XII

El día antes de marcharse de la Riviera el doctor Diver dedicó todo su tiempo a estar con sus hijos. Ya no era un hombre joven que pudiera echar mano fácilmente de pensamientos y sueños agradables y quería recordarlos bien. A los niños les habían dicho que iban a pasar aquel invierno con su tía en Londres y que pronto iban a ir a América a ver a su padre. A la institutriz no se la iba a despedir sin el consentimiento de Dick.

Dick se sentía satisfecho de todo lo que le había dado a la niña. Con respecto al chico no se sentía tan seguro: nunca había sabido muy bien cómo tenía que responder ante él, siempre saltándole encima a su padre, aferrándose a él, buscando su protección. Pero cuando llegó el momento de decirles adiós, sintió deseos de arrancarles del cuello las hermosas cabecitas y apretarlas contra sí durante horas.

Le dio un abrazo al viejo jardinero que seis años antes había creado el primer jardín de Villa Diana. Le dio un beso a la muchacha provenzal que tenía cuidado de los niños. Llevaba con ellos casi diez años y cayó de rodillas sin dejar de llorar hasta que Dick la hizo levantarse y le dio trescientos francos. Nicole seguía en la cama, como habían convenido. Dejó una nota para ella y otra para Baby Warren, que acababa de regresar de Cerdeña y estaba también en la casa. Dick se sirvió un buen trago de una botella de coñac de diez litros y un metro de altura que alguien les había regalado.

Luego decidió dejar su equipaje en la estación de Cannes y darse una última vuelta por la playa de Gausse.

En la playa esa mañana sólo había una avanzadilla de niños cuando llegaron Nicole y su hermana. Un sol blanco cuyos contornos no dejaba ver el cielo blanco se cernía sobre un día sin brisa. Unos camareros llevaban más hielo al bar. Un fotógrafo norteamericano de la «AP» estaba trabajando con su equipo en una sombra precaria y se apresuraba a mirar cada vez que oía a alguien bajar los escalones de piedra. Pero todos aquéllos a los que esperaba sorprender con su cámara seguían durmiendo en la oscuridad de sus cuartos de hotel bajo los efectos de los somníferos que habían tomado al amanecer.

Al llegar a la playa Nicole vio que Dick, que no se había puesto el traje de baño, estaba sentado en una roca. Al verle volvió a meterse bajo su toldo. Enseguida se le unió Baby, que le dijo:

—Dick está allí.

—Ya le he visto.

—Creo que podría tener la delicadeza de marcharse.

—Este lugar es suyo. En cierto modo, lo descubrió él. El viejo Gausse siempre dice que todo se lo debe a Dick. Baby miró a su hermana sin inmutarse.

—Deberíamos haber hecho que se limitara a sus excursiones en bicicleta —observó—. Cuando a una persona se la saca de su ambiente siempre acaba por pasarse, por muy bien que sepa hacer su papel.

—Dick fue un marido excelente para mí durante seis años —dijo Nicole—. Durante todo ese tiempo no sufrí nada gracias a él y siempre hizo lo posible para que nada me hiriera. Baby levantó ligeramente la mandíbula al decir: —Para eso fue para lo que estudió.

Las dos hermanas guardaron silencio. Nicole pensaba fatigosamente en todas sus cosas y Baby trataba de decidir si debía casarse o no con el más reciente candidato a su mano y su dinero, un auténtico Habsburgo. Pero pensar realmente no pensaba. Todas sus historias amorosas eran tan iguales entre sí, y desde hacía tanto tiempo, que, conforme se hacía mayor, les daba más importancia por servirle de tema de conversación que por sí mismas. No le inspiraban más emoción que la de poder hablar de ellas.

—¿Se ha marchado ya? —preguntó Nicole al cabo de un rato—. Creo que su tren sale al mediodía.

Baby miró a ver si estaba.

—No. Ha subido a la terraza y está hablando con unas mujeres. Pero en todo caso, hay tanta gente ya que no tiene por qué vernos.

