XVII

Tommy Barban era un líder. Tommy era un héroe. Dick se lo encontró por casualidad en Munich, en la Marienplatz, en uno de esos cafés en donde los tahúres de tres al cuarto echaban los dados en esteras con pretensiones de alfombra. Todo eran discusiones políticas y ruido de naipes en el ambiente.

Tommy estaba en una de las mesas y se reía con su risa marcial: ¡Umb-jajaja! ¡Umb-jajaja! Por lo general bebía poco. Su juego era el valor y sus camaradas le tenían siempre un poco de miedo. Hacía poco que un cirujano de Varsovia le había extirpado una octava parte de la superficie del cráneo, que se estaba soldando bajo el pelo, y el tipo más endeble de los que se encontraban en el café le podría haber matado simplemente golpeándole con el nudo de una servilleta.

—Te presento al príncipe Chillicheff…

Éste era un ruso de cara grisácea y estropeada que tendría unos cincuenta años.

—… y al señor McKibben, y al señor Hannan.

Este último, que era una especie de bola vivaracha de pelo y ojos negros, un verdadero payaso, le dijo inmediatamente a Dick:

—… Antes de darle la mano, quiero que me explique una cosa: ¿Por qué anda por ahí tonteando con mi tía?

—¿Cómo dice?

—Ya me ha oído. En todo caso, ¿qué es lo que tiene que hacer aquí en Munich?

—¡Umb-jajaja! —rió Tommy.

—¿Es que no tiene usted tías? ¿Por qué no tontea con ellas?

Dick se echó a reír, con lo cual el otro cambió de táctica.

—Bueno. No vamos a hablar más de tías. ¿Cómo sé yo que no es todo un invento suyo? Llega usted aquí, un completo desconocido al que no hace ni media hora que conozco y me viene con no sé qué historia disparatada de sus tías. ¿Cómo puedo saber yo todas las cosas suyas que se ha callado?

Tommy rió de nuevo y luego dijo, afablemente pero con firmeza:

—Ya está bien, Carly. Siéntate, Dick. ¿Cómo estás? ¿Cómo está Nicole?

A Tommy ningún hombre le inspiraba mucha simpatía, ni tampoco sentía la presencia de otro hombre con mucha intensidad. Siempre estaba perfectamente relajado, preparado para el combate, como ocurre con los buenos deportistas que, cuando están de suplentes, están realmente descansando la mayor parte del tiempo, mientras que alguien menos preparado hace creer que está descansando pero la constante tensión nerviosa le deja físicamente agotado.

Hannan, que nunca se daba por vencido del todo, pasó a un piano que estaba al lado de la mesa y, con el rencor pintado en el rostro cada vez que miraba a Dick, se puso a jugar con el teclado, murmurando de vez en cuando «Tus tías» y, con una cadencia mortecina, «En todo caso, yo no he dicho tías. Lo que dije fue crías».

—Bueno, ¿cómo estás? —volvió a decir Tommy—. No tienes un aire tan… (no le salía la palabra)… tan desenvuelto como solías. Tan animado. Bueno, ya me entiendes.

Parecía una manera bastante enojosa de decirle que había perdido vitalidad y Dick iba a replicar con un comentario sobre los trajes extravagantes que llevaban Tommy y el príncipe Chillicheff, de un corte y dibujo lo suficientemente fantásticos como para pasearse por Beale Street un domingo por la mañana, pero el príncipe se le adelantó.

—Veo que está mirando nuestros trajes —dijo—. Acabamos de volver de Rusia.

—Los hizo en Polonia el sastre de la Corte —dijo Tommy—. Absolutamente cierto. El propio sastre de Pilsudski.

—¿Han estado haciendo turismo? —preguntó Dick.

Se echaron a reír los dos, y el príncipe, a la vez que reía, le daba palmadas en la espalda a Tommy con gran exageración.

—Sí, hemos estado haciendo turismo. Eso es, turismo. Nos hemos recorrido todas las Rusias como turistas de honor.

Dick esperaba una aclaración. Se la hizo el señor McKibben en dos palabras.

—Se fugaron.

—¿Estaban prisioneros en Rusia?

—Yo —explicó el príncipe Chillicheff, mirando fijamente a Dick con sus ojos apagados de color amarillento—. No prisionero, sino oculto.

—¿Les costó mucho salir de allí?

—Un poco. Dejamos tres Guardias Rojos muertos en la frontera. Tommy dejó dos —dijo levantando dos dedos a la manera de los franceses—. Yo dejé uno.

—Eso es lo que no entiendo —dijo el señor McKibben—. ¿Por qué se iban a oponer a que saliera de allí?

Hannan, que seguía sentado al piano, volvió la cabeza y, con un guiño, les dijo a los otros:

—Mac se cree que un comunista es un niño que hace la comunión.

Era el relato de una huida en la mejor tradición: un aristócrata escondido durante nueve años en la casa de un antiguo criado y trabajando en una panadería del Estado; su hija de dieciocho años que está en París y conoce a Tommy Barban… Mientras contaban la historia, Dick llegó a la conclusión de que la vida de aquel vestigio del pasado apergaminado y de cartón piedra no valía la de tres hombres jóvenes. Surgió la cuestión de si Tommy y Chillicheff habían pasado miedo.

