23

Aquella mañana, cuando salieron de la tienda para continuar el camino, ni se miraron, ni se dirigieron la palabra, mientras todos los felicitaban con una sonrisa socarrona, sin ser conscientes de lo que había pasado entre ellos dos. Cuando Gillian vio a Megan y Shelma, pensó en contarles la verdad, pero ellas comenzaron a relatarle su noche de pasión con sus esposos, y decidió callar.

Ya en camino, cada vez que Gillian cerraba los ojos y pensaba en lo que había ocurrido esa noche, se excitaba. ¿La había llamado cariño, o sólo lo había imaginado?

Recordar que Niall la había tocado en aquel lugar tan íntimo la volvía a calentar. Eso le preocupó. No podía estar todo el día pensando en lo que había hecho, ni deseando que le volviera a suceder otra vez.

Se alegró al ver que su marido, aquella mañana, la miraba más a menudo. ¿Pensaría lo mismo que ella?

Al atardecer decidieron hacer noche en un pueblecito llamado Pitlochry. Una vez en la posada, los lairds, y sus mujeres y las hermanas McLeod se refrescaron en sus habitaciones. Lo necesitaban.

Tras asearse, Niall abandonó la habitación con rapidez. Estar a solas con Gillian le resecaba la boca y le hacía sentir, además, un constante cosquilleo en la entrepierna. La joven, al ver que se marchaba, suspiró.

Utilizó la jofaina y el aguamanil que había en la habitación para lavarse, y sin dilación, se puso un vestido de color verde musgo oscuro y se peinó el largo cabello, todo ello mientras continuaba pensando en Niall.

Desde lo ocurrido la noche anterior, sólo con mirarle cualquier parte del cuerpo sentía deseos de tirarse directamente a su cuello. Pero no, no podía hacerlo. Como había sido ella quien había tomado la iniciativa, sentía la necesidad de que fuera él quien lo hiciera.

—¡Oh, Dios!, me avergüenzo de mí misma. Parezco una vulgar ramera —susurró frustrada, mirándose en el espejo.

Se levantó, y a pesar de que había comenzado a llover, abrió los postigos de la ventana para que el aire frío de las Highlands la espabilara. Al sentir cómo las gotas caían sobre su rostro sonrió, aunque dejó de hacerlo cuando oyó a unas mujeres que hablaban bajo su ventana:

—Te digo yo que a esos highlanders que acampan a las afueras del pueblo los podemos engatusar y robar lo que deseemos.

—¿Habéis visto qué barbas llevan? Son repugnantes —murmuró una morena.

—¿Conocerán el agua y el jabón?

Gillian supo de inmediato que hablaban de los hombres de Niall. No había duda.

Acuciada por la curiosidad, sacó medio cuerpo fuera de la ventana para poder ver mejor a las mujeres que se habían reunido bajo el tejadillo y comprobó que se trataba de cuatro. Por su aspecto debían de ser las furcias de Pitlochry. Pero no dijo nada y continuó escuchándolas.

—He oído que esta noche vendrán a la taberna a refrescar sus toscas gargantas —dijo una mujer pelirroja, de grandes pechos—. Sólo hay que asegurarse de atontarlos con nuestros encantos, y esos estúpidos no se enterarán de que les quitamos alguna que otra moneda.

«¿Serán sinvergüenzas?», pensó.

—Pero yo he visto a muchos highlanders —murmuró una morena.

—Sí, pero yo hablo de los de largas barbas y pinta de sucios. Parecen medio tontos —aclaró la pelirroja.

—No sé, Brígida —intervino otra de las mujeres—. No sé si es buena idea lo que propones.

—Tú puedes hacer lo que quieras —siseó con descaro la pelirroja—, pero yo tengo claro que esos salvajes son presa fácil. Pero ¿los has visto bien? Sólo hay que restregarse un poco con ellos para sacar beneficios.

