Una vez que salió del ascensor, Dick siguió por un corredor tortuoso y al fin oyó una voz distante que salía de una puerta entreabierta y dirigió sus pasos hacia allí. Rosemary llevaba un pijama negro; en la habitación estaba todavía el carrito con los restos de la comida. Estaba tomando café.
—Sigues siendo muy guapa —dijo Dick—. Un poco más guapa incluso.
—¿Quieres café, jovencito?
—Perdona el aspecto que tenía esta mañana.
—Sí, tenías mal aspecto. ¿Te encuentras bien ya? ¿Quieres café?
—No, gracias.
—Estás otra vez muy bien. Esta mañana me asusté. Mamá va a venir el mes que viene, si seguimos rodando aquí. Siempre me pregunta si te he visto por aquí, como si pensara que vivimos en casas contiguas. A mamá siempre le gustaste. Pensaba que eras una persona que valía la pena que conociera.
—Pues me alegro de que todavía se acuerde de mí.
—¡Claro que se acuerda! —le aseguró Rosemary—. Muchísimo, además.
—Te he visto en alguna película que otra —dijo Dick—. Una vez hice que proyectaran La niña de papá sólo para mí.
—Pues en esta de ahora tengo un papel muy bueno, si no lo cortan.
Rosemary se levantó y le rozó el hombro a Dick al pasar por detrás de él. Llamó a recepción para que se llevaran el carrito y luego se acomodó en un sillón.
—Cuando te conocí era sólo una niña; Dick. Ahora soy una mujer.
—Quiero que me cuentes todo lo que has hecho estos años.
—¿Cómo está Nicole? ¿Y Lanier y Topsy?
—Están todos muy bien. Se acuerdan mucho de ti.
Sonó el teléfono. Mientras ella lo contestaba, Dick se puso a hojear dos novelas, una de Edna Ferber y la otra de Albert McKisco. Entró el camarero a llevarse el carrito. Privada de su presencia, Rosemary parecía más sola con su pijama negro.
—Tengo una visita… No, no muy bien. Tengo que ir a probarme un vestido para la película y puede que tarde mucho… No, ahora no.
Como si se hubiera sentido liberada al desaparecer el carrito, Rosemary sonrió a Dick. Era una sonrisa que parecía querer decir que los dos juntos habían conseguido librarse de todas las penalidades del mundo y ahora estaban en paz en su paraíso particular.
—Ya está hecho —dijo—. No sé si sabrás que me he pasado la última hora preparándome para recibirte.
Pero el teléfono volvió a sonar. Dick se levantó para quitar su sombrero de la cama y ponerlo en la banqueta del equipaje y Rosemary, alarmada, tapó el micrófono con la mano.
—¡No te estarás yendo!
—No.
Cuando terminó de hablar, Dick trató de conseguir que le dedicara la tarde a él, diciendo:
—Ahora espero que la gente me dé nutrimento.
—Yo también —convino Rosemary—. El hombre que me acaba de telefonear conoció una vez a un primo segundo mío. ¿Te imaginas que se pueda llamar a alguien por un motivo así?
Dejó la habitación a media luz en preparación para el amor. ¿Para qué si no iba a querer ocultarse a su vista? Las palabras que Dick le dirigía eran como cartas, como si tardaran un tiempo en llegar a ella después de que las hubiera pronunciado.
—Me cuesta estar aquí sentado, tan cerca de ti, sin besarte.
Entonces se besaron apasionadamente en el centro de la habitación. Ella se apretó contra él y luego volvió a su sillón.
No podían seguir así, en aquella situación meramente agradable. Había que avanzar o retroceder. Cuando, una vez más, sonó el teléfono, Dick fue al dormitorio y se tendió en la cama, con la novela de McKisco abierta. Enseguida entró Rosemary y se sentó junto a él.
—Tienes unas pestañas larguísimas —observó.
—Nos encontramos de nuevo en la fiesta de fin de curso. Entre los presentes está la señorita Rosemary Hoyt, que se vuelve loca por las pestañas…
Rosemary le besó y Dick la atrajo hacia sí para que se echara en la cama junto a él, y entonces se besaron hasta quedar ambos sin aliento. Rosemary tenía una respiración joven, apasionada y excitante. Sus labios estaban levemente agrietados pero eran suaves en las comisuras.
Eran todo brazos y piernas y pies y ropas y se debatían, él con los brazos y la espalda y ella con la garganta y los pechos, y de pronto Rosemary susurró:
—Ahora no. Estas cosas tienen que seguir un cierto ritmo.
Como un niño llamado al orden, tuvo que reprimir bruscamente su pasión, apartándola a algún lugar de su cerebro, pero abrazó su cuerpo frágil y la alzó ligeramente por encima de él.
—No importa, cariño —le dijo sonriente.
Al mirar su rostro desde la nueva posición, vio que había cambiado: se reflejaba en él el brillo eterno de la luna.
—Sería justicia divina si fueras tú —dijo ella.
Se separó de él, fue hasta el espejo y se atusó el pelo desordenado con las manos. Luego acercó una silla a la cama y le acarició la mejilla a Dick.
—Dime toda la verdad sobre ti —le pidió él.
—Siempre te la he dicho.
—En parte. Pero nada concuerda.
Los dos se echaron a reír, pero Dick continuó:
—¿De verdad eres virgen?
