Dick le contó a Nicole una versión expurgada de su desastrosa noche en Roma; según esa versión, había salido caballerosamente en defensa de un amigo que había bebido más de la cuenta. Podía contar con que Baby Warren no se iría de la lengua, puesto que le había descrito los efectos desastrosos que podía tener sobre Nicole el saber la verdad de lo ocurrido. Todo esto, sin embargo, era juego de niños comparado con la mella que en él mismo había hecho aquel episodio.
Su reacción consistió en una dedicación tan intensa a su trabajo que Franz, que estaba tratando de romper su asociación con él, no conseguía hallar fundamento para iniciar un desacuerdo. Una amistad digna de tal nombre no se puede destruir en una hora sin dejar alguna herida abierta, así que Franz se empeñó en creer, hasta llegar a convencerse totalmente, que Dick daba curso a sus razonamientos y sus impulsos emocionales a tal velocidad que su misma vibración le aturdía la mente; si bien ese contraste con su propia personalidad antes lo consideraba una virtud en su relación. O sea, que la burda necesidad obliga a hacer zapatos de lo que el año anterior era piel de animal.
Pero hasta que llegó mayo no tuvo Franz oportunidad de meter la primera cuña. Un día, al mediodía, entró Dick en su despacho pálido y con aspecto de estar cansado y, al sentarse, dijo:
—Bueno, se acabó.
—¿Ha muerto?
—Le falló el corazón.
Dick se había dejado caer agotado en la silla más próxima a la puerta. Había permanecido tres noches enteras a la cabecera de aquella artista anónima cubierta de pústulas a la que había llegado a tomar cariño, oficialmente para administrarle dosis de adrenalina pero en realidad para tratar de arrojar alguna luz, por tenue que fuera, en la oscuridad que se avecinaba.
Dándose cuenta sólo a medias de cómo se sentía, Franz se apresuró a emitir un juicio:
—Era neurosífilis. Todos los Wasserman que pudiéramos haber hecho no me harían cambiar de opinión. El fluido cerebroespinal…
—¡Qué más da! —dijo Dick—. ¡Qué diablos puede importar ya! Si tanto le importaba su secreto que quería llevárselo a la tumba, déjala en paz.
—Me parece que deberías tomarte un día de descanso.
—No te preocupes. Me lo voy a tomar.
Franz había encontrado la oportunidad que esperaba. Levantando la vista del telegrama que le estaba escribiendo al hermano de aquella mujer, le preguntó a Dick:
—¿O no preferirás hacer un pequeño viaje?
—En este momento no.
—No me refiero a unas vacaciones. Se trata de un caso que tenemos en Lausana. Me he pasado toda la mañana al teléfono con un chileno…
—Fue tan valiente hasta el final —dijo Dick—. Y tardó tanto en morir.
Franz hizo un gesto de comprensión con la cabeza y Dick logró dominarse.
—Perdona que te interrumpiera.
—Esto será un cambio. Un padre que tiene problemas con su hijo y no consigue hacerle venir acá. Quiere que vaya alguien allí a verle.
—Pero ¿de qué se trata? ¿Alcoholismo? ¿Homosexualidad? Al decir Lausana…
—De todo un poco.
—Bien, iré. ¿Hay dinero por medio?
—Yo diría que mucho. Cuenta con estar allí dos o tres días y tráete al muchacho aquí si necesita tratamiento. En todo caso, tómatelo con calma; procura combinar trabajo y placer.
Después de dormir dos horas en el tren Dick se sintió como nuevo, y se dirigió a la entrevista can el señor Pardo y Ciudad Real con excelente estado de ánimo.
Ese tipo de entrevistas se parecían mucho las unas a las otras. Muchas veces la histeria de que daba muestras el representante de la familia era tan interesante desde el punto de vista psicológico como el estado del paciente. Esta entrevista no constituyó una excepción: el señor Pardo y Ciudad Real, un apuesto español de porte noble y pelo gris como el acero, con todos los atributos de la riqueza y el poder evidentes en su persona, daba vueltas como enloquecido por su suite del Hotel des Trois Mondes mientras le contaba la historia de su hijo con el mismo descontrol que podría tener una mujer ebria.
