IX

A las cuatro de la tarde de ese mismo día se paró ante la verja un taxi procedente de la estación y de él salió Dick. Nicole, desorientada ante aquel imprevisto, bajó corriendo a su encuentro desde la terraza, jadeante del esfuerzo que hubo de hacer para dominarse.

—¿Dónde está el coche? —preguntó.

—Lo dejé en Arles. Ya no tenía más ganas de conducir.

—Por tu nota pensé que ibas a estar varios días fuera.

—Me cogió el mistral y también la lluvia.

—¿Te has divertido?

—Todo lo que se puede divertir alguien que está tratando de huir. Llevé a Rosemary hasta Aviñón y allí la dejé en un tren.

Caminaron juntos hasta la terraza, donde dejó Dick su maleta.

—No te lo dije en la nota porque pensé que te ibas a imaginar cosas que no eran.

—Estuviste muy considerado.

Nicole se sentía ya más segura de sí misma.

—Quería saber si tenía algo que ofrecerme, y la única manera era viéndola a solas.

—¿Y tenía… algo que ofrecerte?

—Rosemary no ha crecido —respondió él—. Tal vez sea mejor así. Y tú, ¿qué has hecho?

Sintió que le temblaba la cara como a un conejo.

—Anoche me fui a bailar… con Tommy Barban. Fuimos a…

Dick no pudo evitar una mueca de desagrado y la interrumpió.

—No me lo cuentes. No me importa lo que hagas, pero no quiero saber nada con certeza.

—No hay nada que saber.

—Muy bien, muy bien.

Y luego, como si hubiera estado fuera una semana:

—¿Cómo están los niños?

Sonó el teléfono dentro de la casa.

—Si es para mí, no estoy —dijo Dick, alejándose rápidamente—. Tengo cosas que hacer en el estudio.

Nicole esperó hasta verlo desaparecer detrás del pozo. Luego, entró en la casa y contestó al teléfono.

Nicole, comment vas-tu.

—Dick ha vuelto.

Tommy soltó un gruñido.

—Ven a encontrarte conmigo en Cannes —sugirió—. Tengo que hablar contigo.

—No puedo.

—Dime que me quieres.

Sin decir una palabra, hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Tommy repitió:

—Dime que me quieres.

—Oh, sí, te quiero —le aseguró—. Pero ahora mismo no podemos hacer nada.

—Claro que podemos —dijo él impaciente—. Dick sabe que todo ha terminado entre tú y él. Es evidente que ha renunciado ya. ¿Qué espera que hagas tú?

—No sé. Tendré que…

Había estado a punto de decir: «Tendré que esperar hasta que pueda preguntárselo a Dick», pero se contuvo a tiempo y dijo:

—Te escribiré y te llamaré por teléfono mañana.

Anduvo por la casa bastante satisfecha, con la seguridad que le daba lo que había conseguido. Haber infringido las reglas era un motivo de satisfacción: ya había dejado de ser una cazadora de animales acorralados. Lo del día anterior se le volvía a presentar en todos sus innumerables detalles, detalles que empezaban a sobreponerse sobre sus recuerdos de momentos similares con Dick, cuando su amor por él era nuevo y estaba intacto. Empezaba a menospreciar ese amor y estaba llegando a pensar que había estado empañado por una especie de rutina sentimental desde el principio. Con la memoria oportunista que tienen las mujeres, apenas se acordaba de lo que había sentido cuando Dick y ella se habían entregado el uno al otro en lugares secretos en todos los rincones del mundo, durante el mes anterior a su matrimonio. Por eso había podido mentirle a Tommy la noche anterior cuando le juró que jamás se había sentido tan enteramente, tan completamente, tan absolutamente…

Pero el remordimiento por aquel momento de traición, que equivalía a despreciar olímpicamente diez años de su vida, fe hizo dirigir sus pasos hacia el santuario de Dick.

