sospechosos de ser espías, fueron retenidos durante cuatro horas. A continuación, fueron trasladados al cuartel de la policía de Madrid en un autobús lleno de milicianos y encerrados en una celda sucia y con considerables incomodidades hasta la llegada del jefe de la oficina de prensa republicana del Ministerio de Estado, Luis Rubio Hidalgo, quien hizo posible su liberación. Cuando Gorrell informó sobre aquellas dos detenciones, su queja principal fue que no le habían permitido ponerse en contacto con su oficina ni con la Embajada de Estados Unidos. Sin embargo, sus captores habían informado a Rubio Hidalgo, quien a su vez avisó a Lester Ziffren, el jefe de la oficina de United Press en Madrid, que entonces tenía treinta años. Ziffren llevaba en Madrid más de tres años, conocía la ciudad y consiguió movilizar al subsecretario del Ministerio de la Guerra, el general José Asensio Torrado. Como resultado, no solo los liberaron y se deshicieron en disculpas formales, sino que también los invitaron a cenar en el Ministerio de la Guerra[3].
¡Qué distinta sería la experiencia de Hank Gorrell tres semanas después en otra visita al frente! El 26 de octubre, Hank salió de Madrid con un coche con chófer facilitado por la oficina de prensa republicana. Mientras el corresponsal merodeaba al otro lado de las líneas al norte de Aranjuez, una unidad de tropas rebeldes abrió fuego sobre él. Fue abandonado allí cuando rechazó la invitación que su chófer le hizo para que saltara al coche y huyera con él a Madrid. Hank se resguardó en una zanja de un tanque Whippet italiano que trataba de darle alcance. Cuando el tanque volcó y su conductor perdió el conocimiento, Hank le ayudó a salir del vehículo, por lo que recibió una recompensa cuando el oficial italiano rescatado intervino para impedir que los marroquíes le ejecutaran. Pero lo que no pudo impedir es que le quitaran todo el dinero, el reloj de oro y los gemelos. Fue conducido a un punto cercano a Seseña, donde se le unieron otros dos corresponsales, el británico Dennis Weaver, del News Chronicle, y el canadiense James M. Minifie, del Herald Tribune de Nueva York, que también se habían aventurado sin darse cuenta al otro lado de las líneas rebeldes y habían sido apresados.
Las autoridades rebeldes emitieron la noticia de que Gorrell, Weaver y Minifie eran «huéspedes de las autoridades nacionales en espera de su traslado a la frontera». En realidad, su situación era significativamente más desagradable de lo que el comunicado de prensa daba a entender. Los habían trasladado a Talavera, donde tenía su cuartel general el comandante de campo de las columnas africanas, el general José Varela. Fueron interrogados como sospechosos de espionaje y se les dijo en reiteradas ocasiones que iban a ser fusilados. Finalmente, los trasladaron a Salamanca para que el propio Franco tomara la decisión de qué hacer con ellos. Allí, los interrogó con dureza el notorio Luis Bolín, homólogo de Rubio Hidalgo en la zona rebelde. El bravucón Bolín les amenazó con ahorcarlos. Tras otros cinco desagradables días bajo custodia y después de ser obligados a enviar despachos que dijeran que habían sido tratados cortésmente, los tres fueron expulsados de España. Posteriormente, Gorrell regresó a la zona republicana[4].
Las tres detenciones de Gorrell revelaban que, en ambas zonas, como era de esperar, las tropas próximas al frente estaban nerviosas y predispuestas a emplear la violencia cuando encontraban civiles husmeando que pudieran ser espías. Sin embargo, el contraste entre el trato recibido (las disculpas y la cena por parte de las autoridades de la República y las amenazas de muerte y la expulsión por parte de los rebeldes) en uno y otro frente era representativo de las actitudes de ambos bandos hacia los periodistas. En pocas palabras, el aparato de prensa de la República facilitaba más que impedía el trabajo de los corresponsales. La oficina de prensa de Madrid formaba parte del Ministerio de Estado, y se estableció unos días después del golpe militar en el edificio de trece plantas de la Telefónica, donde estaba la oficina central de la American International Telephone and Telegraph Company (ITT), en plena Gran Vía. Desde allí, los periodistas entregaban sus artículos a los censores antes de poder comunicarlos por vía telefónica a sus periódicos. Por la noche se ponían camas plegables para aquellos que todavía esperaban para enviar sus informaciones. En medio de un ruidoso caos idiomático, los empleados de la ITT, que al principio hacían las veces de censores, tenían que escuchar con gran atención para asegurarse de que lo leído no difiriera del texto censurado. Si los periodistas cambiaban una palabra, cortaban la comunicación de inmediato. Cuando a principios de noviembre las fuerzas rebeldes alcanzaron las puertas de la ciudad, dispuestas a iniciar la ocupación, el edificio de la Telefónica, el edificio más alto de Madrid, se convirtió en blanco diario de la artillería y fue alcanzado en distintas ocasiones. A pesar de los bombardeos, los censores, las telefonistas y los corresponsales se limitaban a seguir trabajando[5].
En los primeros días de la guerra, en Madrid la censura era ineficaz y a veces torpe. Los primeros censores no entendían inglés y los artículos tenían que entregarse traducidos al español antes de que se aprobase su transmisión. No se habían establecido directrices y cada censor ejercía la autoridad según su parecer. Podía ocurrir que un corresponsal viera cómo permitían la transmisión de uno de sus mensajes mientras la misma noticia, contada por un compañero suyo, era censurada. Los corresponsales leían las crónicas por teléfono y los censores les escuchaban por otra línea, y si lo que decían difería en algo del texto aprobado, cortaban la comunicación apretando un botón. Lester Ziffren describió la situación en la entrada de su diario correspondiente al 23 de agosto de 1936:
Los aviones rebeldes hicieron su primera incursión en los alrededores de Madrid y bombardearon el aeródromo de Getafe. El gobierno confirmó la noticia en su emisión de las diez de la noche. El censor no permitió la transmisión de ningún despacho que incluyese el texto de esta emisión. Al parecer, había decidido que la noticia era aceptable para el pueblo español pero no para la prensa extranjera. En vista de la situación, informé a mis compañeros de la oficina de París de que utilizasen las emisiones oficiales porque no podía mandar los textos por telegrama fuera de España[6].
La situación de la censura quedó organizada con un criterio más racional a partir de la primera semana de septiembre, cuando se nombró ministro de Estado del gabinete de Largo Caballero a Julio Álvarez del Vayo, un antiguo periodista. Nacido en Madrid en 1891, el cosmopolita Álvarez del Vayo había estudiado con Sydney y Beatrice Webb en la London School of Economics en 1912, y al año siguiente en la Universidad de Leipzig, donde entabló amistad con Juan Negrín. Allí también entró en contacto con Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, cuya biografía escribiría más adelante, La senda roja (Espasa Calpe, Madrid, 1934). En 1916 conoció a Lenin en Suiza. Visitó Rusia en varias ocasiones y escribió dos libros acerca del experimento soviético: La nueva Rusia (Espasa Calpe, Madrid, 1926) y Rusia a los doce años (Espasa Calpe, Madrid, 1929). El 18 de septiembre de 1936 Álvarez del Vayo nombró jefe de censores en la Oficina de Prensa Extranjera y Propaganda del Ministerio a otro reportero experimentado, su amigo Luis Rubio Hidalgo[7]. A partir de ese momento, a los corresponsales les resultó mucho más fácil transmitir sus crónicas. Considerado por muchos un refinado y astuto arribista, Rubio Hidalgo era, según el experimentado corresponsal del Daily Express Sefton Tom Delmer, «un funcionario oportunista que hacía lo imposible por tener un aspecto maquiavélico, con un bigotillo fino y negro, una sonrisa arrogante y cínica al hablar, y gafas negras que escondían unos ojos muy tímidos tras la máscara tradicional del conspirador internacional»[8].
Ziffren, sin embargo, afirmó que Rubio había hecho que la censura fuese menos fastidiosa, pues prohibía únicamente las referencias a los movimientos de las tropas, los planes militares o las atrocidades. Aplicaba los mismos criterios para las noticias que se publicaban en el ámbito nacional que para las crónicas que presentaban los corresponsales extranjeros. «La prensa republicana nunca admitió las derrotas, pues su principal función era publicar material que fortaleciese la moral pública». El curtido periodista norteamericano Louis Fischer se quedó estupefacto al enterarse de que la prensa republicana ocultaba la verdad:
Lo primero que me preguntaron al llegar a Barcelona fue: «¿Hemos perdido Irún?». Hace semanas que Irún ha caído pero el gobierno no lo ha anunciado, y el público tampoco ha sido informado oficialmente de que San Sebastián se ha rendido. Los informes diarios de la Oficina de Guerra están repletos de victorias; las retiradas no se registran. Si se cotejan todas estas emisiones, no se explica cómo es posible que sea el Ejército enemigo, en vez del Ejército republicano, el que esté cada vez más cerca de Madrid[9].
Fischer presionó a su amigo Álvarez del Vayo para que aceptase que era beneficioso para la República que se publicase la verdad. Rubio recibió la autorización de Álvarez del Vayo para dar noticias sobre las derrotas del gobierno después de que este también argumentase que tenía más sentido admitir los hechos inmediatamente en vez de tener que negarlos después, ya que los rebeldes informarían sobre ellos. Por consiguiente, las noticias que se publicaban en el extranjero estaban más cerca de la realidad que las que se publicaban en España. Ziffren escribió con afecto que Rubio Hidalgo había hecho «más manejable y viable» un sistema de censura hasta entonces poco eficaz y burdo[10]. Sin embargo, es muy probable que los cambios que notaba Ziffren se debiesen en realidad al trabajo de otros. No resulta difícil encontrar críticas contra Rubio Hidalgo de aquellos que querían mejores condiciones de trabajo, alegando que así habría más posibilidades de que escribiesen artículos favorables a la República.
A medida que las columnas rebeldes procedentes del sur se acercaban a Madrid, los problemas de la maquinaria de la censura pasaron a ser una de tantas dificultades a las que se enfrentaba el gobierno republicano. El regreso a la capital de unidades milicianas en retirada hacía que fuese imposible contener las noticias sobre lo que parecía ser una derrota inminente. Los corresponsales se dirigían al sur en coche, en dirección a Toledo, y en los pueblos y aldeas veían a milicianos republicanos desmoralizados e incluso hablaban con ellos. Las historias espeluznantes de las columnas de avanzada de legionarios extranjeros y mercenarios africanos, así como de los aviones alemanes e italianos que les daban cobertura, difícilmente podían mantenerse fuera del alcance de la prensa, aunque Rubio lo intentó por todos los medios. El 10 de octubre, durante una cena, Louis Fischer se quedó horrorizado cuando el corresponsal que más tiempo sirvió en Madrid, Henry Buckley, que escribía para el Daily Telegraph y para el Observer, le dijo que Rubio había comentado como si nada: «Esperad seis días. Va a cambiar la marea». Fischer observó: «Lo mismo de siempre, esperan que llegue ayuda exterior. También deberían ayudarse a sí mismos imponiendo un poco de organización y disciplina, y generando un poco de energía»[11]. El optimismo de Rubio no convencía a nadie, entre otras cosas porque los rebeldes habían capturado, encarcelado y maltratado a algunos corresponsales. El propio gobierno republicano tenía tan claro que Madrid iba a caer que se marchó a Valencia el 6 de noviembre, dejando la ciudad en manos de una Junta de Defensa montada en el último momento, un paso que dejó a la maquinaria de la censura de prensa sumergida en el caos, al menos durante un tiempo.
Durante las primeras semanas de guerra, antes de que las fuerzas rebeldes llegaran a las afueras de Madrid, algunos periodistas escogieron como residencia el hotel Florida, también en la Gran Vía, pasada la Telefónica. El Florida estaba mucho más cerca del frente, en la esquina de la plaza de Callao, y acabaría convirtiéndose en un blanco visible para el enemigo. Antes de que esto ocurriese, sin embargo, el hotel vivió varias noches salvajes. Frecuentado por prostitutas, tenía entre sus residentes a jóvenes aviadores, periodistas y una mezcla peculiar de traficantes de armas y espías. Los pilotos solían llevar encima navajas de un tamaño considerable y revólveres todavía más grandes. A la hora de la siesta las prostitutas llegaban sigilosamente y, a partir de entonces, el ruido y el escándalo aumentaban hasta que, a primera hora de la mañana, se producían peleas entre borrachos y los pasillos se llenaban de gente corriendo y gritando. Estas juergas desenfrenadas no sobrevivieron a los peores días del asalto. Una vez que llegaron las columnas rebeldes y el hotel se convirtió en blanco destacado de la artillería, los corresponsales se empezaron a marchar hasta desaparecer por completo[12]. Durante los días más violentos del asedio de las fuerzas franquistas, a lo largo del mes de noviembre de 1936, muchos de los periodistas británicos y estadounidenses dormían en sus respectivas embajadas. Algunos escogieron el hotel Gran Vía, que estaba enfrente de la Telefónica. Cuando pasó lo peor del asalto y el ataque rebelde se había apaciguado, los corresponsales regresaron al hotel Florida y se reanudaron las fiestas.
