XXII

Después de la cena, había cinco personas en el bar del Quirinal: una fulana italiana de bastante clase, que estaba sentada en un taburete e insistía en darle conversación al barman, el cual se limitaba a decir de vez en cuando con aire de aburrimiento: «Sí… Sí… Sí», un egipcio menudo con pretensiones sociales, que sin duda se sentía solo pero desconfiaba de la mujer, y los dos americanos.

Dick era siempre vivamente consciente de su entorno, mientras que a Collis Clay, que vivía de una manera vaga, las impresiones más agudas se le disolvían en un aparato de registro que se le había atrofiado a una edad muy temprana, de modo que el primero hablaba y el segundo escuchaba como el que está sentado donde hay una corriente de aire.

Dick, que se había quedado agotado con todo lo que había ocurrido esa tarde, se estaba desquitando con los habitantes de Italia. Miraba en torno suyo como si esperara que algún italiano que se encontrara en el bar oyera lo que decía y se sintiera ofendido.

—Esta tarde fui a tomar el té con mi cuñada. Nos dieron la última mesa libre y entonces aparecieron dos tipos y se pusieron mirar a ver si encontraban una mesa, pero no había ninguna libre. Así que uno de ellos se acercó a donde estábamos y dijo: «¿No está reservada esta mesa para la princesa Orsini?», y yo le dije: «No había nada que lo indicara», y él dijo: «Pues creo que está reservada para la princesa Orsini». No le pude ni contestar.

—¿Y qué hizo él?

—Se marchó.

Dick se revolvió en su silla.

—No me gusta esta gente. El otro día dejé a Rosemary dos minutos delante de una tienda y un militar se puso a dar vueltas delante de ella haciendo ademán de quitarse la gorra.

—No sé —dijo Collis al cabo de un rato—. Prefiero estar aquí que en París con alguien tratando de robarme la cartera cada minuto.

Lo estaba pasando muy bien y se resistía contra todo lo que amenazara con aguarle la fiesta.

—No sé —insistió—. No se está tan mal aquí.

Dick trató de representarse alguna imagen de los últimos días que se le hubiera quedado grabada en la mente. El paseo hasta las oficinas del American Express pasando por delante de las olorosas pastelerías de Via Nazionale y luego atravesando el pestilente túnel que desembocaba en las escalinatas de la Plaza de España, donde se elevaba su espíritu al ver los puestos de flores y la casa en la que había muerto Keats. Sólo le importaba la gente; en los lugares apenas se fijaba: lo único que le interesaba de ellos era el tiempo que hacía hasta que algún hecho tangible les daba color. El color de Roma era el del final de su sueño con respecto a Rosemary.

Apareció un botones que le entregó una nota:

«No he ido a la fiesta —decía—. Estoy en mi habitación. Nos vamos a Livorno mañana a primera hora».

Dick le volvió a dar la nota al muchacho con una propina.

—Dile a la señorita Hoyt que no me has encontrado.

Luego se volvió a Collis y le sugirió ir al Bonbonieri.

Examinaron a la fulana que estaba en el bar con el mínimo de interés que exigía su profesión y ella los miró a su vez, provocativa. Atravesaron el desierto vestíbulo animado por los tapices que conservaban en los pomposos pliegues el polvo de la época victoriana y saludaron con un gesto al portero de noche, que devolvió el saludo con el rencoroso servilismo propio de los sirvientes nocturnos. Luego tomaron un taxi que los llevó por calles tristonas en el relente de la noche de noviembre. No se veía ninguna mujer por las calles, sólo hombres pálidos con abrigos oscuros abotonados hasta el cuello que formaban pequeños grupos junto a los bordillos de fría piedra.

—¡Ay Dios! —suspiró Dick.

—¿Qué ocurre?

—Estaba pensando en el hombre ese de esta tarde. «Esta mesa está reservada para la princesa Orsini». ¿Sabe lo que son esas viejas familias romanas? Un hatajo de bandidos. Ellos fueron los que se apoderaron de los templos y los palacios después de la caída de Roma y saquearon al pueblo.

—A mí me gusta Roma —insistió Collis—. ¿Por qué no prueba a ir a las carreras?

—No me gustan las carreras.

