XXI

Rosemary tenía otro compromiso para cenar, una fiesta de cumpleaños de uno de los del equipo. Dick se encontró a Collis Clay en el vestíbulo del hotel, pero quería cenar solo y se inventó que tenía un compromiso para cenar en el Excelsior. Se tomó un combinado con Collis y el vago descontento que sentía se convirtió en impaciencia: ya no tenía ninguna excusa para seguir faltando de la clínica. Lo de Rosemary, más que una obsesión amorosa, era un recuerdo romántico. Nicole era su mujer. A menudo se sentía angustiado a causa suya, pero no por eso dejaba de ser su mujer. Dedicarle tiempo a Rosemary era darse gusto a sí mismo egoístamente. Pero dedicarle tiempo a Collis era perderlo de la manera más inútil.

En la entrada del Excelsior se encontró con Baby Warren. Sus ojos grandes y bonitos, que parecían exactamente de jaspe, se quedaron fijos en él con sorpresa y curiosidad.

—¡Pero Dick, yo te hacía en América! ¿Está Nicole contigo?

—He regresado por Nápoles.

El brazalete negro que llevaba le recordó a Baby qué tenía que decir:

—Siento mucho lo ocurrido.

Como era inevitable, cenaron juntos.

—Cuéntamelo todo —pidió Baby.

Dick le dio una versión de los hechos y Baby frunció el ceño. Necesitaba echarle la culpa a alguien de la tragedia de su hermana.

—¿Tú crees que el doctor Dohmler hizo lo que debía haber hecho con ella desde el principio?

—Hoy día los tratamientos no difieren mucho entre sí. Naturalmente, siempre se procura encontrar la persona adecuada para cada caso.

—Dick, no es que pretenda darte consejos ni saber mucho al respecto, pero ¿no crees que un cambio le podría sentar bien? ¿No sería mejor que saliera de ese ambiente, siempre rodeada de enfermos, y llevara una vida normal, como el resto de la gente?

—Pero tú tenías mucho interés en lo de la clínica —le recordó—. Me dijiste que nunca te ibas a sentir realmente tranquila con respecto a ella…

—Pero eso fue cuando estabais llevando aquella vida de ermitaños en la Riviera, en lo alto de una colina aislados del resto de la humanidad. Yo no digo que volváis a llevar esa vida. Estoy pensando, por ejemplo, en Londres. Los ingleses son la raza más equilibrada del mundo.

—No, no lo son —protestó Dick.

—Sí lo son. Yo los conozco muy bien. Lo que quiero decir es que sería estupendo que alquilarais una casa en Londres para la primavera. Sé de una casa en Talbot Square, que podríais alquilar amueblada, que es un ensueño. Viviríais entre ingleses, gente sensata y muy equilibrada.

Baby habría pasado a continuación a repetirle todos los viejos clichés propagandísticos de la guerra del 14 si él no se hubiera echado a reír, diciendo:

—Acabo de leer un libro de Michael Arlen, y si eso es… Baby, blandiendo la cuchara de la ensalada, acabó con Michael Arlen de un solo movimiento.

—Arlen sólo escribe sobre degenerados. Yo me refiero a los ingleses que valen la pena.

Mientras ella ponía de esa manera el punto final sobre sus amigos, éstos fueron sustituidos en la mente de Dick únicamente por una visión de los rostros ajenos e inexpresivos que poblaban los pequeños hoteles de Europa.

—Desde luego, no es asunto mío —repitió Baby como preliminar para un nuevo ataque—, pero dejarla totalmente sola en un ambiente como ése…

—Tuve que ir a América porque mi padre murió.

—No, si lo entiendo. Ya te he dicho que lo sentía. Se puso a jugar nerviosamente con las uvas de cristal de su collar.

—Pero ahora tenemos tanto dinero. Hay dinero de sobra para cualquier cosa, y debería emplearse en curar a Nicole.

—En primer lugar, no me veo viviendo en Londres.

—Pero ¿por qué no? No veo por qué no vas a poder trabajar allí tan bien como en cualquier otra parte.

Dick se retrepó en su asiento y la observó. No cabía duda de que, si alguna vez había sospechado la sórdida verdad, la verdadera razón de la enfermedad de Nicole, había decidido negársela a sí misma y la había arrinconado en algún armario polvoriento como hacía con las pinturas que compraba por equivocación.

Continuaron la conversación en el Ulpia, que estaba en un sótano lleno de toneles de vino; un guitarrista muy dotado rasgueaba estruendosamente los acordes de Suona Fan para Mia. Collis Clay se acercó a saludarlos y se sentó con ellos.

—Es posible que yo no fuera la persona adecuada para Nicole —dijo Dick—. Pero, en todo caso, es muy probable que se hubiera casado con alguien parecido a mí, alguien n quien ella pensara que podía apoyarse… indefinidamente.

—¿Tú crees que podría ser más feliz con algún otro? —exclamó de pronto Baby, como si estuviera pensando en voz alta—. Porque si es así, se podría arreglar.