En la zona republicana en general, pero sobre todo en la capital asediada, los mayores peligros a los que se enfrentaba la gente tenían que ver con los bombardeos y las estrecheces materiales. Como diría Lester Ziffren, «por vez primera en la historia del periodismo, los periodistas sentían la inseguridad y los escalofríos de los residentes de una ciudad asediada, machacados sin piedad día y noche por bombardeos y cañonazos incesantes»[13]. Como el carbón de Asturias no podía llegar a Madrid, en los hoteles casi nunca había agua caliente ni funcionaba la calefacción. Los madrileños adoptaron la costumbre de cenar a las siete y media o las ocho, y «como la cama era el único sitio caliente de la casa, la mayoría de los habitantes se metían en ella a las nueve». La joven periodista inglesa Kate Mangan escribió: «El frío me helaba los huesos. No había calefacción en ningún sitio y aunque dejé de lavarme y me metía en la cama con toda la ropa puesta, nunca entraba en calor y me pasaba la noche entumecida y temblando, así que no dormía nada». Cuando su amiga, la reportera estadounidense Kitty Bowler, visitó Madrid en diciembre de 1936, hacía tanto frío que los dedos se le quedaban pegados a las teclas de la máquina de escribir[14].
Había muy pocos restaurantes abiertos y los que sí lo estaban tenían muy poco que ofrecer. La mayoría de los periodistas extranjeros comían en un asador que había en el sótano del hotel Gran Vía. Era un restaurante estatal y uno de los pocos abiertos en Madrid. Su clientela estaba compuesta principalmente por policías, soldados, oficiales, periodistas y prostitutas. Lester Ziffren relató que se sentaban a comer «con el abrigo puesto porque no había calefacción, y la carta casi siempre constaba de judías, lentejas, coliflor, sardinas en escabeche de quién sabe cuándo, patatas, pasteles y fruta»[15].
Ya el 28 de septiembre de 1936, Louis Fischer, que había llegado para informar como corresponsal de The Nation de Nueva York, anotó en su diario: «Esta noche he tratado de comer algo en el hotel Gran Vía. Prácticamente no tenían nada de lo que pedía. Finalmente, el camarero me ha dicho con amargura: “Fíjese en el menú. Ni carne, ni pollo, ni pescado, ni mantequilla”. Era cierto, pero en gran medida todo se debe a los recursos del jefe»[16]. Cada vez más, se esperaba que los corresponsales se procuraran sus propios víveres. Cuando llegó a Madrid en noviembre tras haber sido expulsado en septiembre de la zona nacional, el corresponsal del Daily Express, Sefton Delmer, trajo consigo comida desde Francia. «Enorme, corpulento, cosmopolita, nacido en Berlín, pero de sangre irlandesa y australiana», Delmer era un hombre con mucho aplomo y de una enorme ingenuidad. En pleno asedio, acabó alojándose, como muchos otros, en la Embajada británica[17].
Un mes más tarde de la anotación de Fischer, apenas una semana antes de que el gobierno y muchos periodistas abandonaran Madrid, llegó a la capital Geoffrey Cox, el joven corresponsal nuevo del News Chronicle, un neozelandés formado en Oxford. Fue seleccionado porque su periódico no quería arriesgarse a perder a otro reportero más famoso cuando cayera la ciudad. Tras comentar con su esposa ese encargo tan peligroso, decidió que tenía que cumplirlo. Al día siguiente, el 28 de octubre, voló a París, donde obtuvo la autorización necesaria de la Embajada española. Mientras permaneció en la capital francesa, Cox también conoció a uno de los corresponsales mejor informados de todos los que cubrían informativamente la guerra española: Jay Allen, del Chicago Daily Tribune. Allen le sorprendió con la predicción de que Madrid resistiría. Desde París, Cox tomó el expreso de Toulouse, donde se embarcó en el vuelo de Air France de la mañana siguiente para cruzar los Pirineos y llegar al aeropuerto de Barcelona. Tres milicianos le enseñaron la imprescindible habilidad de beber vino de un porrón. La siguiente etapa de su viaje lo llevó hasta Alicante. La larga espera en el aeródromo le desquició los nervios y le hizo preguntarse: «Es increíble, ¿qué demonios hago aquí…? ¿Qué hace un neozelandés en el lugar más perdido del mundo? Lamento decir que si hubiera aparecido alguien y me hubiera dicho “Mira, todo este jaleo no merece la pena. Vamos, será mejor que subas al helicóptero y regreses conmigo”, me habría sentido tentado de hacerlo. Pero gracias a Dios, no había forma de salir de allí». Aquella sensación de pavor se vio acrecentada si cabe por el torrente de adrenalina desatado por volar hacia Madrid escasamente cien pies por encima de las montañas. La única defensa contra posibles ataques de aparatos alemanes o italianos consistía en un miliciano apostado junto a la puerta abierta del avión con una ametralladora ligera[18].
Pese a las escalofriantes condiciones del vuelo, Cox llegó sano y salvo a Madrid la noche del 29 de octubre. Se dirigió hacia el hotel Gran Vía, enfrente del edificio de la Teléfonica. En aquella fase de la batalla por la capital pocos corresponsales acudían al hotel Florida de la plaza de Callao. Mientras Cox se registraba en recepción, un caballero inglés menudo, amable y con el pelo rojizo le tendió la mano y se presentó como Jan Yindrich, uno de los corresponsales de la United Press en Madrid. Yindrich le condujo hasta la oficina de la censura del edificio de la Telefónica y le puso al tanto de todo. Cox se enteró enseguida de cuál era la zona del sur de Madrid por la que avanzaban las tropas de Franco. Le sorprendió la libertad de la que gozaban los corresponsales: «Teníamos libertad para acudir donde quisiéramos… o nos atreviéramos». Al contrario de lo que sucedía en la zona rebelde, no había ningún tipo de supervisión por parte de los oficiales del Ejército que impusiera a los periodistas acudir únicamente a determinadas zonas autorizadas. Una vez que se extendía a nombre del corresponsal la autorización para visitar el frente y que el Ministerio de la Guerra le facilitaba un coche con chófer, podía ir adonde quisiera. No obstante, lo que escribiera y tratara de transmitir estaba sometido a la censura. La consecuencia de semejante libertad de movimientos era que, como les sucedió a Gorrell y Weaver, los corresponsales corrían el riesgo de adentrarse por error en territorio enemigo. Eso le sucedió a Cox en una ocasión cuando viajaba con el corresponsal sueco Barbro Alving, un joven rubio y fornido que firmaba sus artículos con el pseudónimo Bang. En una aldea al sur de la capital escaparon por los pelos de ser apresados por una patrulla de soldados marroquíes[19].
Cox siempre sintió que su mentor en Madrid había sido William Forrest, que en aquella época trabajaba para el Daily Express, «un natural de Glasgow menudo y de rostro franco con unos modales apacibles e irónicos». Cox admiraba la capacidad de Forrest para dar colorido a una historia con la habilidosa inclusión de algún detalle pintoresco. Ponía como ejemplo el despacho que Willie empezó con las palabras «Saqué un billete de dos peniques y pude ir al frente en tranvía». Tom Delmer también admiraba a Forrest y lo describía como «un escocés sagaz que se había ganado el respeto de todos por la serenidad con la que se podía dar por sentado que, ya hubiera bombardeos aéreos, cayeran proyectiles, se produjeran asesinatos o llegaran las tropas marroquíes de Franco, se agarraría al teléfono todas las noches para dictar un vivo reportaje del suplicio de Madrid y su millón y medio de ciudadanos». Anteriormente, Forrest había sido subdirector del periódico, pero consiguió convencer al director de que, dada su condición de miembro del Partido Comunista, él conseguiría acceder a lugares vedados para otros reporteros. Y así fue, pero aun con todo sus reportajes destacaban por la objetividad. Además, en 1939 abandonaría el Partido Comunista en protesta por la invasión soviética de Polonia y Finlandia[20].
Pese a la presencia en España de algunos de los mejores reporteros del mundo, muchos de los cuales escribieron posteriormente sus memorias, el registro más gráfico de la experiencia de los corresponsales durante el asedio de Madrid llegaría de la pluma de un español, el socialista Arturo Barea. En octubre de 1936 ofrecieron a Barea a través de un comunista llamado Velilla, que trabajaba en el ministerio, un puesto en la oficina de prensa. Barea era un hombre modesto y discreto, considerado y absolutamente comprometido con la causa de la República española. En la oficina de prensa tuvo que trabajar con Rubio Hidalgo, a quien muy pronto empezó a considerar un oportunista engreído. Por las noches, Barea trabajaba en el edificio de la Telefónica censurando despachos de prensa. Puede que a las órdenes de Rubio la censura se hubiese relajado un poco, pero a Barea le parecía estricta y dirigida principalmente a la eliminación de todo lo que no fuese una victoria republicana. Aunque el acercamiento de las columnas franquistas era inexorable, en las crónicas solo se podía decir que el avance estaba siendo frenado. Barea consideraba esta forma de proceder «torpe e inútil» y, de hecho, los periodistas británicos, norteamericanos y franceses burlaban el estricto control de la censura con relativa facilidad, mediante la utilización creativa del argot[21]. H. Edward Knoblaugh presumiría más tarde de que «al decir a Londres que “los peces gordos están a punto de salir por patas”, pude adelantarme a los otros periodistas con la primicia de que el gobierno se preparaba para huir a Valencia». Un periodista francés muy altanero que trabajaba para Le Petit Parisien, utilizaba tantos trucos que Barea, por lo general afable, se salió de sus casillas y amenazó con detenerle[22].
Con las columnas franquistas cada vez más cerca de Madrid y las calles llenas de escombros y atestadas de refugiados, el trabajo en la Telefónica se convirtió en una pesadilla. Los bombardeos y la artillería golpeaban la ciudad sin descanso. En la tarde del 6 de noviembre, cuando Barea acudió al trabajo, el tableteo de los fusiles se oía muy cerca. Al entrar en la oficina de Rubio Hidalgo, se encontró con que estaban quemando documentos en la chimenea. Rubio le comunicó, con una cortesía que rayaba en la satisfacción, que el gobierno se trasladaba a Valencia. Tras afirmar que la caída de la capital era ya inevitable, con la cara pálida, le dio a Barea la paga de dos meses y le ordenó que clausurara el aparato de la censura, quemase los documentos que quedaban y salvara el pellejo. Esa noche, Barea siguió trabajando como si no pasase nada y no permitió que un periodista estadounidense enviase un cable informando sobre la caída de Madrid[23].
Casi todos los corresponsales extranjeros estaban convencidos de que la capital no resistiría. En una cena celebrada a principios de noviembre, un total de diecinueve periodistas habían apostado sobre el día en que los rebeldes entrarían en la ciudad. De estos, dieciocho escogieron fechas que entraban en las siguientes cinco semanas y solo Jan Yindrich, por ser distinto de los demás, había apostado que la capital no caería «nunca»[24]. Rubio Hidalgo se alegró de poder marcharse y ofreció a William Forrest un sitio en su coche: «Si me acompañas, serás el único corresponsal británico que salga de Madrid con una crónica que contar. No te preocupes, no te vas a perder nada. A los demás les cogerán los fascistas y no dispondrán de medios de transporte ni de comunicación. En cualquier caso, después de que esta noche se marche el gobierno, no habrá más llamadas telefónicas a Londres ni a París». En realidad, Forrest tenía que ir a Valencia porque quería regresar a Gran Bretaña para unirse a la campaña en defensa de la República. Estaba a punto de presentar su dimisión al Daily Express, por lo que aceptó la oferta de Rubio. En Madrid le reemplazó al poco tiempo Sefton Delmer, quien describiría cómo Rubio, que tenía talento para estas cosas, encontró al llegar a Valencia un palacio precioso del siglo XVIII y allí se instaló, rodeado de tapices y brocados, en su nueva e imponente Oficina de Prensa y Relaciones Públicas[25]. La verdad es que los tapices estaban descoloridos y el palacio, destartalado. Cuando, mucho después, a principios de diciembre, Barea fue llamado a Valencia, pensó que el palacio era decadente pero suntuoso, un verdadero laberinto de pequeñas habitaciones abarrotadas de máquinas de escribir, sellos y montones de papel[26].
Rubio también le ofreció a Geoffrey Cox sitio en uno de los coches que partían hacia Valencia, tras mostrarle con ostentación una pistola automática que llevaba en el bolsillo de su elegante traje. De pie, en la acera del hotel Gran Vía, el joven neozelandés se debatía ante un dilema:
Tenía motivos para argumentar que iba a hacer mejor mi trabajo desde Valencia, pues, aunque fuese testigo de la caída de la ciudad, los censores franquistas nunca me dejarían enviar la crónica, y podía acabar en una cárcel franquista y pasar allí varias semanas. Pero opté por quedarme. Lo hice no tanto por un deseo periodístico de cubrir una noticia importante, sino porque tenía la sensación de que se iba a hacer historia y que yo podría ser testigo de ello.