—Ya no sé qué hacer. Lo he intentado todo. Mi hijo es un pervertido. Lo era ya en Harrow. Lo era en el Kings College en Cambridge. No tiene ya remedio. Y ahora que encima bebe, es cada vez más evidente lo que es, y los escándalos son constantes. Como le digo, lo he intentado todo. Elaboré un plan con un médico amigo mío: se fueron juntos a hacer un viaje por España. Todas las tardes le ponía a Francisco una inyección de polvo de cantárida y luego se iban los dos juntos a un burdel renombrado. Durante una semana o así la cosa pareció funcionar, pero al final no dio ningún resultado. Hasta que la semana pasada, en esta misma habitación, o más bien en ese cuarto de baño (lo señaló), hice que Francisco se desnudara hasta la cintura y le azoté con una fusta.
Exhausto por la emoción se sentó, y entonces dijo Dick:
—Eso que hizo fue una tontería, y el viaje a España también fue absurdo.
Dick estaba tratando de contener la hilaridad que le producía aquello. ¡Que un médico de renombre se hubiera prestado a aquel experimento de aficionados!
—Señor, debo decirle que en estos casos no podemos prometer nada. En lo que respecta a la bebida, muchas veces conseguimos algo, siempre que el paciente colabore. Primero de todo tengo que ver al muchacho y tratar de ganarme su confianza para ver hasta qué punto es consciente del problema.
El joven con el que se sentó en la terraza tenía unos veinte años y era despierto y bien parecido.
—Me gustaría saber qué es lo que piensas tú —dijo Dick—. ¿Tú crees que la situación va a peor? ¿Y quieres hacer algo al respecto?
—Supongo que sí —dijo Francisco—. Soy muy desgraciado.
—¿Tú crees que se debe a la bebida o a la anormalidad?
—Creo que la bebida es una consecuencia de lo otro. Estuvo serio un rato, pero de pronto le entró un deseo irreprimible de tomarlo todo a broma y se echó a reír, diciendo:
—No tiene remedio. En Kings me llamaban la reina de Chile. Y ese viaje a España sólo sirvió para hacerme sentir náuseas sólo de ver a una mujer.
Dick le interrumpió secamente.
—Si estás a gusto en esta situación tan confusa, nada puedo hacer yo y estoy perdiendo el tiempo contigo.
—No, no. Vamos a hablar. La mayor parte de los otros me inspiran tal desprecio.
Había rasgos de virilidad en el muchacho, pervertidos por la resistencia activa que oponía ahora a su padre. Pero tenía en los ojos la típica expresión maliciosa que los homosexuales adoptan al tratar el tema.
—Es una vida clandestina, en el mejor de los casos —le dijo Dick—. Le tendrás que dedicar toda tu vida a eso y sus consecuencias y no te va a quedar tiempo ni energías para realizar ninguna otra actividad decente o social. Si quieres enfrentarte al mundo tendrás que empezar por controlar tu sensualidad y, en primer lugar, la bebida, que es la que la provoca.