—La verdad es que tienes razón —añadió la morena—. Cuenta conmigo; unas monedas extras me vendrán muy bien. Si puedo robarles algo, luego lo puedo vender y algún provecho sacaré.

Las mujeres se alejaron con una risotada mientras Gillian bullía en su interior.

¿Cómo podían ser tan desvergonzadas?

Molesta por lo que había oído y empapada por la lluvia, fue a cerrar los postigos de la ventana cuando se fijó en una joven de pelo castaño, con dos niños. La vio pararse frente a la posada bajo el aguacero. Tras dar un beso a una niña de unos diez años le dejó un bebé en brazos, se quitó su vieja y agujereada capa, y los tapó a los dos.

Luego, cruzó la calle y entró en el establecimiento.

Congelada de frío, Gillian cerró finalmente la ventana, se secó la cara con un trozo de paño y volvió a peinarse el pelo. La humedad lo había rizado. Pasado un rato, se miró en el espejo, levantó el mentón y pensó: «Gillian, adelante». Con seguridad salió al pasillo oscuro y de madera, y tras bajar una escalera, llegó a una gran sala llena de gente. Buscó con la mirada a Megan o a Niall, y cuando los vio se encaminó hacia ellos.

Él la vio llegar; estaba tan bonita y reluciente que sonrió. Su mujer era una preciosidad, y no le gustaron las miradas que los extraños clavaron en ella. Con gesto posesivo, la asió del brazo y la sentó junto a él. No quería problemas. Con una maravillosa sonrisa, Gillian bromeó con Megan, Shelma y Cris. Y cuando preguntó por Diane, y Cris le indicó que estaba cansada y prefería quedarse en su habitación, se alegró.

Durante la cena todos estuvieron distendidos y alegres, incluso Gillian se fijó en que Niall parecía estar más atento con ella que ninguna otra noche. En un par de ocasiones, sus ojos se encontraron y le sonrió de una manera muy diferente. Su sonrisa denotaba felicidad, y eso le gustó. Degustaron un plato maravilloso de ciervo en salsa que les supo a gloria, y todos parecían felices, hasta que Gillian se fijó en la muchacha que les servía: era la misma que había visto besar a los niños y entrar en la posada. Le miró la cara y se sorprendió al verle los ojos enrojecidos. ¿Habría llorado?

Una vez que dejó el tenedor encima de la mesa, Gillian se percató de que la joven, antes de regresar a la cocina, se acercó a la puerta de la posada y miró al exterior con gesto preocupado. El posadero, agarrándola por el pelo, la hizo regresar al trabajo.

«Pero ¿qué hace ese hombre?», pensó, indignada.

Sin entender qué le pasaba, vio cómo la muchacha intentaba decir algo, pero el hombre no la escuchaba; es más, le gritaba que la posada estaba llena y que tenía que trabajar. Finalmente, la joven cogió otro caldero lleno de estofado y comenzó a servir más raciones.

Gillian, al desviar la vista hacia el otro lado del salón, se fijó en que en el fondo estaban las furcias que había oído hablar bajo su ventana, y tras recordar sus intenciones, decidió no quitarles la vista de encima, y más cuando vio a Aslam, Liam y Greg reír con ellas.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Niall al oído.

Estaba tan concentrada en lo que sucedía a su alrededor que se había olvidado de él y casi saltó de la silla.

—¡Oh, nada! Me gusta fijarme en la gente. Sólo eso.

Con un movimiento de cabeza, Niall asintió. Fue a decirle algo cuando su hermano Duncan entabló conversación con él. En ese momento, la joven camarera llegó hasta ellos y dejó varias jarras de cerveza en la mesa. Cuando ya se iba, ella la tomó de la mano con delicadeza y le preguntó:

—¿Te ocurre algo?

Sorprendida, la chica negó rápidamente con la cabeza, pero sus ojos enrojecidos y llenos de lágrimas la delataban.

—No, milady; no os preocupéis.

