31

Dos días después, Gillian estaba ya casi repuesta y viajaba recostada en una de las carretas, junto a Helena, que resultó ser una encantadora y agradable compañía. Con curiosidad, Gillian observó a sus guerreros. Aquellos toscos y barbudos hombres comenzaban a dejar de serlo, y eso le gustó.

—Helena, ¿qué piensas de Aslam? —preguntó al ver cómo aquel fiero guerrero convertido en un adonis se pavoneaba siempre que podía ante la mujer para hacerla reír.

—Es agradable, milady.

Gillian, con comicidad, se acercó más a ella y le cuchicheó al oído:

—¿Sólo agradable?

Aquello hizo reír a Helena. Aún recordaba el primer impacto que sufrió al subir a aquella carreta y ver a aquel gigante barbudo y peludo mirándola. Lo temió.

—Milady, ¿qué estáis queriendo decir? —inquirió, sonrojada.

—Helena…, Helena…, tú ya me entiendes.

La carcajada de ésta hizo que Aslam, que llevaba sobre su caballo a Demelza, la mirara con cara de bobalicón y los otros highlanders se mofaran de él.

—Milady, entiendo lo que me queréis decir y sólo puedo responder que él es encantador con mis hijos y conmigo, algo a lo que no estamos acostumbrados.

—Eso es magnífico, Helena —suspiró Gillian mirando las anchas espaldas de su marido.

En esos días, tras lo ocurrido, el trato entre Niall y Gillian se había relajado. Él intentaba suavizar sus comentarios mordaces, y ella se lo agradecía. Un poco de paz, tras varios días de lucha, era de agradecer, aunque le costara horrores contener sus impulsos asesinos cada vez que veía a Diane cabalgar como una loca para estar con él.

Circunspecto, Niall se percató de cómo sus hombres cambiaban día a día. Uno tras otro se habían afeitado las barbas y se habían arreglado el cabello, incluso intentaban no escupir a cada momento, algo que las mujeres agradecieron hasta la saciedad y a él le agradó.

Ver al rudo de Aslam paseando al anochecer con un bebé en brazos y una niña cogida a su otra mano era algo que Niall nunca había esperado. Pero desde la llegada de Helena aquel tosco hombre prefería una buena charla con ella sentado bajo un árbol a una borrachera con sus compañeros.

Durante aquellos días, y en sus ratos de ocio, con su cariño y paciencia, Gillian, ayudada por sus amigas y, en ocasiones, por Helena, les enseñó a los highlanders modales para cortejar a las damas.

Una de aquellas noches, Aslam dejó muy claro que Helena era cosa suya, y todos sus compañeros lo respetaron. Y jornada a jornada, Niall se percató de que no sólo su vida cambiaba con la presencia de Gillian, sino también la de todos.

Cuando la mejoría de ésta se hizo notable, y sin entender por qué, la rivalidad entre ambos regresó. Él parecía incómodo en muchas ocasiones a pesar de que ella intentaba agradarle. Lo que no sabía Gillian era que Niall luchaba única y exclusivamente contra sí mismo. Delante de la gente mantenían las formas y la sonrisa, pero en cuanto se quedaban solos en la tienda por las noches poco les faltaba para liarse a golpes de espada.

Cada noche, Niall demoraba todo lo que podía en ir a dormir. Y si entraba y notaba que ella estaba despierta, cogía su manta y se echaba lo más lejos de ella que podía. La tentación de sucumbir a los encantos de su mujer cada vez era más grande y sólo la podía refrenar mostrándose enfadado y molesto con ella. Gillian, en silencio, sentía tal rechazo por parte de él que deseaba que otra víbora le picara, para que Niall se le acercara y fuera amable. Pero callaba y no decía nada.

Por su parte, Niall apenas descansaba. Pensar que tenía a pocos metros a la mujer que le había robado la vida le estaba matando. La adoraba como nunca adoraría a ninguna otra, pero no estaba dispuesto a ponérselo fácil. Ella no se lo merecía.

Megan se percató de que algo ocurría. Pero tras hablarlo con Duncan y él aconsejarle que se mantuviera al margen, intentó no mediar en aquella relación, aunque no pudo evitar relatarle a Gillian mil veces con pasión cómo Niall la había besado desesperado cuando ella estaba delirando. A su cuñada eso le hacía sonreír, y si en un principio pensaba que lo que creía haber oído había sido un sueño, cada día estaba más segura de que ciertamente no era así.

La mañana en que Gillian tuvo que despedirse de Shelma, Trevor y Lolach se entristeció. Habían llegado al punto del viaje donde éstos se desviaban hacia Urquarq.

Tras muchos besos y deseos de volver a verse pronto, prosiguieron su camino, y Gillian fue consciente de que pronto se quedaría a solas con Niall.

Aquella noche llegaron al castillo de Eilean Donan, el precioso hogar de Duncan, Megan y sus hijas. Allí, las aldeanas casaderas, al ver a los guapos hombres de Niall, los saludaron con unas sonrisas y pestañeos que los dejaron descolocados. Fue tal el desconcierto de los hombres al comprobar cómo las mujeres decentes les sonreían que apenas sabían qué decir, mientras Gillian los miraba, asombrada.

Como festejo por su llegada a Eilean Donan, la gente del castillo organizó una cena de bienvenida. Como era de esperar, Diane no acudió. Prefirió quedarse en la habitación, deseosa de que amaneciera para marcharse de allí.