Pero en cuanto vio a Dick estallar en una risa incontrolable, se dio cuenta de lo ridícula que había sido su observación.

—Bueno, ya me entiendes —dijo, como para tranquilizarle—. No te vayas a creer que no estamos agradecidos por todo lo que has hecho. Y nos consta que no ha sido fácil.

—¡Por Dios, Baby!, —protestó—. Si yo no quisiera a Nicole, tal vez fuera diferente.

—Pero ¿realmente la quieres? —preguntó alarmada. Collis estaba empezando a enterarse de la conversación y Dick se apresuró a cambiar de tema:

—¿Y por qué no hablamos de otra cosa? De ti, por ejemplo. ¿Por qué no te casas? Alguien nos dijo que estabas prometida a Lord Paley, el primo de…

—Oh, no.

Se volvió tímida y esquiva.

—Eso fue el año pasado.

—¿Por qué no te casas? —insistió Dick con obstinación.

—No sé. A uno de los hombres que quise lo mataron en la guerra y el otro me dejó.

—Cuéntamelo. Háblame de tu vida privada, Baby, de lo que piensas de las cosas. Nunca lo haces. Siempre hablamos de Nicole.

—Los dos eran ingleses. No creo que haya en el mundo un tipo de hombre superior a un inglés de primera, ¿no estás de acuerdo? O si lo hay, yo no lo he conocido. Este hombre… Oh, es una historia muy larga. Detesto las historias largas. ¿Tú no?

—¡Desde luego! —dijo Collis.

—Yo no. Me gustan si son buenas.

—Eso es algo que tú haces tan bien, Dick. Eres capaz de mantener a un grupo animado con una frasecita de nada o un comentario de cuando en cuando. Me parece un don envidiable.

—Es un truco —se limitó a decir Dick. Con ésa eran tres las opiniones de ella con las que no estaba de acuerdo.

—Por supuesto, me gusta observar las convenciones sociales. Me gusta que las cosas sean como deben de ser, y en gran escala. A ti tal vez no te guste eso, pero debes reconocer que es un signo de solidez en mí.

Esta vez Dick ni siquiera se molestó en disentir de su opinión.

—Por supuesto, sé que la gente va diciendo que Baby Warren recorre toda Europa siempre a la caza de la última novedad y se está perdiendo lo mejor de la vida, pero creo, por el contrario, que soy una de las pocas personas que sabe discernir realmente qué es lo mejor. He conocido a la gente más interesante de mi época.

Su voz se hizo opaca contra el sonido agudo de un nuevo número de guitarra, pero logró imponerse a él.

—He cometido muy pocos errores graves.

—Sólo los más graves, Baby.

Había notado un destello burlón en la mirada de Dick y cambió de conversación. Parecía imposible que pudieran tener nada en común. Sin embargo, había algo en ella que Dick admiraba, y se despidió de ella en el Excelsior con una serie de lisonjas que la dejaron deslumbrada.

Al día siguiente, Rosemary insistió en invitar a comer a Dick. Fueron a una pequeña trattoria[29] que llevaba un italiano que había estado trabajando en América y comieron huevos con jamón y waffles[30]. Después volvieron al hotel. Dick había descubierto que no estaba enamorado de ella, ni ella tampoco lo estaba de él, pero aquel descubrimiento, en lugar de ser causa de que disminuyera su pasión por ella, había hecho que aumentara. Ahora que sabía que no iba a ocupar un lugar más importante en su vida, se había convertido para él en una mujer misteriosa. Suponía que era eso simplemente lo que querían decir muchos hombres cuando decían que estaban enamorados.

Pero aquello nada tenía que ver con la apasionada sumisión del alma, la inmersión de todos los colores en un solo tinte oscuro que había sido su amor por Nicole. Cuando pensaba, por ejemplo, en la posibilidad de que Nicole muriera, o se hundiera en un vacío mental absoluto, o se enamorara de otro hombre, se sentía físicamente enfermo. Nicotera estaba en la salita de Rosemary y los dos hablaban de algún asunto profesional. Cuando Rosemary le dio a entender que ya era hora de que se fuera, se marchó entre protestas jocosas y dirigiéndole a Dick una mirada bastante insolente. Como de costumbre, el teléfono no cesó de sonar, y Rosemary estuvo hablando unos diez minutos mientras Dick se impacientaba cada vez más.

—Vamos a mi habitación —sugirió, y ella aceptó. Rosemary se echó en el amplio sofá con la cabeza apoyada en las rodillas de Dick y él se puso a jugar con los graciosos mechones que le caían sobre la frente.

—¿Me dejas que siga siendo curioso? —preguntó.

—¿Qué quieres saber?

—De hombres. Tengo curiosidad, por no decir un deseo enfermizo.

—¿Lo que quieres saber es cuánto tardé después de conocerte a ti?

—O antes.

—Oh, no.

Pareció ofenderse.

—No hubo nada antes. Tú fuiste el primer hombre por el que sentí algo. Y sigues siendo el único por el que realmente siento algo.

