XVIII

Dick llegó a Innsbruck al atardecer; envió su equipaje a uno de los hoteles y se fue caminando al centro. A la luz del crepúsculo, el emperador Maximiliano oraba de rodillas sobre su fúnebre comitiva de bronce; cuatro novicios de un seminario jesuita paseaban leyendo por los jardines de la universidad. Los recuerdos en mármol de antiguos asedios, bodas y aniversarios se desvanecieron rápidamente al ponerse el sol, y Dick tomó erbsen-suppe[28] con trocitos de salchicha, se bebió cuatro jarritas de Pilsener y rehusó un postre imponente llamado kaiser-schmarren.

A pesar de la proximidad de las montañas, Suiza estaba lejos, y Nicole estaba lejos. Paseando por el jardín más tarde, cuando ya era completamente de noche, pensó en ella de manera desapasionada y comprendió que la quería por lo que de mejor había en ella. Recordó una ocasión en que la hierba estaba húmeda y ella había ido a su encuentro a paso ligero con las finas zapatillas empapadas por el rocío. Había puesto los pies encima de sus zapatos y se había apretado contra él, ofreciéndole la cara como un libro abierto en una página.

—Piensa en cuánto me quieres —había susurrado—. No te voy a pedir que me quieras siempre como ahora, pero sí te pido que lo recuerdes. Pase lo que pase, siempre quedará en mí algo de lo que soy esta noche.

Pero Dick se había alejado de ella para poder salvarse y se puso a pensar en ello. Se había perdido á sí mismo, aunque no hubiera podido decir la hora, el día o la semana, el mes o el año en que aquello había ocurrido. En otros tiempos había sido capaz de vencer las dificultades y resolvía la más enrevesada de las ecuaciones como si se tratara del problema más simple del menos complicado de sus pacientes. Pero entre el momento en que había encontrado a Nicole como una flor bajo una piedra del lago de Zurich y el de su encuentro con Rosemary, aquella capacidad había desaparecido.

Aunque no era por naturaleza nada codicioso, el ejemplo de su padre, que había luchado por salir adelante en parroquias pobres, había despertado en él un deseo de tener dinero. No se trataba de la saludable necesidad de sentir seguridad: nunca se había sentido más seguro de sí mismo, más totalmente independiente, que en la época en que se casó con Nicole. Y, sin embargo, lo habían comprado como a un gigolo y de algún modo había permitido que encerraran su caudal en las cajas de seguridad de los Warren.

—Deberíamos haber celebrado un contrato de compraventa en toda la regla, pero todavía no se ha cerrado la transacción. He malgastado ocho años enseñando a los ricos las reglas más elementales de la ética, pero todavía no he dicho la última palabra. Todavía me quedan demasiadas cartas por jugar.

Prolongó su paseo entre los rosales descoloridos y los dulces helechos húmedos que apenas distinguía en la oscuridad.

La temperatura era suave para el mes de octubre, pero hacía suficiente fresco como para que tuviera que llevar una chaqueta gruesa de tweed abotonada al cuello con una pequeña cinta elástica. Se destacó una silueta de la forma oscura de un árbol y Dick supo, sin necesidad de verla, que era la mujer con la que se había cruzado en el vestíbulo cuando salía. Había llegado a un punto en que se enamoraba de todas las mujeres bonitas que veía, de sus siluetas a lo lejos, de sus sombras en un muro.

La mujer le daba la espalda mientras contemplaba las luces de la ciudad. Dick encendió una cerilla y ella debió oír el sonido, pero permaneció inmóvil.

¿Era aquello una invitación, o una indicación de que estaba ajena a todo? Dick llevaba mucho tiempo alejado del mundo en el que los deseos simples se satisfacen de una manera simple y se sentía torpe e inseguro. ¿No habría algún código secreto por el que se reconocieran entre sí rápidamente los que vagaban en la oscuridad de los balnearios?

Tal vez fuera él el que tuviera que dar el siguiente paso. Los niños, aunque no se conozcan, simplemente se sonríen y dicen: ¿Jugamos?

Se acercó un poco más y la sombra se hizo a un lado. Lo más probable era que le rechazara desdeñosamente tomándole por uno de esos viajantes sinvergüenzas de los que él había oído hablar en su juventud. El corazón le latía fuertemente ante la presencia de lo desconocido, lo inexplorado, lo que no se podía analizar ni explicar. De repente se dio la vuelta, y al mismo tiempo la muchacha rompió la figura que formaba su silueta contra el follaje, le dio un rodeo a un banco con paso no apresurado pero firme y tomó el sendero que llevaba de vuelta al hotel.

A la mañana siguiente, acompañado de un guía y otros dos hombres, Dick emprendió el ascenso al Birkkarspitze. ¡Qué magnífica sensación oír desde arriba los cencerros de las vacas que pastaban en los prados más altos! Dick deseaba que llegara ya la noche para estar en el albergue feliz con su fatiga y confiado en la autoridad del guía, deleitándose en su propio anonimato. Pero al mediodía el tiempo cambió. Cayó aguanieve y granizo y los truenos retumbaron en las montañas. Dick y uno de los otros dos excursionistas querían seguir, pero el guía se negó. Con gran pesar iniciaron el camino de regreso a Innsbruck, lleno de dificultades, con intención de volver a salir al día siguiente.

