III

Pasó una semana. Una mañana, al ir a ver si había correo para él, Dick se dio cuenta de que se había producido un cierto alboroto afuera: uno de los pacientes, Von Cohn Morris, se marchaba. Sus padres, que eran australianos, estaban colocando su equipaje con vehemencia en una gran limusina y, a su lado, el doctor Ladislau trataba sin ningún resultado de oponer sus gestos de protesta a los violentos ademanes de Morris padre. Morris hijo estaba observando aquella operación de embarque con indiferencia no exenta de ironía cuando se acercó el doctor Diver.

—¿No es esto un poco precipitado, señor Morris?

El señor Morris dio un respingo al ver a Dick. Su cara rubicunda y los grandes cuadros de su traje parecían apagarse y encenderse como luces eléctricas. Se acercó a Dick como si le fuera a pegar.

—Ya era hora de que nos marcháramos. Nosotros y los que vinieron con nosotros —empezó a decir, e hizo una pausa para tomar aliento—. Ya era hora, doctor Diver. Ya era hora.

—¿Por qué no viene a mi despacho? —sugirió Dick.

—¡No! Hablaré con usted, pero no quiero saber nada de usted y su clínica.

Amenazó a Dick con un dedo.

—Se lo estaba diciendo a este médico. Ha sido una pérdida de tiempo y de dinero.

El doctor Ladislau esbozó un gesto que pretendía ser una negación, lo que puso de manifiesto su tendencia, tan eslava, a evadirse con gestos vagos. Dick nunca había sentido ninguna simpatía por Ladislau. Se las arregló para arrastrar al australiano, en su acaloramiento, hacia su despacho y trató de convencerle de que entrara, pero él se negó.

—Es usted precisamente el culpable, doctor Diver. ¡Usted! Acudí al doctor Ladislau porque no había manera de encontrarlo a usted, doctor Diver, y porque el doctor Gregorovius no va a regresar hasta esta tarde, y yo no podía esperar. ¡No señor! Después de que mi hijo me lo contara todo no podía esperar ni un minuto más.

Se acercó con aire amenazador a Dick, que mantenía las manos lo suficientemente separadas del cuerpo como para contener un ataque suyo en caso necesario.

—Mi hijo está aquí para curarse de su alcoholismo y nos ha dicho que ha notado en su aliento que usted también bebe. ¡Sí señor!

Oliscó exageradamente para ver si notaba algo, pero no pareció tener mucho éxito.

—Y Von Cohn dice que notó que usted había bebido, no una vez sino dos. Mi señora y yo no hemos probado una gota de alcohol en nuestra vida. Ponernos a Von Cohn en sus manos para que lo cure ¡y en un mes nota dos veces por su aliento que usted ha bebido! ¿Qué manera de curar es ésa?

Dick no sabía muy bien qué hacer: el señor Morris era muy capaz de hacer una escena en la explanada de la clínica.

—Tenga usted en cuenta, señor Morris, que algunas personas no van a renunciar a lo que para ellas es un alimento sólo porque su hijo…

—¡Pero usted es un médico, maldita sea! —gritó furioso Morris—. Si un obrero se bebe una cerveza, allá él. Pero usted se supone que está aquí para curar.

—Bueno, ya está bien. Su hijo vino aquí porque era un cleptómano.

—¿Y por qué lo era? —dijo casi chillando—. Por la bebida. Por la negra bebida. ¿Sabe de qué color es el negro? ¡Negro! ¿Sabe por qué colgaron a un tío mío? ¡Por la bebida! ¡Y mando a mi hijo a un sanatorio y hay un médico que apesta a alcohol!

—Haga el favor de marcharse.

—¿Que haga el favor? ¡Somos nosotros los que queremos irnos!

—Si se mostrara usted un poco más sereno, le podríamos decir cuáles han sido los resultados del tratamiento hasta la fecha. Naturalmente, dada su actitud, no queremos que su hijo siga siendo paciente nuestro.

—¿Sereno? ¿Se atreve usted a hablarme a mí de estar sereno?

Dick llamó al doctor Ladislau y, al acercarse, le dijo:

—¿Haría el favor de despedir al paciente y a su familia en representación de la clínica?

Le hizo un ligero saludo a Morris y se metió en su despacho, quedándose rígido un rato nada más cerrar la puerta. Estuvo observando hasta que se alejó el coche la partida de aquellos padres groseros con su retoño insulso y degenerado. Era fácil pronosticar el paso de aquella familia por Europa, intimidando a gente superior a ellos con su exceso de ignorancia y de dinero. Pero lo que ocupó el pensamiento de Dick tras la desaparición de aquella caravana fue la cuestión de si podía haber provocado él el incidente en alguna medida. En las comidas bebía clarete, antes de acostarse se tomaba algo caliente mezclado por lo general con ron y a veces se tomaba una ginebra o dos por la tarde, pero la ginebra era la bebida más difícil de detectar en el aliento. Estaba tomando, como promedio, casi medio litro de alcohol al día, demasiado para que su organismo lo pudiera eliminar.