Esta sería una decisión memorable para el periodista, pues solo él y otros dos periodistas británicos se quedaron en la capital para cubrir el ataque de Franco. De sus experiencias saldrían muchas de las crónicas más importantes que se llevaron a cabo sobre el asedio de Madrid y uno de los libros más importantes de la Guerra Civil española. Esa misma tarde, Cox se dirigió hacia las tropas rebeldes por la carretera de Toledo, junto al informadísimo Henry Buckley, un veterano que había llegado a Madrid en 1930. Fueron testigos de una resistencia feroz que sorprendió a ambos y por primera vez, mientras regresaban al centro a dormir en la Embajada británica, pensaron que lo imposible podía ocurrir y que tal vez Madrid resistiese el asalto[27].
El 7 de noviembre, sin censura en Madrid, algunos corresponsales habían tratado de hacerse con una primicia al transmitir la «noticia» de la caída de la capital. Los artículos de los periodistas que acompañaban a los rebeldes denotaban todavía más imaginación. Y el más imaginativo fue el de Hubert Renfro Knickerbocker, el corresponsal jefe en el extranjero de la cadena de periódicos Hearst. Knickerbocker el Rojo, que era como se le conocía a causa de su pelo encendido, era famoso en toda Europa. Se decía que cuando entró en el vestíbulo de un gran hotel de Viena el encargado le saludó diciendo: «Bienvenido, señor Knickerbocker. ¿Tan mal están las cosas?». Ahora presentaba con cierta verosimilitud la noticia apócrifa de «la caída de Madrid», en la que describía la entrada triunfal de los rebeldes en la ciudad, aclamados por los vítores de la multitud y por un perrillo que ladraba alegremente[28]. Algo más contenido era el igualmente famoso veterano británico Harold Cardozo, que acompañaba a las columnas franquistas para el Daily Mail. Su ayudante, Frances Davis, recordaba haber visto al gran hombre escribiendo una crónica sobre la caída de Madrid con espacios en blanco donde más adelante pensaba incluir los detalles de la victoria[29]. El propio Cardozo confesaría tiempo después:
Corrió como la pólvora la noticia de que la Gran Vía y el gran rascacielos de la Telefónica estaban en manos de las tropas de Varela, que controlaban todo el sector sur hasta el Ministerio de la Guerra. He de confesar que yo estaba seguro de que la victoria no tardaría en llegar y pensaba que los nacionales habían avanzado mucho más de lo que habían hecho en realidad. Después, cuando empezamos a superar la desilusión, mi colega Paul Bewsher dibujó para distraernos un mapa de Madrid en el que mostraba los puntos hasta donde varios corresponsales demasiado confiados habían hecho avanzar a las tropas nacionales. Todos teníamos la culpa, aunque la falta de información fidedigna y la inquietud febril del momento eran excusas válidas[30].
Sin duda, las redacciones de los periódicos de Gran Bretaña y Estados Unidos daban por hecho que Madrid se rendiría. En la tarde del 7 de noviembre, Henry Buckley telefoneó a un periódico dominical londinense para informar de que en el centro de Madrid reinaba la tranquilidad y de que las tropas de Franco estaban atacando la periferia por el otro extremo del río Manzanares. El redactor que había al otro lado del hilo no le creyó, porque había recibido muchos otros informes de que los rebeldes ya estaban dentro de Madrid. Buckley recibió entonces una llamada de un colega de París que le advirtió de que probablemente los franquistas ejecutarían a todos los periodistas que encontrasen en Madrid. Un buen número de ellos ya se había ido pero, motivados por la visión de los ciudadanos de a pie en armas, Buckley y Cox habían decidido quedarse. Como resultado, Cox dio la primicia al mundo entero de la llegada a Madrid de «la Columna Internacional de Antifascistas», tal y como él mismo la describió[31].
En la oficina de prensa, Barea estaba furioso con las «crónicas que se regodeaban con la idea de que Franco estuviese dentro de la ciudad», y le horrorizaba que el mundo pasara por alto lo que él calificaba de «increíble muestra de determinación y espíritu de lucha» del pueblo madrileño. Su indignación estaba dirigida contra Rubio Hidalgo: «Nunca he estado tan sumamente seguro de lo necesaria que es la censura de guerra como cuando leí esos informes tan mezquinos y falsos y me di cuenta de que en el extranjero el daño ya estaba hecho. La culpa de ese fracaso la tenía el hombre que había desertado». Al darse cuenta de que era necesario algún tipo de control sobre la prensa extranjera mientras Madrid resistiera, Barea desobedeció las órdenes de Hidalgo y sencillamente mantuvo el servicio de la censura en funcionamiento[32].
La mañana del 11 de noviembre, Barea recibió la visita del corresponsal de Pravda, Mijaíl Koltsov, que en un principio se puso hecho una furia porque, desde la huida de Rubio Hidalgo y antes de que Barea pudiese montar un sistema alternativo, algunos despachos muy dañinos habían llegado al exterior. La intervención de Koltsov contradecía su estatus como mero corresponsal y reflejaba tanto su carácter enérgico como su posición semioficial en el Comisariado General de Guerra. En cuanto se calmó y escuchó lo que Barea tenía que decir, se lo llevó al Ministerio de la Guerra, donde logró que la recién constituida Junta de Defensa aprobase que la oficina de prensa siguiese en Madrid como parte del Comisariado General de Guerra. Barea estaba muy contento de encontrarse bajo la autoridad del comisario general de Guerra, Julio Álvarez del Vayo, que, de hecho, ya era su jefe en calidad de ministro de Estado. Barea admiraba a Álvarez del Vayo porque había sido el primero de los ministros en regresar a Madrid e involucrarse en la defensa de la ciudad asediada. Suponía en vano que, en la situación de sitio en la que estaba inmersa la capital, la censura de la prensa extranjera no se vería entorpecida por la intervención de la burocracia del Ministerio de Estado, que seguía en la retaguardia en Valencia. Una orden escrita del Comisariado General de Guerra del 12 de noviembre le había hecho albergar esperanzas:
Debido a la transferencia del Ministerio de Estado a Valencia y a la necesidad indispensable de que el Departamento de Prensa del mencionado ministerio continúe funcionando en Madrid, el Comisariado General de Guerra ha decidido que dicha oficina del Departamento de Prensa dependa a partir de ahora del Comisariado General de Guerra, y que Arturo Barea Ogazón quede a cargo de la misma, pendiente de enviar informes diarios sobre sus actividades al Comisariado General de Guerra[33].
Su optimismo no duró mucho. Esa misma tarde, Rubio Hidalgo telefoneó desde Valencia y anunció que regresaría a Madrid para resolver el conflicto de autoridad. Barea informó de la llamada al Comisariado de Guerra y le aseguraron que le apoyarían. Cuando Rubio Hidalgo llegó de Valencia, Barea recibió a su antiguo jefe en la oficina de este, sentado junto a su mesa. Cuando le informó sobre las órdenes del Comisariado de Guerra, Rubio se quedó blanco, pestañeó y aceptó ir al ministerio. Allí capeó el temporal de «reprimendas groseras y directas», y luego movió ficha:
Él era el jefe de Prensa del Ministerio de Estado: el Comisariado de Guerra debía oponerse a cualquier acción desorganizada y disparatada, ya que reconocía la autoridad del gobierno, del que el jefe del Comisariado de Guerra era ministro. La posición legal de Rubio era irrebatible. Se acordó que la Oficina de Prensa Extranjera y Censura de Madrid siguiera dependiendo de él en su calidad de jefe de Prensa. Seguiría las instrucciones del Comisariado de Guerra de Madrid y, a través del comisariado, a las órdenes de la Junta de Defensa. El Departamento de Prensa del Ministerio de Estado seguiría cubriendo los gastos de la oficina de Madrid y los despachos censurados seguirían enviándose a Rubio, que adoptó una actitud cortés y conciliadora. De vuelta en el Ministerio de Estado, habló conmigo sobre los detalles del servicio; las reglas generales de la censura seguirían siendo las mismas, mientras que las instrucciones militares de seguridad me llegarían a través de las autoridades madrileñas.
Pese al aparente acuerdo al que habían llegado, Rubio Hidalgo nunca perdonaría a Barea su iniciativa, pues percibía que, al optar por seguir trabajando bajo el fuego enemigo, les había dejado, a él y al resto de los que habían huido a Valencia, como unos desertores. Barea escribiría más tarde: «Sabía que me odiaba mucho más de lo que yo le odiaba a él»[34].
Cuando Barea se hizo cargo de la censura en el Madrid asediado, todas las actividades se transfirieron por un breve espacio de tiempo al edificio histórico del Ministerio de Estado, situado en la plaza de Santa Cruz, cerca de la plaza Mayor. Esto significaba que los corresponsales tenían que realizar un arriesgado trayecto, cruzando las calles oscuras que les llevaban de la Gran Vía, donde vivían o estaban sus oficinas, hasta llegar al ministerio, donde sus crónicas eran revisadas por la censura, y de allí al edificio de la Telefónica para enviarlas por teléfono. La operación no tardó en trasladarse otra vez a la Telefónica. Allí, todas las noches, censores, telefonistas y periodistas trabajaban en condiciones penosas, a la luz de las velas, esperando oír en cualquier momento el silbido de los proyectiles de artillería o el estruendo de los bombarderos alemanes e italianos de Franco. Al final, los bombardeos les obligaron a trasladarse una vez más y de forma definitiva al ministerio[35].
La dedicación total de Arturo Barea a la causa republicana acabó incidiendo en su salud debido al exceso de trabajo, las preocupaciones y la precariedad de su posición frente a Rubio Hidalgo. Tenía que compaginar las instrucciones del Comisariado de Guerra en Madrid con las de Rubio Hidalgo en Valencia. Barea dormía pocas horas en un camastro instalado en su oficina y se mantenía activo a base de café, coñac y cigarrillos. La factura que le pasó el exceso de trabajo se advierte en la descripción que Delmer hizo de él: «Un español cadavérico con surcos profundos de amargura alrededor de la boca, acentuados por la luz de las velas. Era la personificación del espíritu español: tenso y desconfiado, siempre dispuesto a sentir el agravio a la patria». Su trabajo resultó más fácil cuando se unió a él como voluntaria Ilsa Kulcsar, una socialista austríaca, bajita y rolliza y no muy atractiva: «Tenía la cara redonda y los ojos grandes, la nariz chata, la frente despejada y una mata de pelo oscuro que casi parecía negro. Era demasiado ancha de hombros y llevaba un abrigo verde o gris, o de algún otro color que la luz violeta volvía indefinido y feo. Tenía treinta y tantos años y carecía de belleza»[36]. Pese a un comienzo tan poco prometedor, las noches en vela que pasaban hablando hicieron que Barea no tardase en enamorarse de ella. Esta sería una de las muchas relaciones amorosas que florecieron durante la guerra y, de hecho, una de las más duraderas.
Ilsa Kulcsar había estudiado económicas y sociología antes de trabajar para el Partido Socialista austríaco durante dieciocho años. Tras el fracaso del levantamiento de Viena en febrero de 1934, había formado parte de la resistencia austríaca y a continuación había huido con su marido a Checoslovaquia. A España llegó con credenciales de unos periódicos checos y noruegos, pero sin sueldo. Rubio Hidalgo, que apreciaba su capacidad lingüística, había decretado que la oficina de prensa le pagase por sus servicios y ella se lanzó a trabajar con un entusiasmo encomiable. No solo contribuía con su dominio del francés, el alemán, el húngaro, el inglés y otros idiomas, sino que también convenció a Barea de que la censura debía ser más flexible. Ilsa argumentaba que el convencional triunfalismo que imponía la mentalidad militar hacía que las derrotas y las dificultades económicas de la República fuesen inexplicables y sus victorias, irrelevantes. Sin mucha dificultad persuadió a Barea de que, si la prensa publicaba la verdad sobre las dificultades del gobierno, a largo plazo la causa republicana saldría beneficiada[37].
Por iniciativa propia, Arturo e Ilsa relajaron la censura, lo que sirvió para establecer una buena relación con los corresponsales. Les ayudaban a conseguir habitaciones de hotel y cupones para gasolina, y con frecuencia les pedían algún favor a cambio. Arriesgándose a sufrir la cólera de Koltsov y Rubio Hidalgo, permitieron que los corresponsales informasen sobre la redada policial en la abandonada Embajada alemana que aportó pruebas de la connivencia de Alemania con la Quinta Columna franquista. Barea y Kulcsar organizaron entrevistas con miembros de las Brigadas Internacionales, de las que salieron artículos como los publicados por Louis Delaprée, del Paris-Soir, Barbro Alving (Bang), del Dagens Nyheter de Estocolmo, Herbert Matthews, del New York Times, y Louis Fischer, de The Nation. Todos ellos escribieron crónicas excelentes y entusiastas pero la más valiosa fue tal vez la de Louis Fischer. Venía de servir como intendente en el cuartel general de las Brigadas Internacionales en Albacete, y era por tanto un observador privilegiado[38].