Se alejó con premura, aunque antes de regresar a su trabajo volvió a asomarse por la puerta de la posada. La curiosidad pudo con Gillian, quien, tras levantarse e indicar que iba un momento al aseo, fue hasta la puerta de la posada y miró. Al instante, lo entendió todo cuando vio bajo el aguacero a la misma niña que había visto antes de bajar a cenar con el bebé en brazos. Se había refugiado debajo de una carreta.

Con celeridad salió por la puerta, y echándose la capucha de la capa que llevaba, fue hasta el carro y se agachó.

—Hola, me llamo Gillian. ¿Cómo te llamas? —dijo.

La pequeña se asustó y apretó más contra su pequeño cuerpecito al bebé mientras respondía tiritando:

—Demelza.

—¡Oh, qué nombre más bonito! Me encanta. ¿Y el bebé cómo se llama? —le preguntó Gillian sonriendo bajo el aguacero.

—Colin. Mi hermanito se llama Colin.

—Precioso nombre también —comentó observando al bebé dormido. Entonces, le tendió la mano y señaló—: Demelza, creo que tú y Colin tenéis frío, ¿verdad? —La cría asintió—. Ven, no tengas miedo, os llevaré a un sitio más calentito.

Con el susto en los ojos, la niña negó con la cabeza.

—No puedo. Mi mamá me ha dicho que la esperara aquí hasta que ella regresara.

Está trabajando en la posada. —Y abriendo los ojos, le susurró—: Esta noche seguro que traerá algo de comida.

Conmovida, Gillian no lo pensó y se metió debajo de la carreta justo en el momento en que Niall salía por la puerta en su busca. Se quedó con la boca abierta cuando vio lo que hacía.

—Demelza, ¿por qué no estás en tu casa? En una noche como la de hoy no es buena idea estar en la calle. Tu hermano y tú podríais enfermar de frío.

—No tenemos casa, señora. Vivimos donde podemos.

A Gillian se le puso la carne de gallina.

—¿Tampoco tenéis un familiar que os atienda en su casa hasta que tu mamá regrese? —volvió a preguntar.

Con una tristeza que encogió el corazón de Gillian, la pequeña negó con la cabeza y fue a decir algo cuando de pronto oyó un vozarrón que decía:

—¡Por todos los santos, Gillian!, ¿qué haces ahí debajo?

La pequeña reaccionó encogiéndose y cerrando los ojos. Gillian miró a su marido, que la observaba atónito, y dulcificando la voz, dijo:

—Niall, te presento a Demelza y a Colin. —Y clavándole la mirada, murmuró—: Estaba convenciendo a Demelza para que me acompañe al interior de la posada. Hace mucho frío para que esté aquí, ¿no crees?

Él, al ver sus ojos angustiados por la situación de aquellos niños, cambió el tono de voz y, dirigiéndose a la pequeña, le indicó:

—Demelza, creo que mi mujer tiene razón. Si entráis en la posada, estaréis mejor que aquí.

La niña, a punto de llorar por lo asustada que estaba, negó con la cabeza.

—No podemos entrar allí. Si lo hacemos, el posadero se enfadará con mi mamá, y entonces esta noche no podremos cenar calentito.

A Niall se le retorcieron las tripas. ¿Cómo podía aquel hombre ser tan cruel? Pero Gillian, dispuesta a no dejarla allí, insistió mientras le quitaba la capa vieja y empapada, y le ponía la suya propia para abrigarla. La niña y el pequeño la necesitaban más que nada.

—Escúchame, tengo una idea. ¿Qué te parece si mi marido habla con el posadero para que no regañe a tu mamá? —La pequeña la miró, y Gillian, con una sonrisa añadió—: Te aseguro que mi marido, Niall McRae, sabe convencer muy bien a la gente, y el posadero lo escuchará. ¿Lo intentamos?

La cría miró a Niall, que, agachado, las observaba, mientras una rabia se apoderaba de él viendo el sufrimiento de aquella pequeña.