Se acercó sigilosamente y vio que estaba detrás de la casita, sentado en una hamaca junto al pretil del acantilado. Lo estuvo observando un momento en silencio. Estaba meditando, sumido en un mundo enteramente propio, y por los pequeños movimientos de su rostro, las cejas que alzaba o fruncía, los ojos que entornaba y volvía a abrir, los labios que apretaba y luego entreabría, los gestos que hacía con las manos, comprendió que estaba pasando revista en su pensamiento, etapa por etapa, a toda su vida, pero a su propia vida, no la de ella. Hubo un momento en que apretó los puños y se inclinó hacia adelante, y otro en que se vieron reflejados en su rostro el tormento y la desesperación que sentía y, cuando pasó ese momento, quedaron impresas sus huellas en sus ojos. Casi por primera vez en su vida, Nicole sintió pena por él. Es difícil que los que han tenido algún trastorno mental puedan sentir pena por los que están bien, y, aunque Nicole muchas veces había reconocido de palabra que gracias a él había podido volver al mundo que había perdido, en realidad siempre había pensado que estaba dotado de una energía inagotable, que no conocía lo que era la fatiga. Había olvidado todos los problemas que le había causado a él en cuanto pudo olvidar todos los problemas que ella misma había tenido. ¿Era consciente él de que ya no tenía ningún poder sobre ella? ¿O acaso era él el que lo había querido así? Sentía tanta pena por él como la había sentido a veces por Abe North y su abyecto destino, tanta como la que le inspiraba la impotencia de los niños de pecho y los ancianos. Se acercó a él y le pasó el brazo por los hombros, y uniendo su cabeza a la suya, dijo:

—No estés triste.

La miró fríamente.

—¡No me toques! —dijo.

Confundida, retrocedió unos pasos.

—Perdona —continuó él con aire abstraído—. Estaba pensando en lo que pienso de ti…

—¿Por qué no incluyes la nueva clasificación en tu libro?

—Lo he pensado. «Asimismo, aparte de las psicosis y las neurosis…».

—No he venido aquí a pelearme contigo.

—Entonces, ¿a qué has venido, Nicole? Ya no puedo hacer nada por ti. Estoy tratando de salvarme yo mismo. —¿De mi pernicioso contacto?

—El ejercicio de mi profesión me pone a veces en contacto con gentes dudosas.

Ella se echó a llorar de rabia ante semejante insulto.

—¡Eres un cobarde! Has hecho de tu vida un fracaso y quieres echarme la culpa a mí.

Aunque Dick no replicó, Nicole empezó a sentir, como antaño, el poder hipnótico que tenía sobre ella su inteligencia, poder ejercido a veces involuntariamente por parte de Dick, pero siempre con un substrato de verdad bajo cualquier otra verdad que ella no podía romper o ni siquiera resquebrajar. Nuevamente trató de luchar contra aquello, contra él, haciéndole frente con sus pequeños y hermosos ojos, con la arrogancia del que se sabe en posición de superioridad, con su incipiente transferencia a otro hombre, con su rencor acumulado a través de los años. Luchaba contra él con su dinero y su certeza de que su hermana le detestaba y estaba de parte de ella; con el conocimiento de que se estaba creando nuevos enemigos con su resentimiento; oponiendo su ágil astucia a la lentitud de él provocada por el mucho comer y beber vino, su salud y su belleza al deterioro físico de él, su falta de escrúpulos a la tendencia de él a moralizar. Para aquella batalla interna se valió incluso de sus puntos flacos, y luchó con arrojo y valor utilizando la loza vieja y las latas y las botellas, recipientes vacíos de sus pecados expiados, sus afrentas y sus errores. Y, súbitamente, en el espacio de dos minutos salió victoriosa y se justificó ante sí misma sin necesidad de mentiras ni subterfugios, cortó el cordón umbilical para siempre. Y al andar sentía debilidad en las piernas y sollozaba sin sentimiento alguno, pero se dirigía hacia el hogar que por fin era suyo.

Dick esperó hasta que desapareció de su vista. Entonces apoyó la cabeza sobre el parapeto. El caso estaba concluido. El doctor Diver era libre.