Para desgracia de Delaprée, su periódico empezó a considerar que sus apasionados artículos eran demasiado favorables a la República e incluso «comunistas», aunque él no era comunista sino un católico poco convencido. Aunque había ido a España a cubrir la zona rebelde, al poco de llegar a Burgos, en el mismo avión que Sefton Delmer y Hubert Knickerbocker, le habían expulsado por visitar el frente sin escolta. Resulta irónico que casi todas las personas que Delaprée conoció en Madrid consideraran que su periódico era de inclinación fascista. Sin duda, mientras aumentaba el interés del Paris-Soir por cualquier noticia que tuviese que ver con Eduardo VIII y la crisis de la abdicación en Gran Bretaña, el periódico dejaba de aceptar los artículos de Delaprée. Ante esta situación, el corresponsal decidió marcharse de España. Geoffrey Cox le describió, la noche del 7 de diciembre de 1936 en el bar Miami de Madrid, vestido con una gabardina, una bufanda roja y un gorro de fieltro gris, y explicando con paciencia a un madrileño desconfiado que no era fascista y que, de hecho, los fascistas le habían expulsado de Burgos. Esa misma noche, Delaprée se había sentado en el camastro de Arturo Barea y le había dicho que, cuando llegase a París, planeaba protestar sobre las actividades del consulado francés a favor de los franquistas. Por desgracia, el aparato de Air France en el que iba de camino a Toulouse el 8 de diciembre fue atacado por un avión desconocido cerca de Guadalajara. Delaprée recibió un impacto de bala en la cadera y en la espalda cuando fueron ametrallados desde abajo. Delmer afirmaría más tarde que Delaprée le había dicho en su lecho de muerte que los republicanos habían atacado su avión por equivocación. Aunque Delaprée no podía entender por qué, Delmer estaba convencido de que el servicio secreto había ordenado el ataque para evitar que un diplomático favorable a la causa franquista llevase a Ginebra informes sobre atrocidades, pero parece que era el único que pensaba así.
Aunque el piloto logró realizar un aterrizaje forzoso en un campo remoto, nadie les socorrió hasta pasadas tres horas. El hospital más cercano no tenía el equipo necesario para ocuparse de sus heridas y se perdió otro día llevando a Delaprée en ambulancia hasta un hospital mejor equipado de Madrid. Murió dos días después, tras recibir los últimos sacramentos y la extremaunción. Paris-Soir informó sobre su muerte en grandes titulares y con tributos emotivos. El gobierno francés le otorgó la medalla póstuma de la Legión de Honor. Fue enterrado en París con gran ceremonial. Sin embargo, al cabo de unos días, el diario comunista francés L’Humanité publicó el último mensaje de Delaprée a su periódico, que fue enviado un día antes de que dejase Madrid. Lo pudieron hacer público porque una copia a carbón estaba en la oficina de Barea, con el sello de la censura republicana. Decía lo siguiente:
No habéis publicado la mitad de mis artículos. Estáis en vuestro derecho. Pero confiaba en que vuestra amistad me evitaría trabajar inútilmente. Durante tres semanas me he estado levantando a las cinco de la mañana para daros noticias que entrasen en la primera edición. Me habéis hecho trabajar en balde. Gracias. El domingo cojo un avión, a no ser que acabe como Guy de Traversay [un periodista de L’Intransigeant, publicación rival del Paris-Soir, que había sido asesinado por los rebeldes en Mallorca], lo que estaría muy bien para vosotros, ¿a que sí? De esa forma tendríais vuestro propio mártir. Entretanto, no voy a enviar nada más. No merece la pena. La matanza de cientos de niños españoles es menos interesante que un suspiro de la señora Simpson.
Geoffrey Cox escribió sobre Delaprée:
Es fácil escribir cosas buenas sobre los muertos, pero Delaprée era un hombre sobre el que uno las hubiese escrito gustoso cuando estaba vivo. No exagero al decir que era una de las mejores personas que he conocido en mi vida: inteligente, humano, alegre, valiente, bien parecido. Se trataba de uno de esos tipos excepcionales que caen bien tanto a los hombres como a las mujeres. Un periodista de primer rango, con una pluma estupenda. Sus descripciones de los ataques aéreos sobre Madrid son un clásico en su género. Muchos hombres abnegados han muerto en la guerra española. El que Louis Delaprée sea uno de ellos no es una de las tragedias menos importantes de esta lucha[39].
Cox tenía razón. Las descripciones de Louis Delaprée sobre el bombardeo de la capital se encuentran entre los escritos más emotivos que se redactaron durante la guerra. Además, como muchos otros corresponsales, lo que vio en España le llenó de indignación contra la ceguera de los arquitectos de la política en los países democráticos.
Yo solo soy un narrador del horror, un testigo pasivo. Sin embargo, quiero hacer esta observación: el sentimiento más fuerte que he experimentado hasta el día de hoy no es el miedo, ni la ira, ni la compasión, ES LA VERGÜENZA. Estoy avergonzado de ser un hombre cuando el género humano se muestra capaz de masacrar de tal forma a los inocentes. Oh, vieja Europa, siempre ocupada en tus mezquinos juegos y grandes intrigas. Dios quiera que no te ahogues con tanta sangre[40].
Los esfuerzos de Arturo y de Ilsa fueron fructíferos, pero no lograron disminuir la hostilidad de Rubio Hidalgo, que en varias ocasiones intentó apartarlos de sus puestos. Primero, Barea fue llamado a Valencia en diciembre de 1936. Una vez allí, el español se dio cuenta del resentimiento de los que habían huido de la ciudad hacia los que se habían quedado. Se enteró de que Rubio Hidalgo había dicho que le gustaría mandarle a pudrirse en la censura postal de Valencia porque no podía olvidar la usurpación de su mesa de despacho en el ministerio. Ilsa también fue a Valencia, donde estuvo bajo arresto durante un breve período de tiempo porque alguien la había acusado de trotskista por su amistad con el líder socialista austríaco, Otto Bauer. Cuando la pusieron en libertad, la pareja admitió finalmente que querían estar juntos para siempre. Además, después de una entrevista con el mismo Julio Álvarez del Vayo, Ilsa consiguió una conmutación para los dos. Rubio aceptó enviarlos de vuelta a Madrid con Arturo como jefe de la Censura de Prensa Extranjera e Ilsa como segunda de a bordo. Sin embargo, las tensiones entre Valencia y Madrid no disminuyeron. Al final, el proceso de divorcio de su mujer para poder estar con Ilsa, la presión del trabajo y la lucha continua con Rubio pasaron factura a Barea, que tuvo una especie de crisis nerviosa. Ilsa, por su parte, no logró quitarse de encima el estigma de trotskista. En abril de 1937 Arturo e Ilsa recibieron en Madrid la visita del gran novelista estadounidense John Dos Passos, que una noche les ayudó con su trabajo y posteriormente recordaba a «un joven español de aspecto cadavérico y una austríaca rellenita de voz suave». A Barea le gustó Dos Passos por la consideración y el afecto con los que hablaba de las dificultades que atravesaban los campesinos españoles. Dos Passos escribió con afecto acerca de los dos censores:
Ayer mismo la austríaca regresó y descubrió que un fragmento de un obús había prendido fuego a su habitación y había quemado todos sus zapatos, y el censor había visto destrozada a una mujer que estaba a su lado antes de salir a tomar un bocado para comer. No es de extrañar que el censor sea un hombre nervioso; parece falto de sueño y desnutrido[41].
Al poco tiempo, la ayudante de Rubio, Constancia de la Mora, que era cada vez más importante, recomendó a Barea que se tomase unas vacaciones. En opinión de este, parte del problema se debía a la irritación de Constancia por el hecho «de que nosotros en Madrid actuásemos de manera independiente, sin hacer caso de su autoridad. Alta, pechugona, con ojos grandes y negros, el porte imperioso de una matriarca, la simplicidad de pensamiento de una colegiala y las maneras seguras de una nieta de Antonio Maura, me crispaba tanto como yo debía de crisparla a ella». Estaba claro que ni Barea ni Ilsa podrían volver a sus trabajos en Madrid. En realidad, Constancia de la Mora ya había escogido a Rosario del Olmo como sucesora de Arturo al frente de la Oficina de Prensa Extranjera y Censura. Del Olmo, una «chica pálida e inhibida» según Barea, había sido secretaria de la Liga de Intelectuales Antifascistas y venía recomendada por María Teresa de León, la esposa de Rafael Alberti y amiga de Constancia. De hecho, Rosario se convertiría en una sucesora digna de Barea, trabajando en Madrid con valentía y dedicación hasta el último día del asedio en 1939. Barea, por su parte, fue relegado a la censura de radio y a la retransmisión de algunos comunicados, hasta que finalmente, con la salud rota, se marchó con Ilsa a Inglaterra en 1938[42].
La efectividad de los esfuerzos de Arturo e Ilsa por facilitar la tarea de los corresponsales se advierte en los envidiosos comentarios de sir Percival Phillips, corresponsal del Daily Telegraph en la zona nacional. Molesto por la agresiva rigidez de la censura franquista, Phillips informó sobre las experiencias de sus colegas que habían trabajado en la zona republicana, donde el censor solía ser un periodista encantado de recibir a compañeros de Londres y Nueva York: «No es necesario esperar durante tres horas para ser recibido, para que después te digan que tienes que volver al día siguiente: simplemente apareces por la puerta abierta del despacho y, si el censor está ocupado, te sirves tú mismo una bebida o fumas un puro. A veces incluso te pregunta si puedes echarle una mano o darle algún consejo». Phillips estaba convencido de que «la humildad y la camaradería de los censores rojos es tan irresistible y conmovedora que algunos periodistas británicos han dejado de lado un trabajo bien pagado para poder ayudarles»[43]. Sin duda es cierto que la camaradería que reinaba entre la población asediada movió a muchos corresponsales a trabajar en favor de la causa republicana. Algunos reflejaban sus simpatías en sus escritos, otros regresaban a sus países para presionar en favor de la causa republicana, y un reducido número de hombres abandonaba por completo las labores periodísticas para incorporarse a las Brigadas Internacionales y participar en los combates.
Louis Fischer, uno de los corresponsales más influyentes durante la guerra, fue un buen ejemplo, pues llevó a cabo las tres cosas. Sus artículos para la revista neoyorquina The Nation y la londinense New Statesman and Nation, tan bien informados y perspicaces, siguen siendo de mucha utilidad para los historiadores de la Guerra Civil española. También sirvió brevemente en las Brigadas Internacionales. Y, sin embargo, su importancia tiene menos que ver con lo que escribía que con lo que hacía entre bastidores. Como había sido corresponsal en la Unión Soviética durante más de una década y media, hablaba ruso y contaba con un conjunto muy variado de contactos de alto rango en Moscú, especialmente en el Comisariado de Asuntos Exteriores. Al mismo tiempo, en Estados Unidos se le consideraba uno de los expertos más importantes en Rusia y su régimen. Ese era el principal motivo de su acceso a los más altos niveles del gobierno en Washington. También tenía trato con muchos personajes importantes del gobierno de España. En Moscú en los años veinte y más tarde, durante una visita a España en 1934, Fischer entabló amistad con el periodista Julio Álvarez del Vayo. En ese viaje de 1934, Fischer también había trabado amistad con el embajador de Estados Unidos, Claude G. Bowers, que a su vez había sido periodista en otro momento, y con otros corresponsales estadounidenses como Lester Ziffren y Jay Allen. Estos le presentaron al doctor Juan Negrín, que por aquel entonces todavía no había irrumpido en el mundo de la política[44]. La influencia de Louis Fischer en los tres países, por tanto, era considerable.
Cuando Fischer llegó a España a mediados de septiembre de 1936, recuperó enseguida el contacto con Álvarez del Vayo, que apenas dos semanas antes había sido nombrado ministro de Estado y que dos meses después se convertiría en comisario general de Guerra. Álvarez del Vayo intentaba, entre otras muchas tareas urgentes, que los servicios de prensa y propaganda de la República funcionasen con eficiencia. En busca de ayuda más profesional, se dirigió a Fischer, a Willi Münzenberg, jefe de propaganda de la Komintern especializado en actividades antifascistas, y a su segundo de a bordo, Otto Katz, un agente checo de aire misterioso y atractivo al que los amigos y críticos consideraban un «genio de la propaganda». Álvarez del Vayo había conocido a Münzenberg en Berlín a comienzos de la década de 1930, cuando era el corresponsal en Europa central y Rusia de La Nación, de Buenos Aires. A finales de 1934, invitó a Willi Münzenberg y a su mujer, Babette Gross, a visitar España, y juntos recorrieron el sur del país[45].
