Durante toda aquella noche, los tres clanes de guerreros discutieron sobre lo ocurrido.
Ninguno quería dar su brazo a torcer y, en ocasiones, parecía que se iban a poner a luchar en el salón. Durante ese largo tiempo, Gillian, sentada junto a Brendan y Cris, se moría a ratos de angustia, de sueño y de miedo ante lo que Niall había dicho. Pero cuando al amanecer, por fin aquellos brutos cedieron su brazo a torcer y decidieron acabar con la rivalidad entre clanes, Gillian suspiró, aliviada.
Aquel mismo día por la tarde, en la destartalada capilla de Duntulm, se celebró el enlace entre Cris y Brendan, quienes a pesar de tener sus cuerpos doloridos y magullados, no habían dejado de sugerirlo insistentemente.
Durante todo aquel espacio de tiempo, Niall obligó a Gillian a estar presente. No le había hablado, sólo le había dirigido en infinidad de ocasiones una mirada que a ella le había hecho presuponer lo peor. Su mandíbula tensa y el tono de su voz le indicaban que no le esperaba nada bueno. Y aunque disfrutó y se emocionó como una tonta cuando el viejo padre Howard dijo ante todos «que lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre», se encogió al sentir la dura mirada de su marido.
Bien entrada la noche, y cuando por fin los clanes se marcharon a sus hogares, Brendan y Cris se empeñaron en irse a su pequeño hogar secreto. Su primera noche de casados, y a pesar de la lluvia que amenazaba con llegar, querían pasarla allí. Cuando todos se hubieron ido, Niall se volvió hacia una atemorizada y agotada Gillian, y cogiéndola por las manos, tiró de ella hasta llegar a su habitación.
Una vez dentro, Gillian se alejó de él. Niall, dando un portazo, la miró como quien mira al peor de sus rivales.
—¿Eres consciente de que podías haber originado una de las peores y más sangrientas batallas en la isla de Skye?
Tragando con dificultad, ella asintió, y él continuó:
—Siempre he sabido que me darías problemas, pero nunca imaginé que tuvieras la desfachatez de permitir que la sangre pudiera derramarse en mis tierras y ante la puerta de mi hogar.
—Eso no es cierto. Yo…
—¡Cállate, maldita sea, Gillian, cállate! —bramó, enloquecido. Sobrecogida por el grito, se calló.
—Me ausento unos días y cuando llego me encuentro con que Jesse McLeod te acusa de secuestrar a su hija y medio envenenar a sus hombres para llevártela, y Connors McDougall te culpa de retener a su hijo herido en contra de su voluntad. Y por si fuera poco, has estado a punto de conseguir que mataran a las gentes que en Duntulm velan por tu seguridad y provocar una auténtica masacre entre clanes. Por todos los santos, mujer, ¿qué te han enseñado en Dunstaffnage? ¿Con qué clase de mujer me he casado?
Sin saber qué responder, Gillian tosió y, al sentir que estaba a punto de desmayarse, intentó sentarse en la cama, pero él, de un tirón, la levantó.
—Estoy hablando contigo, maldita sea, y cuando te hable quiero que no te muevas y que me contestes, no que te sientes y resoples.
—Niall, yo…
Pero no la dejó hablar. Dándose la vuelta, dio un puñetazo a la pared de piedra, lo que hizo que ella se acobardara y que él se desollara el puño. Niall estaba terriblemente frustrado y enfadado. Cuando había llegado a Duntulm y se había encontrado ante su fortaleza a los guerreros con las espadas desenvainadas, un extraño y doloroso amargor le había inundado el cuerpo al pensar que la podían haber herido. Tras un silencio incómodo entre los dos, Niall se volvió hacia su asustada mujer y dijo.
—He oído que puedes estar embarazada.
Gillian se quedó boquiabierta y no supo reaccionar, y él, al ver el miedo y el desconcierto en sus ojos, bramó con furia:
—¿De quién es, Gillian? Porque mío no es.
«Esto es lo último que me faltaba oír», pensó, humillada.
Ella continuó callada, y Niall volvió a dar otro puñetazo en la pared; aplicó tanta furia que incluso a Gillian le dolió.
—En cuanto al bebé…
—No quiero oír hablar de tu bastardo —gritó con los ojos fuera de sus órbitas.
—¡No es ningún bastardo! —repuso Gillian—. Es mi hijo.
—¡Por el amor de Dios, mujer!, ¿qué es lo próximo que te propones?
—¿Por qué no reconoces que he conseguido con mi comportamiento que los McDougall y los McLeod hagan las paces? ¿Por qué sólo recuerdas lo malo y nunca me alabas con algo bueno? —respondió, molesta, sin que pudiera evitarlo.
Con la desazón en el cuerpo y sin querer contestar, Niall se acercó a la ventana y, para acabar la conversación, sentenció:
—A partir de mañana, dormirás fuera del castillo.
—¡¿Cómo?!
—Lo que has oído. Mis hombres trasladarán tus cosas.
Como si se tratara de una pesadilla, Gillian se acercó hasta la ventana, y tras mirar con desconcierto hacia donde él indicaba, gritó, incrédula:
—¿Pretendes que duerma en una de esas cabañas?