—No te preocupes, Demelza, yo hablaré con el posadero, ¿de acuerdo?

Tras mirarlos a los dos, la pequeña se encogió de hombros.

—Mientras yo salgo de aquí con ellos, por favor, Niall, ve entrando tú y dile a Megan que necesitaré algo de ropa de Johanna y algo seco para Colin.

Niall asintió, se quitó la capa y se la tendió a su mujer, que, con una sonrisa, se la cogió. De inmediato, salió disparado hacia la posada, mientras Gillian abandonaba la protección de la carreta y ayudaba a la pequeña para que la siguiera. Sin ponerse la capa de su marido, se la echó por encima a la niña, que en esos momentos, una vez fuera del carromato, parecía temblar más.

—No tengas miedo, cariño. Ahora ven…, vamos dentro de la posada.

Gillian intentó quitarse el barro que manchaba su vestido. Estaba calada, el pelo se le pegaba a la cara y tenía frío. Así que, sin perder más tiempo, cruzó la calle con los niños y entró en la posada.

—¿A que aquí se está más calentito? —preguntó con una sonrisa a la niña.

Sin embargo, antes de que Demelza pudiera responder, el posadero se le tiró encima y comenzó a empujarla.

—¡Sal de aquí, mujer! Y llévate a esos niños. Éste no es lugar para vosotros.

Niall, que hablaba con Duncan en ese momento, al ver que se trataba de su mujer, quiso ir hacia ellos, pero su hermano se lo impidió; Gillian, colérica, le había soltado una patada en toda la espinilla al posadero, y éste gemía de dolor. La mujer puso a los pequeños detrás de ella y voceó ante la mirada de todo el mundo:

—Si vuelves a tocarme, maldito gusano, te lo haré pagar.

En ese momento, la madre vio a sus hijos y soltó la cazuela para llegar hasta ellos y abrazarlos. Parecían congelados. Pero el posadero, enfurecido, la agarró del pelo y la tiró al suelo, y su cuerpo rodó hasta dar contra unas sillas. La pequeña, asustada al ver a su madre en aquel estado, lloró mientras el hombre gritaba:

—¡Te he dicho cientos de veces, Helena, que no quiero ver a tus hijos en mi posada! ¿Cómo lo tengo que decir? Saca ahora mismo a esa morralla de aquí si no quieres que yo mismo los saque a patadas.

Gillian, incrédula por lo que aquel bestia decía y hacía, se sacó con rapidez la daga de la bota, y poniéndosela a éste en el cuello, gritó mientras observaba cómo Megan y Cris ayudaban a la mujer a levantarse:

—¡Maldito hijo de Satanás! Sólo un cobarde es capaz de tratar a una mujer y a sus hijos así.

El posadero, que apenas podía creer que aquella pequeña ladrona se le encarara de tal manera, sacó con rapidez una daga del cinto y se la puso a Gillian en el estómago.

—Quítame ahora mismo la daga —gritó, clavándole la punta—, o te juro, maldita furcia, que te rajo de arriba abajo a ti y…

Pero no pudo decir más. Unos poderosos brazos lo sujetaron por detrás, lo alejaron de la mujer y, tras golpearle la cabeza contra la pared, le sisearon al oído:

—Si le tocas un solo pelo a mi mujer, a esos niños o a su madre, quien te raja de arriba abajo soy yo, ¿me has oído?

El posadero, al volver sus ojos y ver al laird Niall McRae sujetándolo, palideció.

Nunca pensó que aquella pequeña mujer, empapada y con el vestido embarrado, pudiera ser su esposa.

—Disculpadme. Yo no sabía… Pero los niños…

Gillian se acercó a él con las manos en jarras y se le encaró.

—Los niños no se moverán de aquí. Está lloviendo, hace frío, y ellos no molestan a nadie. Si es necesario dormirán en mi habitación, ¿entendido? Con gesto de disgusto, el posadero miró a Niall, luego a Gillian y, finalmente, a la madre de los pequeños.

