Baby Warren había estado tendida en la cama hasta la una leyendo uno de los relatos curiosamente insulsos de Marion Crawford cuya acción ocurría en Roma; cuando lo terminó, se levantó y se puso a mirar por la ventana lo que pasaba en la calle. Enfrente del hotel, dos carabinieri, de apariencia ridícula con las capas que los envolvían y las gorras de arlequín, se movían pesadamente de un lado a otro, como la vela mayor de un barco al virar éste, y mirándolos se acordó del oficial de la Guardia que le había dirigido miradas intensas durante el almuerzo. Tenía la arrogancia propia de los hombres altos de un país de bajos, como si no tuviera otra obligación que la de ser alto. Si se le hubiera acercado y le hubiera dicho: «¡Vámonos!», le habría contestado: «¿Y por qué no?», o al menos eso era lo que pensaba ahora, pues todo le seguía pareciendo irreal en aquel ambiente que le era tan ajeno.
—Vagaron sus pensamientos, pasando lentamente del oficial a los dos carabinieri y de éstos a Dick. Se volvió a meter en la cama y apagó la luz.
Un poco antes de las cuatro la despertaron bruscamente unos golpes en la puerta.
—Sí. ¿Quién es?
—El portero, señora.
Se puso el kimono y abrió la puerta con aire soñoliento.
—Su amigo Divere está en lío. Lío con la policía y está en prisión. Mandó taxi para decir y el taxista dice que prometió doscientas liras.
Hizo una prudente pausa para ver si estaba de acuerdo con esa cifra y luego siguió.
—El taxista dice que el señor Divere está en mucho lío. Ha peleado con la policía y está herido muy mal. —Bajo enseguida.
El corazón le latía furiosamente mientras se vestía. Diez minutos después salía del ascensor al vestíbulo en penumbra. El taxista que había traído el recado se había marchado ya; el portero le consiguió otro taxi y le dijo al taxista las señas de la cárcel. Mientras iban en el taxi, la oscuridad empezaba a disiparse lentamente y los nervios de Baby, aún no despiertos del todo, se resentían de aquel inestable equilibrio entre la noche y el día. En su mente inició una carrera contra el día. A veces, en las anchas avenidas, era ella la que ganaba, pero cada vez que la incipiente claridad hacía una pequeña pausa, se veía empujada por ráfagas de viento que, impacientes, la obligaban a continuar su lenta ascensión. El taxi pasó ante una ruidosa fuente cuya agua al caer formaba una sombra voluminosa, torció y se metió en una callejuela de trazado tan curvo que los edificios se habían combado y estirado para poder seguirlo, pasó dando tumbos y traqueteando por suelos adoquinados y se paró con una sacudida ante dos garitas de centinela que destacaban contra un muro húmedo y verdoso. De pronto, desde la oscuridad violácea de un corredor llegó la voz de Dick, que gritaba desgañitándose.
—¿No hay ningún inglés? ¿No hay ningún americano? ¿No hay ningún inglés? ¿No hay ningún…? ¡Oh Dios! ¡Cerdos italianos!
Su voz se apagó y Baby oyó un ruido sordo de golpes en la puerta. Luego volvió a oírse la voz de Dick.
—¿Es que no hay ahí ningún americano? ¿Ningún inglés?
Baby recorrió el pasillo siguiendo la voz hasta que, al llegar a un patio, se quedó un momento desorientada y por fin localizó la salita de guardia de donde procedían los gritos. Dos carabinieri se pusieron en pie sobresaltados al verla, pero Baby pasó ante ellos rápidamente y se dirigió a la puerta de la celda.
—¡Dick! —exclamó—. ¿Qué es lo que ha pasado?
—Me han sacado un ojo —dijo Dick con voz lastimera—. Me pusieron las esposas y luego me golpearon, los malditos… los…
Baby, echando chispas por los ojos, dio un paso hacia los dos carabinieri.
—¿Qué le han hecho? —murmuró, con tal fiereza que los dos se echaron hacia atrás previendo que iba a tener un acceso de ira.
—Non capisco inglese.
Los maldijo en francés. Su furia era tal que dominaba todo aquel espacio y envolvía a los dos hombres, hasta que éstos se amilanaron y trataron de quitarse de encima todo el peso de la culpa que dejaba caer sobre ellos.
—¡Hagan algo! ¡Hagan algo!
—No podemos hacer nada mientras no nos lo ordenen.
—Bene. Bay-nay! Bene!.