Después de haber cenado y de haberse bebido una botella de vino del país bastante fuerte en el comedor desierto, Dick sintió una gran desazón; sin saber por qué, hasta que se acordó del jardín. Se había cruzado con la muchacha en el vestíbulo antes de la cena y esta vez ella le había mirado con interés, pero aquello le seguía preocupando: ¿Por qué? Si en mis tiempos podía haber conseguido a casi todas las mujeres bonitas que hubiera querido, ¿por qué empezar ahora? ¿Con un fantasma, con un fragmento de mi deseo? ¿Por qué?

Su imaginación trataba de arrastrarle, pero al final acabaron triunfando su viejo ascetismo y la falta de costumbre que en realidad tenía: ¡Cielo santo! Lo mismo podría volver a la Riviera y acostarme con Janice Caricamento o con la chica de los Wilburhazy. ¿Voy a empequeñecer todo lo de estos años con algo tan vulgar y de tan poco valor?

Pero no conseguía calmarse, y se fue a la terraza y subió a su cuarto a reflexionar. El estar solo física y espiritualmente engendra soledad y la soledad engendra más soledad.

Una vez arriba, se puso a dar vueltas por la habitación pensando en aquello que le preocupaba y extendió las ropas de hacer montañismo sobre el radiador tibio para que se secaran. Volvió a ver el telegrama de Nicole, que todavía no había abierto, con el que ella le acompañaba diariamente en su viaje. No había querido abrirlo antes de la cena, tal vez por lo del jardín. Era un telegrama de Buffalo reexpedido desde Zurich.

Tu padre ha muerto esta noche plácidamente.

Holmes

Sintió un dolor tan agudo que tuvo que juntar todas sus fuerzas para poder resistirlo, pero no pudo evitar que se le extendiera por los riñones, por el estómago, por la garganta.

Volvió a leer el telegrama. Se sentó en la cama, jadeante y con la mirada fija. Su primera reacción fue la típica reacción egoísta de un niño ante la muerte de su padre o de su madre: ¿Qué va a ser de mí ahora que no puedo contar con la protección más segura que tenía, la primera que tuve?

Una vez dominado ese terror ancestral, se puso otra vez a dar vueltas por la habitación, deteniéndose de vez en cuando a mirar el telegrama. Holmes era oficialmente coadjutor de su padre, pero, de hecho, y desde hacía ya diez años, era el párroco. ¿De qué había muerto? De viejo: tenía setenta y cinco años. Había vivido muchos años.

A Dick le entristecía que hubiera muerto solo. Su mujer y sus hermanos y hermanas habían muerto antes que él; tenía primos en Virginia, pero eran pobres y no podían permitirse viajar al norte. De modo que el telegrama lo había tenido que firmar Holmes. Dick quería mucho a su padre: siempre que tenía que tomar alguna decisión pensaba primero en lo que su padre hubiera opinado o hubiera hecho. Había nacido varios meses después de la muerte de dos hermanas de corta edad, y su padre, previendo cuál sería la reacción de su madre, había evitado que se convirtiera en un niño malcriado al encargarse él mismo de su educación. Aunque era un hombre sin gran vitalidad, se había impuesto aquella tarea.

En el verano padre e hijo bajaban caminando al centro para que les limpiaran los zapatos, Dick con su traje de marinero de dril almidonado y su padre siempre con su hábito de clérigo de corte impecable, muy orgulloso de su hijo, que era un niño muy guapo. Le enseñaba a Dick todo lo que sabía de la vida, que no era demasiado pero casi todo verdad, cosas simples, normas de conducta que correspondían a su rango de clérigo. «Una vez, en una ciudad a la que acababa de llegar, poco después de que me ordenaran, entré en una sala llena de gente y no sabía muy bien quién era la dueña de la casa. Varias personas que conocía se acercaron a mí, pero no les hice caso porque acababa de ver a una señora de pelo gris sentada junto a una ventana al otro extremo de la sala. Fui hasta ella y me presenté. Después de eso hice muchos amigos en aquella ciudad».

Su padre había hecho aquello porque tenía buen corazón. Estaba seguro de lo que era y muy orgulloso de aquellas dos viudas tan dignas que le habían inculcado que no había nada superior a los «buenos instintos», el honor, la cortesía y el valor.

Siempre consideró que el pequeño capital que había h fado su esposa pertenecía a su hijo, y mientras cursaba estudios superiores y luego en la Facultad de Medicina le envió regularmente un cheque que cubría todos sus gastos cuatro veces al año. Era uno de esos hombres de los que en la era próspera se decía sentenciosamente: «Era todo un caballero, pero no tenía mucha energía».

Dick hizo que le trajeran un periódico. Sin dejar de dar vueltas y de leer y releer el telegrama que seguía abierto en su buró, decidió en qué barco se iba a ir a América. Luego puso una conferencia a Nicole en Zurich, y mientras esperaba que se la dieran se acordó de muchas cosas y se preguntó si había sido siempre todo lo bueno que había querido ser.