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Durante el resto del día, Niall no la buscó en ningún momento, incluso parecía rehuirla.

En un par de ocasiones, sintió arcadas y que las piernas le flojeaban, pero respirando con disimulo, las aguantó. A cada minuto que pasaba, deseaba más que la mirara y sonriera. Estaba como loca por darle la noticia de su próxima paternidad, pero él parecía no querer saber nada de ella. Durante la comida se sentaron juntos, pero Niall continuó ignorándola; ni siquiera pareció darse cuenta de los cambios que había hecho en el salón, y eso la molestó.

«Hemos vuelto a tiempos pasados», pensó con amargura.

Él se dedicó a comer y a hablar con sus hombres, ignorándola, como si ella no estuviera, aunque por dentro se deshacía cada vez que la oía respirar. Durante el tiempo que había estado fuera, sólo había tenido una cosa en la cabeza: regresar a su hogar para ver a su mujer.

Gillian, a cada instante más herida y humillada por su desprecio, no pudo contener un segundo más su ira y le dio un golpecito en el brazo.

—¿Dónde has estado estos días? Estaba preocupada por ti —preguntó en un tono demasiado áspero.

Mirándola sin un ápice de dulzura, el highlander bebió de su copa y respondió:

—No es de tu incumbencia.

—¿Ah, no?

Sin quitarle los ojos de encima, siseó:

—No.

—Pues no me parece bien.

—Lo que te parezca a ti bien o no, sinceramente, esposa, no me interesa.

—¡Serás grosero! —gruñó ella.

Niall cerró los ojos y, tras bufar, murmuró:

—Gillian, acabo de llegar. Tengamos la fiesta en paz.

Tragándose la retahíla de maldiciones que estaba a punto de soltar, decidió respirar, y cuando estuvo más relajada, suavizó el tono de voz y, acercándose a él, le susurró al oído:

—Te he echado de menos.

Escuchar aquello y sentir su cercanía hicieron que a él le tambalearan las fuertes defensas que en aquellos días había logrado construir contra ella. Había sido una tortura separarse de lo que más quería, pero no podía permitir que ella, su propia mujer, blandiera la espada contra él. Entonces, inexplicablemente para él, sin mirarla respondió:

—Seguro que no tanto como yo a ti…

«Lo sabía», pensó a punto de echársele al cuello. Pero Niall añadió: —Aunque siendo sincero, cuando la preciosa Diane y su madre me dijeron que te vieron retozando con mis hombres en el jergón del salón como una mujerzuela, me sorprendí. No me esperaba ese comportamiento de ti.

Boquiabierta, lo miró, y con fuego en los ojos, dijo:

—No las habrás creído, ¿verdad?

—Dime, ¿por qué no debería creer a esas dos inocentes damas?

«¡Malvadas brujas!».

—Estoy esperando, esposa. ¿Acaso rememorabas tus años en Dunstaffnage con tus mozos de cuadra?

Molesta, humillada, enfadada y un sinfín de cosas más, Gillian, sin mirarlo, blasfemó:

—Al demonio, McRae. Piensa lo que te venga en gana porque no voy a defenderme ante ti. Y si tú quieres creer que ellas son unas inocentes damas, ¡adelante!, pero permíteme decirte algo: espero no parecerme nunca a ese tipo de mujer, porque entonces me decepcionaría a mí misma.

Sin querer mirarla, él continuó comiendo, aunque con el rabillo del ojo pudo comprobar cómo ella rumiaba su mal humor. Estaba tan molesto y enfadado por lo que aquellas dos mujeres le habían insinuado cuando había pasado por Dunvengan que habría querido matarla nada más llegar a Duntulm.

Indignada, pensó en rebanarle el cuello.

—Te has cortado el cabello, ¿verdad, esposa?

Volviéndose hacia él, contestó con rabia:

—Sí, McRae; tuve que cortármelo gracias a ti.

Sin pestañear, la miró, y cogiéndole uno de los rizos que le caían por la espalda, dijo:

—Me gustabas más con el cabello hasta la cintura. Eras más femenina.

«¡Dios, ayúdame, o te prometo que le estampo la copa de plata en la cabeza!», pensó Gillian sin querer contestarle. No deseaba empeorar las cosas. Debía pensar en su bebé, pero él volvió a la carga con el peor de los comentarios:

—Creo que el cabello dice mucho de una mujer. Te muestra su delicadeza, su feminidad, su dulzura —murmuró con voz ronca—. Siempre he pensado que cuanto más largo es el pelo de una doncella, más deseable es.

«No debo contestar», reflexionó mientras comía el estofado que Susan había puesto ante ella. Pero Niall había llegado con ganas de lucha y continuó:

—Creo que deberías seguir el ejemplo de la dulce y arrebatadora Diane McLeod. —Aquel nombre hizo que se atragantara—. En alguna ocasión esa preciosidad se ha soltado el cabello ante mí para mostrármelo y es verdaderamente seductor. Bueno, en realidad ella, en sí, es fascinante, aunque tú no le tengas aprecio alguno.

«¿Dulce? ¿Arrebatadora? ¿Preciosa? ¿Fascinante? ¡Oh!, no, esto sí que no», pensó soltando el tenedor como si le quemara.