Arthur Koestler diría sobre el políglota Katz que era un «tipo con mucha labia», «moreno y atractivo, con un encanto algo sórdido». «Tenía la generosidad del aventurero y podía mostrarse afectuoso, espontáneo y servicial, siempre y cuando no fuese contra sus intereses». Por su parte, Claud Cockburn le describe como «un hombre de tamaño medio con una cabeza grande y algo cadavérica en la que sobresalían más de lo normal los huesos del cráneo. Tenía los ojos grandes y melancólicos, una sonrisa de una dulzura singular y un aire de misterio; misterio en el que iba a dejar que te adentraras, tú y nadie más, debido a la alta estima y cariño que te tenía». Otto afirmaba haber estado casado con Marlene Dietrich, y con el pseudónimo de André Simone se convertiría en el organizador extraoficial de la operación propagandística de la República en Europa occidental, que contaba con el apoyo económico del gobierno español y de la Komintern. Katz también sería el cerebro que había detrás de la agencia de prensa republicana ubicada en París Agence Espagne, que se creó a principios de 1937[46].
Entre las personas a las que Katz convenció para trabajar en favor de la República estaba el príncipe bávaro católico Hubertus Friedrich de Loewenstein, descendiente de la reina Victoria. El príncipe bávaro escribió un libro defendiendo la causa republicana y acompañó a Katz durante una visita a los obispos católicos de Estados Unidos. El príncipe diría después que aún no se le había quitado «el vértigo que le produjo ver a Otto Katz hacer una reverencia triple y besar el anillo de un cardenal con fama de progresista»[47]. En general, Katz/Simone siempre se mantuvo en la sombra. Pese a la importancia de su papel, se encuentran muy pocos rastros de su presencia en las memorias de la época. Arturo Barea dejó constancia de una fiesta que había organizado para los brigadistas internacionales en el hotel Gran Vía a principios de 1937. Es fácil que fuera durante el mismo viaje en el que Gustav Regler le había conocido en el hotel Florida a mediados de abril de 1937[48]. En octubre de ese año, Fischer se alojó con el presidente del gobierno, Juan Negrín, en su residencia de Valencia, y comentó que allí también estaba Katz, «que dedicaba su talento a la propaganda republicana en el extranjero». La viuda de Willi Münzenberg, Babette Gross, dijo que a lo largo de 1938 el checo estuvo trabajando entre París, Barcelona y Valencia para la Agence Espagne[49]. Pese a la escasez de referencias sobre el papel de Katz, no puede ponerse en duda su participación crucial, aunque algo oculta, en la campaña para presentar el caso republicano a un mundo en el que la mayor parte de la prensa se inclinaba por ser hostil a un régimen que se percibía como «rojo», comunista y peligroso.
Resultaba irónico que, por claras razones económicas, una elevada proporción de periódicos fueran de derechas, y por tanto apoyaran a los rebeldes del Ejército español, mientras que una proporción similarmente elevada de corresponsales apoyaba a la República. Louis Fischer estaba muy lejos de ser el único que combinó un compromiso con la República española con la práctica de un periodismo sincero. Entre los corresponsales que se convirtieron a la causa de la República, pero que siguieron informando con veracidad, están Martha Gellhorn, Jay Allen, Herbert Matthews y Geoffrey Cox, a los que todavía se cita hoy en día por lo vívido de sus crónicas. William Forrest y Lawrence Fernsworth pertenecen al grupo de los ahora olvidados pero que en su momento fueron muy respetados por sus compañeros. Forrest pertenecía al Partido Comunista, aunque no era nada doctrinario. A Arthur Koestler le había causado muy buena impresión su sentido del humor mordaz, su generosidad y el hecho de que «nunca utilizase palabras como “dialéctico”, “concreto” o “mecanicista”, y sí usase expresiones como “decencia”, “justicia”, “eso no estaría bien” y cosas por el estilo»[50]. Forrest, que era escocés, no estaba solo en su compromiso ético con la República. La decencia y la justicia eran importantes para todos estos corresponsales y por eso se sentían identificados con la causa de la República democrática.
Esto ocurría sobre todo entre los veteranos que habían estado en España antes de que estallase la guerra, como Henry Buckley, Jay Allen y Lawrence Fernsworth, todos ellos testigos, y simpatizantes, del proceso impulsado por el nuevo régimen democrático para intentar modernizar una sociedad profundamente represiva. Fernsworth, un hombre distinguido de pelo canoso, había vivido en Barcelona durante una década y escribía para el New York Times y el Times de Londres. También trabajaba para una publicación semanal jesuita llamada America. Según Constancia de la Mora, Fernsworth «conocía Cataluña como muy pocos extranjeros de hoy en día». Se quedó sorprendida de lo poco que ganaba el periodista: «Empezaba a trabajar al amanecer, con frecuencia se pasaba varias horas detrás del volante de la retaguardia al frente y del frente a la retaguardia, y después recorría las calles oscuras hasta nuestra oficina para enviar sus crónicas por teléfono». Como Buckley, Fernsworth era católico practicante. Siempre iba muy arreglado y mostraba una educación impecable, se comportaba a todas horas con una «galantería distinguida». Pese a su exiguo sueldo, era un sibarita y un entendido en vinos. Aun así, su solidaridad con el pueblo español era incuestionable y escribió con mucho sentimiento sobre su desesperada situación durante la Guerra Civil[51].
El compromiso de los corresponsales llamó la atención del novelista alemán Gustav Regler nada más llegar a Madrid en octubre de 1936 como voluntario de las Brigadas Internacionales. Gracias a su amistad con Ilsa Kulcsar y después con Arturo Barea, Regler entró en contacto con varios periodistas. En un momento dado durante el asedio de Madrid, se encontró con un grupo de reporteros radiantes tras una visita de Julio Álvarez del Vayo: «Apreciaban mucho a los españoles y deseaban que ganase la República. Estaban todos en contra de los embajadores oficiales de sus propios países»[52]. Esto es una generalización considerable, pues los estadounidenses partidarios de la causa republicana sabían que el embajador Claude Bowers compartía sus sentimientos. También había corresponsales estadounidenses que apoyaban a los rebeldes, como Edward Knoblaugh, William Carney y Hubert Knickerbocker, pero preferían buscar trabajo en la zona insurgente. No obstante, es cierto que hubo un número importante de corresponsales que adquirieron un compromiso muy serio con la República. Martha Gellhorn escribió en 1996: «Creía en la causa de la República española como no había creído en nada antes ni creería en nada después»[53]. A Regler le conmovía recordar cómo, en la primavera de 1937, Gellhorn se había adentrado con valentía en tierra de nadie por las afueras de Madrid, y había ayudado a Randolfo Pacciardi, comandante del Batallón Garibaldi de voluntarios italianos, a enrollar vendas para el doctor que atendía a los heridos[54].
Tal vez el ejemplo más paradigmático de que la República conquistaba corazones sea el caso de Herbert Matthews, un periodista alto, demacrado, tímido y melancólico del New York Times, que describiría los meses que pasó en la ciudad asediada como los más gloriosos de su vida. En 1938 dejó el siguiente testimonio:
De todos los lugares del mundo, Madrid es el que más convence. Llegué a esta conclusión nada más llegar, y ahora, cada vez que estoy lejos, no puedo evitar anhelar el regreso. Todos nos sentimos igual, así que esto va más allá de lo personal. El drama, las emociones, el optimismo electrizante, el espíritu de lucha, el valor y la paciencia de esta gente alocada y maravillosa son cosas que hacen que merezca la pena vivir, y dignas de ser vistas en persona[55].
Después de la Segunda Guerra Mundial, escribiría: «En aquellos años vivimos lo mejor de nuestras vidas, y lo que ha venido después o nos queda por vivir nunca nos hará llegar tan alto. En mi propio campo, nunca he vuelto a realizar trabajos como los que hice en España, ni tampoco espero llegar a igualarlos. Allí dejamos nuestros corazones». Como otros muchos corresponsales, Matthews siempre estuvo orgulloso de haber apoyado a la República:
Han pasado ya seis años desde que terminó la Guerra Civil española. Desde entonces he visto mucha grandeza y gloria, y muchas cosas y lugares bonitos, y con un poco de suerte, puede que todavía viva otros veinte o treinta años, pero estoy plenamente convencido de que nunca volverá a ocurrir algo tan maravilloso como esos dos años y medio que pasé en España. Y no lo digo solo yo, sino que también lo afirman todos los que vivieron este período junto a los republicanos españoles. Soldado o periodista, español, norteamericano, británico, francés, alemán o italiano, daba igual. España era un crisol en el que la escoria quedó fuera y el oro puro, dentro, que hizo que los hombres quisiesen dar sus vidas con orgullo. Dio sentido a nuestra existencia; nos llenó de valor y fe en la humanidad; nos enseñó el significado del internacionalismo como no lo conseguirá hacer ninguna Sociedad de Naciones o Dumbarton Oaks. Allí aprendimos que los hombres podían ser hermanos, que las naciones y fronteras, religiones y razas, no eran más que atributos externos, y que lo único que contaba, por lo único que merecía la pena luchar, era la idea de libertad[56].
Matthews no estaba solo en su vínculo emocional con Madrid. Vincent Jimmy Sheean escribió de forma igualmente conmovedora:
Madrid, el hongo, el parásito creado por el capricho de un monarca, la extravagancia aristócrata y la ostentación cruel de los nuevos ricos, había encontrado su alma en el orgullo y la valentía de sus trabajadores. Ellos habían transformado el burdel y el escaparate de la España feudal en esta epopeya, y depare lo que depare el futuro de esta lucha contra la barbarie fascista, Madrid ya ha hecho mucho más de lo que le corresponde, y su nombre quedará grabado en la mente de los hombres, a veces con reproche, a veces con reprimendas, a veces como reflejo de la tensión heroica que nuestra especie en la tierra aún no ha perdido. En este lugar al menos, la dignidad de los hombres corrientes se ha mantenido firme ante al mundo[57].
Geoffrey Cox también quedó muy impactado por el progreso social y la solidaridad antifascista de la que fue testigo en la zona republicana:
Al enfrentarse a un peligro común, Madrid se envolvió en un sentimiento compartido de respeto, tácito pero muy real. La palabra compañero tiene un sonido artificial cuando uno disfruta de la seguridad comparativa que existe en Gran Bretaña. En Madrid, farfullada por el centinela que te saludaba con el puño en alto y exclamaba «¡Salud!», era totalmente genuina. Había un ambiente en el que realidades como el talento y la fuerza y, por encima de todo, el valor, contaban para algo, y en el que la vestimenta, el aspecto, el acento y los estudios no importaban a nadie. La mezquindad individual, la ambición, los celos, se habían disuelto hasta cierto punto en un fin común y un peligro también común. [La derrota del asalto de Franco sobre Madrid] nos dio un extraordinario sentido de esperanza, un sentimiento repentino … de que no solo se había eliminado la amenaza del fascismo, sino que, de repente, se abría ante España un futuro realmente maravilloso, resplandeciente y emocionante[58].
Eran muchos los que compartían las esperanzas que había despertado la República en términos de una vida mejor para los desposeídos y como modelo antifascista. Incluso el insensible Sefton Delmer escribió, con cierto reparo, que
pese a haber sido testigo de la brutalidad y el desprecio hacia la justicia que muestran los rojos, pese a mi antipatía hacia el marxismo como un fraude demagógico, pese a esto y mucho más, me encontré con que me arrastraba la euforia de la negativa de Madrid a abandonar la lucha. Me encontré con que compartía el gozo de los reveses que los rojos infligían en el bando que, sin duda, yo hubiese escogido de haber sido español y haber tenido que escoger por fuerza entre las alternativas igualmente grotescas de Franco y Caballero[59].
La sensación de que la causa de la República española era digna de apoyo estaba unida a la camaradería estrecha que existía entre los corresponsales. Esto fue especialmente cierto entre los que compartieron la experiencia del asedio de Madrid, que acabó transformando a todos en partidarios de la República. Los motivos quedaron patentes en las palabras de Arthur Koestler, quien sufrió los bombardeos durante la última semana de octubre y los primeros días de noviembre de 1936, y más adelante escribiría:
Cualquiera que haya vivido el infierno que fue Madrid con el corazón, los nervios, los ojos y el estómago, y luego finja ser objetivo, es un mentiroso. Si los que tienen a su disposición máquinas de imprimir y tinta de imprenta para expresar sus opiniones se mantienen neutrales y objetivos frente a semejante bestialidad, entonces Europa está perdida. En tal caso, más vale que nos sentemos y escondamos la cabeza en la arena hasta que el diablo venga a buscarnos. En tal caso, ha llegado la hora de que la civilización occidental apague las luces[60].