Venciendo la tentación que sentía de justificar su hábito, fue a su escritorio y se puso por escrito, como si fuera una receta, un régimen para reducir a la mitad la cantidad de alcohol que consumía. A los médicos, a los chóferes y a los pastores protestantes no se les debía notar nunca en el aliento que habían bebido, como no ocurría con los pintores, los corredores de comercio y los oficiales de caballería. Lo único que Dick se reprochaba era su falta de discreción. Pero el asunto no se había aclarado ni mucho menos media hora después cuando Franz, que se sentía como nuevo después de pasar quince días en la montaña, apareció en la clínica, tan ansioso de reanudar su trabajo que ya estaba inmerso en él antes incluso de llegar a su despacho. Allí lo encontró Dick.

—¿Qué tal en el Everest?

—Con la marcha que llevábamos desde luego podíamos haber escalado el Everest. No creas que no lo pensamos. ¿Qué tal por aquí? ¿Cómo están mi Kaethe y tu Nicole?

—Por el lado doméstico, todo bien. Pero ¡qué escena tan desagradable hemos tenido esta mañana, Franz!

—¿Sí? ¿Qué es lo que pasó?

Dick se paseó por la habitación mientras Franz llamaba por teléfono a su casa. En cuanto terminó de hablar con su familia, dijo Dick:

—Morris padre se llevó a su hijo. ¡Menudo alboroto armó!

A Franz le desapareció toda la animación del rostro.

—Sabía que se había marchado porque me he encontrado a Ladislau en la terraza.

—¿Y qué te ha dicho Ladislau?

—Únicamente que el joven Morris se había ido. Que tú me contarías lo que había pasado. ¿Qué ha pasado, pues? —Las típicas razones absurdas.

—Ese chico era un diablo.

—Era un caso para anestesia, estoy de acuerdo. Bueno, la cosa es que cuando aparecí yo el padre ya había amilanado a Ladislau de tal manera que parecía un súbdito de las colonias. ¿Qué vamos a hacer con Ladislau? ¿Crees que debería seguir aquí? Yo creo que no. Es un pobre hombre. No sabe hacer frente a ninguna situación.

Dick dudaba entre decir la verdad o no y dio unos pasos como para darse tiempo y poder resumir mejor su relato. Franz estaba apoyado en el borde de su escritorio; todavía no se había quitado el capote de hilo y los guantes que usaba para viajar. Dick dijo:

—Una de las cosas que el chico dijo a su padre fue que tu distinguido colaborador era un borracho. Ese hombre es un fanático, y su vástago, al parecer, descubrió huellas de vino del país en mí.

Franz se sentó, musitando algo mientras se mordía el labio inferior.

—Ya me lo contarás todo con detalle —dijo al fin.

—¿Y por qué no ahora? —sugirió Dick—. Tú me conoces. Sabes que lo último que haría sería abusar de la bebida.

Sus ojos se encontraron con los de Franz, un doble destello que duró unos segundos.

—Ladislau dejó que ese hombre se excitara tanto que tuve que ponerme a la defensiva. Podía haber habido otros pacientes delante, y ya te puedes suponer lo difícil que puede ser defenderse en una situación así.

Franz se quitó los guantes y el capote. Abrió la puerta y le dijo a su secretaria: «Que nadie nos moleste». Nada más volver se puso a mirar el correo que tenía sobre la larga mesa sin saber muy bien lo que hacía, como suele ocurrir en esas situaciones: trataba en realidad de hallar una máscara apropiada para lo que tenía que decir.

—Dick, sé perfectamente que eres una persona sobria y equilibrada, aun cuando no estemos totalmente de acuerdo en lo que concierne al alcohol. Pero ha llegado el momento… Dick, quiero ser franco contigo. No me ha pasado desapercibido que en varias ocasiones habías estado bebiendo cuando no era el momento de hacerlo. Habrá alguna razón. ¿Por qué no te tomas otras vacaciones? Te sentará bien la abstinencia.

—Ausencia —le corrigió Dick maquinalmente—. Marcharme no es ninguna solución.

Se sentían los dos irritados; para Franz, sobre todo, era un fastidio encontrarse con aquello a su vuelta.

—A veces parece que no tengas sentido común, Dick.

—Nunca he entendido qué quiere decir el sentido común cuando se trata de problemas complicados. A menos que quiera decir que un médico general puede ser más eficaz, para no importa qué caso, que un especialista.

A Dick le repugnaba aquella situación de manera indecible. Tener que dar explicaciones, poner parches, no era natural a su edad. Era preferible seguir escuchando el eco resquebrajado de una antigua verdad.

—Esto no tiene ningún futuro —dijo de pronto.

—Ya lo había pensado —reconoció Franz—. Has perdido la fe en este proyecto, Dick.

—Es cierto. Será mejor que lo deje. Podríamos llegar a un acuerdo para reembolsar gradualmente a Nicole el dinero que ha puesto.

—También había pensado en eso, Dick. Lo veía venir. Voy a conseguir financiación de otra fuente y creo que podrás recuperar tu inversión para fines de este año.

Dick no pretendía tomar una decisión tan rápida y le sorprendió que Franz accediera a la ruptura con tanta facilidad, pero se sintió aliviado. Desde hacía mucho tiempo venía sintiendo, y ello no dejaba de desesperarle, que se estaban desintegrando los principios morales de su profesión hasta no llegar a ser más que un peso muerto.