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Esa noche a las dos a Nicole le despertó el teléfono y oyó que Dick lo contestaba desde lo que llamaban la cama de la intranquilidad, en el cuarto contiguo.

Oui, oui… mais á qui est-ce que le parle? Oui[41]. La sorpresa le hizo despertarse del todo.

—Pero ¿podría hablar con una de las señoras, señor oficial? Son señoras de posición muy elevada, muy bien relacionadas, y esto podría acarrear complicaciones de carácter político de la máxima… Es cierto, se lo puedo jurar… Bueno, ya verá.

Se levantó y trató de hacerse cargo de la situación. Se conocía lo bastante como para saber que iba a intentar resolver aquel problema: el viejo deseo fatal de complacer, el viejo encanto irresistible volvían a arrollarlo todo con su grito de «¡Utilízame!». No iba a tener más remedio que ir y tratar de arreglar aquel asunto que no le importaba lo más mínimo simplemente porque se había habituado desde edad muy temprana a que le quisieran, tal vez desde el momento en que había comprendido que era la última esperanza de una casta en decadencia. En una ocasión muy parecida, allá en la clínica de Dohmler junto al lago de Zurich, al darse cuenta del poder que tenía, había tomado su decisión, había elegido a Ofelia, había elegido el dulce veneno y se lo había bebido. Aun deseando por encima de todo ser valiente y amable, aún más había deseado que le quisieran. Así había sido. Y al oír el tintineo lento y arcaico del teléfono cuando lo colgaba, comprendió que así seguiría siendo siempre.

Hubo un largo silencio y luego oyó la voz de Nicole que lo llamaba.

—¿Qué pasa? ¿Quién era?

Dick se había empezado a vestir nada más colgar el teléfono.

—La comisaría de policía de Antibes. Han detenido a Mary North y a la Sibley-Biers. Parece serio. El comisario no me quiso decir de qué se trataba. No hacía más que decir «pas de morts, pas d’automobiles», pero daba a entender que podía ser todo lo demás.

—¿Y por qué diablos te tenían que llamar a ti? Me parece muy raro.

—Para cubrir las apariencias las tienen que dejar en libertad bajo fianza. Y sólo alguien que tenga una propiedad en los Alpes Marítimos puede pagar la fianza.

—¡Qué desfachatez la suya!

—No me importa. De todos modos, pasaré a recoger a Gausse por el hotel.

Nicole siguió despierta un rato después de que Dick se hubiera marchado preguntándose qué delito podían haber cometido, y al fin se durmió. Al regresar Dick, un poco después de las tres, se incorporó en la cama totalmente despierta y exclamó: «¿Qué?», como si le hubiera estado hablando a algún personaje de su sueño.

—Es una historia increíble —dijo Dick.

Se sentó a los pies de la cama de Nicole y le contó cómo había sacado al viejo Gausse de su sueño comatoso de alsaciano, le había dicho que dejara limpia la caja y había ido en coche con él a la comisaría.

—No quiero hacer nada por esa inglesa —refunfuñaba Gausse.

Mary North y Lady Caroline, vestidas con trajes de marinero francés, estaban repantigadas en un banco delante de las dos celdas mugrientas. La segunda de ellas tenía el aire ofendido de un ciudadano británico que esperase que de un momento a otro fuera a acudir en ayuda suya toda la flota del Mediterráneo. Mary Minghetti estaba en un estado de pánico, al borde de la postración. Al ver a Dick se había lanzado literalmente a su estómago, como si fuera el punto con el que mejor se relacionara, y le había suplicado que hiciera algo. Entre tanto, el comisario le explicaba a Gausse lo que había ocurrido y éste escuchaba cada palabra que decía con renuencia, dividido entre la necesidad de mostrar que apreciaba debidamente las dotes narrativas del oficial de policía y la de mostrar que, como perfecto servidor que era, aquella historia no le escandalizaba lo más mínimo.

—Fue sólo para divertirnos —dijo Lady Caroline con desprecio—. Estábamos haciendo como que éramos marineros de permiso y nos llevamos a una pensión a dos muchachas completamente estúpidas. Allí se nos pusieron nerviosas y nos hicieron una escena de lo más desagradable.

Dick asentía gravemente, con la mirada fija en el suelo de piedra, como un sacerdote en el confesionario. Por un lado, se sentía inclinado a soltar una carcajada burlona y, por otro, habría ordenado que les dieran cincuenta latigazos y las tuvieran dos semanas encerradas a pan y agua. Le desconcertaba no ver en el rostro de Lady Caroline el menor rastro de culpabilidad; para ella todo el mal parecían haberlo causado unas timoratas muchachas provenzales y la estupidez de la policía. No obstante, había llegado a la conclusión hacía mucho tiempo de que determinados tipos de ingleses tenían en su esencia un desprecio tan marcado hacia el orden social que, en comparación, los excesos de Nueva York parecían algo así como la indigestión que tenía un niño por tomar demasiados helados.

—Tengo que salir de aquí antes de que se entere Hosain —suplicaba Mary—. Dick, tú que siempre lo sabes arreglar todo. Siempre lo sabías arreglar. Diles que de aquí nos vamos a casa. Que pagaremos lo que sea.

—No pienso pagar nada —dijo Lady Caroline con desdén—. Ni un chelín. Pero sí me gustaría saber lo que tiene que decir sobre esto el Consulado en Cannes.

—¡No, no! —insistió Mary—. Tenemos que salir de aquí esta misma noche.

—Voy a ver lo que puedo hacer —dijo Dick. Y añadió:

—Pero, por supuesto, algún dinero tendrá que pasar de unas manos a otras.

