—¿Qué es lo que vas a abandonar? —preguntó Rosemary cuando estaban dentro del taxi, mirando de frente a Dick.
—Nada importante.
—¿Eres un científico?
—Soy un doctor en Medicina.
—¡Oooh! —exclamó ella, sonriendo encantada—. Mi padre también era médico. Entonces, ¿por qué no…?
—No es ningún misterio. No es que cometiera un acto deshonroso cuando estaba en la cumbre de mi carrera y tuviera que venir a esconderme en la Riviera. Simplemente no ejerzo. Pero nunca se sabe: es probable que vuelva a ejercer algún día.
Rosemary le acercó suavemente el rostro para que la besara. Dick se quedó mirándola un momento como si no entendiera. Luego, rodeándola con el hueco del brazo, apretó la mejilla contra la suavidad de su mejilla y, apartándose, se quedó mirándola de nuevo un largo rato.
—Qué criatura tan encantadora —dijo con aire grave. Ella le sonreía y sus manos jugaban maquinalmente con las solapas de su chaqueta.
—Estoy enamorada de ti y de Nicole. En realidad, ése es mi secreto. Ni siquiera puedo hablarle a nadie de vosotros, porque no quiero que ninguna otra persona se entere de lo maravillosos que sois. De verdad. Te quiero a ti y quiero a Nicole.
La había vuelto a llevar a la clínica. La había besado con indiferencia, más bien por complacerla. Después, ella había tratado de que la cosa llegara a más, pero Dick no tenía el menor interés, y luego, tal vez en consecuencia, la chica le había tomado aversión y se había llevado a su madre de la clínica.
—Es la carta de una perturbada —dijo—. No tuve relaciones de ningún tipo con esa chica. Ni siquiera me era simpática.
—Sí. Eso es lo que me gustaría creer —dijo Nicole.
—Supongo que no creerás lo que dice.
—Ya no sé qué creer.
Dick se sentó junto a ella y dijo, en tono de reproche:
—Esto es absurdo. Es la carta de una enferma mental.
—Yo fui una enferma mental.
Dick se puso en pie y habló en tono de más autoridad.
—Bueno, ya está bien de tonterías, Nicole. Ve a llamar a los niños y pongámonos en marcha.
Con el coche, que conducía Dick, fueron siguiendo los pequeños promontorios del lago, y el reflejo de la luz sobre el agua incendiaba el parabrisas. Pasaron, como por un túnel, entre cascadas de verdor. Era el coche de Dick, un Renault tan diminuto que todos sobresalían de él, excepto los niños, entre los cuales se elevaba la figura de la «mademoiselle» como un mástil en el asiento de atrás. Se conocían aquella carretera de memoria: sabían en qué punto exacto iban a sentir el olor de los pinos y del humo de las carboneras. El sol, que estaba alto y parecía tener una cara dibujada, golpeaba brutalmente los sombreros de paja de los niños.
Nicole estaba callada; a Dick le inquietaba su mirada fija y dura. A menudo se sentía solo junto a ella y muchas veces le cansaba con los breves torrentes de revelaciones de tipo personal que reservaba exclusivamente para él («Así es como soy» o «No, no, soy más bien así»), pero esa tarde se habría alegrado de que se pusieran a parlotear un rato de aquella manera: por lo menos habría tenido una idea de lo que estaba pensando. La situación era siempre más inquietante cuando se encerraba en sí misma y cerraba las puertas tras sí.
En Zug se bajó del coche la «mademoiselle» y los dejó. Antes de llegar a la feria de Agiri, los Diver tuvieron que adelantar a una caravana de apisonadoras gigantescas que les iban cediendo el paso. Dick aparcó el coche y, como Nicole le estaba mirando sin dar señales de querer moverse, dijo:
—Venga, cariño.
Los labios de ella se abrieron de pronto en una sonrisa tan espantosa que a Dick se le hizo un nudo en la garganta, pero hizo como que no la había visto y repitió.
—Sí, sí, ya voy —contestó, como arrancando las palabras de alguna historia que se estuviera desarrollando en su interior a tal velocidad que él no podía captarla—. No te preocupes, que ya voy.
—Pues ven, entonces.
Le dio la espalda a Dick cuando él se puso a caminar a su lado, pero seguía con la misma sonrisa, burlona y remota. Lanier le tuvo que repetir algo que le estaba diciendo varias veces y sólo entonces consiguió concentrar su atención en un objeto, un espectáculo de marionetas, que le sirvió como punto de orientación.
