47

Pasados cinco días en los que estuvo bastante atareada con la puesta a punto del castillo, y en especial de la nueva cocina, se sintió complacida de haber encontrado a las muchachas. Ellas y su juventud, además de alegrar las caras de sus hombres, eran una gran ayuda para las ancianas. Una tarde, mientras comía pastel de manzana en la soledad del enorme salón, la puerta principal se abrió y entró Donald con gesto de preocupación.

—Milady —dijo, acercándose a ella mientras otros guerreros entraban—, hemos encontrado a Brendan McDougall malherido cerca del lago.

—¡¿Cómo?! —gritó, sorprendida, y levantándose con rapidez fijó su mirada en Brendan, que, sangrando, entraba llevado en volandas por algunos de sus hombres.

Sin perder tiempo lo subieron a la habitación que ella ocupaba y llamaron a Susan y Helena, que de inmediato comenzaron a curarle una fea herida que tenía en el estómago, además de distintos cortes por el cuerpo.

Bien entrada la noche, el hombre recuperó la conciencia y la miró.

—No hables, Brendan. Estás muy débil —le aconsejó Gillian, secándole la frente con paños frescos.

Él, sin hacerle caso, y a pesar de lo seca que tenía la boca, preguntó:

—¿Dónde está Cris?

Asombrada, Gillian no respondió, y el highlander prosiguió:

—Estábamos en nuestro refugio cuando nos sorprendieron varios guerreros McLeod. Ella gritó. ¿Dónde está?

Gillian se llevó las manos a la cabeza. ¿Los habían pillado?

—Brendan, no sé dónde está. Mis hombres sólo te encontraron a ti, pero Cris no estaba contigo.

Dando un bramido de dolor, intentó incorporarse, pero Gillian rápidamente se lo prohibió.

—Déjame, Gillian. Debo ir a buscarla. Temo por su vida.

—Imposible. En tu estado, no llegarías ni a la puerta de la habitación. Pero Brendan insistió.

—¡Maldita sea, Gillian! Ella está en peligro. No quiero ni pensar lo que le habrá ocurrido. Nos han descubierto. ¿Lo entiendes?

«Por favor…, por favor…, que Cris esté bien», pensó, horrorizada, Gillian al presentir que aquello podía ser una tragedia tal y como Niall había pronosticado.

—Milady —susurró Susan—, si Brendan continúa así, se arrancará todos los puntos del estómago. Deberíamos adormecerlo con algo.

Con rapidez, Gillian asió la talega y, cogiendo unos polvos que, según le había explicado Megan, adormecían, se los echó en el agua.

Tras hacerle beber de la copa sin permitir que se levantara, Gillian le aseguró al highlander:

—No te preocupes, Brendan. Estoy convencida de que Cris está bien. Ella es fuerte y…

—Como alguien le haga daño, juro por Dios que lo mato —rugió Brendan, aunque tras decir aquello se desvaneció con una mueca de dolor.

Enloquecida por lo que aquello podía suponer, Gillian comenzó a dar vueltas por la habitación. ¿Qué podía hacer? Necesitaba llegar hasta Cris y no pensaba quedarse de brazos cruzados. Abrió la puerta de la estancia y mandó llamar a Donald. Cuando éste se presentó ante ella le preguntó:

—Donald, ¿sigues visitando a Rosemary en Dunvengan?

Extrañado por aquella pregunta, el highlander asintió.

—Sí, milady.

—¡Perfecto! —Dio una palmada y, sorprendiéndole, añadió—: Necesito que me hagas un favor, Donald. Pero es personal y lo preferible sería que se enterara la menor gente posible.

—No os preocupéis, milady. Decidme lo que necesitáis y yo lo haré.

Minutos después, cabalgaba como alma que lleva el diablo hasta Dunvengan. Debía visitar a Rosemary y enterarse de cómo estaba Cris, y en especial, dónde. La noche cayó sobre ellos, mientras Brendan, inquieto y con fiebre, deliraba llamando a su amada. Las criadas, al oír el nombre de Christine, se miraron sorprendidas, pero Gillian no habló. Cuanto menos supieran mejor. La espera se le hizo interminable, hasta que oyó que Donald regresaba. Y abandonando la habitación, corrió al encuentro del hombre.