Las miró como si realmente creyera en su inocencia, aunque sabía perfectamente que no tenían nada de inocentes, y movió la cabeza:

—¡Qué historia tan disparatada!

Lady Caroline sonrió satisfecha.

—Usted es un médico de locos, ¿no? Debería poder ayudarnos. Y Gausse tiene que ayudarnos.

Dick hizo un aparte con Gausse para que éste le contara todo lo que había averiguado. El asunto era más serio de lo que parecía: una de las chicas que se habían llevado a la pensión pertenecía a una familia respetable. La familia estaba furiosa, o fingía estarlo; tendrían que llegar a algún tipo de arreglo con ella. La otra, una chica del puerto, les planteaba menos problemas. Según las leyes francesas, un delito de aquel tipo podía suponer la cárcel para el que fuera declarado culpable o, en el mejor de los casos, la expulsión del país. Para acabar de complicar las cosas, cada vez había una diferencia más marcada entre la actitud hacia la colonia extranjera de los elementos de la población local a los que la presencia de aquélla beneficiaba y la del resto de la población, descontento por la subida de precios que esa presencia había provocado, cuya tolerancia tendía a ser mucho menor. Una vez resumida la situación, Gausse dejó el asunto en manos de Dick. Éste solicitó entrevistarse con el comisario.

—Usted sabe que el Gobierno francés quiere fomentar el turismo norteamericano. Hasta tal punto que este verano salió una orden en París de que no se puede detener a los norteamericanos salvo por los delitos más graves.

—Éste es bastante grave.

—Pero mire. ¿Tiene usted sus documentos de identidad?

—No tenían ninguno. No llevaban nada: doscientos francos y unos anillos. ¡Ni siquiera unos cordones en los zapatos con los que podrían haberse ahorcado!

Aliviado al ver que no llevaban documentos de identidad, Dick prosiguió.

—La condesa italiana sigue siendo ciudadana de los Estados Unidos. Es nieta de…

Pausadamente y en tono muy solemne improvisó una sarta de mentiras.

—… de John D. Rockefeller Mellon. ¿Ha oído hablar de él?

—Pero claro, pero claro. ¿Por quién me toma?

—Y además es sobrina de Lord Henry Ford y por tanto tiene vínculos muy estrechos con la Renault y la Citröen.

Pensó que tal vez fuera mejor parar ahí, pero como la sinceridad de su tono parecía estar empezando a afectar al comisario, continuó:

—Detenerla sería como detener a alguien de la familia real inglesa. Podría significar… ¡la guerra!

—¿Y la otra entonces, la inglesa?

—A eso iba. Es la prometida del hermano del príncipe de Gales, el duque de Buckingham.

—Será una excelente esposa para él.

—Estamos dispuestos a ofrecer…

Hizo un cálculo rápido.

—… mil francos a cada una de las chicas… y otros mil al padre de la más «seria». Y además, otros dos mil francos para que los distribuya usted como crea conveniente (se encogió de hombros al decir esto) entre los policías que las arrestaron, el dueño de la pensión, etcétera. Le entregaré a usted los cinco mil francos para que empiece las negociaciones inmediatamente. Luego se las podría dejar en libertad bajo fianza con alguna acusación, como por ejemplo la de haber perturbado el orden público, y si se les impone alguna multa, será pagada mañana mismo ante el tribunal, por medio de un mensajero.

Antes de que el comisario dijera nada, Dick comprendió por su expresión que no iba a haber ningún problema. Al fin el comisario dijo, en tono vacilante:

—No les he hecho ficha porque no llevan documentos de identidad. Voy a ver si… Venga, déme el dinero.

Una hora más tarde, Dick y el señor Gausse dejaban a las dos mujeres ante el Hotel Majestic, en donde el chófer de Lady Caroline esperaba dormido en el cabriolé de ésta.

—No se olviden —dijo Dick— de que le deben al señor Gausse cien dólares cada una.

—No me olvidaré —dijo Mary—. Mañana mismo le doy un cheque… con algo más.

—¡Pues yo no pienso!

Todos se volvieron sorprendidos a Lady Caroline, que, totalmente repuesta ya, era la imagen misma de la virtud ofendida.

—Me parece todo humillante. Yo no les autoricé de ningún modo a dar cien dólares a esa gente.

El pobre Gausse, de pie junto al coche, echó fuego por los ojos de repente.

—¿No me piensa pagar?

—Claro que le va a pagar —dijo Dick.

De pronto le estallaron a Gausse con una llamarada todas las humillaciones que había tenido que soportar años atrás, cuando era ayudante de camarero en Londres, y avanzó, a la luz de la luna, hasta donde estaba Lady Caroline.

La fustigó con una sarta de epítetos condenatorios y, al ver que le volvía la espalda con una sonrisa gélida, se adelantó, y con un gesto rápido le plantó el piececito en el más famoso de los blancos. Lady Caroline, a la que había pillado desprevenida, extendió los brazos como si hubiera sido herida de un disparo y cayó tendida a lo largo de la acera con su traje de marinero.

La voz de Dick se impuso sobre sus gritos de furia:

—¡Mary, hazla callar u os vais a ver las dos entre grilletes en menos de diez minutos!

De regreso al hotel, el bueno de Gausse no dijo una palabra hasta que pasaron el casino de Jean-les-Pins, que seguía sollozando y tosiendo con la música de jazz. Entonces, suspirando, dijo:

—Nunca había visto mujeres de esta clase. He conocido a muchas de las grandes cortesanas del mundo, y muchas veces me han inspirado gran respeto, pero mujeres como éstas nunca había visto.