Aquella tarde Axel organizó una fiesta de cumpleaños en el castillo para su hermana. Quería verla feliz. Necesitaba verla feliz. Al día siguiente, y sin que él pudiera remediarlo, tendría que unirse en matrimonio a ese idiota de Carmichael.
Conocía a su hermana y sabía que sería infeliz con aquel mequetrefe. Le preocupaba la suerte que correría ella tras el matrimonio, y eso no le permitía dormir.
Gillian no era una mujer dócil, y temía que en uno de sus arranques terminara con la vida de Carmichael, y ella acabara muerta o decapitada.
Con curiosidad, buscó por el salón a Niall. Lo vio hablando con Ewen, su hombre de confianza, y con Duncan. Parecía relajado, pero Axel lo conocía y sabía que cuando Niall volvía el cuello hacia los lados era porque estaba tenso. Aquel movimiento era el mismo que hacía siempre antes de entrar en batalla. Eso, en cierto modo, le hizo sonreír.
«Aún puede haber esperanza», pensó, tomando de nuevo una jarra.
En las habitaciones superiores del castillo, Megan hablaba con Gillian, mientras ésta terminaba de vestirse.
—No seas cabezona, Gillian; me niego a pensar como tú.
Furiosa aún por lo ocurrido aquella tarde, Gillian andaba de un lado para otro como una leona encerrada. Su tiempo se acababa y los resultados eran nefastos. Aquella tarde, tras recuperarse en las caballerizas, había buscado a Niall por todos los rincones del castillo para hablar con él, pero no lo había encontrado. Necesitaba pedirle perdón y decirle que tenía razón. Ella había sido la culpable de sus desgracias. Quería gritarle que lo amaba. Pero le había sido imposible. Él estaba ocupado con Diane.
—¡Le odio! —gritó Gillian, tirando el cepillo contra la puerta—. ¿Por qué se está comportando así?
—Tú te lo buscaste, Gillian —la regañó Megan—. Tú solita has conseguido que la situación llegue a esto.
—¡Yo no conocía el trato de mi padre con esos Carmichael!
—No me refiero a eso y lo sabes —gritó Megan, poniéndose las manos en las caderas.
Gillian asintió y se asomó a la ventana. Megan tenía razón, y apoyándose en el alféizar, murmuró:
—¿Sabes lo que Niall me decía cuando estábamos prometidos?
Megan notó el cambio del tono de voz de su amiga y se acercó hasta ella. Mientras la agarraba con cariño de la mano, le dijo:
—Conociendo a mi cuñado, seguro que sería alguna tontería.
Gillian sonrió.
—Decía: «Cuando nos casemos nuestro hogar estará en un maravilloso lugar desde donde se domine la llanura».
—¿Desde donde se domine la llanura? —repitió, asombrada, Megan.
Gillian asintió.
—Nuestro hogar estaría en lo alto de una pequeña colina rodeada por una extensa llanura. Recuerdo que le decía que me gustaría que esa llanura estuviera cubierta de flores multicolores, y él reía y contestaba que su flor más bonita era yo.
Sorprendida por aquella revelación, Megan suspiró. Le entristecía ver a dos personas que quería en aquella situación. Fue a responder, pero en ese momento sonaron unos golpes en la puerta y, al abrirse, se quedaron atónitas al ver que era Diane quien aparecía.
—¿Puedo pasar?
—Por supuesto, Diane, pasa —dijo Gillian con serenidad.
Aquélla era a la última persona que quería ver, pero decidió ser cortés. La muchacha no le había hecho nada.
Diane entró. Estaba preciosa. Llevaba un vestido en rojo vivo que se ajustaba perfectamente a su fino y sensual cuerpo, y el cabello oscuro sujeto con una diadema de flores. Era una mujer muy bella, y eso no lo podía negar nadie.
La recién llegada, tras mirar a Megan, que la observaba con descaro, le dijo a Gillian:
—¿Podríamos hablar un momento a solas?
Megan le echó una mirada de las suyas, y luego miró a su amiga.
—Gillian, te espero en el salón. No tardes, ¿de acuerdo?
—Sí, Megan; no te preocupes. Bajaré en seguida.
Una vez que se quedaron solas en la habitación, Gillian la invitó a hablar:
—Tú dirás.
La muchacha se acercó a ella y le dijo, sorprendiéndola:
—Necesito saber si entre Niall y tú existe algo más que amistad. Hace un tiempo me enteré de que en el pasado habíais estado prometidos, pero que vuestro compromiso se rompió.
—Sí, así es —asintió Gillian con el estómago encogido.
—¿Aún lo amas? Porque si es así quiero que sepas que no lo voy a permitir. Me interesa Niall y creo que yo soy una excelente mujer para él, ¿no te parece?
Sintiéndose perpleja y con el corazón desbocado, respondió:
—En primer lugar, creo que es una desfachatez que me hables en ese tono. En segundo lugar, tú no eres nadie para permitirme hacer o no absolutamente nada, y en tercer lugar, lo que yo sienta o no por Niall a ti no te incumbe.
Diane, con desprecio, se acercó aún más a Gillian y dejando patente lo bajita que era, siseó:
—Me incumbe. He dicho que quiero que él sea mío, y tu presencia me incomoda.
La sangre de Gillian comenzó a hervir. Pero ¿quién era ésa para hablarle así? Y sin que la altura de Diane la amedrentara, le preguntó:
—¿Estás celosa, Diane?
Con voz seca por la furia, ésta clavó sus ojos verdes en ella.
—No voy a permitir que estropees lo que Niall y yo llevamos fraguando desde hace tiempo. Si he venido con él es porque sabía que tú estarías aquí.
Aquello hizo sonreír a Gillian.
—Es mi hogar, Diane. ¿Dónde pretendes que esté?
—¡Ojalá hubieras estado ya en las tierras de los Carmichael! Estoy segura de que tu enlace con Ruarke hará que Niall se olvide de ti.
Aquello desconcertó a Gillian.
—¿Tanto miedo tienes a lo que él sienta por mí? —le preguntó, retándola con la mirada.
Diane la empujó, y Gillian cayó sobre la cama. Y antes de que pudiera evitarlo, la asió del pelo y le soltó cerca de la cara:
—Aléjate de Niall. No voy a permitir que una malcriada como tú, nieta de una maldita sassenach, me lo arrebate. Él es el mío. ¡Mío!
Gillian, furiosa, se sacó la daga de la bota y, poniéndosela a Diane en el cuello, gritó, deseosa de clavársela:
—Suéltame o lo pagarás, ¡maldita zorra!
Asustada al sentir aquel frío tacto en su cuello, Diane se movió con rapidez y la liberó. Gillian, con la daga aún en la mano, se incorporó, y clavándole sus cristalinos y fríos ojos azules bramó fuera de sí:
—Sal de mi habitación antes de que decida cortarte en pedacitos. Tú no eres nadie para ordenarme ni exigirme; absolutamente nadie. Y te advierto una última cosa: la próxima vez que tu boca mencione a mi abuela, te corto la lengua. ¡Recuérdalo!
Blanca como la nieve, Diane huyó sin mirar atrás. Gillian, aún confundida por lo que había pasado, se guardó la daga en la bota, consciente de que se había ganado una enemiga.