—¿Qué has podido saber?

El highlander, con la lengua fuera por la celeridad de aquel viaje, se apeó del caballo y dijo:

—Milady, la señorita Cris está bien. La propia Rosemary le curó una herida en el pómulo por la lucha que debió entablar, pero por lo demás se encuentra bien. No se preocupe.

—Gracias a Dios —resopló Gillian—. ¿Sabes dónde está?

—Sí, milady. Su padre la tiene encerrada en las mazmorras de Dunvengan, y Rosemary me ha dicho que oyó que la madrastra le gritaba a Cris que la llevarían al amanecer a la abadía de Melrose, para que pagara su deshonra.

Gillian maldijo. Apenas había tiempo para reaccionar. Moviéndose con rapidez, entró de nuevo en el castillo, no sin antes decir:

—Gracias, Donald. Muchas gracias.

En una fulgurante carrera, llegó al cuarto que ocupaba Brendan, y tras coger los pantalones, la camisa, la capa y la espada, entró en la habitación de su marido, su antigua habitación. Mientras se vestía miró aquel lecho que tan buenos, tiernos, sensuales y bonitos momentos le había proporcionado. Acercándose a la cama, olió las sábanas, y tras aspirar con los ojos cerrados, percibió el olor varonil de Niall. Eso le gustó, aunque le llenó los ojos de lágrimas. Intuía que cuando él regresara de su viaje, se volvería a enfadar por lo que iba a hacer, pero bajo ningún concepto pensaba permanecer impasible.

Tras pasar por la habitación donde estaba Brendan, coger su talega y pedirle a Susan que no le dejara solo ni un segundo, se tocó el vientre con cariño y corrió escaleras abajo. Salió por la puerta principal de la fortaleza y se encaminó a las destartaladas cuadras. Cuando montó en Hada, su yegua, unas sombras se acercaron a ella. Eran Donald, Aslam, Liam y algún otro hombre más.

—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó, desconcertada.

—Acompañaros —respondió Donald—. Cuando os vi la cara, milady, supe que nada os retendría para ir hasta Dunvengan.

—Iremos con vos lo queráis o no —apostilló Aslam, y cuando Gillian fue a hablar, Liam se le adelantó y dijo:

—Es nuestro deber, milady. Además nuestro señor así lo querría.

Eso la hizo reír.

—Vuestro señor lo que querrá será matarme cuando se entere.

Los highlanders se miraron divertidos y, con una socarrona sonrisa, Donald le aseguró:

—No, milady. Nosotros no se lo permitiremos.

Ocultos por las sombras de la noche, se encaminaron en una alocada carrera hasta el castillo de Dunvengan.

Cuando llegaron a los alrededores, Donald, conocedor de los mejores caminos, tomó las riendas de la situación y ordenó a algunos de sus compañeros que vigilaran el lugar.

—Dejaremos aquí los caballos, milady. Es mejor que vayamos andando, para que nadie nos oiga.

—De acuerdo —asintió ella.

Una vez que se alejaron de los caballos, anduvieron con cuidado a través de un frondoso bosque lleno de viejos y retorcidos robles. Entonces, Donald les ordenó que se detuvieran y, poniéndose dos dedos en la boca, hizo un sonido suave pero intenso.

Segundos después, oyeron el mismo sonido, y Donald dijo:

—Vamos, tenemos camino libre. Rosemary nos espera.

Sorprendida, Gillian preguntó:

—¿Sabías que íbamos a venir?

Donald, con una sonrisa, asintió.

—Sí, milady, ya os conozco.

Llegaron hasta una pequeña puerta que daba acceso a las cocinas del castillo. Allí una bonita e inquieta Rosemary les apremió con la mano para que entraran y cerró con cuidado la portezuela.

—Gracias, Rosemary —agradeció Gillian, tomándola de las manos.

La muchacha, con gesto cariñoso, sonrió.