Pero sí que las había visto, cuando salían del toldo, y las siguió con la mirada hasta que volvieron a desaparecer. Estaba sentado con Mary Minghetti, bebiéndose un anís.

—La noche que viniste en nuestra ayuda volviste a ser el Dick que yo conocía —estaba diciendo Mary—, excepto al final, que estuviste de lo más desagradable con Caroline. ¿Por qué no eres así de encantador siempre? Nada te cuesta.

A Dick le parecía increíble encontrarse en una situación en la que Mary North le podía decir cosas como aquéllas.

—Tus amigos te aprecian todavía, Dick. Pero en cuanto bebes unas copas dices cosas espantosas. Este verano me he pasado casi todo el tiempo defendiéndote.

—Ésa es una de las frases más célebres del doctor Eliot.

—Pero es cierto. A nadie le importa que bebas o no bebas, pero…

Vaciló un instante y luego continuó.

—Pero Abe, incluso cuando más había bebido, no ofendía nunca a la gente como tú la ofendes.

—Sois todos tan aburridos —dijo Dick.

—¡Pero somos todo lo que hay! —exclamó Mary—. Si no te gusta la gente bien, prueba a relacionarte con otro tipo de gente y verás. La gente lo único que quiere es pasarlo bien, y si vas y les creas problemas, te quedas sin comer.

—¿Es que me han dado de comer? —preguntó Dick.

Mary lo estaba pasando bien, aunque no lo sabía, pues sólo se había sentado con él por miedo. Volvió a rechazar una bebida y dijo:

—Lo que hay detrás de eso es falta de voluntad. Después de lo de Abe, ya te podrás imaginar lo que pienso. Después de ver cómo un buen hombre se precipitaba hacia el alcoholismo…

Lady Caroline Sibly-Biers bajaba las escaleras a paso rápido con alegría teatral.

Dick se sentía bien. Teniendo en cuenta la hora que era, iba muy adelantado. Había llegado ya al estado en que normalmente se encuentra uno después de una buena cena y, sin embargo, sólo mostraba por Mary un interés de buena fe, lleno de consideración y reserva. Sus ojos, que de momento eran tan puros como los de un niño, le estaban pidiendo que se solidarizara con él, y sintió que se apoderaba de él la vieja necesidad de convencerla de que él era el último hombre sobre la tierra y ella la última mujer.

Y así no tendría que mirar aquellas dos siluetas de un hombre y una mujer, blancas y negras y metálicas contra el cielo…

—Antes me tenías cariño, ¿no? —preguntó Dick.

—¿Que si te tenía cariño? ¡Te adoraba! Todo el mundo te adoraba. Podías haber conseguido a quien hubieras querido sólo con proponértelo.

—Siempre hubo algo entre tú y yo.

Ella mordió el anzuelo con avidez.

—¿Sí, Dick?

—Siempre. Sabía de tus problemas y de la valentía con que los hacías frente.

Pero ya le había empezado la vieja risa interior y sabía que no podría aguantarse mucho tiempo.

—Siempre pensé que sabías muchísimas cosas —dijo Mary con gran entusiasmo—. Sabías más de mí que ninguna otra persona que haya conocido. Tal vez por eso me dabas tanto miedo cuando ya no nos llevábamos tan bien.

La mirada que le dirigió Dick, tierna y amable, sugería que detrás había una emoción; de pronto sus miradas se unieron, se hundieron la una en la otra y se mantuvieron así con cierta tensión. Pero como la risa que había en su interior se estaba haciendo tan sonora que parecía que Mary fuera a oírla, Dick apagó la luz y volvieron a encontrarse bajo el sol de la Riviera.

—Me tengo que ir —dijo.

Al ponerse en pie vaciló un poco. Ya no se sentía tan bien: la sangre parecía circularle lentamente. Levantó la mano derecha y, haciendo la señal de la cruz papal, bendijo la playa desde la elevada terraza. En varias de las sombrillas hubo gente que levantó la cara para mirarle.

—Voy a verle —dijo Nicole, incorporándose.

—No, no vayas —dijo Tommy, reteniéndola con firmeza—. Es mejor dejar las cosas como están.