Dick no sabía muy bien qué hacer. La dualidad de puntos de vista en su relación con ella —el del marido y el del psiquiatra— entorpecía cada vez más sus facultades. Durante esos seis años Nicole le había hecho cruzar la línea divisoria en varias ocasiones, y le había desarmado al lograr inspirarle compasión o bien mediante algún rasgo de ingenio fantástico y sin relación con nada, de forma que sólo cuando ya había concluido el episodio y él mismo se había relajado, había tenido claridad mental suficiente para percatarse de que Nicole se había salido con la suya arrastrándole a un compartimiento no conforme a lo que él juzgaba razonable.
Tras una discusión con Topsy sobre si el Polichinela de aquel teatro de marionetas era el mismo Polichinela que habían visto el año anterior en Cannes, la familia reanudó su paseo a cielo abierto entre las casetas. Las anchas tocas de las mujeres, sus corpiños de terciopelo y sus faldas amplias y alegres de muchos cantones parecían de lo más recatado frente al colorido de los carromatos y las casetas pintados de azul y naranja. Se oía el tintineo lastimero de algún espectáculo seudooriental.
De repente Nicole echó a correr, tan de repente que por un instante Dick no se dio cuenta. Vio a lo lejos su vestido amarillo mezclándose con el gentío, un punto de color ocre en la frontera entre lo real y lo irreal, y se lanzó tras ella. Ella corría en secreto y en secreto él la seguía. Cuando el calor de la tarde se volvía más sofocante e insoportable se dio cuenta de que con la huida de Nicole se había olvidado de los niños; giró sobre sus talones y volvió corriendo a por ellos, los agarró a cada uno por un brazo y recorrió ansiosamente con ellos las casetas.
—Madame! —le gritó a una joven que estaba tras una rueda de lotería blanca—. Est-ce que je peux laisser ces petits avec vous deux minutes? C'est très urgent. Je vous donnerai dix francs[19].
—Mais oui[20].
Hizo que los niños le siguieran dentro de la caseta.
—Alors. Restez avec cette gentille dame[21].
—Oui, Dick.
Echó a correr de nuevo, pero ya la había perdido de vista. Estuvo mirando en el tiovivo hasta que se dio cuenta de que daba vueltas con él a su misma velocidad y miraba siempre el mismo caballo. Se abrió paso entre la gente que había en la cantina y luego, recordando que Nicole sentía predilección por las echadoras de cartas, levantó el borde de la tela de una tienda y miró en el interior. Una voz monótona le saludó:
—La septième fille d’une septième fille née sur les rives du Nil. Entrez, monsieur[22].
Soltó la tela y corrió hacia el lugar en que terminaba la feria, junto al lago, donde una pequeña noria giraba lentamente contra el cielo. Allí encontró a Nicole. Estaba sola en la barquilla que en aquel momento era la más alta de la noria y, al descender, vio que se estaba riendo a carcajadas. Se echó un poco hacia atrás, donde estaba la gente, la cual, a la siguiente vuelta de la noria, notó la risa excesivamente histérica de Nicole.
—Regardez-moi ça[23]!
—Regarde donc cette Anglaise[24]!
Volvió a bajar. Esta vez la noria se iba parando y se a pagaba su música; un grupo de personas se había congregado en torno a la vagoneta de Nicole, todas ellas impelidas por la extraña manera en que reía a sonreír idiotamente con ella. Pero en cuanto Nicole vio a Dick dejó de reír bruscamente; hizo un gesto de pasar de largo y huir de él, pero Dick la agarró por el brazo y se alejó con ella sin soltárselo.
—¿Por qué has perdido el control de esa manera? —Sabes perfectamente por qué.
—No, no lo sé.
—¡No me hagas reír! ¡Venga, suéltame! ¿Es que crees que soy idiota? ¿Es que crees que no me di cuenta de cómo te miraba esa chica… esa morenita? ¡Oh, es tan absurdo todo esto! Una niña que no tendría más de quince años. ¿Es que crees que no me di cuenta?
—Venga, vamos a parar aquí un momento. Y cálmate.
Fueron a una mesa y se sentaron. Nicole tenía una expresión de profunda desconfianza y movía la mano por delante de los ojos como si su campo de visión estuviera obstruido.
—Necesito beber algo. Quiero un coñac.
—Coñac, no. Si quieres puedes tomar una cerveza.
—¿Por qué no puedo tomar coñac?
—Vamos a dejar eso. Mira: toda esa historia de la chica son delirios tuyos. ¿Entiendes esa palabra?