—De acuerdo —siseó.

Una vez dicho eso, se alejó, y Gillian, volviéndose hacia la camarera, soltó al ver que sangraba por la boca:

—¡Maldito bruto! Helena, lo siento, y…

Pero a la mujer lo que menos le importaba era su herida; sólo le importaba el bienestar de sus hijos, y aquella noche ya no pasarían frío.

—¡Gracias, milady! Se lo agradeceré eternamente.

—No ha sido nada, de verdad —susurró, mirándola.

En ese momento, Megan tomó de la mano a la mujer.

—Ven conmigo. En mi habitación tengo ropa seca para tus hijos y para ti —le dijo.

Las mujeres se encaminaron hacia la escalera, pero, cuando Gillian se dio la vuelta para seguirlas una mano, la sujetó. Al volverse se encontró con Niall escrutándola.

—¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño el posadero con la daga? —le preguntó con voz aterciopelada.

Tras soltar un resoplido que hizo sonreír a Niall contestó.

—No te preocupes, estoy bien. Lo importante es que Demelza y Colin estén aquí.

No podía consentir que siguieran debajo de la carreta pasando frío.

Cogiéndola de manera posesiva por la cintura, Niall la acompañó hasta la escalera que subía a las habitaciones y, dándole un beso en sus mojados labios, murmuró:

—Anda, ve a cambiarte de ropa, o la que enfermarás serás tú, y date prisa en bajar porque te pediré un caldo para que entres en calor.

Subida a los dos primeros escalones, su cara quedó frente a la de él y, con una pícara sonrisa, le dijo:

—¿Estás seguro de que el posadero no me querrá envenenar?

—Si en algo aprecia su vida, más le vale que no lo intente —respondió, ufano.

—Vaya…, me alegra ver que en algo aprecias mi vida, McRae —murmuró ella como una tonta.

Al darse cuenta de la preocupación que había demostrado por ella, el highlander dio un paso hacia atrás para no besarla y, mientras se alejaba, dijo para molestarla:

—No, Gillian, lo que aprecio es mi tranquilidad. Y hoy quiero tener una noche tranquila, aunque, como el posadero, en ocasiones sienta deseos de envenenarte.

Gillian maldijo en silencio, pero sonrió. Y sin darle el gusto de contestarle se marchó. Una vez que se cambió de ropa y visitó a Helena y a sus hijos, que estaban en la misma habitación de Johanna y Amanda, regresó al salón. El posadero la miró con gesto agrio, y ella, con mofa, pestañeó.

—Gillian, ni lo mires —la reprendió, divertida, Megan.

Con una sonrisa en la boca, volvió a sentarse a la mesa donde todos estaban.

Viendo un cazo humeante de caldo ante ella, le preguntó a su marido:

—¿Estás seguro de que puedo tomarlo sin ningún peligro? Niall, risueño, se la quedó mirando.

—Te lo pregunto porque por tus últimas palabras, creo que no sólo el posadero puede intentar envenenarme.

Él, sin responder, cogió el cazo y, acercándoselo a los labios, dio un sorbo y volvió a dejarlo donde estaba.

—¿Te quedas ahora más tranquila?

—Sí, pero esperaré unos instantes antes de tomarlo por si caes fulminado.

Niall soltó una carcajada. Su mujer era tremenda.

Pasado un rato, mientras los hombres estaban enfrascados en una conversación y las mujeres en otra, Gillian se percató de que las furcias ya no estaban, ni tampoco Aslam, Liam y algunos otros.

«¡Maldita sea!, se han ido y no me he dado cuenta. Seguro que caerán en la trampa de esas malas mujeres», pensó al mirar a su alrededor y no verlos.

—¿Hace mucho que se han ido los hombres de Niall? —preguntó volviéndose hacia sus amigas.