—No debéis darme las gracias, milady. Yo también aprecio mucho a la señorita Christine y os ayudaré en todo lo que necesitéis. Lo único que os pido a cambio es marchar a Duntulm con vos. Cuando se enteren de lo ocurrido, rápidamente sabrán que yo os ayudé y…

—Nunca permitiré que te ocurra nada, Rosemary —aclaró Donald.

—Ni yo tampoco —añadió Gillian—. Por ello vendrás con nosotros a Duntulm.

—¡Oh, gracias, milady! —sonrió la muchacha mirando a Donald, que asintió, aliviado.

Gillian al ver cómo aquellos dos tortolitos se tomaban de la mano esbozó una sonrisa, pero no había tiempo que perder y preguntó:

—Rosemary, ¿sabes cómo podemos llegar hasta ella para sacarla de aquí?

—Sí, milady. Lo que no sé es cómo quitarnos a los guardianes de encima para sacarla de las mazmorras.

En ese momento, Gillian, con una triunfal sonrisa, les enseñó su talega, y mirándolos con una mueca que les hizo sonreír, dijo:

—Tranquila, yo sí.

Aquella noche, tras echar en la cerveza de los carceleros los polvos que Gillian le había dado a Rosemary, éstos se desplomaron como ceporros. Sin dudar ni un solo segundo, aquel pequeño grupo llegó hasta Cris, que, al verlos, lloró de agradecimiento.

Una vez que abrieron la cerradura, la joven, angustiada, murmuró:

—Gillian, nos han descubierto… ¡Ya saben lo nuestro!

—Lo sé, Cris…, lo sé.

Desconcertada y muy nerviosa, susurró:

—He de encontrar a Brendan. Mi padre y algunos guerreros lo hirieron y, ¡oh, Dios, estoy tan preocupada!

Echándole una capa por encima para caldear su frío cuerpo, Gillian contestó:

—Tranquila. Brendan está en Duntulm.

Controlando un sollozo, Cris se tapó la boca con las manos.

—¿Cómo está? ¿Está bien? —preguntó.

Mirando a su amiga y maldiciendo por lo que había tenido que pasar, respondió:

—Tranquila aunque Brendan está malherido, sobrevivirá. Pero te digo una cosa, prepárate porque lo que se avecina va a ser muy difícil y no sé cómo va a terminar.

Y al igual que habían llegado, se marcharon como sombras a toda carrera hacia Duntulm.

A la mañana siguiente, Gillian estaba agotada y, antes de salir de su habitación, vomitó en varias ocasiones. El esfuerzo de la noche anterior y su embarazo no eran compatibles. Se sentía fatal. No tenía fuerzas ni para mantenerse en pie. Y cuando Donald fue a avisarla de que llegaba Connor McDougall, el padre de Brendan con su ejército, se sintió morir. Pero aferrando su espada salió al exterior del castillo a esperarlos. Era su obligación.

—Milady, no os preocupéis. No estáis sola —la tranquilizó Donald, posicionándose a su lado, junto a los escasos guerreros que habían quedado en el castillo.

De pronto, Aslam corrió hacia ella y, con gesto contrariado, le susurró:

—Milady, no os asustéis por lo que los voy a decir, pero acabo de ver al padre de la señorita Christine, Jesse McLeod, coger el camino que viene hacia Duntulm.

Cuando Gillian oyó aquello, una arcada le vino a la boca, y sin que pudiera evitarlo se separó de los hombres y vomitó. La cosa no podía ir peor.

—¿Qué os ocurre, milady? —preguntó Donald, preocupado.

—¡Ay, Donald! —se lamentó aterrada, intentando mantener sus fuerzas—, creo que Niall se va a enfadar mucho cuando regrese y no vais a poder evitar que me mate.

—No digáis eso, mi señora —respondió el highlander. Pero ella prosiguió al recordar lo que su marido le había dicho.

—¡Por todos los santos!, he conseguido con mis actos lo que él nunca ha deseado: traer la guerra a Duntulm y a los dos enemigos de Skye a sus tierras para luchar. Me matará.

Entonces, los highlanders se miraron y no pudieron decir nada. Su señora tenía razón. Y estaban seguros de que cuando el laird regresara y se encontrara con aquel desaguisado, tronaría la isla de Skye. Pero nada se podía hacer ya.