Dick y Nicole tenían por costumbre ir juntos a la peluquería y lavarse y cortarse el pelo en habitaciones contiguas. Nicole podía oír perfectamente el ruido de las tijeras, la cuenta de los cambios, los voilá y los pardon de la habitación donde estaba Dick. El día siguiente al regreso de éste fueron a que les lavaran y les cortaran el pelo bajo la brisa perfumada de los ventiladores.
A la altura del Hotel Carleton, con sus ventanas tan obstinadamente cerradas al verano como si fueran las puertas de una bodega, pasó un coche delante de ellos y dentro iba Tommy Barban. Fue una visión fugaz, pero a Nicole le perturbó el hecho de que, en el instante en que la vio a ella, su expresión taciturna y pensativa se transformó en otra de animada sorpresa. Le hubiera gustado ir a donde él iba. La hora que iba a pasar en la peluquería le parecía uno más de los intervalos vacíos de que se componía su vida, otra pequeña prisión. La peluquera, con su uniforme blanco y su sudor que olía ligeramente a lápiz de labios y colonia, le recordaba a muchas enfermeras.
Dick, en la habitación contigua, dormitaba envuelto en toallas y con la cara enjabonada. En el espejo que tenía enfrente Nicole se reflejaba el pasillo que separaba el salón de hombres del de mujeres, y Nicole se sobresaltó al ver entrar a Tommy que se dirigió como una exhalación al salón de hombres. Comprendió, con un escalofrío de placer, que al fin se iban a poner las cartas boca arriba.
Le llegaron fragmentos del comienzo.
—Hola. Quería hablar contigo.
—… muy importante.
—… muy importante.
—… totalmente de acuerdo.
Un minuto después irrumpía Dick en el salón de señoras, todavía con la toalla con la que se había tratado de quitar apresuradamente el jabón de la cara. Se le veía disgustado.
—Tu amigo parece muy alterado. Quiere vernos a los dos, así que acabemos con esta historia cuanto antes. ¡Vamos!
—Pero… si tengo el pelo a medio cortar.
—No importa. ¡Vamos!
Irritada, le dijo a la peluquera, que miraba sin entender nada, que le quitara las toallas.
—Sintiéndose desaliñada y poco atractiva, salió del hotel siguiendo a Dick. Afuera Tommy hizo un gesto de besarle la mano.
—Vamos al Café des Alliés —dijo Dick.
—A cualquier sitio donde podamos estar solos —dijo Tommy.
Bajo los árboles que en el verano se curvaban formando una bóveda central, Dick preguntó:
—¿Quieres tomar algo, Nicole?
—Un citron pressé.
—Para mí un demi —dijo Tommy.
—Black and White con sifón —dijo Dick.
—Il n’y a plus de Blackénouate. Nous n’avons que le Johnny Walkaire.
—Ca va.
Aunque no es sonora, silenciosamente tendrás que probarla.
—Tu mujer no te ama —dijo Tommy de pronto—. Me ama a mí.
Los dos se miraron con una curiosa expresión de impotencia. Poca comunicación puede haber entre dos hombres que se encuentran en esa posición, pues su relación es indirecta y consiste en saber hasta qué punto le ha pertenecido o le pertenecerá a cada uno de ellos la mujer de que se trate, y, por tanto, sus emociones tienen que pasar por el ser dividido de ella como por una mala conexión telefónica.
—Espera un momento —dijo Dick—. Donnez-moi du gin et du siphon[42].
—Bien, monsieur.
—Puedes seguir, Tommy.
—Me parece que está muy claro que vuestro matrimonio ya ha llegado a su fin. Nicole ya no puede seguir. He estado cinco años esperando que llegara este momento.
—¿Y Nicole qué dice?
Los dos la miraron.
—Le he tomado mucho cariño a Tommy, Dick. Dick asintió con un gesto.
—Tú no me quieres ya —continuó ella—. Es puro hábito. Las cosas nunca volvieron a ser como eran después de lo de Rosemary.
Tommy, al que no le interesaba que se tratara la cuestión desde ese punto de vista, intervino rápidamente:
—Tú no entiendes a Nicole. La tratas siempre como a una paciente porque una vez estuvo enferma.
Fueron interrumpidos de repente por un americano insistente, de aspecto siniestro, que vendía ejemplares de The Herald y The Times recién llegados de Nueva York.
—Aquí tengo de todo, amigos —anunció—. ¿Llevan mucho tiempo aquí?
—Cessez cela! Allez ouste[43]! —gritó Tommy y luego, volviéndose a Dick—: No hay mujer que pueda aguantar ese…
—Amigos —volvió a interrumpir el americano—. Ustedes piensan que estoy perdiendo el tiempo, pero hay muchos que no piensan así.
Se sacó de la cartera un recorte de periódico grisáceo y Dick lo reconoció al verlo. Era una caricatura en la que se veía a millones de americanos bajándose de trasatlánticos con bolsas de oro en las manos.