—Pero va cantidad de mujeres…

—Estoy seguro de que aquí no hay nada que me pueda gustar. A mí me gusta Francia, donde todo el mundo se cree que es Napoleón. Aquí todo el mundo se cree que es Jesucristo.

En el Bonbonieri bajaron al cabaret, una sala hecha con paneles de aspecto irremediablemente transitorio en medio de la fría piedra. Una orquesta tocaba desganadamente un tango y unas doce parejas ocupaban la amplia pista con esos pasos de baile complicados y afectados que a un norteamericano le ofenden a la vista. El exceso de camareros excluía la posibilidad de que se produjera el tipo de alboroto que hasta unos pocos tipos bulliciosos pueden crear. Lo único que animaba aquella escena era un aire general de estar esperando que algo —no se sabía si el baile, la noche o el equilibrio de fuerzas que la sostenían— cesara. Era suficiente para convencer al cliente impresionable de que lo que andaba buscando, fuera lo que fuera, no lo iba a encontrar allí.

Para Dick aquello estaba clarísimo. Miró en torno a sí confiando en encontrar algo que pudiera distraer su mente, ya que no despertar su imaginación, durante una hora. Pero no había nada, y al cabo de un rato se volvió a Collis. Había hecho partícipe a éste de algunos de sus pensamientos actuales y ya estaba harto de tener un público con tan poca memoria y tan poco receptivo. Media hora con Collis bastaba para que su propia energía vital se viera claramente afectada.

Se bebieron una botella de vino espumoso italiano y Dick se puso pálido y empezó a armar bulla. Invitó al director de la orquesta a que fuera a su mesa. Era un negro de las Bahamas engreído y desagradable, y a los pocos minutos se pusieron a discutir.

—Usted dijo que me sentara.

—Está bien. Y le di cincuenta liras, ¿no?

—Está bien. Está bien. Está bien.

—Está bien. Le di cincuenta liras, ¿no? ¡Y entonces usted me dijo que pusiera algo más en la trompeta! —Usted me dijo que me sentara. ¿Sí o no?

—Le dije que se sentara pero le di cincuenta liras. ¿Sí o no?

—Está bien. Está bien.

El negro se levantó con aire desabrido y se marchó, dejando a Dick de peor humor aún del que estaba. Pero vio una chica al otro extremo de la sala que le sonreía e inmediatamente las difusas formas romanas que le rodeaban adquirieron un aire más asequible y cotidiano. Era una inglesita rubia con una cara muy inglesa, bonita y de aspecto saludable, y le volvió a sonreír. Dick entendía perfectamente aquel tipo de sonrisa, que negaba toda posibilidad de contacto carnal aun cuando pareciera que lo estaba proponiendo.

—O no sé jugar al bridge o ésa ha sido una jugada muy rápida —dijo Collis.

Dick se levantó y atravesó la sala hasta llegar a donde estaba ella.

—¿Quiere bailar?

El inglés de mediana edad con el que estaba sentada dijo, casi disculpándose:

—Yo me voy a ir pronto.

Tan excitado estaba Dick que se le había pasado la embriaguez. Bailó con la muchacha, que le sugería las cosas más agradables de Inglaterra; en su voz diáfana estaba implícita la historia de unos jardines tranquilos rodeados por el mar. Se echó ligeramente hacia atrás para mirarla; sentía tan sinceramente lo que le decía que le temblaba la voz. Ella prometió ir a sentarse con ellos dos en cuanto se marchara su acompañante. Éste, cuando Dick la acompañó a la mesa después del baile, se deshizo en disculpas y sonrisas.

De vuelta en su mesa, Dick pidió otra botella de vino espumoso.

—Se parece a una artista de cine —dijo—. No me acuerdo de cuál.

Miró hacia donde estaba la muchacha con impaciencia.

—No sé por qué no viene ya.

—Me gustaría trabajar en el cine —dijo Collis; pensativo—. Mi padre espera que trabaje con él, pero no me atrae mucho. ¡Veinte años sentado en una oficina en Birmingham!

Parecía resistirse con la voz a la presión de la civilización materialista.

—¿Es que lo considera un trabajo indigno de usted? —sugirió Dick.

—No, no quiero decir eso.

—Yo creo que sí.

—¿Y usted qué sabe? ¿Por qué no se pone a ejercer la medicina, si tanto le gusta trabajar?

