Pasados unos días, Niall ordenó una mañana a sus hombres que subieran una bañera a la habitación. Le apetecía intimar con su mujer un rato. Pero aquello incomodó a Gillian. Esa mañana sólo quería dormir y estaba de un humor pésimo.
—Buenos días, preciosa.
—Tengo sueño. Déjame dormir —respondió, dándose la vuelta.
Juguetón y deseoso de intimidad, Niall se acercó a ella y la besó en la nuca. Al ver que no reaccionaba, la cogió de los hombros y la zarandeó.
—¿Qué piensa mi preciosa esposa?
—En que como no pares te voy a abrir la cabeza —contestó, malhumorada.
Pero Niall continuó insistiendo y dando una palmada al aire, dijo:
—Ya es tarde, holgazana. Es hora de levantarse.
—No —protestó ella, cerrando con fuerza los ojos.
—Sí.
—He dicho que no.
Sin perder su humor ni su paciencia, Niall tiró de ella, que se puso en pie.
—¡Por todos los santos! —bramó, enfadada; tenía el pelo revuelto y los ojos hinchados de tanto dormir—. ¿No puedes respetar mi sueño?
—No, cariño. Con lo preciosa que estás en este instante, de ti no puedo respetar nada.
Fue a contestar pero no pudo. Niall, con su ansiosa boca, ya la besaba, y ella, sin dudarlo, le respondió, hasta que de pronto le empujó. Aquel gesto no le gustó a Niall, que frunció el cejo.
—¿Qué pasa? ¿Por qué rechazas mi beso?
—¡Maldita sea, Niall!, no lo he rechazado, pero o me separaba de ti o moría asfixiada.
—Te noto algo alterada.
«¡Oh, qué observador!», pensó, y clavándole una mirada asesina, le espetó:
—No estoy alterada, pero tú me alteras. Deseo dormir y no sé cómo he de decírtelo para que lo entiendas.
Eso le hizo sonreír. Desde que ella había llegado a Duntulm, sus días se habían convertido en los mejores de su vida. Aquélla que por las noches se abrazaba a él para dormir era su Gillian, su Gata, y era tal su felicidad que a veces creía que le iba a estallar el corazón, o que iba a despertar y todo habría sido un sueño.
—Niall, por favor…, por favor, déjame descansar —murmuró ella, intentando tumbarse en la cama—. No me apetece bañarme ahora.
Conmovido por su gesto aniñado, se sentó en la cama con ella encima y dijo mientras le repartía dulces besos por el cuello:
—Te bañarás ahora conmigo.
—No…, no lo haré.
—Sí…, sí lo harás —ronroneó, mordisqueándole la oreja. Pero Gillian no pudo más, y al notar que le tiraba del pelo, protestó:
—¡Ay! Me haces daño.
La paciencia de Niall comenzó a resquebrajarse. Con desgana, enfadado, le preguntó:
—¿Se puede saber qué te pasa que no paras de gruñir?
—A mí no me pasa nada —gritó—. Pero si primero siento que me asfixias y luego me tiras del pelo, ¿qué debo hacer, callarme y aguantar? Porque si he de callar cuando me haces daño o algo no me agrada, no pienso hacerlo, ¿me has oído?
Molesto por su tono de voz, se levantó de la cama, pero lo hizo tan de prisa que, sin que lo pretendiera, Gillian cayó de culo al suelo.
—¡Ay! Pero ¡serás bruto…! —gritó, malhumorada.
Intentó ayudarla a levantarse, pero ella le retiró su mano de un manotazo y se levantó sola. Una vez de pie, y a pesar de tener que echar la cabeza hacia atrás para hablar a su enorme marido, gritó con muy mal genio:
—McRae, no vuelvas a tirarme o…
—¿O qué? —vociferó él, mirándola con gesto brusco. Finalmente, aquella descarada había conseguido enfadarlo.
—Si te lo digo, no te sorprendería —espetó, dando un paso atrás.
Extrañado por aquella respuesta, la miró y le aclaró:
—Gillian, no me gusta nada el tono en el que me hablas cuando dices McRae, y menos aún, tu caprichoso comportamiento.
—Y a mí no me gusta que porque yo me queje por algo que me desagrada tú protestes.
¿Su mujer no podía callar? ¿Por qué se empeñaba en quedar ella siempre por encima?