—¡Nooo! —cantó—. Me he acostado con seiscientos cuarenta hombres, si es eso lo que quieres que te diga.
—No es asunto mío.
—¿Es que quieres estudiarme para luego sacarme en alguna tesis?
—Eres una chica de veintidós años perfectamente normal viviendo en el año 1928. Me imagino que habrás tenido más de una experiencia amorosa.
—Sí, pero todas se… frustraron —dijo.
Dick no acababa de creerla. No sabía si estaba levantando deliberadamente una barrera entre los dos o si todo era un medio de conseguir que valorara más su gesto cuando finalmente se entregara a él.
—Vamos a dar un paseo por el Pincio —sugirió Dick.
Se alisó las arrugas del traje y se pasó la mano por el pelo. De algún modo, el momento había pasado igual que había llegado. Durante tres años Dick había sido el modelo con el que Rosemary comparaba a todos los demás hombres y era inevitable que lo hubiera idealizado hasta otorgarle la estatura de un héroe. No quería que fuera como todos los demás y, sin embargo, allí estaba él, con las mismas exigencias que los otros, como si quisiera arrebatarle algo que era suyo y llevárselo en el bolsillo. Mientras paseaban por el césped entre querubines y filósofos, faunos y cascadas, se agarró de su brazo acomodándose en él con una serie de pequeños reajustes, como si deseara hallar la posición definitiva porque se iba a quedar allí para siempre. Arrancó una ramita y la partió, pero no encontró jugo en ella. De pronto, al ver en el rostro de Dick lo que deseaba ver, le cogió la mano enguantada y se la besó. Luego se puso a juguetear como una chiquilla hasta que le hizo sonreír, y ella se echó a reír y empezaron a pasarlo bien.
—No puedo salir contigo esta noche, cariño, porque quedé con una gente hace mucho tiempo. Pero si te levantas temprano, te llevo mañana al rodaje.
Dick cenó solo en el hotel, se fue temprano a la cama, y a la mañana siguiente se encontró con Rosemary en el vestíbulo a las seis y media. En el coche, a su lado, resplandecía en toda su frescura, como recién creada, con el primer sol de la mañana. Salieron por Porta San Sebastiano y bajaron por Via Appia hasta llegar al inmenso decorado que representaba el Foro y que era más grande que el verdadero. Rosemary dejó a Dick en manos de un hombre que le sirvió de guía entre los grandes arcos y por las gradas y la arena del circo.
Rosemary estaba rodando en un decorado que representaba una mazmorra para prisioneros cristianos y al rato fueron allí y vieron a Nicotera, uno de los muchos Valentinos en potencia, pavoneándose y haciendo poses ante una docena de «cautivas» de ojos melancólicos e inquietantes a causa del rimmel.
Apareció Rosemary con una túnica que le llegaba a las rodillas.
—No te pierdas esto —le susurró a Dick—. Quiero que me des tu opinión. Todos los que han visto las primeras copias dicen…
—¿Qué son las primeras copias?
—Las tomas del día anterior, que se pasan para que las vea el director. Todos dicen que es la primera vez que tengo sex-appeal en una película.
—Pues yo no lo noto.
—¡Claro, tú no! Pero lo tengo.
Nicotera, en su piel de leopardo, se enfrascó en una conversación con Rosemary, mientras el electricista discutía con el director a la vez que se apoyaba en él. Finalmente, el director lo apartó bruscamente y se secó la frente sudorosa, y el guía de Dick comentó:
—Está otra vez cabreado. ¡Y qué cabreado!
—¿Quién? —preguntó Dick. Pero antes de que el otro pudiera contestar, el director se acercó a ellos con paso rápido.
—¿Quién está cabreado? ¡Tú eres el que está cabreado!
Se volvió a Dick y le habló con vehemencia, como si fuera miembro de un jurado:
—Cuando está él cabreado, se cree que todos los demás están tan cabreados como él.
Fijó su mirada iracunda en el guía un instante más y luego se puso a dar palmadas.
—¡Venga! ¡Todo el mundo a sus puestos!
Era como ir de visita a la casa de una familia numerosa en la que reinara el caos. Se le acercó a Dick una actriz y estuvo un rato hablando con él totalmente convencida de que era un actor que acababa de llegar de Londres.
Al darse cuenta de su error, echó a correr despavorida. La mayoría de aquellos cineastas se sentían, o bien claramente superiores a la gente de fuera, o bien claramente inferiores, pero el primer sentimiento era el que predominaba. Eran gente a la vez arriesgada e industriosa; habían pasado a ocupar un lugar prominente en una nación que desde hacía una década sólo quería divertirse.
El rodaje finalizó porque empezaba a nublarse. Si bien la luz era perfecta para un pintor, para la cámara no podía compararse con el aire transparente de California. Nicotera siguió a Rosemary hasta el coche y le susurró algo al oído. Ella le miró sin sonreír al despedirse de él.
Dick y Rosemary comieron en el Castelli dei Cesari, un restaurante espléndido situado en una antigua villa desde la que se dominaban las ruinas de un foro de un periodo indeterminado de la decadencia. Rosemary tomó un combinado y un poco de vino y Dick bebió lo suficiente para que se disipara la sensación de insatisfacción que tenía. Después regresaron al hotel en el coche, sintiéndose animados y felices.