Megan y Shelma se encogieron de hombros; no se habían fijado. Pero Cris respondió:

—Sí, los he visto salir mientras te estabas cambiando de ropa.

—¿Se han ido con las furcias con que estaban? —quiso saber, malhumorada.

Cris asintió, y Gillian, tras maldecir, dio un manotazo en la mesa que atrajo la atención de todos, incluida la de su marido.

—¿Qué te ocurre ahora? —preguntó Niall.

—¡Oh, nada! Acabo de recordar que me he dejado el vestido empapado sobre la cama. —Y levantándose, añadió—: Iré a quitarlo, o esta noche el lecho estará mojado.

Niall asintió y volvió a su conversación con Duncan y Lolach, mientras Shelma y Cris continuaron con sus confidencias. Pero Megan, que la conocía muy bien, se levantó.

—Espérame, Gillian; subiré contigo.

Tras dar un beso a su esposo y las buenas noches al resto, desaparecieron por la escalera, pero antes de llegar a su habitación, Megan, tirándole del brazo, le preguntó:

—Gillian, ¿dónde se supone que vas?

Sorprendida por aquella pregunta pensó en contarle una mentira, pero al ver la guasa en los ojos de su amiga decidió decirle la verdad. Minutos después, ambas saltaban desde la ventana de Gillian hasta el suelo, espada en mano.

Cuando llegaron hasta el lugar donde los hombres habían acampado, saludaron a varios de los highlanders que hacían guardia. Éstos se sorprendieron al verlas caminando por allí en una noche tan fría y lluviosa, en vez de estar en la posada con sus maridos y calentitas.

Sin tiempo que perder, llegaron hasta donde hacían noche los hombres de Niall, y con paciencia, pero ocultas tras unos árboles, esperaron a que acabara lo que los resoplidos de ellos y los grititos de las mujeres indicaban que estaban haciendo.

Poco después, vieron como las furcias salían de debajo de las mantas, y tras reunirse las cuatro, se dispusieron a regresar al pueblo.

—Vaya…, vaya…, ¡qué sorpresa encontraros por aquí! —dijo Gillian, saliendo a su paso.

Las mujeres, al ver ante ellas a las esposas de los hermanos McRae, se miraron, sorprendidas, aunque la pelirroja preguntó con descaro:

—¿Hay algún motivo que lo impida?

Megan miró a Gillian.

—No…, creo que no. ¿Tú conoces alguno? —le dijo con sorna.

Gillian, después de dar un par de estocadas al aire con la espada, clavó sus ojos en la pelirroja de grandes pechos.

—Hum…, tienes razón, Megan. No, no creo que haya motivo alguno.

La fulana morena, retirándose el pelo de la cara, masculló:

—Entonces, apartaos de nuestro camino. Llevamos prisa.

—¡Oh!, llevan prisa —se guaseó Megan.

—¿Y por qué lleváis tanta prisa? —preguntó Gillian, acercándose a la pelirroja.

—No es de vuestra incumbencia.

Gillian y Megan se miraron, y entonces la primera dijo en alto:

—¡Desnudaos!

Las mujeres se miraron unas a las otras sin entender nada, hasta que la pelirroja, dando un paso al frente, sonrió.

—¡Vaya, milady! No sabía que os gustaran estos jueguecitos, pero si os agradan, por unas monedas, os complaceré.

—¡Argh! Ni lo sueñes —respondió Gillian.

Eso hizo reír a Megan, hasta que una de aquéllas habló:

—Disculpad, milady, siempre había creído que los fieros hermanos McRae eran unos hombres complacientes en la cama, y…

Megan entendió a la primera lo que la mujer quería decir, así que levantó la espada con rapidez y le dio un golpe en el trasero a la furcia.

—Nuestros esposos nos complacen en la cama como ningún otro hombre podría hacerlo. No penséis lo que no es.

—Pero, entonces, ¿qué es lo que queréis? —gritó la morena cada vez más nerviosa.