Una vez más consiguió Baby que su cólera les afectara de tal modo que se deshicieron en disculpas por no poder hacer nada y se miraron convencidos de que debía haber pasado algo terrible. Baby fue hasta la puerta de la celda, se apoyó en ella, casi acariciándola, como si de ese modo Dick pudiera sentir su presencia y su poder, y exclamó:
—Me voy a la Embajada. Volveré.
Tras lanzar a los carabinieri una última mirada furibunda, salió apresuradamente de allí.
Fue en taxi hasta la Embajada americana y al llegar allí tuvo que pagar al taxista, que se negaba a esperarla. Seguía siendo de noche cuando subió las escaleras y apretó el timbre. Tuvo que apretarlo tres veces hasta que al fin le abrió la puerta el portero con aire soñoliento.
—Necesito ver a alguien —dijo ella—. A quien sea. Pero dese prisa.
—No hay nadie despierto todavía, señora. No abrimos hasta las nueve.
Con un gesto de impaciencia, Baby pasó por alto aquella mención de la hora.
—Es importante. Le han dado una paliza terrible a una persona… a un ciudadano americano. Está en la cárcel italiana. —No hay nadie despierto. A las nueve…
—No puedo esperar. Le han sacado un ojo… es mi cuñado, y se niegan a dejarlo en libertad. ¿No se da cuenta de que tengo que hablar con alguien? ¿Está usted loco? ¿Qué hace ahí parado mirándome como un idiota?
Yo no puedo hacer nada, señora.
—¡Tiene que despertar a quien sea!
Le agarró por los hombros y le dio una sacudida violenta.
—Es un asunto de vida o muerte. Como no despierte a alguien, no respondo de lo que le pase a usted…
—Haga el favor de no ponerme las manos encima, señora.
Desde arriba, a espaldas del portero, llegó como flotando una voz cansina con acento de Groton.
—¿Qué pasa ahí?
El portero contestó aliviado.
—Es una señora. Y me está agrediendo.
Había dado un paso atrás para contestar y Baby irrumpió en el vestíbulo. En uno de los rellanos superiores de la escalera había un joven de aspecto singular, envuelto en una bata persa blanca con bordados, que claramente acababa de despertarse. Tenía la cara rosa, pero de un rosa monstruoso y artificial, vivo y a la vez inanimado, y tenía la boca tapada con lo que parecía ser una mordaza. Al ver a Baby movió la cabeza hacia atrás para que quedara en penumbra.
—¿Qué pasa? —repitió.
Baby se lo explicó, abriéndose paso en su agitación hacia las escaleras. Mientras le contaba lo sucedido, se dio cuenta de que lo que había tomado por mordaza era en realidad una especie de venda para el bigote y que tenía la cara cubierta de crema de color rosa, lo que encajaba perfectamente en aquella pesadilla que estaba viviendo. Lo que tenía que hacer, insistió con vehemencia, era acompañarla a la cárcel inmediatamente y sacar de allí a Dick.
—Mal asunto es ése —dijo él.
—Sí —asintió Baby en tono conciliatorio—. ¿Qué?
—Eso de enfrentarse a la policía.
Empezó a insinuarse en su voz un tono de ofensa personal.
Me temo que no se va a poder hacer nada hasta las nueve.
—¡Hasta las nueve! —repitió Baby horrorizada—. ¡Pero algo podrá hacer usted! ¿Por qué no viene a la cárcel conmigo para asegurar que no le vuelvan a hacer daño?
—No estamos autorizados para ese tipo de cosas. De eso se encarga el Consulado. El Consulado abre a las nueve.
La impasibilidad de su rostro, constreñido por la tira que sujetaba el bigote, acabó de irritar a Baby.
—Pues no puedo esperar hasta las nueve. Mi cuñado dice que le han sacado un ojo. ¡Está herido de gravedad! Tengo que volver allí. Tengo que encontrar un médico.
Decidió no dominarse más y lloraba exasperadamente al hablar, pues sabía que una escena de nervios tendría más efecto sobre él que todo lo que pudiera decir.
—Tiene que hacer algo para arreglarlo. Su obligación es proteger a los ciudadanos americanos cuando tienen algún problema.
Pero él era de la costa este y más duro de lo que Baby esperaba. Moviendo la cabeza con un gesto que indicaba que estaba teniendo mucha paciencia con ella, a pesar de que se negaba a entender su posición, se ciñó más la bata persa y descendió unos peldaños.
