Por suerte para todos, los guerreros de Brendan McDougall se encaminaron hacia sus tierras y pasaron de largo por la cascada, sin saber que su jefe y la hija del jefe del clan enemigo estaban allí.
Cuando Gillian y Niall llegaron, aquellos dos discutían a voz en grito, algo que a éste no le sorprendió. La joven tenía el mismo carácter endemoniado que su mujer e idéntica manera de discutir.
—¡Vaya, vaya, Brendan! —dijo Niall, sorprendiéndolos—. Nunca me lo hubiera imaginado de ti.
Al verlos aparecer, Cris y Brendan miraron con reproche a Gillian, pero ésta desmontó del caballo y les explicó lo ocurrido. Mientras, su marido, entre divertido y aún tremendamente sorprendido por la situación, la escuchaba montado en su corcel.
—De verdad, lo siento. Sabéis que vuestro secreto hubiera ido conmigo a la tumba, pero al ver a tus hombres salir tras de ti he creído que era mejor que Niall lo supiera, si de este modo evitaba que os pillaran los guerreros.
—Sí, la verdad es que sí —asintió Cris, más tranquila, mientras Brendan la tenía sujeta por la cintura.
Gillian comprobó que los jóvenes parecían más relajados, así que preguntó:
—Por favor, ¿me quiere decir alguien qué es lo que ha pasado?
McDougall, tras cruzar una mirada con Niall, que seguía sonriendo con cara de bobo, respondió:
—Lo que le han contado a Cris es mentira. Yo no me he comprometido con nadie ni pienso comprometerme ni casarme con otra que no sea ella.
—¡Oh, me alegro! —suspiró Gillian, encantada—, porque te juro que cuando he visto a Cris en esa situación, he sentido unos deseos terribles de lanzarte la daga y clavártela en medio de la frente.
—¡Vaya, qué sanguinaria! —dijo riendo Brendan.
—No lo sabes tú bien —contestó Niall, bajándose de su caballo. Cris, aún con el rostro enrojecido pero feliz, respondió:
—No entiendo por qué mi hermana ha dicho eso esta mañana durante el desayuno.
—¿Quién? ¿La divina Diane? —preguntó con sorna Gillian, haciendo sonreír a su marido.
—Sí. Esta mañana, mientras mi padre y yo desayunábamos ha aparecido de pronto y ha dicho que le había llegado el rumor de que Brendan McDougall contraería matrimonio dentro de poco con una joven de su clan. Te juro, Gillian, que he creído morir.
—Lo que no entiendo —susurró el joven— es quién puede haberle dicho semejante tontería.
—No cabe duda de que un tonto —apostilló Niall, y todos rieron.
Pero en ese momento Brendan dio un respingo y dijo, atrayendo la atención de todos:
—Un momento. Hace unas noches estuve tomando unas cervezas con John, el herrero de mi clan, y entre fanfarronadas recuerdo que le mencioné que algún día le sorprendería la noticia de mi próximo enlace. Por cierto, ahora que lo pienso, anoche quedó en traerme unas dagas y no apareció.
—¿Tú dijiste eso? —sonrió Cris.
—Sí, amor… Recuerdo haberlo dicho.
Aquel apelativo tan cariñoso de Brendan a Cris sorprendió de nuevo a Niall, que sonrió. Nunca hubiera imaginado que el tosco McDougall fuera capaz de decir palabras tan dulces, y menos a Christine McLeod, la joven guerrera del clan enemigo. Pero a pesar de que aquello entre ambos a él le pareciera perfecto, sabía que la historia no podría terminar bien. Iba a decirlo cuando Gillian preguntó:
—Pero ¿qué tiene que ver tu herrero con la boba de Diane? Con lo tonta y fina que es nunca se acercaría a un simple highlander.
—Vete tú a saber —respondió Brendan, riendo—. Tampoco imagina nadie que Cris y yo…
—¡No me lo puedo creer! —soltó, de pronto, Cris.
—¿Qué pasa? —preguntó Niall, perdido.
Cris se llevó una mano a la boca.
—Dices que anoche habías quedado con el herrero y no apareció.
—Así es —asintió Brendan.
—Justamente anoche —continuó Cris—, Diane llegó tarde y muy acalorada de dar un paseo por el bosque, y por cómo se tapaba el cuello estoy segura de que debía de tener alguna señal. La conozco y es como su madre. Todo lo que tiene de mema lo tiene de lianta. —Todos rieron—. Papá le preguntó que de dónde venía tan acalorada, y ella, con una sonrisa alelada, respondió que de cualquier lado en el que no hubiera un cerdo McDougall.
Dando una palmada, Brendan lo entendió.
—Y anoche John no me trajo las dagas que yo le encargué.
—¡Tu hermana y su herrero! —exclamó, divertido, Niall.
—Me huelo que sí —dijo Cris, y se puso a reír.
—Pues no te extrañe —se mofó Gillian—. ¡Anda con la mosquita muerta! Si es que son las peores…
Cada vez más convencida de lo que pensaba, Cris preguntó a su amado:
—Cariño, ¿cómo es tu herrero? Sé perfectamente cómo le gustan los hombres a esa necia y con que me lo describas sabré si tiene algo con él.
Con la diversión instalada en el rostro, Brendan dijo:
—John es tan alto como yo. Fuerte. Soltero. Ojos y cabello claro, y según dicen las mujeres, es agraciado y seductor. Por cierto —añadió, riendo—, siempre se vanagloria de que cada vez que se acuesta con una mujer le chupa el cuello para dejarle su señal.
—Confirmado —apuntó Cris—. La simple de Diane y tu herrero se vieron anoche.
Gillian y Niall se miraron, sorprendidos, y la primera exclamó:
—Anda…, para que te fíes de las damiselas delicadas.
Eso hizo reír a carcajadas a Niall. Su mujer, a veces, decía unas cosas tan graciosas que era imposible no reír con ella. A partir de ese momento, Cris y Gillian comenzaron a parlotear entre ellas mientras los hombres las miraban.
Con la diversión en la mirada, Niall se acercó a Brendan y, dándole un golpe en la espalda, le preguntó:
—¿Desde cuándo estáis juntos?
Asumiendo que su secreto ya no era tal, se encogió de hombros.
—Desde hace bastante tiempo.
Niall, maravillado por lo bien que habían sabido engañar a todo el mundo, asintió.
—Sabes dónde te estás metiendo, ¿verdad?
—Sí.
—Ni tu padre ni el de ella os lo pondrán fácil. Vuestros clanes son rivales desde antes de que vosotros llegarais al mundo. ¿Cómo vais a solucionar eso?
Brendan, tras mirar con dulzura a Cris y sentir que la vida sin ella no tenía sentido, murmuró casi avergonzado:
—Sinceramente, amigo, me da igual que mi padre o el padre de Cris intenten matarme; no me alejaré de ella, porque la quiero con toda mi alma.
—Vaya…, me sorprende tu romanticismo.
—¿Acaso tú no morirías por Gillian?
Entonces, miró a su problemática mujercita y, tras echarle el brazo por los hombros a su amigo, susurró:
—No te quepa la menor duda. Adoro a esa fierecilla.