En ese momento, varios de los hombres que habían tenido relaciones con ellas se acercaron.

—¿Ocurre algo, señoras? —preguntó Aslam.

Gillian volvió su rostro hacia él y, sin poder aguantar un instante más, preguntó:

—¿Con cuál de ellas has retozado esta noche, Aslam?

Incrédulos por lo que oían, los hombres se movieron nerviosos. ¿Quién era ella para preguntar semejante cosa?

—Aslam, responde —exigió Megan.

El highlander, cada vez más ofendido por la indiscreción, las miró con gesto grave y respondió:

—No creo que sea de vuestra incumbencia con quién comparto lecho.

—Milady —señaló Liam—, vuestro esposo nunca nos exigió que contáramos nuestras intimidades y…

—Tenéis razón —convino Gillian—, pero si os pregunto esto es por un motivo.

Ciertamente, lo que hagáis o dejéis de hacer con vuestra intimidad es algo que no me incumbe, pero si estoy aquí es por algo. Creedme.

Las furcias, cansadas de aquello, hicieron ademán de irse, pero Gillian, volviéndose con rapidez, les cortó el paso.

—De aquí sólo os marcharéis si antes os desnudáis.

—¡Milady! —voceó Donald, sorprendido.

En ese momento, la pelirroja dio un paso hacia Gillian y, con las manos apoyadas en las caderas, gruñó:

—Mire, señora, nosotras seremos furcias, pero no tontas.

—No…, desde luego tontas no sois —siseó Megan.

Dispuesta a acabar con aquella situación, y visto que ninguno quería cooperar, Gillian miró a los hombres y, con voz de disgusto gritó:

—¿De verdad tengo que creer que, además de sucios y malolientes, sois tan bobos como para no percataros de lo que estas mujerzuelas os han hecho?

—Milady —rió Liam—, a mí lo que me ha hecho esa mujer me ha gustado mucho y…

—Serán necios… ¡Cierra el pico, Liam, no quiero saber nada más! —masculló Gillian mientras Megan reía.

Sorprendiéndolos a todos, Gillian cogió a la morena, que temblaba, y tras arrancarle de un tirón la capa, le quitó una bolsita. Al abrirla y sacar una daga y un anillo, preguntó:

—¿De quién es esto que tengo en las manos?

Liam, al reconocer la daga de su padre y el anillo de su madre, torció su gesto de bobalicón.

—Es mío, milady.

Gillian, mirándolos a todos, voceó con las pertenencias aún en la mano.

—Si estoy aquí es porque oí a estas ladronas comentar los propósitos que tenían.

Piensan que por vuestra apariencia sucia y desaseada sois unos salvajes atontados a los que se les puede robar con facilidad.

Atónitos, los hombres se miraron. De repente, Aslam se acercó a la pelirroja y la cogió por el brazo.

—Devuélveme lo que me has quitado si no quieres que te rebane el pescuezo.

Sin pensarlo, la mujer sacó de debajo de la capa una daga e intentó clavársela a Aslam en el estómago. Éste fue rápido, pero aun así lo alcanzó.

De prisa, Megan y Donald lo auxiliaron. Gillian, espada en mano, horrorizada por lo que aquella furcia había hecho, la desarmó para deleite de los hombres y le gritó cientos de obscenidades por lo que acababa de hacerle a uno de los suyos.

Una a una devolvieron todas las pertenencias que habían robado ante los ojos incrédulos del resto de los highlanders. En ese momento, Duncan y Niall, avisados por algunos de sus hombres, caminaban hacia ellas con los rostros descompuestos. ¿Qué hacían allí sus mujeres?

—¡Oh, oh! Tu marido y el mío vienen hacia nosotras —susurró Megan al verlos andar hacia ellas con gesto enfadado.

Gillian se volvió y se encontró con la furiosa mirada de Niall. Resopló.

—¡Maldita sea! Pero ¿es que tiene que enterarse de todo lo que hago?