Incluso los que llegaron en la primavera de 1937 sentían lo mismo. Los corresponsales británicos Sefton Delmer y Henry Buckley, que habían estado en Madrid desde los primeros días del asedio, se unieron a los norteamericanos Herbert Matthews, Ernest Hemingway, Sidney Franklin, John Dos Passos, Martha Gellhorn y Virginia Cowles para ver los combates del frente, no desde el hotel Florida, sino desde un edificio de apartamentos demolido en el paseo de Rosales que daba a la Casa de Campo. Hemingway lo describió como «la vieja hacienda», porque le recordaba a la casa de su abuelo en Chicago. Dos Passos la describió así: «La puerta acristalada se abre al vacío; a tus pies, un pozo se extiende lleno de muebles destrozados y ladrillos rotos, y entonces se ve una avenida desolada y más allá, en la otra orilla del Manzanares, se obtiene una magnífica vista del enemigo»[61].
El 10 de abril de 1937, Hemingway se llevó allí al grupo para que contemplara la ofensiva leal. Como era de esperar, Dos Passos se mostró muy aprensivo: «Las líneas cruzan el valle inferior, pero si te sales del paseo te ve perfectamente el enemigo desde las colinas de enfrente, y los moros son tiradores excepcionalmente buenos». Todo estaba tranquilo porque era la hora de comer. A pesar de eso, las marcas de actividad en el piso, los brillos de la luz del sol que se reflejaban en los prismáticos y la cámara de cine de Ivens llamaron la atención de los rebeldes. En su relato novelado posterior, Century’s Ebb, Dos Passos describía la escena y retrataba al personaje de Hemingway (George Elbert Warner) como un inconsciente que se atrevía a caminar por el paseo de Rosales a la vista de las líneas rebeldes. Cuando un cabo republicano le advirtió que no paseara en campo abierto si no quería que le disparara el enemigo, respondió: «¡No soy un gallina!», y siguió caminando. Una vez terminada la comida, los rebeldes abrieron fuego. Dos Passos escribió: «Mientras nos abríamos paso para llegar hasta el cobijo de las casas destrozadas, el infierno cayó sobre nosotros. No quiero ni imaginarme cuántos hombres buenos perdieron la vida por acciones bravuconas como esa». Un incidente similar se recoge en el relato del brigadista británico Jason Gurney, quien describe una visita al frente de Hemingway «llena de bonhomía visceral y arrojada». Se apostó detrás del parapeto antibalas de una ametralladora y soltó una ráfaga de balas aproximadamente en la dirección del enemigo. Esto provocó un bombardeo infernal, por lo que tuvo que huir[62].
Si los corresponsales afrontaban peligros durante el día, cuando regresaban al hotel les esperaba la falta de comida. Después de abandonar la Embajada británica, en cuyo salón de baile durmió Delmer en el momento más intenso del asedio de Madrid, se trasladó al hotel Florida, que posteriormente describió como «el hotel más amigable, más divertido y más repleto de aventuras» en el que se hubiera alojado jamás. Allí disponía de dos habitaciones, una interior en la que dormía y un gran salón exterior, soleado pero expuesto al fuego de los proyectiles. Este salón era el que utilizaba para leer, para escribir y para «las juergas», actividad favorecida por el hecho de que había instalado allí quemadores y hornillos eléctricos. También montó un bar en el cuarto de baño, aprovisionado con las botellas que había comprado a unos anarquistas que habían saqueado las bodegas del palacio Real. A menudo recibía la visita de brigadistas internacionales que le ayudaban a dar buen fin a su colección de añadas raras y de incalculable valor[63].
A medida que avanzaba la guerra, los periodistas, al igual que el resto de la población republicana, tuvieron que mendigar de forma cada vez más desesperada en busca de comida y cigarrillos. Las cosas irían empeorando paulatinamente. Cuando Martha Gellhorn llegó a Madrid el 27 de marzo de 1937, lo primero que comió en el hotel Gran Vía consistió en una minúscula ración de garbanzos y un trozo de pestilente bacalao seco. La novelista estadounidense Josephine Herbst, que llegó en abril de 1937, comentaba: «Aunque nadie dejaba de pensar en la comida, jamás oí a nadie quejarse de la falta de ella o de que algunos de los platos que servían en el restaurante del hotel Gran Vía olieran a mil demonios». El escritor estadounidense John Dos Passos, mucho más famoso que Herbst y que también estuvo allí en esa época, hizo referencia al «apestoso olor de la comida del hotel Gran Vía»[64]. Virginia Cowles, una elegante y acaudalada estadounidense que solía escribir artículos de viajes para la revista Harper’s Bazaar, llegó a Madrid a finales de marzo de 1937. Era amiga de la familia Churchill. La desaliñada escritora de prosa Josephine Herbst la describía con envidia «vestida de negro, con gruesas pulseras de oro en las delgadas muñecas y con unos diminutos zapatos negros de tacón increíblemente alto»[65]. Su habitación de la quinta planta del hotel Florida, desde la que se dominaba el frente y que se encontraba en la línea de fuego de la artillería de Franco, suscitaba cierto nerviosismo. Dicho nerviosismo se desvanecía de algún modo con el trajín de la vida ordinaria, que brotaba a diario abajo, en la plaza, como «un inmenso decorado cinematográfico abarrotado de extras preparados para interpretar su papel». Virginia Cowles calificaba la comida del hotel Gran Vía como «escasa y en ocasiones apenas comestible», pero no era tan incomible como para disuadir a los hambrientos madrileños de tratar de colarse a través de sus custodiadísimas puertas. Cuando llegó a Madrid, Tom Delmer, con quien trabó amistad en el hotel Florida, le indicó el error que había cometido al no haber llevado consigo comida[66].
Conforme escaseaba la comida, Ernest Hemingway, que había llegado a Madrid en 1937, fue afianzando su popularidad a base de sus inagotables reservas de panceta, huevos, café y tostadas con mermelada y bebidas, entre otras, whisky y ginebra, que almacenaba en su habitación del hotel Florida. Los voluntarios de las Brigadas Internacionales siempre eran bien recibidos y siempre encontraban botellas y comida enlatada en abundancia. Quien abastecía y reponía sus reservas era su fiel compinche Sidney Franklin, el torero estadounidense, a quien John Dos Passos describió como «un hombre delgado y cetrino, de pelo negro y con la piel que rodeaba los ojos tan oscura que parecía como si tuviera los dos ojos morados». Herbst se refería a él como «un leal amigo y una especie de valet de chambre» de Hemingway, «debido en gran medida a sus dotes de gorrón»[67]. La austeridad del hotel Florida era tal que una visita al en todos los sentidos mejor aprovisionado hotel Gaylord, en el que se alojaban los asesores rusos con mayores responsabilidades, se consideraba un raro privilegio. El 25 de marzo de 1937 Ilia Ehrenburg fue allí para visitar al influyente corresponsal de Pravda Mijaíl Koltsov. Acudió entusiasmado porque «allí se podía uno calentar y comer bien». En aquella ocasión, en la abarrotada habitación de Koltsov, Ehrenburg reparó en que había un jamón enorme y gran abundancia de botellas, pero se olvidó de ambas cosas cuando le presentaron a Hemingway, el escritor por cuyas obras sentía veneración.
Ehrenburg trató de manifestar efusivamente su admiración al novelista, ya beodo, que estaba infinitamente más interesado por el inmenso vaso de whisky que sostenía. Ehrenburg le preguntó en francés qué estaba haciendo en Madrid y Hemingway le explicó de mala gana en español que estaba allí como corresponsal de la North American Newspaper Alliance. Entonces Ehrenburg le preguntó si tenía que telegrafiarles solo artículos de peso o únicamente noticias (en francés, nouvelles). Hemingway se enfadó porque entendió erróneamente que con nouvelles se refería a las «novelas». Se incorporó de un salto y agarró una botella con la que trató de golpear a Ehrenburg. Por suerte, le sujetaron antes de que se produjera un derramamiento de sangre[68]. Hemingway tenía cierta costumbre de armar escándalos allí donde fuese. En el verano de 1937, la hermosa corresponsal estadounidense Martha Gellhorn había ido con Hemingway a otra fiesta en la habitación de Mijaíl Koltsov. Le enfadó tener que abandonar la exquisita comida disponible cuando, una vez más, con su grosería característica, Hemingway armó un escándalo. Creyendo que el comandante comunista Juan Modesto había coqueteado con Martha, él le había retado celoso a un duelo de ruleta rusa. Después de que hubieran dado amenazadoras vueltas uno alrededor del otro, cada uno con un extremo de un pañuelo entre los dientes, fueron separados sin miramientos y se pidió a Hemingway que se marchara, seguido por una hambrienta Martha Gellhorn[69].
Al igual que el edificio de la Telefónica, el hotel Florida se encontraba en la línea de fuego de la artillería nacional, pero Hemingway aseguraba a sus invitados nocturnos que su habitación estaba en un «ángulo muerto» y que, por tanto, era invulnerable. Sin embargo, la habitación de Tom Delmer sí fue alcanzada y sus enseres quedaron hechos pedazos. Dado que durante los bombardeos de la artillería era imposible dormir, todas las noches se convertían en una fiesta en las habitaciones más grandes o en el patio en torno al cual se alzaba el hotel. Además, lo frecuentaban las prostitutas, a quienes Hemingway apodó «whores de combat». Para Gustav Regler, el escritor comunista alemán y comisario de la XII Brigada Internacional, aquello era «un burdel ruidoso». Cedric Salter, que se alojó en el hotel Florida durante la primavera de 1937 mientras escribía para el Daily Telegraph, se quejaba de no poder dormir a causa de
un tenue estruendo procedente de abajo, no muy distinto del que puede oírse en la jaula de los leones del zoológico poco antes de la hora de comer. Desesperado, llamé y pregunté cuál era la causa de aquel extraño ruido. Según me dijeron, aquello eran los aviadores rusos divirtiéndose en el bar. Sí, no había duda, siempre montaban jaleo hasta el amanecer a menos que bebieran más de lo habitual; pues en tal caso podían caer dormidos en el suelo a eso de las cuatro de la madrugada.
Tras haber conseguido conciliar el sueño con la ayuda de unos algodones en los oídos, Salter se despertó cuando una mujer desnuda abrió de golpe la puerta de su habitación y entró corriendo en el cuarto de baño, seguida de un ruso imponente que solo llevaba unos calzoncillos de algodón. No sin cierta dificultad, consiguió convencerles de que se marcharan. Delmer coincidía con Salter: «Hasta las tres o las cuatro de la mañana no se apagaban los gritos, las peleas y el flamenco»[70]. A diferencia de él, los huéspedes más serios recordaban principalmente los esfuerzos del personal para que las cosas mantuvieran toda la normalidad que fuera posible. El primo de Winston Churchill, Peter Spencer, conocido también por el título nobiliario de vizconde Churchill, estaba con la unidad de asistencia médica británica y solía alojarse en el hotel Florida. Su principal recuerdo de abril de 1937 era el hecho de que «la camarera dejaba toda su planta perfectamente arreglada, aunque el extremo del pasillo estuviera reventado y a través de él se pudiera contemplar medio Madrid»[71].
La mayor parte de los que se alojaban en el Florida intentaban por todos los medios ofrecer un periodismo muy objetivo y sincero. Sin embargo, el grado de objetividad al que aspiraban Matthews, Jay Allen, Henry Buckley, Lawrence Fernsworth, Geoffrey Cox y muchos otros no era universal. Ciertamente, no lo alcanzó Claud Cockburn, un comunista educado en Oxford, fundador y editor del informativo satírico The Week, cuyas páginas mimeografiadas lograron exponer las conspiraciones de salón que había detrás de la farsa del apaciguamiento y de la inclinación fascista del «Cliveden Set», una camarilla formada por miembros de las clases altas. Cuando estalló la Guerra Civil, Cockburn se encontraba de vacaciones en Salou, cerca de Tarragona. El Partido Comunista británico le pidió que trabajase de corresponsal para su periódico, el Daily Worker. Cockburn acabaría aceptando y escribiría bajo el pseudónimo de Frank Pitcairn, pero solo tras ir primero a Barcelona y después a Madrid. Allí se presentó voluntario al Quinto Regimiento y luchó en la sierra del norte de la capital. Tanto Koltsov como Otto Katz eran de la opinión de que los buenos periodistas servían a la causa con mayor eficiencia detrás de la máquina de escribir que en las trincheras, y, como habían hecho con Arthur Koestler, convencieron a Cockburn de que volviese a sus funciones de corresponsal. Cuando lo hizo, gracias a su estrecha amistad con ambos hombres y su disposición para seguir la línea de partido, Cockburn pasó a recibir con frecuencia información privilegiada[72].