Dick había conseguido que también el otro se pusiera de pésimo humor, pero como al mismo tiempo la bebida los tenía en un estado de semiinconsciencia, enseguida olvidaron el incidente. Collis se levantó para irse y se dieron un apretón de manos cordial.

—Piénseselo bien —dijo Dick en tono solemne.

—¿Qué es lo que me tengo que pensar bien? —Pues eso.

Tenía idea de que era algo relacionado con que tenía que ponerse a trabajar con su padre. Un buen consejo.

Clay se esfumó. Dick se acabó la botella y luego volvió a bailar con la chica inglesa, forzando a su cuerpo reacio a dar vueltas atrevidas y pasos de marcha llenos de decisión por la pista de baile. Y de pronto ocurrió algo inexplicable. Estaba bailando con la chica, paró la orquesta y ella había desaparecido.

—¿La ha visto usted?

—¿A quién?

—A la chica con la que estaba bailando. Ha desaparecido de repente. Tiene que estar aún en el local…

—¡No! ¡No! Ésos son los lavabos de señoras.

Se quedó en la barra del bar. Había otros dos hombres allí, pero no se le ocurría nada con que iniciar una conversación. Les podría haber contado todo lo que sabía de Roma y los orígenes violentos de las familias Colonna y Gaetani, pero se daba cuenta de que, como comienzo, resultaba más bien abrupto. De la repisa de los cigarros se cayó de repente al suelo toda una hilera de muñecas rusas; se armó el alboroto consiguiente y Dick tenía la sensación de ser él el que lo había causado, así que volvió al cabaret y se tomó un café cargado. Collis se había marchado, la inglesita se había marchado y no parecía que pudiera hacer otra cosa que regresar al hotel y dejarse caer en la cama, deprimido como estaba. Pagó la cuenta y recogió el sombrero y el abrigo.

Había agua sucia en los arroyos y entre los toscos adoquines; empañaba el aire de la mañana una bruma pantanosa de la Campagna, como el sudor de cultivos agotados. Dick se vio rodeado por un cuarteto de taxistas a los que les bailaban los ojillos en sus bolsas oscuras. Apartó de un manotazo a uno de ellos que en su insistencia parecía echársele encima.

Quanto a Hotel Quirinal.

Cento lire.

Seis dólares. Hizo un gesto negativo con la cabeza y ofreció treinta liras, que era el doble de la tarifa de día, pero se encogieron de hombros como un solo hombre e hicieron ademán de alejarse.

Trente-cinque liras e mancie[31] —dijo con firmeza.

Cento lire.

Se puso a hablar en inglés.

—¡Pero si está a menos de un kilómetro! Les pago cuarenta liras.

—Oh, no.

Estaba muy cansado. Abrió la puerta de uno de los taxis y se metió dentro.

—¡Hotel Quirinal! —dijo al taxista, que seguía obstinado fuera del taxi—. Deje de mirarme con esa cara de burla y lléveme al Quirinal.

—Ah, no.

Dick salió del taxi. Junto a la puerta del Bonbonieri un hombre estaba discutiendo con los taxistas y trató de explicarle a Dick cuál era la actitud de éstos; uno de ellos volvió a acercarse, insistiendo y gesticulando, y Dick lo apartó de un empujón.

—Quiero ir al Hotel Quirinal.

Dise quiere siento lire —explicó el intérprete.

—Sí, ya lo sé. Le doy cincuenta liras. Lárguese de una vez.

Esto último se lo había dicho al que más insistía, que había vuelto a pegársele. El hombre le miró y escupió con desprecio.

Dick sintió cómo se le acumulaba de golpe toda la vehemente impaciencia de esa semana hasta no quedarle otro desahogo que la violencia, que era el recurso tradicional, el recurso honorable de su país; dio un paso adelante y abofeteó a aquel hombre.