—¿Para todo tienes que tener una réplica? —preguntó Niall.
—Por supuesto —asintió con descaro.
Consciente de que debía templar su impulso de castigarla, el highlander cogió una de las sábanas de la cama y, tras tirársela a la cabeza, preguntó:
—¿Para esto también tienes réplica?
Sin variar su gesto, Gillian asió las dos almohadas y se las lanzó con fuerza.
—¿Te vale esto, o quieres más?
No quería enfadarse con su mujer. Alterado, se acercó a la bañera y, tras meter la mano en el agua, la salpicó. Ella ni se movió. Al ver que no respondía, él volvió a salpicarla.
—¡Oh, venga! ¡Quita esa cara de mal humor y sonríe! —dijo intentando firmar la paz.
—No me apetece.
En ese mismo momento, Niall tiró un trozo de jabón a la bañera y las salpicaduras mojaron de nuevo a Gillian, pero ella esa vez sí respondió. Cogió con furia un jarrón que había sobre una mesita, sacó las flores y le tiró el agua a la cara.
—Lo siguiente que te tiraré será el propio jarrón.
El gesto de Niall se tornó tosco, y Gillian volvió a dar otro paso atrás, mientras el agua chorreaba por la cara del hombre, que bufaba.
—¿Se puede saber qué te ocurre, mujer? —bramó, molesto, y limpiándose la cara de malos modos, rodeó la bañera para acercarse a ella, que reculó.
Asustada por cómo él se movía y por su semblante serio, gritó:
—¿Qué vas a hacer, Niall?
—Lo que te mereces, ¡malcriada!
Con fuerza la asió y la arrastró a la cama, y cuando Gillian notó que la ponía boca abajo sobre sus piernas, le subía la camisola y le dejaba el trasero al desnudo, una rabia incontrolable hizo que le mordiera la pierna con brutalidad. Tal fue el dolor que le causó que Niall blasfemó y la soltó.
—¡Maldita sea, Gillian, me has hecho daño!
Entonces, sin esperarlo, vio cómo ella cogía su espada y, con un rápido movimiento, le ponía la punta del acero en la garganta.
—Tú pretendías hacerme daño a mí. Yo sólo me he adelantado.
La miró, incrédulo, y sin moverse, murmuró entre dientes:
—Baja ahora mismo la espada, Gillian.
—No dejaré que me azotes.
—¡Bájala! —apremió él.
—Si me prometes que no me azotarás —exigió ella.
A punto de cogerla por el cuello y no azotarla, sino matarla, bramó como un poseso.
—He dicho que bajes la espada de una maldita vez o te juro que lo lamentarás.
Consciente, de pronto, de que su marido estaba muy enfadado y de lo absurdo de la situación, dio su brazo a torcer y bajó la espada. Realmente, no sabía por qué había hecho aquello. Todo resultó tan rápido que levantarla fue un movimiento espontáneo.
Con la rabia instalada en su tensa mandíbula y en sus ojos, Niall se acercó a ella, que no se movió, y cogiéndole con una mano la barbilla y con la otra sacándose una daga de la cintura, le siseó en la cara:
—Si vuelves a hacer lo que has hecho, no respondo de mis actos.
Y sin más demora le cortó con la daga un gran mechón dorado. Gillian, horrorizada, chilló y lo empujó.
—¡Por todos los santos escoceses! —voceó al ver el enorme mechón que le había cortado—. ¿Cómo has podido hacerme esto?
—Sencillamente porque te lo merecías y porque creo que tu comportamiento ha puesto fin a nuestra luna de miel. Has incumplido tu promesa de no levantar una arma contra mí, ¿lo recuerdas? Te perdoné tu mentira piadosa, a pesar de saber que el día que se conozca la relación entre Brendan y Cris tendremos problemas, pero no te voy a perdonar lo que acabas de hacer.
Gillian no contestó. Él tenía razón, pero ya nada se podía hacer, salvo no contestar.
Eso sería peor. Durante unos instantes se miraron como verdaderos rivales, hasta que Niall se dio la vuelta y con pasos enérgicos cogió su propia espada, abrió la puerta de la habitación y se marchó. Gillian, destrozada por lo que había hecho, se tiró en la cama, para maldecir una y otra vez.