—Déle a esta señora las señas del Consulado —le dijo al portero— y busque las señas y el teléfono del doctor Colazzo y déselos también.
Se volvió a Baby con la expresión de un Cristo enojado.
—Señora mía: el cuerpo diplomático representa al Gobierno de los Estados Unidos ante el Gobierno de Italia. No le incumbe para nada la protección de los ciudadanos, salvo si recibe instrucciones específicas del Departamento de Estado. Su cuñado ha infringido las leyes de este país y lo han metido en la cárcel, igual que podrían meter en la cárcel a un italiano en Nueva York. Los únicos que lo pueden poner en libertad son los tribunales italianos y si su cuñado tiene motivos para presentar una denuncia, puede usted obtener asistencia y asesoramiento en el Consulado, que se encarga de proteger los derechos de los ciudadanos americanos. El Consulado no abre hasta las nueve. Yo no podría hacer nada aunque se tratara de mi propio hermano y…
—¿No podría llamar usted al Consulado? —interrumpió Baby.
—No podemos injerimos en los asuntos del Consulado. A las nueve, cuando el cónsul llegue…
—¿No me puede dar usted la dirección de su domicilio? Tras una minúscula pausa, negó con la cabeza. Cogió la nota que el portero le tendía y se la entregó a Baby. —Y ahora, si me lo permite…
Se las había arreglado para llevarla hasta la puerta; durante un instante, la luz violeta del alba iluminó crudamente la máscara rosa y la tira de tela que sujetaba el bigote. Y de pronto, Baby se encontró sola en la escalinata: había estado en la Embajada diez minutos.
La plaza a la que daba estaba casi totalmente vacía: sólo había un viejo recogiendo colillas con un palo con púas. Baby tomó un taxi y fue al Consulado, pero allí no había más que tres pobres mujeres fregando las escaleras. No consiguió hacer que entendieran que quería saber la dirección del cónsul. De pronto le volvió a entrar la preocupación y salió corriendo y le dijo al taxista que la llevara a la cárcel. Aquél no sabía dónde estaba, pero usando las palabras sempre dritte, destra y sinistra[38] consiguió que la llevara hasta un lugar cercano, donde se bajó y se lanzó a explorar un laberinto de callejas que creía reconocer. Pero todos los edificios y las callejas parecían iguales. Siguiendo una pista salió a la Plaza de España y se animó al ver la palabra «American» en el rótulo de las oficinas de la American Express. Había luz en la ventana y atravesó la plaza apresuradamente, pero la puerta estaba cerrada y vio que eran las siete en el reloj que había dentro. Entonces se acordó de Collis Clay.
Recordaba cómo se llamaba su hotel, una villa anticuada forrada de felpa roja que estaba enfrente del Excelsior. La mujer que estaba en recepción no parecía dispuesta a ayudarla: no estaba autorizada a entrar sin avisar en el cuarto del señor Clay y se negaba a dejar subir sola a la señorita Warren; finalmente, tras convencerse de que no se trataba de un asunto amoroso la acompañó arriba.
Collis yacía desnudo en su cama. La noche anterior había llegado bastante borracho y, al despertarse, tardó un rato en darse cuenta de que estaba desnudo. Trató de compensarlo con un exceso de recato. Se llevó la ropa al cuarto de baño y se vistió apresuradamente, mientras murmuraba para sus adentros: «¡Caray! Desde luego me ha visto todo lo que me podía ver». Tras hacer varias llamadas telefónicas, averiguaron dónde estaba la cárcel y allí se dirigieron.
La puerta de la celda estaba abierta y Dick estaba repantigado en una silla en la sala de guardia. Los carabinieri le habían limpiado parte de la sangre que tenía en la cara, le habían peinado someramente y le habían encasquetado el sombrero de forma que le tapara casi toda la cara. Baby permaneció en la entrada. Estaba temblando.
—El señor Clay se quedará contigo —dijo—. Voy a ver si consigo ver al cónsul y traerte un médico.
—Muy bien.
—No hagas nada y quédate tranquilo.
—Sí.
—Hasta luego.