Los hermanos McRae llegaron hasta ellas y, una vez se enteraron de lo ocurrido, como Aslam se encontraba bien a pesar de la herida, dejaron marchar a las furcias.

Entonces, el grupo de highlanders comenzó a disiparse, excepto los barbudos.

—Os podéis retirar —ordenó Niall, molesto con su mujer.

—Disculpadnos, señor —dijo Aslam—, antes querríamos agradecerles a nuestra señora y a la mujer de vuestro hermano lo que han hecho por nosotros. Y yo personalmente quiero agradecerle a lady Megan la delicadeza que ha tenido al curarme.

—Lo que tienes que hacer ahora es cuidarte para que no se te abra la herida e ir en carreta, ¿lo harás? —preguntó Megan, y el hombre asintió—. Sólo serán un par de días, hasta que la herida cicatrice. De todas formas, mañana por la noche te volveré a curar.

—Gracias, milady. —Aslam asintió volviéndose hacia Gillian, añadió—: Quiero que sepáis que estoy muy orgulloso de que seáis mi señora, y de saber que sois capaces de desenvainar la espada para defender a un salvaje y sucio highlander como yo.

—Aslam… No digas eso, por favor —sonrió Gillian, conmovida.

Oír que aquellos hombres acogían a Gillian como su señora hizo que a Niall se le acelerara el pulso. Saber que si algo le ocurría a él esos hombres darían su vida por ella le hinchó el corazón, aunque no cambió su gesto tosco. Tenía que estar enfadado con ella.

—Señoras —dijo Liam—, muchas gracias por evitar que esas mujeres se hayan llevado nuestros tesoros más queridos.

—¡Ah!, no os preocupéis. Lo importante es que no lo han conseguido —sonrió Megan ante el gesto ceñudo de su marido, que tiró de ella para llevársela.

—Muchas gracias, señora —respondieron el resto de los highlanders viendo cómo aquella morena se alejaba mientras discutía con su esposo.

Volviéndose hacia Gillian, que aún parada ante ellos sonreía, Aslam dijo:

—No sé cómo agradeceros el que evitarais que esa mujer se llevara el anillo de mi desaparecida hermana. Muchas gracias, milady.

Cada vez estaba más conmovida por sus palabras y su gratitud.

—No tenéis nada que agradecerme —replicó con una sonrisa—. Yo solamente he hecho por vosotros lo que siempre he pensado que vosotros haríais por mí. Cuando he oído a esas mujeres lo que pensaban hacer a mis hombres no me ha gustado y simplemente he intentado impedirlo. Pero también os digo una cosa. Ellas y otras mujeres, por vuestro aspecto sucio y desaliñado, creen que no tenéis más de dos dedos de frente. Deberíais preocuparos un poco más de vuestra apariencia. No digo que debáis oler a flores, pero un aspecto como el que presentan los hombres de Duncan o Lolach os beneficiaría a todos; os lo aseguro.

Los highlander asintieron, y cuando se volvieron para marcharse, Niall, sin saber si debía enfadarse o no con su mujer, la asió del brazo y, acercándose a su oído, le susurró:

—¿Eres consciente de que cada vez deseo con más fervor envenenarte?

Con una sonrisa que le hizo estremecer, contestó:

—¿Eres consciente de que si lo haces mis hombres irán a por ti?

Niall no respondió. Sin hablar llevó a su mujer a la posada y, tras acostarse junto a ella en el lecho, se dio la vuelta e intentó dormir. Pero Gillian tenía frío y los pies congelados y, sin querer evitarlo, se arrimó a él. Sentir su calor, aunque sólo fuera el de su espalda, la reconfortaba. Niall, al notar su cuerpo frío, se volvió y, pasándole el brazo por debajo del cuello, la acercó a él.

—Gracias —susurró, emocionada.

—Duérmete, Gillian. Es tarde —respondió él sin querer moverse, o lo siguiente que haría sería hacerle el amor.