Hablaba maquinalmente, pues ya había decidido abandonar aquel caso diez minutos antes. Tuvieron una agradable conversación durante la hora siguiente, y el muchacho le habló de su país, Chile, y de sus ambiciones. Era lo más cerca que Dick había estado nunca de entender ese tipo de personalidad desde un punto de vista que no fuera el patológico. Llegó a la conclusión de que lo que le permitía a Francisco cometer desafueros era precisamente ese encanto que tenía y, para Dick, el encanto siempre había tenido una existencia independiente, ya fuera el comportamiento absurdamente heroico de la desgraciada que había muerto aquella mañana en la clínica o la valerosa elegancia que ese joven descarriado transmitía a un tema tan viejo y sórdido. Dick trató de dividir ese encanto en fragmentos lo suficientemente pequeños como para poder acumularlos, pues se daba cuenta de que la totalidad de una vida podía diferir en calidad de los elementos que la componían, y también de que la vida a partir de los cuarenta años sólo parecía poder ser observada en fragmentos. Su amor por Nicole o Rosemary, su amistad con Abe North o con Tommy Barban en el mundo destrozado de la posguerra. En todos esos contactos, cada una de las personas se había apretado a él tan estrechamente que había llegado a asumir su personalidad como propia. Parecía que la única opción era aceptarlo todo o quedarse sin nada. Era como si estuviera condenado a cargar el resto de su vida con algunos seres que había conocido y querido años atrás y a sentirse una persona completa únicamente en la medida en que ellos también lo fueran. Algo tenía que ver la soledad con aquello: era tan fácil ser amado y tan difícil amar. Mientras estaba sentado en la terraza con el joven Francisco, apareció ante sus ojos un fantasma del pasado. De entre los arbustos surgió un hombre alto que se contoneaba al andar de una manera muy curiosa y que se dirigía hacia donde estaban Dick y Francisco con cierta indecisión. Tan poco resuelto parecía a hacer notar su presencia en aquel paisaje vibrante que por un momento Dick apenas reparó en él. Pero enseguida se tuvo que levantar y darle la mano con aire abstraído mientras pensaba: «¡Dónde he ido a caer!», y trataba de acordarse de cómo se llamaba aquel tipo.
—Es usted el doctor Diver, ¿verdad?
—Vaya, vaya. Y usted es el señor Dumphry, ¿no?
—Royal Dumphry. Tuve el placer de cenar una noche en su encantador jardín.
—Claro.
Dick trató de frenar el entusiasmo del señor Dumphry y pasó al terreno de la cronología, que resultaba más impersonal.
—Fue en mil novecientos… veinticuatro. No, no, veinticinco.
Dick había permanecido de pie, pero Royal Dumphry, que tan tímido se había mostrado al principio, parecía estar ya completamente a sus anchas. Le dijo algo a Francisco en un tono frívolo que denotaba cierta confianza con él, pero aquél, claramente incómodo en su presencia, se alió con Dick para tratar de librarse de él.
—Doctor Diver. Antes de que se vaya, le quiero decir una cosa. Jamás olvidaré esa noche en su jardín, lo amables que fueron usted y su esposa. Es uno de los mejores recuerdos que tengo, uno de los más felices. Siempre he pensado que era el grupo de gente más civilizado que he conocido en mi vida.
Dick había iniciado una retirada de cangrejo hacia la puerta más próxima del hotel.
—Me alegra que tenga tan buen recuerdo. Ahora, si me lo permite, tengo que ir a ver a…
—Sí, ya entiendo —dijo Royal Dumphry en tono de conmiseración—. He oído decir que se está muriendo.
—¿Quién se está muriendo?
—Quizá no debiera haberlo dicho. Pero es que tenemos el mismo médico.
Dick se detuvo y le miró con asombro.
—¿De quién está hablando?
—Pues del padre de su mujer. Tal vez no debiera…
—¿De quién?
—¿Quiere decir que soy el primero en…?
—¿Quiere decir que el padre de mi mujer está aquí, en Lausana?
—Creía que lo sabía. Creía que estaba aquí por esa razón.
—¿Qué médico le está atendiendo?
Dick apuntó el nombre apresuradamente en una agenda, se disculpó y corrió a una cabina telefónica.
Al doctor Dangeu no le venía mal ver inmediatamente al doctor Diver en su casa.
El doctor Dangeu era un joven ginebrino. Por un momento se temió que iba a perder a aquel paciente tan rico, pero en cuanto habló con Dick se tranquilizó y le reveló que el señor Warren estaba, efectivamente, agonizando.
—Sólo tiene cincuenta años, pero el hígado ha dejado ya de regenerarse. El factor que lo ha precipitado es el alcoholismo.
—¿No responde al tratamiento?
—Ya no puede tomar nada salvo líquidos. Le doy tres días más, o, como mucho, una semana.