Fue en taxi hasta el Consulado. Ya eran más de las ocho y la dejaron esperar en la antesala. El cónsul llegó hacia las nueve, y Baby, histérica por lo impotente y lo agotada que se sentía, repitió toda la historia. El cónsul se irritó. Le dijo que no había que enzarzarse en peleas en una ciudad extraña, pero lo que más parecía importarle era que esperase afuera. Con desesperación, Baby leyó en sus ojos de persona mayor que deseaba mezclarse lo menos posible en aquella catástrofe. Mientras esperaba una decisión suya, empleó el tiempo en telefonear a un médico para que fuera a ocuparse de Dick. Había otras personas en la antesala y a algunas de ellas las hicieron pasar al despacho del cónsul. Pasada media hora, Baby aprovechó el momento en que salía alguien para pasar precipitadamente por delante de la secretaria y meterse en el despacho.
—¡Esto es intolerable! A un norteamericano le han dado una paliza que casi lo matan y lo han metido en la cárcel y usted no hace nada por ayudarle.
—Un momento, señora…
—Ya he esperado bastante. ¡Venga inmediatamente conmigo a la cárcel y sáquelo de allí!
—Señora…
—Mi familia es muy importante en los Estados Unidos. (Se le iba endureciendo el gesto a medida que hablaba). Si no fuera por el escándalo que… Ya me encargaré yo de que queden bien informadas las personas pertinentes de la indiferencia que ha mostrado usted en este asunto. Si mi cuñado fuera ciudadano británico, hace ya horas que estaría en libertad, pero a usted le preocupa más lo que pueda pensar la policía que cumplir con sus deberes de cónsul.
—Señora…
—Póngase el sombrero y venga conmigo inmediatamente.
Que mencionara su sombrero pareció alarmar al cónsul, que empezó a limpiarse los cristales de las gafas apresuradamente y a desordenar sus papeles. De nada le sirvió aquello: tenía ante sí a la Mujer Norteamericana en estado de excitación; nada podía hacer ante aquel temperamento irracional que barría con todo, que había acabado con el espíritu de toda una raza y había convertido todo un continente en una guardería infantil. Telefoneó al vicecónsul: Baby había ganado.
Dick estaba sentado al sol que entraba profusamente por la ventana de la sala de guardia. Con él estaban Collis y dos carabinieri, y todos parecían esperar que pasara algo. Con la limitada visión que le quedaba en un ojo, Dick podía ver a los carabinieri. Eran campesinos toscanos con el labio superior corto y le resultaba difícil relacionarlos con la brutalidad de la noche anterior. Le pidió a uno de ellos que le trajera un vaso de cerveza.
La cerveza le puso un poco alegre y por un momento consideró todo lo ocurrido con cierto humor sarcástico. Collis tenía la impresión de que la muchacha inglesa tenía algo que ver con todo el lío, pero Dick estaba seguro de que había desaparecido mucho antes de que ocurriera nada. Collis seguía dando vueltas al hecho de que la señorita Warren lo hubiera encontrado desnudo en la cama.
A Dick se le había pasado algo la indignación y tenía una profunda sensación de irresponsabilidad penal. Lo que le había ocurrido era tan horrible que nada podía cambiarlo, salvo que consiguiera borrarlo totalmente de su memoria y, como esto no era nada probable, estaba desesperado. A partir de aquel momento iba a ser una persona diferente, y en el estado de hipersensibilidad en que se encontraba, se hacía ideas sumamente extrañas de cómo iba a ser esa nueva persona. Aquello parecía tener el carácter impersonal de un caso de fuerza mayor. Ningún ario adulto es capaz de sacar provecho de una humillación. Si llega a perdonarla, es porque ya ha pasado a formar parte de su vida, se ha identificado con aquello que le humilló. Pero en este caso no parecía posible que ello ocurriera.
Cuando Collis habló de tomar represalias, Dick sacudió la cabeza y no dijo nada. Entonces entró en la sala con tres hombres un teniente de carabinieri de aspecto reluciente, desplegando gran energía y vitalidad, y los guardias saltaron a posición de firmes. Agarró la botella de cerveza vacía y reprendió severamente a sus subordinados. Estaba animado de un nuevo sentido del orden, y lo primero que había que hacer era sacar aquella botella de cerveza de la sala de guardia. Dick miró a Collis y se echó a reír.
Llegó el vicecónsul, un joven recargado de trabajo que se llamaba Swanson, y se dirigieron al juzgado, Collis y Swanson uno a cada lado de Dick y los dos carabinieri detrás, a corta distancia. Era una mañana brumosa, amarillenta. Las plazas y los soportales estaban llenos de gente, y Dick, con el sombrero calado hasta las orejas, caminaba deprisa, marcando el ritmo de la marcha, hasta que uno de los carabinieri de piernas cortas se adelantó para quejarse. Swanson lo tranquilizó.
