Los Diver decidieron regresar a la Riviera, que consideraban su casa. Como habían vuelto a alquilar Villa Diana para el verano, optaron por dividir el tiempo que quedaba entre balnearios alemanes y ciudades francesas en las que había catedrales, donde siempre se sentían a gusto por unos días. Dick escribía algo, pero sin ninguna meta precisa. Era uno de esos periodos de la vida en los que sólo cabía esperar, no que Nicole se restableciera, puesto que su salud siempre parecía mejorar con los viajes, ni tampoco que surgiera un trabajo, sino simplemente esperar. El único factor que daba algún sentido a ese periodo eran los niños. El interés de Dick por ellos aumentaba conforme se hacían mayores, y ya tenían once y nueve años. Se las había arreglado para llegar hasta sus hijos saltándose a la gente que contrataba para que se ocupara de ellos, pues seguía el principio de que tanto el forzar a los niños a que hicieran cosas como el temor a forzarles no podían sustituir adecuadamente a la observación paciente y atenta y la comprobación, balance y evaluación de las cuentas rendidas, de forma que nunca descendieran por debajo de un cierto nivel en lo que concernía a sus obligaciones. Llegó a conocerlos mucho mejor que Nicole y, con la ayuda de los vinos de varios países, que le ponían de muy buen humor, hablaba y jugaba con ellos largo rato. Poseían ese encanto melancólico, casi triste, de los niños que aprenden muy pronto a no llorar o reír con total espontaneidad; no parecía que nada en general les produjera gran emoción y parecían aceptar la simple disciplina a la que estaban sujetos y los simples placeres que les estaban permitidos. Habían sido educados para no exteriorizar demasiado sus sentimientos, según el criterio que, de acuerdo con la experiencia de las familias tradicionales del mundo occidental, parecía aconsejable. Dick, por ejemplo, era de la opinión de que lo que más desarrollaba el sentido de la observación era el silencio impuesto.