—¿Está enterada de su estado su hija mayor, la señorita Warren?
—Por propio deseo del paciente no lo sabe nadie salvo su criado. Hasta esta misma mañana no se lo he comunicado a él, y le ha impresionado mucho, aunque desde el principio de su enfermedad ha dado muestras de una resignación casi piadosa.
Dick reflexionó un momento.
—Bien…
Parecía que tardaba en decidirse.
—En todo caso, yo me hago cargo de todo lo que concierne a la familia. Pero me imagino que querrían consultar con algún especialista.
—Como usted vea.
—Me permito hablar en nombre de sus hijas para pedirle a usted que haga venir a uno de los especialistas más eminentes de esta zona: el doctor Herbrugge, de Ginebra.
—Sí, ya había pensado en Herbrugge.
—Entretanto, como voy a estar aquí por lo menos todo el día de hoy, seguiré en contacto con usted.
Por la tarde Dick fue a ver al señor Pardo y Ciudad Real y conversó con él.
—Tenemos muchas tierras en Chile —dijo el señor Pardo—. Mi hijo podría encargarse de administrarlas. O si no, podría colocarle en doce empresas en París, en la que él eligiera.
Fue de una ventana a otra, sacudiendo la cabeza. Caía una lluvia primaveral tan alegre que ni siquiera los cisnes habían sentido necesidad de guarecerse de ella.
—¡Mi único hijo! ¿No se lo podría llevar usted? El español se arrodilló de pronto a los pies de Dick.
—¿No puede usted curar a mi único hijo? Yo tengo confianza en usted. Podría llevárselo y curarlo.
—Es imposible internar a una persona por ese motivo. Y aunque pudiera no lo haría.
El español se puso en pie.
—Me he precipitado… Me he dejado llevar por…
Cuando bajaba al vestíbulo, Dick se encontró al doctor Dangeu en el ascensor.
—Iba a telefonear a su habitación —le dijo—. ¿Podemos hablar en la terraza?
—¿Ha muerto el señor Warren? —preguntó Dick.
—Está igual. La consulta es mañana por la mañana. Pero se ha empeñado en ver a su hija… a la esposa de usted. Parece ser que hubo ciertas diferencias…
—Estoy al corriente de todo.
Los dos médicos se observaron un momento mientras reflexionaban.
—¿Por qué no habla usted con él antes de tomar una decisión? —sugirió Dangeu—. Tendrá una muerte plácida: simplemente se irá debilitando hasta apagarse del todo.
Haciendo un esfuerzo, Dick accedió.
—Está bien.
La suite en la que Devereux Warren se estaba debilitando y apagando plácidamente era del mismo tamaño que la del señor Pardo y Ciudad Real. En todo el hotel había muchas habitaciones en las que despojos adinerados, fugitivos de la justicia y pretendientes al trono de principados mediatizados vivían de derivados del opio o barbitúricos escuchando eternamente, como en una radio inevitable, las groseras canciones de sus viejos pecados. Este rincón de Europa, más que atraerse a la gente, lo que hace es aceptarla sin hacerle preguntas inconvenientes.
Dos caminos se cruzan aquí: el de los que se dirigen a sanatorios antituberculosos u otros sanatorios privados en las montañas y el de los que han dejado de ser persona grata en Francia o Italia.
La suite estaba medio a oscuras. Una monja con cara de santa cuidaba al enfermo, el cual agitaba un rosario sobre las sábanas blancas con sus dedos descarnados. Seguía siendo bien parecido y su voz al hablarle a Dick, después de que Dangeu los hubiera dejado solos, aún tenía el tono distintivo de su personalidad.
—Al final de nuestra vida llegamos a comprender muchas cosas. Hasta este momento, doctor Diver, no había podido entender realmente lo que ocurrió.
Dick no dijo nada.
—He sido un mal hombre. Bien sabe usted que no tengo realmente ningún derecho a volver a ver a Nicole, y sin embargo, un Ser superior a usted y a mí nos dice que hay que compadecer y perdonar al prójimo.