Lo que publicaba Cockburn, sin embargo, no era siempre verídico. En una ocasión célebre, Katz y Cockburn trabajaron juntos durante la ofensiva republicana contra Teruel. Un lote de artillería esperado con urgencia había quedado retenido en la frontera francesa, y Katz hizo llamar a Cockburn a París y le dijo: «Eres el primer testigo directo de la revuelta de Tetuán». Cockburn, que nunca había estado en Tetuán, le pidió que se lo aclarase, y el checo le explicó que una delegación de comunistas y socialistas franceses intentaba persuadir a Léon Blum de que abriese la frontera. Katz quería que Blum estuviese lo más receptivo posible, y por ello planeaba filtrar una noticia que sugiriese que Franco tenía dificultades. Como se había dado cuenta de que una victoria republicana apócrifa no serviría de mucho, Katz había decidido sacar una noticia que hiciese parecer que el poder de Franco se tambaleaba en el mismo centro de su fortaleza, el Marruecos español. Juntos trabajaron en la invención de una historia sobre una rebelión militar en Tetuán, y para su elaboración se las arreglaron con unas cuantas guías de viajes, como Guide Blue, de donde sacaron información para describir las calles y plazas en las que supuestamente había tenido lugar el motín. Completaron el trabajo con «detalles» sobre lugares y protagonistas y, según Cockburn, «lo que salió de todo ello fue una de las crónicas de guerra más sólidas y objetivas escritas jamás». Cuando la delegación se reunió con Blum, este no paró de hablar sobre los titulares de la mañana acerca de la «revuelta de Tetuán», y la frontera se abrió[73].
Otro periodista al que difícilmente se puede considerar objetivo o preciso es Hugh Slater, un apuesto comunista inglés de clase media que se había licenciado en la Slade School of Art. En Londres usaba su verdadero nombre, Humphrey, pero en España había adoptado una versión un poco más proletaria, Hugh o Hugo. Slater había entrado en España con William Forrest en un viejo Rolls Royce blanco. Su objetivo era escribir para Imprecor (acrónimo de International Press Correspondence), el periódico de lengua inglesa de la Komintern. El Rolls Royce tragaba gasolina sin parar y «llamaba mucho la atención en el campo de batalla». Durante un tiempo, Forrest y Slater viajaron de Madrid a Toledo todos los días para ver el asedio del Alcázar, pero Slater estaba descontento con su trabajo periodístico. Kate Mangan, que trabajó una temporada como secretaria de Slater en Madrid, dijo: «Hacía tiempo que me había percatado de los celos que sentía Humphry [sic.] de los soldados. Suena un poco raro decirlo, pero envidiaba su heroísmo»[74].
Como no quería limitarse a repetir como un loro la línea del partido en Imprecor, Slater se unió a las Brigadas Internacionales y fue nombrado comisario político de la batería antitanque del Batallón Británico. Sus camaradas de clase obrera le consideraban con recelo un mero ideólogo de clase media, «afable y ornamental», en palabras de Fred Thomas, y «arrogante en extremo», según Tony McLean. Un informe de la brigada de mayo de 1937 decía sobre él: «No muy apreciado por lo general, debido a supuestas actividades sectarias, etc. Hasta cierto punto esto podría haberse eliminado, pero el comportamiento no favorece un trabajo eficaz con las tropas». Otro informe de una fecha posterior indica que Slater «no cae bien a los hombres. Le consideran un conspirador». Al parecer, sin embargo, el inglés era un estratega militar muy competente, y el 30 de julio de 1937 fue nombrado comandante de la batería antitanque. Tres meses después le ascendieron a capitán y el 8 de abril de 1938 ascendió a jefe de operaciones del Estado Mayor de la XV Brigada. Los informes oficiales de la brigada le describen como «un líder casi sobresaliente pero demasiado preocupado por su propio bienestar, lo que puede tener un efecto negativo en su unidad». Tuvo una fiebre tifoidea muy fuerte y fue repatriado en octubre de 1938. Tras la Guerra Civil española, Slater, desilusionado con el estalinismo, se hizo novelista[75].
Las dificultades a las que se enfrentaban los periodistas que intentaban mantener a un tiempo su compromiso con la causa republicana y con la ética de su profesión, pueden verse en un incidente del frente de Madrid en el que participó Louis Fischer. El estadounidense, que se unió a Cockburn y Koltsov cuando el Ejército de África estaba acercándose a la capital, acababa de publicar un artículo brillante y bastante conmovedor sobre la desmoralización de los milicianos republicanos que intentaban frenar el avance de las Columnas Africanas de Franco. Uno de los temas recurrentes de Fischer era el desequilibrio que había entre las fuerzas bien armadas y entrenadas de los rebeldes, y las fuerzas milicianas de la República, armadas de forma escasa e improvisada y «faltas de formación, experiencia, disciplina y oficiales. Se desintegran bajo las balas». Fischer se lamentaba de haber visto el 25 de septiembre, dos días antes de que cayera Toledo, a milicianos aterrorizados huyendo de los bombardeos aéreos alemanes sobre la ciudad. Su artículo, con fecha del 8 de octubre, apareció dos semanas más tarde[76]. A los dos días, Fischer coincidió con Cockburn y Koltsov al sur de Madrid.
Al ver a Fischer salir del coche y dirigirse hacia ellos, Koltsov se puso furioso, escupió en el suelo con desprecio y se negó a estrecharle la mano. Cuando el norteamericano preguntó qué había hecho de malo, Koltsov le dijo que acababa de recibir de Moscú el texto de su artículo. Fischer replicó enfadado que se había limitado a informar sobre los hechos: «¿De qué sirve fingir que nuestros milicianos no están desmoralizados y apabullados? ¿Quién me va a creer si vuelvo a repetir la historia de siempre?». Koltsov respondió con sarcasmo: «Los hechos son así, efectivamente. Es asombroso lo perspicaz y sincero que eres». La discusión fue subiendo de tono. «¡Qué duda cabe de que con tu reputación puedes sembrar la alarma y el desaliento! —añadió Koltsov—. Y eso es lo que has hecho, más daño que treinta diputados británicos a las órdenes de Franco. Y aún pretendes que te dé la mano». Cuando Fischer insistió en que los hechos eran los hechos y que los lectores tenían derecho a saber la verdad, Koltsov replicó: «Si fueses un poco más sincero, dirías que lo que te interesa en realidad es tu condenada reputación como periodista. Lo que temes es que, si no eres tú el que saca esto y va otro y lo cuenta, te hará parecer un mal periodista que no puede ver lo que tiene delante de las narices, y que probablemente trabaja para los republicanos. Por eso, como dicen los franceses, has desaprovechado la excelente ocasión que se te presentaba de cerrar el pico». El propio Cockburn coincidía con Koltsov en que el público no siempre tenía derecho a estar informado de la verdad. Cuando su mujer puso en duda este razonamiento, Cockburn le contestó enfadado: «¿Quién le ha otorgado tal derecho? Quizá cuando la gente haya hecho el esfuerzo suficiente para que sus malditos gobiernos cambien de política y los fascistas sean derrotados en España, tenga tal derecho. No se trata de hablar en abstracto. Estamos en una guerra de verdad»[77].
Pese a su arrebato contra Fischer, a Koltsov no le gustaba del todo tener que atenuar lo que escribía según las necesidades políticas del momento, como puede verse en lo que diría otro corresponsal soviético, Ilia Ehrenburg, años después:
Es el nombre más importante de la historia del periodismo soviético y se merece la fama que tiene. Sin embargo, aunque llevó el periodismo a un nivel muy alto y demostró a sus lectores que una crónica o un artículo podían ser una obra de arte, él no lo creía de verdad. Más de una vez me dijo con una ironía sardónica: «Otros escriben novelas. Pero ¿qué habré dejado yo cuando muera? Los artículos periodísticos son algo efímero. Ni siquiera son útiles para un historiador, porque en nuestros artículos no mostramos lo que de verdad está pasando en España, solo lo que debería pasar»[78].
Fueron muchos los que demostraron que era posible combinar un alto grado de profesionalidad con una fe apasionada en la República española. Tal fue el caso de Matthews, Fischer, Buckley, Forrest, Cox, Fernsworth y, quizá por encima de todos, Jay Allen. Como Buckley y Fernsworth, Allen llevaba mucho tiempo siguiendo los acontecimientos que tenían lugar en España, primero trabajando desde París en la década de 1920 y luego yéndose a vivir a España a principios de 1934. Allí entabló una sólida amistad con muchas de las figuras más prominentes del Partido Socialista. Su profundo interés en los problemas de la España rural estaba detrás de su comprensión y respeto por los intentos de la República de introducir la educación universal y la reforma agraria. Entre las muchas crónicas importantes que escribió antes y después del golpe militar de julio de 1936, Jay Allen fue el autor de tres de los artículos más relevantes y más citados que produjo la guerra, junto con los reportajes de Mario Neves sobre la masacre de Badajoz y la crónica de George Steer sobre el bombardeo de Guernica. Se trataba de una entrevista en exclusiva a Franco realizada en Tetuán el 27 de julio de 1936, un relato de las consecuencias de la captura de Badajoz por los nacionales y la última entrevista concedida por José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange, justo antes de ser ejecutado. Lo extraordinario de la entrevista con Franco era la afirmación del líder rebelde de que estaba dispuesto a llevar a cabo una matanza para conseguir sus fines[79]. Con su conmovedor relato sobre Badajoz, Jay Allen se ganó el desprecio de los periodistas de derechas de la prensa escrita y la radio de todo Estados Unidos[80].
Uno de los periodistas que proporcionó material difamatorio sobre Jay Allen, William P. Carney, fue uno de los pocos corresponsales defensores de la causa rebelde, que trabajó un tiempo en la zona republicana. Tras pasar en Madrid los primeros meses de la guerra escribiendo para el New York Times, había sido reasignado a Salamanca debido a ciertas desavenencias con las autoridades republicanas. En ambas zonas el corresponsal utilizó sus crónicas para beneficiar a los rebeldes y, como resultado de ello, sus compañeros le apodaron «general Bill». De Madrid se marchó primero a París, y desde allí envió al New York Times un artículo largo, y antirrepublicano hasta la médula, que fue publicado el 7 de diciembre de 1936 con los siguientes subtítulos: «Desaparece en España cualquier parecido con las formas democráticas de gobierno. 25 000 ejecutados por los radicales. Curas y monjas asesinados». Haciendo caso omiso de la necesidad de cierta forma de censura debido a las condiciones en las que se encontraba la capital asediada, Carney se mostraba escandalizado porque no le habían permitido publicar sus artículos prorrebeldes y afirmaba con falsedad que «cualquier persona que se dedique a la publicación de los acontecimientos está en peligro de ser arrestada como espía e incluso de ser ejecutada sumariamente antes de que pueda demostrar su inocencia». Entre otras dificultades, se quejaba de que un ataque aéreo rebelde hubiese destrozado su apartamento, lo que incrementó de alguna manera su resentimiento contra las autoridades republicanas. En el artículo también culpaba a la República de las muertes de civiles durante los bombardeos de los barrios residenciales de Madrid al citar el siguiente argumento de los rebeldes: «El gobierno se había hecho responsable de todo daño que pudieran sufrir los civiles porque había intentado defender lo que ellos calificaban de una ciudad abierta sin fortificar». En realidad, se quejaba sin ningún reparo de tener que caminar por las calles oscuras debido a las restricciones de iluminación a causa de los bombardeos, así como de tener que esperar su turno para enviar las crónicas por teléfono.
Hay muchos aspectos de sus artículos que, por razones obvias, no eran del gusto de las autoridades republicanas. Entre otras cosas, afirmó que los voluntarios internacionales que habían ido a ayudar en la defensa de Madrid eran casi todos rusos y que, «durante un tiempo, Rusia estaba al mando de la situación en España en todo lo que tuviera que ver con la resistencia del gobierno de Madrid al movimiento insurgente del general Franco». También dijo que el embajador ruso, Marcel Rosenberg, había seleccionado a dedo el gobierno de Largo Caballero y que presidía él mismo los consejos de ministros. Se quejaba de que el personal del aparato de censura de la prensa extranjera incluyese a un ruso y a una socialista austríaca, en alusión a Ilsa Kulcsar. Hizo caso omiso del hecho de que era bastante difícil encontrar, en medio de una ciudad asediada, a personas capaces de leer tanto lenguas europeas occidentales como orientales. Con todo esto Carney pretendía generar antipatía hacia la República entre el público estadounidense. También describió con detalle cómo los rebeldes podían tomar la capital calle a calle. Estos datos probablemente pasaron desapercibidos para la gran mayoría de los lectores del New York Times, pero pudieron ser de utilidad para los rebeldes. Todavía más delicada era la información que daba sobre las defensas antiaéreas de la ciudad.