Reflexionó un instante.

—Creo que fue un año después, más o menos.

—¿Quién era?

—Oh, un hombre.

Ante su evasiva, la acosó.

—¿A que yo mismo te lo puedo decir? La primera historia fue insatisfactoria y después hubo una gran laguna. La segunda fue mejor, pero en realidad no estabas enamorada de él. La tercera estuvo bien…

Era una tortura para él, pero siguió.

—Luego tuviste lo que era evidentemente una verdadera relación, pero para entonces ya habías empezada a preocuparte de no tener nada que ofrecer al hombre que finalmente amaras.

Se sentía cada vez más intransigente.

—Después tuviste media docena de aventuritas intrascendentes, hasta el momento actual. ¿Ha sido así o no? Ella rompió a reír, pero tenía lágrimas en los ojos.

No has acertado ni una —dijo, y Dick sintió un gran alivio—. Pero algún día encontraré a alguien a quien pueda amar de verdad y no le dejaré escapar.

En ese momento sonó el teléfono y Dick reconoció la voz de Nicotera, que preguntaba por Rosemary. Tapó el micrófono con la mano.

—¿Quieres hablar con él?

Rosemary fue al teléfono y farfulló unas palabras en italiano que Dick no entendió.

—El día se pasa rápido con tanto hablar por teléfono —dijo Dick—. Son más de las cuatro y tengo una cita a las cinco. Más vale que vayas a divertirte con tu signora Nicotera.

—No seas tonto.

—Pues entonces, creo que mientras esté yo aquí no deberías contar con él.

—No es tan fácil como crees.

Se había puesto a llorar de pronto.

—Dick, de verdad te quiero. No he querido a nadie orno a ti. Pero ¿qué me puedes ofrecer tú?

—¿Y qué puede ofrecerle a nadie ese Nicotera?

—Es distinto.

«Porque la juventud atrae a la juventud».

—¡Es un latino aceitoso! —dijo. Estaba loco de celos; no quería volver a sufrir.

—Es sólo un crío —dijo Rosemary, lloriqueando—: Sabes muy bien que para mí no hay nadie por encima de ti.

Dick reaccionó rodeándola con los brazos, pero ella se echó hacia atrás como si le fallaran las fuerzas. La tuvo así abrazada un rato, como si fueran las últimas notas de un adagio. Tenía los ojos cerrados y le colgaban los cabellos como a una ahogada.

—Dick, suéltame. No me he sentido más confusa en toda mi vida.

Era un pájaro malhumorado de penacho rojo e instintivamente se apartó de él, como si sus celos injustificados amenazaran con aplastar otros atributos que ella valoraba, como el respeto y la comprensión.

—Quiero saber la verdad —dijo Dick.

—De acuerdo. Nos vemos mucho y quiere casarse conmigo, pero yo no quiero. Eso es todo. ¿Qué quieres que haga yo? Tú nunca me has dicho que quieras casarte conmigo. ¿Qué quieres, que me pase el resto de mi vida tonteando con imbéciles como Collis Clay?

—¿Estabas anoche con Nicotera?

—¿Y a ti qué te importa? —contestó entre sollozos—. Perdóname, Dick. Claro que te importa. Tú y mamá sois las únicas personas que quiero en el mundo.

—¿Y Nicotera?

—¡Y yo qué sé!

Sus respuestas tenían un aire tan evasivo que la menor cosa que decía adquiría un significado oculto.

—¿Es lo mismo que sentías por mí en París?

—Me siento a gusto y feliz cuando estoy contigo. En París era diferente. ¡Pero cómo se puede saber lo que se ha sentido años atrás! ¿Acaso tú puedes?

Dick se levantó y fue a coger la ropa que se iba a poner para salir. Aunque se le llenara el corazón de toda la amargura y el odio del mundo, no se iba a volver a enamorar de ella.

—¡Nicotera no me importa nada! —afirmó Rosemary—. Pero mañana tengo que ir a Livorno con todo el equipo. ¡Oh, por qué habrá tenido que pasar esto!

De nuevo se puso a llorar.

—¡Qué rabia me da! ¿Por qué tuviste que venir? ¿No habría sido mejor que nos hubiéramos quedado con el recuerdo? Me siento como si me hubiera peleado con mamá.

Al empezar Dick a vestirse, Rosemary se levantó y fue hacia la puerta.

—No voy a ir a la fiesta de esta noche.

Era su último esfuerzo.

—Me quedaré contigo. De todas maneras, no me apetece nada ir.

Dick empezó a sentir una nueva oleada de emoción, pero se contuvo.

—Estaré en mi cuarto —dijo ella—. Adiós, Dick. —Adiós.

—¡Qué rabia me da! ¡Qué rabia! Pero ¿qué es lo que nos pasa realmente?

—Hace mucho tiempo que me lo pregunto. —¿Y por qué me lo has tenido que volver a traer?

—Debo ser como la Peste —dijo Dick pausadamente——. Parece que ya no puedo hacer feliz a nadie.