—¿Se creen acaso que no me voy a hacer con parte de esto? Pues se equivocan. Acabo de llegar de Niza para la Vuelta a Francia.
En el momento en que Tommy le hacía alejarse con un violento «allez-vous-en[44]». Dick reconoció a aquel hombre: era el mismo que le había abordado en Rue des Saintes Anges cinco años antes.
—¿Cuándo llega aquí la Vuelta a Francia? —le gritó mientras se alejaba.
—De un momento a otro, amigo.
Le hizo un gesto alegre de adiós con la mano y al fin desapareció. Tommy volvió a hablarle a Dick:
—Elle doit avoir plus avec moi qu'avec vous[45].
—¡Háblame en inglés! ¿Qué quieres decir con lo de «doit avoir»?
—Doit avoir. Pues que sería más feliz conmigo. —Seríais nuevos el uno para el otro. Pero Nicole y yo hemos sido muy felices juntos, Tommy.
—L’amour de famille —dijo Tommy en son de burla.
—¿Y si tú y Nicole os casáis, no será también «l’amour de famille»?
Un tumulto, que crecía por momentos, le hizo interrumpirse. Al instante lo tenían allí cerca, serpenteando por la avenida, y un grupo de personas, y enseguida un gentío, súbitamente despertado de ocultas siestas se agolpaba en el bordillo de la acera.
Pasaron velozmente muchachos en bicicleta, avanzaron por la avenida automóviles repletos de deportistas adornados con todo tipo de borlas, sonaron las potentes bocinas que anunciaban la proximidad de los corredores y aparecieron de la nada cocineros en camiseta en las puertas de los restaurantes en el momento en que empezaba a divisarse la caravana. Primero apareció en solitario, como surgido del sol de poniente, un ciclista con jersey rojo, que pedaleaba con dificultad pero con determinación y confianza y pasó saludado por gritos de júbilo y aplausos. Luego aparecieron otros tres en una arlequinada de colores desvaídos, con las piernas como amarillentas por la mezcla de polvo y sudor, los rostros sin expresión y los ojos apagados e infinitamente cansados.
Tommy se volvió a Dick y dijo:
—Creo que Nicole quiere divorciarse. Me imagino que no pondrás ningún impedimento.
A los primeros corredores les seguía como un enjambre un pelotón de unos cincuenta, extendidos en una línea de doscientos metros; unos pocos sonreían, muy pendientes del efecto que causaban, y a otros se les veía claramente exhaustos, pero la mayor parte de ellos parecían indiferentes y muy cansados. Después pasó un séquito de chiquillos, unos cuantos rezagados que miraban insolentes y una camioneta que transportaba a los que habían sucumbido a accidentes o a la derrota. Los tres habían regresado a la mesa. Nicole quería que Dick tomara la iniciativa, pero él parecía contentarse con estar allí sentado con su cara a medio afeitar que hacía juego con el pelo de ella a medio lavar.
—¿Acaso no es cierto que ya no eres feliz conmigo? —continuó Nicole—. Sin mí podrías volver a tu trabajo. Podrías trabajar mejor sin tener que preocuparte de mí.
Tommy hizo un gesto de impaciencia.
—Todo eso no sirve de nada. Lo único que cuenta es que Nicole y yo nos queremos.
—Pues muy bien —dijo el médico—. Puesto que ya está todo arreglado, ¿por qué no volvemos a la peluquería? Pero Tommy tenía ganas de discutir.
—Hay varios puntos…
—Ya hablaré todo lo que tenga que hablar con Nicole —dijo Dick sin alterarse—. No te preocupes. Estoy de acuerdo en principio y Nicole y yo nos entendemos bien. Habrá menos posibilidades de que haya una escena desagradable si evitamos una discusión entre tres.
Aun cuando no podía por menos que reconocer que lo que Dick decía era muy razonable, Tommy se veía impulsado por una tendencia irresistible de su raza a tratar de conseguir alguna ventaja.
—Pero que quede bien claro —dijo— que a partir de este momento considero a Nicole bajo mi protección hasta que puedan ultimarse todos los detalles. Y te haré a ti solo responsable de cualquier abuso derivado del hecho de que seguís cohabitando bajo el mismo techo.
—Nunca me interesó hacer el amor con un pedazo de hielo —dijo Dick.
Hizo una leve inclinación con la cabeza y se alejó camino del hotel, con los ojos de Nicole clavados en él.
—Ha estado bastante razonable —reconoció Tommy—. Cariño, ¿vamos a pasar la noche juntos?
—Supongo que sí.
De modo que había pasado todo. Y sin que apenas hubiera habido ningún drama. Nicole tenía la sensación de que Dick había adivinado sus intenciones, pues se daba cuenta de que a partir del episodio del ungüento de alcanfor había previsto todo lo que iba a ocurrir. Pero a la vez se sentía feliz e ilusionada, y el pequeño y curioso deseo que sentía de contárselo todo a Dick se desvaneció rápidamente. Pero sus ojos le siguieron hasta que se convirtió en un puntito y se confundió con los demás puntitos de la muchedumbre veraniega.