Han colocado en los tejados de todos los ministerios y los edificios altos del centro de la ciudad ametralladoras y cañones antiaéreos que disparan proyectiles de medio kilo, tan inútiles como ridículos. Tal es el caso de la estructura de Bellas Artes en la calle Alcalá, la arteria principal de Madrid, y del palacio de la Prensa en la Gran Vía. En la plaza de Callao han montado baterías de cañones de 150 mm, justo enfrente del palacio de la Prensa, y en una de las esquinas del Retiro, el gigantesco parque público de la ciudad; cerca del Museo del Prado, el observatorio y el Ministerio de Obras Públicas.
Describía con viveza y exactitud las terribles condiciones de la ciudad hambrienta, sin luz ni calefacción, y con frecuencia sin refugio, pero, sin embargo, dejaba claro que este sufrimiento era fruto de la «feroz determinación, orquestada por el proletariado, de defender la ciudad hasta la muerte». Carney se refería en términos despectivos a la gran movilización del pueblo para defender la ciudad[81].
El artículo también incluía detalles de las actividades de los pelotones de ejecución extrajudiciales que se habían formado por cuenta propia, aunque admitía que sus encuentros con los mismos siempre habían finalizado con una disculpa por parte de las autoridades. Dada la riqueza de la información que proporcionaba sobre la persecución de curas, monjas y derechistas, Catholic Mind reimprimió estos artículos tan inequívocamente pronacionalistas en forma de panfleto, con los subtítulos «España sin gobierno democrático», «La intervención de Rusia en la Guerra Civil española» y «Asesinato y antirreligión en España»[82].
Según Constancia de la Mora, que acabó al mando de la oficina de censura de la República, a Carney le habían dado todo tipo de facilidades para viajar por la zona republicana, «pese a que se sabía que tenía tendencias y amigos fascistas»[83]. En su artículo, Carney se había quejado de que «la censura que había en Madrid, tanto de la prensa española como de los corresponsales extranjeros, encajaba mucho más con las ideas soviéticas que con las costumbres de un régimen democrático. Todos los despachos transmitidos por teléfono y telégrafo tenían que pasar antes por el censor, cuyas objeciones eran de tal naturaleza que era necesaria una adhesión total a la política del gobierno o la eliminación de todo comentario crítico sobre la situación de Madrid». Carney parecía ignorar el hecho de que tales restricciones eran lo habitual en tiempos de guerra. El hecho de que el único «castigo» para los periodistas que se saltaban las reglas fuese la eliminación de la parte ofensiva del artículo, hacía insostenible su afirmación de que estas restricciones eran de estilo soviético. Cuando llegó a la zona nacionalista, donde las transgresiones de la censura solían acabar en amenazas de muerte, encarcelamiento o expulsión, el sistema le pareció ejemplar, lo que quizá se debiese al hecho de que sus crónicas eran tan obviamente favorables a la causa rebelde que Carney nunca tuvo problemas.
Los periodistas intentaban con frecuencia burlar la censura en ambas zonas, aunque las consecuencias si les descubrían eran mucho más graves en el lado rebelde. El truco más habitual, como apuntarían Edward Knoblaugh y Virginia Cowles, era la utilización de un argot incomprensible. Frederick Voigt, el corresponsal berlinés del Guardian de Manchester, intentó una treta distinta. Llegó a Madrid en una visita relámpago a finales de abril de 1937, precedido por la leyenda de que la Gestapo había puesto precio a su cabeza. Como también se le consideraba un confidente del ministro de Asuntos Exteriores británico, Anthony Eden, se encomendó a Gustav Regler para que le llevase de visita por todas las trincheras de las afueras de Madrid. Voigt dejó en evidencia sus prejuicios al expresar su sorpresa ante el hecho de que el Ejército republicano contase con algún tipo de organización[84]. Su antirrepublicanismo se hizo aún más evidente durante una conversación con Hemingway. La mañana después de la llegada de Voigt al hotel Florida, Hemingway le preguntó sobre sus impresiones iniciales. Sin duda bajo la influencia de lo que había leído en la Alemania nazi, Voigt le contestó: «El terror está muy presente. Hay pruebas de ello por todas partes. Aparecen miles de cadáveres». Cuando Hemingway le preguntó dónde los había visto, Voigt contestó que, aunque aún no había salido a la calle, los cuerpos estaban por todas partes.
Hemingway, al que Voigt ya le había causado recelos por la forma en que intentaba disimular su calvicie con largos mechones rubios arreglados con cuidado sobre la calva, le explicó con detalle que la República había hecho un gran esfuerzo por imponer el orden y que, aparte de las ejecuciones por espionaje, «hacía meses que Madrid estaba tan a salvo y protegida del terror como cualquier capital europea». Esto resultaba algo exagerado, aunque sin duda era cierto que se habían hecho grandes avances y que las calles no estaban llenas de cadáveres, como sugería Voigt. A Hemingway le entraron ganas de pegarle un puñetazo, pero se controló porque no quería corroborar la obsesión de Voigt con el terror y porque estaban en la habitación de Martha Gellhorn. Sin embargo, ese mismo día, Voigt entregó a Martha un sobre para que lo enviase desde Francia, pues sabía que estaba a punto de regresar a Estados Unidos junto con Ernest. Le dijo que el sobre contenía una copia carbón de un reportaje ya censurado sobre Teruel y que quería asegurarse de que llegase al Guardian. Cuando Martha se lo contó a Ernest, este insistió en que se lo llevasen a Arturo Barea, a la oficina de censura, donde se descubrió que el sobre contenía un artículo que denunciaba el «hecho» de que miles de cadáveres de las víctimas del horror estaban apilados por las calles de Madrid. Hemingway comentó: «Dejaba como mentirosos a todos los corresponsales sinceros de Madrid. Y este tipo lo había escrito sin moverse de su hotel el primer día que había llegado. Lo más horrible del asunto es que la chica a la que se lo había confiado podría, según las normas bélicas, haber sido ejecutada por espía si lo hubiesen encontrado entre sus papeles al salir del país»[85]. Fueran cuales fuesen las «normas bélicas», hubo muy pocos casos de periodistas hostiles encarcelados, y mucho menos ejecutados, por la República.
Si bien el gobierno republicano debía ejercer algún tipo de control sobre los reportajes que se enviaban a los periódicos extranjeros, los corresponsales en la zona leal parecían tener bastante libertad de movimientos. El australiano Noel Monks, un católico devoto, se quedó muy afectado por lo que vio en Guernica, los muertos, los moribundos y los refugiados. Tiempo después escribiría:
Aviones, bombas, balas, fuego. En veinticuatro horas Franco iba a tachar a aquella gente, hundidos en el horror y sin un lugar en el que guarecerse, de mentirosos ante el mundo entero. Los supuestos «expertos» británicos llegarían a Guernica meses después, cuando el olor a carne humana quemada había sido sustituido por el combustible esparcido aquí y allá entre las ruinas, y emitirían un juicio rimbombante: «Guernica fue incendiada por los rojos». Lo que me gustaría contestarles no se puede imprimir. A mí no me acompañó a Guernica ningún funcionario gubernamental. Anduve con libertad entre las ruinas y los supervivientes. Regresé en coche a Bilbao y tuve que despertar al telegrafista a las dos de la mañana para enviar mi mensaje. Se había levantado la censura. El hombre que envió mi crónica urgente no sabía inglés. Si los «rojos» hubieran destruido Guernica, yo, por ejemplo, podría haber destapado esa historia sin que se enterasen. ¡Y lo hubiese hecho de haber sido verdad[86]!
Guernica fue el tema de uno de los artículos periodísticos más importantes escritos durante la Guerra Civil española. Fue obra de George Lowther Steer, enviado especial del Times adjunto a las fuerzas republicanas en Bilbao durante la primavera de 1937. La noche del 26 de abril estaba en la capital vizcaína con Noel Monks cuando llegaron noticias de que Guernica había sido bombardeada. Juntos fueron a la ciudad en llamas y hablaron largo y tendido con los supervivientes. El artículo de Steer, que fue publicado el 28 de abril en el Times y el New York Times, era objetivo y libre de todo sensacionalismo. Sin este, y sin los artículos de Noel Monks, Christopher Holme, de Reuters, y Mathieu Corman, del parisiense Ce Soir, la verdad probablemente hubiera quedado sepultada bajo el espeso manto de desinformación tejido por el jefe de prensa rebelde, Luis Bolín, y mantenido por el régimen de Franco durante los treinta y cinco años siguientes[87].
Pese a todos los esfuerzos de Arturo Barea, Ilsa Kulcsar y, más adelante, Constancia de la Mora y Rosario del Olmo, por facilitar la recopilación de información en la zona republicana, la vida de los corresponsales era muy dura y con frecuencia peligrosa. En la última semana de mayo de 1938, Vincent Sheean, del New York Herald Tribune, llegó desde Valencia a un famélico y hambriento Madrid cargado con una maleta llena de latas de sardinas, atún, jamón y mantequilla. En el hotel Victoria de la plaza del Ángel, al lado de la Puerta del Sol, se encontró con que solo se servía bacalao seco algo pasado y lentejas. El hotel era bombardeado con frecuencia, así que los demás residentes, como Willy Forrest, le instaron a hacer caso omiso del fuego de ametralladora que se oía desde su habitación. La situación era apenas tolerable para los que, como Sheean, estaban de paso como invitados célebres. Sin embargo, la sucesora de Arturo Barea como jefa de la oficina de prensa de la capital, Rosario del Olmo, pese a que Constancia de la Mora le había ofrecido trabajo en la oficina de Barcelona, se había negado a abandonar la ciudad porque Madrid era su casa. Sheean recuerda a Rosario «discreta, severa y rectilínea como una profesora de escuela con un montón de niños obstinados y difíciles, pero con un objetivo tan claro que ninguna dificultad podía afectar a su certeza interior». Le habían contado que en varias ocasiones se había desmayado por desnutrición. Geoffrey Brereton, que escribía para el New Statesman and Nation, rindió homenaje a los esfuerzos de Rosario para que los periodistas recibieran alimentos en el hotel Victoria, aunque fuese carne de caballo[88]. Para aquellos como Rosario del Olmo que se quedaron en Madrid y vivieron el largo asedio de la ciudad, los efectos psicológicos de la experiencia serían duraderos. Barea nunca recuperó la salud y Lester Ziffren relató más adelante una experiencia común:
Durante la guerra me había acostumbrado a la falta de comida, los bombardeos diarios, la ausencia de calefacción y agua caliente. El cuerpo se iba amoldando al deterioro de la situación. Pero después de llegar a Francia experimenté una reacción física muy fuerte. Veía a la gente vivir la vida con calma, comiendo con tranquilidad y tanto como querían, sin miedo a las bombas ni las balas. Cuando me preguntaban sobre España, me sentía abatido y acongojado. Empecé a tener pesadillas. Soñaba con cosas horribles. Me despertaba varias veces a lo largo de la noche con un sudor frío. Si conseguía dormir cuatro horas tenía suerte. Estas eran las secuelas de haber vivido un verdadero infierno en una ciudad que había sobrevivido días y noches como no ha tenido que soportar ninguna otra ciudad en la historia[89].
Probablemente, el último corresponsal en irse de Madrid fue O’Dowd Gallagher, del Daily Express. Se trataba de un medio irlandés, medio sudafricano, dado a la bebida y siempre desaliñado y sin afeitar, que había demostrado que una total indiferencia hacia el aspecto personal no era un impedimento para atraer a montones de mujeres. Sobre esto Randolph Churchill se quejó en una ocasión a Geoffrey Cox: «¿Por qué un tipo tan mugriento como él, sin un duro, consigue conquistar a toda mujer que se propone y yo, que lo tengo todo, no me camelo a una sola?»[90]. Gallagher se tomó una copa de jerez con el general Miaja dos días antes de que los franquistas entrasen en Madrid. Se había quedado en la capital con la idea de escribir sobre la desesperada defensa de la ciudad. Al final acabó escribiendo sobre las escenas de júbilo de los derechistas de la ciudad cuando la Quinta Columna salió a las calles. Esa mañana, le despertaron los gritos de «¡Franco! ¡Franco!», que provenían de la calle donde estaba su apartamento. Tras vestirse a toda prisa, se lanzó por las calles abarrotadas de camino a la oficina de la prensa. Se la encontró casi desierta, con un solo censor, una mujer, quizá la misma Rosario, que aprobó sus primeros boletines. Al mediodía, la mujer también había huido y Gallagher puso en sus crónicas el sello oficial y falsificó su firma[91]. Mientras un torrente de refugiados republicanos abandonaba la capital hacia la costa mediterránea, Gallagher envió una crónica sobre las escenas de júbilo que empezaba con las siguientes palabras: «Madrid, tras dos años y medio de asedio, se ha rendido, y esta noche ha quedado bajo el control total del general Franco»[92]. Poco después, le apresaron unos oficiales de prensa nacionales que le dijeron que tenía suerte de que no le ejecutasen y le expulsaron de España[93]. De esta forma decepcionante y triste se puso fin al esfuerzo colectivo de los periodistas extranjeros que habían compartido las vicisitudes de la ciudad asediada.