—Les he deshonrado, ¿no? —dijo Dick en tono jovial.
—Se expone uno a que lo maten luchando con italianos —replicó Swanson tímidamente—. Por esta vez quizá lo dejen en libertad, pero si fuera usted italiano no le libraba nadie de pasar un par de meses en la cárcel.
—¿Ha estado usted en la cárcel alguna vez? Swanson se echó a reír.
—Me cae bien —le anunció Dick a Clay—. Es un joven muy agradable y da excelentes consejos, pero apuesto a que él también ha estado en la cárcel. Seguro que se ha pasado semanas encerrado.
Swanson volvió a reír.
—Lo que le quiero decir es que tenga más cuidado. No sabe cómo es esta gente.
—¡Sé perfectamente cómo son! —exclamó Dick, irritado—. Son unos canallas.
Y volviéndose a los carabinieri, les dijo:
—¿Han oído eso?
—Le tengo que dejar —dijo Swanson precipitadamente—. Ya se lo dije a su cuñada y nuestro abogado le estará esperando arriba en la sala. Sea prudente.
—Adiós —dijo Dick, dándole la mano cortésmente—. Muchísimas gracias. Presiento que va usted a hacer carrera.
Con una última sonrisa, Swanson se marchó apresuradamente, y su cara volvió adoptar la expresión oficial de desaprobación.
Entonces pasaron a un patio rodeado por sus cuatro lados de escaleras exteriores que llevaban a las salas del piso superior. Al cruzar el patio fueron recibidos con una serie de gruñidos, siseos y abucheos por los grupos de gente que había allí, al parecer esperando a alguien, y oyeron voces llenas de ira y desprecio. Dick miró a su alrededor sin comprender.
—¿Qué es eso? —preguntó horrorizado.
Uno de los carabinieri dijo unas palabras a un grupo de hombres y dejaron de oírse las voces.
Entraron en la sala del tribunal. Un abogado italiano de aspecto zarrapastroso, enviado por el Consulado, le estuvo hablando al juez un largo rato mientras Dick y Collis esperaban a un lado. Alguien que sabía inglés y que estaba junto a la ventana que daba al patio se les acercó y les explicó el motivo de aquel tumulto con que se habían encontrado a su paso por el patio. Un individuo de Frascati que había violado y matado a una niña de cinco años tenía que comparecer esa mañana y la gente había supuesto que era Dick.
Pasados unos minutos, el abogado le dijo a Dick que era libre. El tribunal consideraba que ya había recibido suficiente castigo.
—¡Suficiente! —exclamó Dick—. ¿Y castigo por qué?
—Vámonos —dijo Collis—. No puede hacer ya nada.
—Pero ¿qué es lo que hice, aparte de pelearme con unos taxistas?
—Ellos alegan que se acercó a un inspector de policía como si fuera a darle la mano y le dio un puñetazo.
—¡Eso no es cierto! Le dije que le iba a dar un puñetazo… No sabía que era inspector de policía.
—Es mejor que se vaya —le apremió el abogado.
—Vámonos.
Collis le agarró del brazo y bajaron las escaleras.
—¡Quiero pronunciar un discurso! —gritó Dick—. Quiero explicar a esta gente cómo violé a una niña de cinco años. Seguramente fui yo…
—Vamos.
Baby les aguardaba con un médico en un taxi. Dick no tenía ganas de mirarla y le desagradó el médico, que con sus modales severos demostraba pertenecer a uno de los tipos de europeo más insoportables: el moralista de país latino. Dick resumió su versión de lo que había ocurrido, pero los otros no parecían tener mucho que decir. En su habitación del Quirinal el médico le limpió la sangre que aún le quedaba en la cara y el sudor grasiento, le compuso la nariz y las costillas y los dedos fracturados, le desinfectó las heridas más leves y le cubrió el ojo con una venda, esperando que así se curara. Dick pidió una pequeña dosis de morfina, pues seguía despabilado y lleno de energía nerviosa. Con la morfina consiguió dormirse. El médico y Collis se marcharon y Baby se quedó con él hasta que llegara una enfermera que habían pedido en el sanatorio inglés. Había sido una noche terrible, pero a ella le quedaba la satisfacción de saber que, a partir de aquel momento, e independientemente de cuál hubiera sido el comportamiento anterior de Dick, su familia tenía una superioridad moral sobre él que podría hacer valer mientras les siguiera siendo de alguna utilidad.