—Sí. Cada vez que veo algo que no quieres que vea son delirios míos.
Dick se sentía de algún modo culpable, como en una de esas pesadillas en las que se nos acusa de un crimen que sin duda reconocemos como algo que hemos vivido pero que al despertar comprendemos que no hemos cometido. Apartó los ojos de ella.
—He dejado a los niños con una gitana en una caseta. Deberíamos ir a por ellos.
—¿Quién te crees que eres? —dijo ella—. ¿Svengali?
Quince minutos antes formaban una familia. Pero ahora se veía obligado a arrinconar a Nicole con el hombro para que no escapara, y le parecía todo, su matrimonio, los hijos, un peligroso accidente.
—Vámonos a casa.
—¡A casa! —rugió Nicole, con la voz tan descontrolada que en los tonos más altos temblaba y se quebraba—. ¿A estarme sentada pensando que nos estamos pudriendo y que las cenizas de los niños se pudren en cada caja que abro? —¡Qué asco!
Dick notó, casi con alivio, que lo que decía le estaba sirviendo de catarsis, y Nicole, que estaba hipersensibilizada, leyó en el rostro de él su cambio de actitud. Su propio rostro se serenó y le rogó:
—¡Ayúdame, Dick! ¡Ayúdame!
A Dick le invadió una sensación de angustia. Era terrible que una torre tan hermosa no se mantuviera firme en el suelo, sino sólo suspendida, suspendida de él. Hasta cierto punto aquello era justo. Para eso estaban los hombres, para ser puntal e idea, viga maestra y logaritmo. Pero en cierto modo Dick y Nicole habían pasado a ser uno y el mismo, no seres opuestos y complementarios; ella era también Dick, era la médula de sus huesos. Él no podía ver cómo Nicole se desintegraba sin ser parte de esa desintegración. Su intuición se desbordó en ternura y compasión. No le quedaba más remedio que recurrir a los métodos modernos y hacer intervenir a un tercero: llamaría a una enfermera de Zurich para que se hiciera cargo de ella durante la noche.
—Tú me puedes ayudar.
La dulzura con que trataba de imponer su voluntad le hacía perder el sentido a Dick.
—Tú me has ayudado otras veces y puedes ayudarme ahora.
—Sólo te puedo ayudar de la misma manera que antes.
—Alguien me podrá ayudar.
—Tal vez. Tú eres la que mejor te puedes ayudar. Vamos a buscar a los niños.
Había numerosos puestos de lotería con ruedas blancas. Dick se sobresaltó cuando preguntó en los primeros de ellos y le contestaron con gestos de no saber de qué estaba hablando. Nicole se mantenía apartada, con expresión agorera, negando a los niños, a los que no perdonaba que formaran parte de un mundo bien hecho que ella deseaba amorfo. Dick los encontró por fin, rodeados de mujeres que los examinaban con deleite como si fueran mercancías preciosas y de niños campesinos que los miraban con curiosidad.
—Merci, monsieur. Ah, monsieur est trop généreux. C’était un plaisir, monsieur, madame. Au revoir, mes petits[25].
Emprendieron el viaje de regreso embargados de una profunda tristeza; dentro del coche se sentía el peso de su recelo mutuo y su congoja, y las bocas apretadas de los niños revelaban el desencanto sufrido. La pesadumbre se presentaba con un color sombrío y terrible que les era desconocido. En algún momento, cuando ya estaban en las cercanías de Zug, Nicole hizo un esfuerzo desesperado y repitió una observación que había hecho antes acerca de una casa de un amarillo brumoso, algo apartada de la carretera, que parecía una pintura que no se hubiera secado del todo, pero fue sólo un intento de aferrarse a una cuerda que se estaba gastando con demasiada rapidez.
Dick trató de calmarse. La verdadera batalla comenzaría luego, cuando llegaran a la casa y se tuviera que pasar horas y horas procurando recomponer el universo para Nicole. No es desacertado que se diga de los esquizofrénicos que tienen doble personalidad: Nicole era alternativamente una persona a la que no hacía falta explicar nada y otra a la que nada se le podía explicar. Con ella era preciso insistir, afirmar, mantener siempre abierto el camino que conducía al mundo real y dificultar el acceso al camino por el que se huía de esa realidad. Pero la locura, con toda su brillantez y versatilidad, es comparable al agua de un dique que hábilmente logra filtrarse o desbordarse: se requiere el esfuerzo conjunto de muchas personas para combatir su acción. A Dick le parecía necesario que esa vez Nicole se curara con su propio esfuerzo. Quería esperar a que recordara todas sus crisis anteriores y se rebelara contra ellas. Cansinamente proyectaba reanudar el régimen que prácticamente habían interrumpido un año antes.