Tras la cena, los lugareños comenzaron a tocar las bandurrias y las gaitas, y con rapidez los aldeanos de Eilean Donan empezaron a bailar. Desde su posición, Gillian observó cómo aquellos toscos guerreros de su marido miraban a las mozas del lugar, pero no se atrevían a decirles nada. Estaban tan acostumbrados a tratar con furcias que cuando una dulce jovencita los miraba se ponían rojos como tomates.

«Vamos, muchachos, lanzaos», pensó Gillian.

Sentada junto a su marido, seguía la conversación que éste mantenía con Duncan, pero sus ojos estaban sobre los rudos hombres que con sus torpes movimientos le pedían ayuda. Megan, que también se había percatado de la situación, sonrió sin que pudiera remediarlo al ver cómo algunas de las mujeres que conocía cuchicheaban sobre ellos. Pero Gillian ya no podía más, y volviéndose hacia su marido, que parecía haberla olvidado, lo llamó:

—Niall…, Niall…

—Dime, Gillian —respondió él, mirándola.

—¿Te importa si me levanto y bailo con alguno de tus hombres?

Sorprendido por la prudencia que ella mostraba al preguntar, la observó con desconfianza mientras ella seguía hablando.

—Todas esas jóvenes están deseando bailar con ellos, pero no sé qué les pasa a esos memos que ni uno solo se atreve a bailar.

Niall desvió la mirada hacia sus hombres y casi se carcajeó al ver la cara de circunstancias que ponían. Unos parecían corderos degollados por sus caídas de ojos y otros, highlanders enfadados y a punto de sacar la espada. Finalmente, se sintió incapaz de negarle aquello a su mujer, así que la miró y, cerca de su oído, le susurró:

—No están acostumbrados a tratar con mujeres decentes, a excepción de vosotras, y creo que eso es lo que los tiene asustados.

Aquella confidencia hizo sonreír a Gillian, que, divertida, le comentó:

—Contempla la cara de Kennet… Por todos los santos, Niall, ¡se está poniendo bizco!

Niall sonrió y, siguiéndole el juego, añadió:

—Al pobre de Johan parece que le han clavado a la pared.

—¡Oh, Dios!, ¡pobrecillo! —se carcajeó Gillian, tapándose la boca con la mano escondiéndose detrás de su marido.

Aquel grado de complicidad y confianza gustó a Niall, que, como siempre que se dejaba llevar, disfrutó cada momento de su cercanía. Verla reír de aquella forma contra su hombro era un bálsamo demasiado exquisito como para dejarlo escapar; por ello, prefirió seguir divirtiéndose durante un rato, hasta que finalmente entendió que sus hombres necesitaban ayuda.

—Tienes razón. Creo que si bailas con alguno de ellos, el resto se animará a bailar.

—Sí, creo que será la mejor opción —asintió Gillian, que al intentar levantarse notó cómo Niall la obligaba a sentarse de nuevo.

—A cambio, te exijo un beso.

Al ver que ella lo miraba sorprendida, el highlander le aclaró:

—Quiero que todos vean que si sales a bailar con mis hombres es con mi beneplácito.

Con mirada burlona, ésta se le acercó, y tras darle un dulce pero corto beso en los labios, le preguntó al separarse:

—¿Contento?

—No —susurró él.

Y con una intensidad que hizo que la sangre de Gillian se calentara, Niall hundió la mano en su frondoso cabello, la inmovilizó y le dio un implacable beso, de modo que ambos vibraron de auténtica pasión.

Una vez que se separaron, miró a su mujer, abrumado por la intensidad de aquel corto beso.

—Ahora ya puedes bailar con mis hombres.

«¡Ay, Dios!, no sé si podré», pensó ella, pero al final se levantó.

—De acuerdo.

Como si flotara sumida en sus pensamientos, antes de llegar hasta los hombres de su marido, se acercó a una de las mesas laterales, donde las criadas habían puesto bebidas frescas. Con la boca seca y el corazón desbocado, cogió una jarra y se la llenó de cerveza. ¡Cielo santo!, cada vez que la tocaba la hacía arder. Aquel beso abrasador la había dejado seca y con las piernas tan flojas que parecían de harina. Volviéndose hacia su marido, lo miró con disimulo y se alegró de que él estuviera hablando con su hermano.

Megan contempló, divertida, el acaloramiento de Gillian tras dar un beso a su marido, y animó a Cris para que ambas se unieran al baile.

—¡Vaya, vaya!, ¿es pasión lo que veo en tus ojos? —preguntó Megan.

—Hum…, yo creo que es deseo, exaltación, fogosidad… —apostilló Cris.

Se atragantó con sus comentarios y se echó parte de la cerveza encima.

«¡Dios!, ¿tanto se me nota?», pensó, pero tras sonreír y ver sus caras alegres, dejó la jarra sobre la mesa y dijo, mirando a los guerreros:

—Anda, dejaos de tonterías e invitemos a esos brutos a bailar. Nos necesitan.

Gillian le sugirió a Helena que sacara a bailar a Aslam, mientras ellas se dirigieron a Donald, Kennet y Caleb. Ése fue el primer baile de los muchos que aquella noche se bailaron.

De madrugada, cuando las mujeres decidieron marcharse a descansar a sus habitaciones, Gillian observó que su marido la miraba con una intensidad desbordante.

Eso la puso nerviosa. Una vez que llegó a la habitación, se cambió de ropa y, ansiosa, esperó su compañía. Pero, para su desconcierto, el tiempo pasó y él no apareció. Finalmente, con tristeza, se durmió.