—Cuando tenía frío —dijo Tommy—. Siempre me asusto cuando tengo frío. En la guerra siempre que tenía frío me entraba miedo.

McKibben se puso en pie.

—Me tengo que ir. Mañana por la mañana tengo que ir a Innsbruck en coche con mi mujer y mis hijos… y la institutriz.

—Yo también voy allí mañana —dijo Dick.

—¿De veras? —exclamó McKibben—. ¿Por qué no se viene con nosotros? Es un Packard grande y sólo vamos mi mujer, mis hijos y yo… y la institutriz.

—No, muchas gracias, pero…

—Bueno, no es realmente una institutriz —dijo al fin McKibben, dirigiendo a Dick una mirada bastante patética—, y además, mi mujer conoce a su cuñada, Baby Warren.

Pero Dick no estaba dispuesto a dejarse arrastrar a ciegas.

—He prometido a dos amigos que iba a ir con ellos. McKibben puso cara de quedarse decepcionado.

—¡Ah! Bueno, en tal caso… Adiós.

Fue a desenganchar a dos fox-terrier de raza atados a una mesa próxima, pero no se decidía a marcharse. Dick se imaginó el Packard abarrotado avanzando trabajosamente por la carretera de Innsbruck, con los McKibben y sus hijos, el equipaje, unos perros ladrando… y la institutriz.

—El periódico dice que se sabe quién lo mató —estaba diciendo Tommy—. Pero sus primos no querían que saliera en los periódicos porque ocurrió en un speakeasy[27]. ¿Qué les parece?

—Es lo que se llama orgullo de familia.

Hannan tocó un acorde muy sonoro en el piano para atraerse la atención de los otros.

—A mí me parece que las primeras cosas que hizo no se sostienen —dijo—. Incluso olvidándonos de los europeos hay por lo menos una docena de americanos que pueden hacer lo que North hacía tan bien como él.

Era la primera indicación que tenía Dick de que estaban hablando de Abe North.

—La única diferencia es que Abe lo hizo primero —dijo Tommy.

—No estoy de acuerdo —dijo Hannan—. La fama de que era un buen músico le vino de que, como bebía tanto, sus amigos tenían que explicar su conducta de alguna manera.

—¿Qué es lo que están diciendo de Abe North? ¿Qué le pasa? ¿Es que se ha metido en algún lío?

—¿Es que no ha leído The Herald esta mañana?

—No.

—Ha muerto. Lo mataron a golpes en un speakeasy en Nueva York. Sólo consiguió llegar arrastrándose al Racquet Club, donde murió.

—¿Abe North?

—Sí, claro. Dicen que…

—¿Abe North?

Dick se puso en pie.

—¿Están seguros de que ha muerto?

Hannan se volvió hacia McKibben:

—No fue el Racquet Club adonde llegó arrastrándose. Fue el Harvard Club. Estoy seguro de que no era socio del Racquet.

—Es lo que decía el periódico —insistió McKibben.

—Debe ser un error. Estoy seguro.

Muerto a golpes en un speakeasy.

—Pero da la casualidad de que conozco a casi todos los socios del Racquet Club —dijo Hannan—. Tiene que haber sido el Harvard Club.

Dick se levantó y también Tommy. El príncipe Chillicheff salió de su ensimismamiento —tal vez estaba estudiando una vez más las posibilidades que tenía de salir de Rusia algún día, pensamiento al que había dedicado tanto tiempo que era dudoso que pudiera abandonar de inmediato— y se dispuso a marcharse con ellos.

Abe North muerto a golpes.

Iban camino del hotel, pero Dick era apenas consciente de a dónde se dirigía. Tommy dijo:

—Estamos esperando que un sastre nos termine unos trajes para poder ir a París. Voy a trabajar con unos agentes de bolsa, pero no puedo presentarme a ellos así como voy vestido. Todo el mundo en tu país está haciendo millones. ¿De verdad te vas mañana? Ni siquiera vamos a poder cenar contigo. Resulta que el príncipe tenía una vieja amiga en Munich. La llamó por teléfono, pero hacía cinco años que había muerto, y vamos a cenar con las dos hijas.

El príncipe asintió con un gesto.

—Tal vez podría arreglarlo para que viniera también el doctor Diver.

—No, no —se apresuró a decir Dick.

Durmió profundamente y le despertaron los lentos acordes de una marcha fúnebre ante su ventana. Era una larga columna de hombres de uniforme que llevaban los típicos cascos de la guerra del 14, hombres gruesos con levita y chistera, burgueses, aristócratas, hombres del pueblo. Se trataba de una asociación de excombatientes que iba a depositar coronas de flores en las tumbas de los caídos. La columna avanzaba lentamente, con un aire que evocaba un esplendor perdido, un esfuerzo del pasado, un dolor ya olvidado. Aunque la tristeza de sus caras era sólo de circunstancias, Dick sintió una emoción en la que se mezclaban el pesar por la muerte de Abe y el lamento por su propia juventud de diez años atrás.