Eran las cabañas que, según él le había explicado, se habían construido para albergar a los trabajadores que llegaban en la época del esquilo de ovejas. Pero eso era casi en verano y estaba entrando el frío invierno.
«¡Lo mato!», pensó, indispuesta.
Agarrándose a la madera de la ventana, sus nudillos se quedaron blancos de indignación. Pensó en gritar, entrar en cólera, pero no quería darle tal satisfacción. Decidió asumir la humillación a que él la sometía pensando en su hijo, aquel bebé que él ya despreciaba. Así que en un tono servil, murmuró:
—De acuerdo, Niall. Me trasladaré, pero a la cabaña que está al lado del enorme árbol. —Y separándose de él, indicó levantando el mentón—: Por favor, envíame mis cosas cuanto antes. Las necesitaré.
Niall se quedó pasmado por su sumisión. ¿Cómo podía pasar de ser una sensual y radiante esposa a una auténtica arpía malhablada, y de ahí a una mujer sumisa? Molesto porque ella se alejaba de él sin presentar batalla, con voz huera preguntó:
—Gillian, ¿dónde vas?
Al oír el aterciopelado tono de su voz, cerró los ojos. Deseó tirarse a su cuello y decirle mil veces que el bebé era de él. Quería que la abrazara, que la acunara, ¡no que la volviera loca! Eso era… ¡Niall pretendía volverla loca!
—Estoy cansada y necesito descansar.
Como ella siguió caminando, él insistió:
—¿Dónde vas? Mujer, ¿no ves que está tronando y cayendo un tremendo aguacero? He dicho a partir de mañana. ¿Qué es lo que no te ha quedado claro?
Dando dos zancadas, se puso tras ella. Gillian, al notar que él le tocaba el pelo, se volvió y, desconcertándolo como nunca lo había hecho hasta el momento, le imploró, exhausta:
—Por favor, Niall, déjame descansar. Quiero trasladarme hoy; no quiero esperar a mañana. —Y sollozando por primera vez ante él, murmuró—: Me ha quedado claro por qué te casaste conmigo. Me ha quedado claro que no soy lo que esperabas. Me ha quedado claro que Diane McLeod es la belleza que tú siempre quisiste amar. Me ha quedado claro que te repele mi manera de ser. Me ha quedado claro que te avergüenzo continuamente. Me ha quedado claro que no sientes por mí lo mismo que yo siento por ti. Y por supuesto, me ha quedado claro que nuestro hijo será un bastardo para ti. ¿Algo más me tiene que quedar claro? ¿O es suficiente lo que me has dicho como para que hoy duermas feliz sabiendo que me siento totalmente humillada por ti?
Esas palabras, unidas a las lágrimas de una Gillian a la que nunca había visto llorar, consiguieron sin pretenderlo que él reaccionara. De pronto le hicieron sentir cruel, salvaje y despreciable por cómo se comportaba con ella. Tal vez debería serenarse e intentar entender todo lo ocurrido. Quizá el bebé…
«¡Dios santo!, ¿qué estoy haciendo? Pero si yo amo a esta mujer», pensó Niall.
Gillian, vencida como nunca en su vida, se dio la vuelta y comenzó a andar hacia la puerta; pero antes de llegar allí, notó que él la cogía del brazo y la hacía girar hasta tenerla de frente. Como pudo, retuvo las ganas de abofetearlo, y él, empujándola contra la puerta y agachándose, apoyó su frente contra la de ella, y con los ojos cerrados por el horror que sentía al mirarla y ver que lloraba por su culpa, le imploró:
—Lo siento… Gillian, cariño, lo siento. No te vayas. Perdóname todo lo que te he dicho, y en cuanto al bebé…, hablemos.
Aquellas palabras tronaron de forma esperanzadora en su corazón, que comenzó a latir desbocado. Pero no, no iba a tolerar que pusiera en duda la paternidad de su hijo. Esa vez no se lo iba a poner fácil. Se había cansado de sus rechazos, de sus continuos enfados y no estaba dispuesta a consentir ninguno más, y menos habiendo un bebé por medio.
Destrozado por verla así, la besó, pero los labios de ella estaban fríos y sin vida, no calientes y receptivos como a él le gustaban. Al darse cuenta, con el corazón destrozado por lo que él solo había originado, se apartó de ella, y entonces Gillian murmuró:
—No, Niall; no te voy a perdonar. Ahora soy yo la que te va a dejar claro que no quiero estar contigo.
—¡Eres mi mujer! —exigió él.
Con más valor que un guerrero, a pesar de sus ojos dolidos y su voz quebrada, la joven lo miró.
—Sí, Niall, soy tu mujer y como tal podrás tomar mi cuerpo cuando te plazca, pero lo que te tiene que quedar muy claro es que ¡nunca! me tendrás a mí.
Entonces, abrió la pesada puerta y, con los ojos inundados de lágrimas, fue hacia la escalera. Las bajó, y dejando a todos sus guerreros sorprendidos, salió por la arcada principal del castillo y bajo una lluvia torrencial corrió con la dignidad que aún le quedaba hasta la última cabaña. Aquél sería a partir de ese momento su hogar.