Dick había tomado un atajo que llevaba a la clínica a través de una colina. Al entrar en un breve tramo recto que corría paralelo a la ladera de la colina, pisó el acelerador y el coche viró bruscamente a la izquierda, luego a la derecha, derrapó y mientras Dick, con Nicole chillándole al oído, trataba de arrancar la mano demente que se aferraba al volante, se enderezó, volvió a virar bruscamente y se salió de la carretera, corrió por entre unos matorrales, derrapó de nuevo y fue a empotrarse contra un árbol formando un ángulo de noventa grados.
Los niños chillaban y Nicole chillaba y maldecía y trataba de arañarle la cara a Dick. La primera preocupación de éste fue cuál sería la posición del coche y, al no poder calcularla, se desembarazó de Nicole, saltó por arriba y sacó a los niños del coche; entonces vio que el coche estaba en posición estable. Por un momento permaneció allí, tembloroso y jadeante, sin poder moverse.
—¡Eres…! —gritó.
Nicole reía a carcajadas. No estaba ni atemorizada ni avergonzada: como si aquello no le concerniera. Nadie que hubiera aparecido en aquel momento se podría haber imaginado que ella había sido la causante de todo. Reía como un niño que acabara de cometer alguna travesura.
—Tenías miedo, ¿verdad? —le dijo a Dick en tono acusatorio—. ¡Querías vivir!
Hablaba con tal autoridad, y él se encontraba tan aturdido, que se preguntó si realmente le había asustado perder su propia vida, pero al ver la tremenda tensión que había en el rostro de sus hijos, que miraban alternativamente a uno y a otro, sintió deseos de aplastar con sus manos aquella horrible máscara que sonreía.
Arriba de donde se encontraban ellos había una posada, a medio kilómetro si se iba por la sinuosa carretera, pero a menos de cien metros si se subía trepando; uno de sus costados asomaba por entre los árboles de la colina.
—Coge a Topsy de la mano —le dijo Dick a Lanier—, así, bien apretada, y subid por esa colina. ¿Ves ese caminito? Cuando lleguéis a la posada, diles: «La voiture Divare est cassée[26]». Seguro que enseguida viene alguien.
Lanier, que no estaba seguro de lo que había ocurrido, pero sospechaba que era algo oscuro y sin precedentes, preguntó:
—¿Y tú que vas a hacer, Dick?
—Nosotros nos quedamos aquí junto al coche. Ninguno de los dos niños miró a su madre antes de ponerse en marcha.
—¡Tened cuidado al cruzar la carretera! ¡Mirad a los dos lados! —les gritó Dick.
Él y Nicole se miraron de frente y sus ojos eran como ventanas iluminadas a cada lado de un patio interior. Nicole sacó una polvera, se miró en su espejito y se atusó el pelo en las sienes. Dick miró cómo los niños subían por la colina hasta que desaparecieron entre unos pinos a mitad de camino; luego, examinó el coche para ver los desperfectos que había sufrido y pensar en algún medio de volver a sacarlo a la carretera. Observando la tierra pudo ver la trayectoria que había seguido el coche en zigzag durante más de treinta metros. Le entró una violenta sensación de hastío que nada tenía que ver con la ira.
Unos minutos más tarde llegó corriendo el propietario de la posada.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo ocurrió? ¿Iban a mucha velocidad? ¡Qué suerte han tenido! ¡Si no llega a ser por ese árbol se hubieran caído rodando colina abajo!
Aprovechando la presencia tan real de Émile, con su amplio delantal negro y el sudor que le corría por las mejillas regordetas, Dick le señaló a Nicole con toda naturalidad para que le ayudara a sacarla del coche. Pero entonces ella saltó por el lado que había quedado más bajo, perdió el equilibrio, cayó de rodillas y se volvió a levantar enseguida. Mientras miraba las maniobras de los dos hombres para mover el coche, adoptó un aire desafiante. Dick, que pensaba que incluso esa actitud era preferible, le dijo:
—Vete con los niños, Nicole.
Cuando ya se había ido, recordó que había querido tomarse un coñac y que allá arriba tenían. Le dijo a Émile que no se preocupara por el coche, que esperarían a que llegara el chófer con el coche grande para remolcarlo hasta la carretera. Se fueron los dos a paso rápido hacia la posada.