Se encontraba tan débil que se le cayó el rosario de las manos y se deslizó por la superficie lisa del cubrecama. Dick lo recogió y se lo dio.
—Si pudiera ver a Nicole aunque sólo fuera por diez minutos, me iría contento de este mundo.
—No es una decisión que pueda tomar yo solo —dijo Dick—. Nicole no es fuerte.
Aunque ya había tomado una decisión, hizo como que dudaba.
—Le puedo exponer el caso a mi socio en la clínica.
—Estaré de acuerdo con lo que su socio decida, doctor. Es tanto lo que le debo a usted.
Dick se levantó rápidamente.
—Le comunicaré lo que se haya decidido por medio del doctor Dangeu.
Una vez en su habitación, telefoneó a la clínica del lago de Zug. Al cabo de un largo rato contestó Kaethe desde su casa.
—Quiero hablar con Franz.
—Franz se ha ido a la montaña. Yo me voy ahora. ¿Quieres que le diga algo, Dick?
—Se trata de Nicole. Su padre se está muriendo aquí en Lausana. Díselo a Franz. Él se dará cuenta de lo importante que es. Y dile que me telefonee inmediatamente.
—Se lo diré.
—Dile que estaré en la habitación del hotel de tres a cinco, y luego de siete a ocho, y a partir de esa hora me podrá encontrar en el comedor.
Con la preocupación de las horas se le olvidó añadir que no le debía decir nada a Nicole, y cuando se acordó, Kaethe ya había colgado el teléfono. Pero sin duda se daría cuenta de que no se lo debía decir.
Kaethe no tenía exactamente la intención de decirle a Nicole lo de la llamada mientras subía por la desierta colina de flores silvestres y vientos secretos adonde iban los pacientes a esquiar en invierno y a hacer montañismo en primavera. Al bajarse del tren vio a Nicole capitaneando a los niños en un animado juego que les había organizado. Se acercó a Nicole y, pasándole suavemente el brazo por los hombros, le dijo:
—¡Qué bien se te dan los niños! Este verano tendrías que dedicar más tiempo a enseñarles a nadar.
El juego les había acalorado, y Nicole tuvo un reflejo tan automático liberándose del brazo de Kaethe que cayó en la grosería. Kaethe se quedó en una postura desmañada, con la mano colgando en el vacío, y entonces reaccionó también, verbalmente y de manera deplorable.
—¿Es que creías que te iba a abrazar? —le espetó—. Era sólo por Dick. Acabo de hablar por teléfono con él y siento mucho…
—¿Es que le ha pasado algo a Dick?
Kaethe se dio cuenta inmediatamente de su error, pero ya no se podía echar atrás y no le quedaba más remedio que contestar a Nicole, que la acosaba con la misma pregunta: «¿Qué es lo que sientes mucho?».
—No, no le pasa nada a Dick. Tengo que hablar con Franz.
—Sí. Sí, le pasa algo.
Parecía aterrada, y los niños, que estaban muy cerca, al verla se habían asustado también. Kaethe tuvo que soltarlo:
—Tu padre está enfermo en Lausana. Dick quiere hablar con Franz de eso.
—¿Está muy grave? —preguntó Nicole, y en se momento apareció Franz con su aire de médico campechano. Kaethe, agradecida, le pasó la carga a él. Pero el mal ya estaba hecho.
—Me voy a Lausana —anunció Nicole.
—Un momento —dijo Franz—. No creo que sea aconsejable. Tengo que hablar primero por teléfono con Dick.
¡Entonces perderé el tren de bajada —protestó Nicole— y también el tren que sale a las tres de Zurich! Si mi padre se está muriendo, tengo que…
Dejó la frase en el aire, no se atrevía a decirlo.
—Tengo que ir. Tengo que correr si no quiero perder el tren.
Al decir esto ya había empezado a correr hacia la hilera de vagones chatos que coronaban la colina pelada con una explosión de vapor y ruido. Volviendo la cabeza, grito:
—¡Si telefoneas a Dick, dile que voy para allá, Franz!