Al mirarlo para contestar, vio en sus ojos las ganas de pelea; por ello, y aun a riesgo de morir de rabia, Gillian sonrió y dijo, levantándose:

—Tienes razón, esposo. La preciosa Diane es un auténtico primor de mujer. Y ahora, si me disculpáis, debo atender ciertos asuntos personales.

Se marchó sin ver cómo Niall la seguía con la mirada y sonreía. Furiosa y terriblemente irritada, subió a su habitación. Colérica abrió uno de sus arcones y tras rebuscar encontró lo que buscaba. Quitándose el vestido, lo tiró con fiereza sobre la cama y se puso los pantalones de cuero y las botas de caña alta. Necesitaba desfogarse y sabía muy bien dónde tenía que ir.

Cogiendo un trozo de cuero marrón se sujetó el cabello y, mirándose en el espejo, murmuró con una perversa sonrisa:

—Diane McLeod…, me las vas a pagar.

Tras coger su espada, bajó con cuidado por la escalera, pero no quería pasar por el salón; si lo hacía, con seguridad su marido la interceptaría al verla con la espada y vestida de aquella manera. Por ello, se asomó por una de las ventanas de la escalera, y después de calibrar que si lo hacía con delicadeza no le pasaría nada a su bebé y que no había nadie que la viera, se lanzó sin percatarse que unos ojos incrédulos la miraban desde no muy lejos. Una vez se levantó, se encaminó hacia las caballerizas, donde Thor al verla resopló. Montó en él y lo espoleó para salir de allí cuanto antes.

En el salón, Niall seguía escuchando a sus hombres, pero realmente no oía de lo que hablaban. Estaba tan ensimismado en sus pensamientos acerca de su mujer que no se dio cuenta de que su fiel Ewen se había sentado a su lado hasta que éste habló:

—Bonito salón, mi señor.

Niall, volviendo en sí, miró a su alrededor, y con una sonrisa, asintió:

—Sí, Gillian ha hecho un buen trabajo.

Ewen se volvió entonces hacia los hombres y, con un movimiento de cabeza, les indicó que se alejaran, y éstos rápidamente lo hicieron.

—Mi señor…

—Ewen, por el amor de Dios, nos conocemos de toda la vida, ¿quieres llamarme por mi nombre? —protestó Niall.

El hombre sonrió y, tras dar un trago de cerveza, dijo:

—¿Puedo preguntarte algo?

—Tú dirás, Ewen —respondió McRae, reclinándose en la cómoda silla y sonriendo.

—¿Dónde está lady Gillian?

Al pensar en su combativa esposa, Niall sonrió.

—Ha subido a descansar. —Y con mofa, confesó—: Creo que está tan enfadada conmigo que ha preferido desaparecer de mi vista a seguir discutiendo.

Aquello hizo reír a Ewen, que, cogiendo una copa, la llenó de cerveza. Después de un largo trago para refrescar su garganta, murmuró:

—¿Estás seguro?

Sorprendido por la pregunta, Niall se incorporó de la silla.

—¿Debo dudarlo? —preguntó.

Ewen, con una sonrisa que le dejó paralizado, asintió.

—Creo que tu esposa ha decidido cambiar su descanso por algo más emocionante. —Al ver que Niall dejaba de sonreír, añadió—: La acabo de ver tirarse por la ventana de la escalera espada en mano.

—¡¿Cómo?! —exclamó, confundido—. ¡Qué se ha tirado por la ventana y me lo dices tan tranquilo!

—No te preocupes. La altura no era mucha. Como era de esperar, se ha levantado como si nada, ha cogido su caballo y se ha marchado como alma que lleva el diablo.

Niall se había quedado pasmado y le temblaban las piernas. ¿Cómo era posible que Gillian se hubiera lanzado por una ventana? Por todos los santos, podría haberse matado.

—¿Hacia dónde se ha dirigido?

—La he visto coger el camino interior —respondió Ewen con una sonrisa en la boca.

Dando un manotazo en la mesa que movió los platos y las copas, soltó:

—Sí…, pero ¿adónde ha ido?

—Yo creo que lo sé —dijo Ewen, sonriendo de nuevo.

Niall, cada vez más molesto por aquella conversación, clavó la mirada en Ewen.

—Nos conocemos de toda la vida, y esa risita tuya de «te lo dije» me hace entender que tú sabes algo que yo no sé, ¿me equivoco?

—No, Niall, no te equivocas. —Y acercándose a él le cuchicheó—: Y sí, te lo dije.

Ewen soltó entonces una carcajada que hizo que varios de sus hombres los miraran.

Pero Niall no tenía ganas de risas y, agarrándole por el cuello como cuando eran niños, le dijo a la cara:

—O me cuentas ahora mismo lo que sabes y dónde está mi impetuosa mujer, o te juro que haré que tu vida sea un infierno.

Ewen, con la diversión aún en su mirada, le explicó lo que sus hombres le habían contado aquella mañana respecto a lo ocurrido aquellos días en el castillo. Niall, sorprendido, dijo mientras ambos se encaminaban hacia los caballos:

—Creo que, como no lleguemos a tiempo, hoy en Escocia más de una se queda clava.