Se lanzaron todos sobre él, amenazantes, agitando los brazos y tratando de rodearle sin conseguirlo. Dick, de espaldas contra la pared, asestaba golpes al azar, medio riéndose, y durante unos minutos representaron ante la puerta aquella parodia de pelea, en la que todo eran empujones, acometidas frustradas y puñetazos en el vacío. De pronto Dick dio un traspié y se cayó al suelo; se había hecho daño, pero trató de levantarse luchando contra brazos que de repente se apartaron. Había intervenido alguien, una voz nueva, y empezó una nueva discusión, pero él se apoyó en la pared, jadeante y furioso por el oprobio de que había sido objeto. Se daba cuenta de que nadie se ponía de su parte, pero se negaba a considerar que la razón no fuera suya. Iban a ir a la comisaría de policía a zanjar aquel asunto. Recuperaron su sombrero y se lo entregaron; alguien le agarró del brazo sin hacer presión apenas y, junto con los taxistas, dio la vuelta a la esquina y entró en una habitación inhóspita en donde unos carabiniere holgazaneaban a la luz mortecina de una bombilla.

Ante una mesa estaba sentado un capitán, a quien el solícito individuo que había parado la pelea le explicó detalladamente en italiano lo que había pasado, señalando de vez en cuando a Dick y dejándose interrumpir por los taxistas, que soltaban entrecortados insultos y acusaciones. El capitán comenzó a sacudir la cabeza con impaciencia. Levantó la mano y la hidra de cuatro cabezas, con unas cuantas exclamaciones últimas, cesó su discurso. Luego se volvió a Dick.

—¿Habla italiano? —preguntó.

—No.

—¿Habla français?

—Oué —dijo Dick, mirándole ceñudo.

Alors. Écoute. Va au Quirinal. Espèce d'endormi. Écoute: vous êtes saoûl. Payez ce que le chauffeur demande. Comprenez-vous?[32].

Dick negó con la cabeza.

Non, je ne veux pas[33].

Comme[34]?

Je paierai quarante lires. C’est bien assez[35]. El capitán se levantó.

Écoute! —gritó en tono amenazador—. Vous étes saoúl. Vous avez battu le chauffeur. Comme ci, comme ça[36].

Se puso a dar golpes al aire, acalorado, con la mano derecha y luego con la izquierda.

C'est bon que je vous donne la liberté ce qu'il Payez un dit. Cento lire Va au Quirina[37].

Furioso al sentirse humillado, Dick se encaró con él.

—Muy bien.

Se dirigió ciego de rabia a la puerta. Ante él, mirándole con aire socarrón, estaba el que le había llevado a la comisaría.

—¡Me iré! —gritó—. Pero antes le voy a dar su merecido a este tipo.

Pasó ante los carabinieri, que le miraban boquiabiertos, y al llegar al que sonreía burlón le asestó un formidable directo con la izquierda en la mandíbula. El hombre cayó desplomado.

Por un momento se quedó contemplándolo con salvaje expresión de triunfo. Pero justo cuando le empezaba a entrar un asomo de duda todo pareció dar vueltas en torno a él. Lo derribaron a porrazos y se pusieron a darle puñetazos y puntapiés con las botas a un ritmo salvaje. Sintió que se le partía la nariz como si fuera un trozo de madera y que se le saltaban los ojos como si estuvieran sujetos con gomas dentro de la cabeza. De un fuerte pisotón le hicieron astillas una costilla. Perdió el conocimiento momentáneamente y cuando lo recobró lo habían sentado y le estaban poniendo unas esposas. Se resistió automáticamente. El teniente de paisano al que había derribado se tocaba la mandíbula con un pañuelo y luego lo examinaba para ver si tenía sangre. Se acercó a Dick, afirmó los pies en el suelo y, tomando impulso con el brazo, lo tumbó de un solo golpe.

Mientras el doctor Diver yacía inmóvil en el suelo, le echaron agua encima con un cubo. Luego le arrastraron, amarrándole por las muñecas y, logrando abrir un ojo apenas, reconoció, a través de una bruma ensangrentada, el rostro espectral de uno de los taxistas.

—Vaya al Hotel Excelsior —le dijo con un hilillo de voz—. Avise a la señorita Warren. ¡Doscientas liras! Señorita Warren. Due centi lire. ¡Oh, cerdos…! Oh Dios…

Se ahogaba y sollozaba mientras le seguían arrastrando a través de la bruma ensangrentada por vagas superficies irregulares hasta que llegaron a un cuartucho y lo dejaron caer sobre un suelo empedrado. Los demás salieron, se oyó un portazo y se encontró solo.