Dick estaba en su habitación del hotel leyendo The New York Herald cuando irrumpió la monja con aspecto de golondrina, y al mismo tiempo se puso a sonar el teléfono.
—¿Se ha muerto? —le preguntó Dick a la monja, esperanzado.
—Monsieur, il est parti. Se ha marchado.
—Comment.
—II est parti. ¡Y tampoco están su criado ni el equipaje!
Parecía increíble. ¡Que un hombre en su estado se levantara y se marchara!
Dick contestó al teléfono. Era Franz.
—No deberías habérselo dicho a Nicole —protestó.
—Fue Kaethe la que cometió la imprudencia de decírselo.
—Supongo que fue culpa mía. A las mujeres sólo se les puede decir las cosas cuando ya han pasado. Bueno, en todo caso, iré a recibir a Nicole. Pero, Franz, no te puedes imaginar lo que ha pasado: el viejo se levantó de la cama y echó a andar…
—¿Qué, qué dices? ¿Qué dices?
—Pues eso: que el viejo Warren echó a andar. ¡A andar!
—¿Y por qué no?
—Pues porque se suponía que se estaba muriendo de un colapso general. Y se levantó y se marchó, me imagino que a Chicago… no sé, la enfermera está aquí conmigo. No sé, Franz, acabo de enterarme… llámame más tarde.
Las dos horas siguientes se le fueron prácticamente en averiguar los movimientos de Warren. El paciente había aprovechado un momento en el cambio de turno de enfermeras para bajar al bar, donde se había atizado cuatro whiskies, y luego había pagado su cuenta del hotel con un billete de mil dólares, dejando instrucciones en recepción para que le mandaran la vuelta a sus señas, y se había marchado, se suponía que a América. Una carrera de última hora de Dick y Dangeu a la estación para ver si conseguían llegar antes de que se hubiera ido dio como único resultado que Dick no fuera a recibir a Nicole; cuando por fin se encontraron en el vestíbulo del hotel, ella parecía de pronto muy cansada y tenía los labios fruncidos de una manera que inquietó a Dick.
—¿Cómo está papá? —le preguntó.
—Mucho mejor. Se ve que, a pesar de todo, aún le quedaban muchas energías.
Vaciló, y luego se lo dijo con toda naturalidad.
—Lo cierto es que se levantó y se fue.
Como tenía ganas de beber algo, pues se le había pasado la hora de la cena en la búsqueda, la condujo, confusa como estaba, al bar-restaurante, y después de que se sentaran en dos sillones de cuero y de pedir un whisky con soda y hielo y una cerveza, continuó:
—El médico que le atendía debió equivocarse en el diagnóstico o algo así. Espera un momento. Ni siquiera he tenido tiempo de pensarlo.
—¿Se ha ido?
—Cogió el tren de la tarde para París. Permanecieron un rato en silencio. Nicole parecía sumida en una inmensa y trágica apatía.
—Fue una reacción instintiva —dijo por fin Dick—. Se estaba muriendo realmente, pero trató de recuperar el ritmo vital. No es la primera persona que salta de su lecho de muerte. Es como un viejo reloj: lo sacudes y por puro hábito se pone a andar de nuevo. Tu padre…
—No me lo digas. No quiero saberlo —dijo Nicole.
—Lo que más fuerza le dio fue el miedo —prosiguió Dick—. Le entró miedo y por eso saltó de la cama. Es probable que viva hasta los noventa años.
No quiero oír nada más —dijo ella—. Por favor. No lo puedo soportar.
—Está bien. El jovenzuelo al que vine a ver es un caso perdido. Podemos irnos mañana mismo.
—No sé por qué tienes que entrar en contacto con ese tipo de cosas —estalló Nicole.
—Ah, ¿no lo sabes? Hay veces que tampoco 1o sé yo. Ella le tocó la mano.
—Oh, perdona, Dick. No sé cómo he dicho eso.
Alguien había llevado un gramófono al bar y se quedaron un rato en silencio escuchando La boda de la muñeca pintada.