XIX

Al estar todavía bajo la profunda impresión que le había causado la muerte de su padre, la espléndida fachada de su patria, el puerto de Nueva York, le pareció a Dick un espectáculo a la vez triste y grandioso. Pero una vez en tierra, esa sensación que había tenido durante una hora se esfumó y ya no la volvió a tener ni en las calles ni en los hoteles ni en los trenes que le llevaron primero a Buffalo y luego a l sur, a Virginia, acompañando el cadáver de su padre. Sólo en el tren correo que avanzaba lentamente por la tierra arcillosa del condado de Westmoreland, entre bosques de arbustos y matorrales, se volvió a sentir identificado con todo lo que le rodeaba. En la estación vio una estrella que reconoció, y la luna fría sobre la bahía de Chesapeake. Oyó el chirrido de las ruedas de las calesas al girar, las entrañables voces con su tono de presuntuosa inocencia, el rumor de los indolentes ríos primigenios, que discurrían suavemente con los suaves nombres que les habían puesto los indios.

Al día siguiente enterraron a su padre en el cementerio, entre un centenar de Divers, Dorseys y Hunters. Sin duda se sentiría más a gusto allí, rodeado de todos aquellos familiares suyos. Arrojaron flores sobre la tierra parduzca removida.

Ya no había nada que atara a Dick a aquella tierra y no creía que fuera a volver nunca. Se arrodilló en el duro suelo. Conocía muy bien a todos aquellos muertos. Conocía sus rostros curtidos por la intemperie y sus expresivos ojos azules, sus cuerpos enjutos y tensos y sus almas forjadas por la nueva tierra en la sombría espesura del siglo.

—Adiós, padre mío. Adiós, antepasados. Adiós a todos.

En los embarcaderos de los vapores, con sus largos techos, uno se encuentra en un país que no es todavía aquél al que se dirige pero tampoco es ya el país del que va a partir. La nebulosa bóveda amarilla se llena del eco de todos los gritos. Al retumbo de los carretones se suma el de los baúles que se acumulan, el chirrido estridente de las grúas, el primer olor a mar. Uno anda apresurado aunque haya tiempo de sobra. Detrás queda el pasado, el continente. El futuro es la boca resplandeciente al costado del buque. El pasillo turbulento y mal iluminado es el presente, pero un presente demasiado confuso.

Al subir por la pasarela, la visión del mundo se reajusta, se encoge. Se es ciudadano de una república más pequeña que Andorra y ya no se está seguro de nada. Los hombres que están en la oficina del sobrecargo tienen una forma tan rara como los camarotes; los pasajeros y sus amigos lo miran todo con desdén. Luego llegan el lúgubre pitido ensordecedor, la tremenda vibración, y el barco, la idea humana, se pone en movimiento. El embarcadero y las caras que hay en él pasan de largo y por un instante el barco es un fragmento de ellos arrancado accidentalmente. De pronto las caras apenas se distinguen, ya no tienen voz, y el embarcadero es uno de tantos puntos borrosos a lo largo de los muelles. El puerto corre rápido hacia el mar.

Y con él corría Albert McKisco, que era, según los periódicos, la carga más preciada del buque. McKisco estaba de moda. Sus novelas eran refritos de las obras de los mejores novelistas de la época, toda una hazaña que no cabía menospreciar, y además, tenía un gran talento para edulcorar y degradar lo que copiaba, de modo que muchos lectores estaban encantados con lo fácil que les resultaba leer lo que él escribía. El éxito había mejorado su carácter, le había hecho más humilde. No se hacía ilusiones con respecto a sus aptitudes literarias: sabía que poseía más capacidad de trabajo que muchos hombres de superior talento y estaba decidido a disfrutar del éxito que había obtenido. «Todavía no he hecho nada que valga la pena», solía decir. «No creo poseer realmente genio. Pero si sigo intentándolo, tal vez llegue a escribir algún día un buen libro». Peores intenciones que ésas han dado excelentes resultados. Las innumerables humillaciones del pasado habían quedado olvidadas. En realidad, la base psicológica de su éxito había sido su duelo con Tommy Barban, a raíz del cual, y a medida que se iba haciendo más borroso en su memoria, se había creado un amor propio del que carecía. Al reconocer a Dick el segundo día de travesía, estuvo considerando primero si le saludaba o no, y luego se presentó en un tono cordial y tomó asiento a su Hado. Dick dejó lo que estaba leyendo y, pasados unos minutos, que fue lo que tardó en comprender que McKisco había sufrido un cambio, que ya no tenía aquel complejo de inferioridad tan molesto, descubrió que se alegraba de hablar con él. Mckisco estaba «muy impuesto» en más temas de los que dominaba el propio Goethe. Era interesante escuchar las innumerables mezcolanzas superficiales de ideas que presentaba como opiniones propias. Empezaron a tratarse y Dick comió varias veces con ellos. Los McKisco habían sido invitados a la mesa del capitán para las comidas, pero con incipiente esnobismo le dijeron a Dick que «no soportaban a aquella gente».

A Violet se la veía muy encopetada. La vestían los mejores modistos y no cesaba de maravillarse con los pequeños descubrimientos que las chicas de buena familia suelen hacer en la adolescencia. En realidad, podía haber aprendido todas aquellas cosas de su madre en Boise, pero su alma se había despertado melancólicamente en los pequeños cines de Idaho y no le había quedado tiempo para su madre. Ahora había sido «aceptada» —en un medio que comprendía a otros varios millones de personas— y era muy feliz, aunque su marido aún tenía que hacerla callar cuando daba muestras de excesiva ingenuidad.

Los McKisco se bajaron en Gibraltar. A la tarde siguiente, en Nápoles, en el autobús que les llevaba del hotel a la estación, Dick entabló conversación con una familia integrada por dos muchachas y su madre, que parecían desorientadas y nada felices. Ya se había fijado en ellas en el barco. Le invadió un deseo irresistible de ayudarlas, o de sentirse admirado. Consiguió hacerlas reír, las invitó a beber vino y observó satisfecho cómo iban recobrando su natural egoísmo. Les hizo creer que eran esto y lo otro y, siguiendo su plan hasta el final, bebió más de la cuenta para mantener la ilusión, y durante todo ese tiempo las mujeres estuvieron convencidas de que les había llovido un regalo del cielo. Se separó de ellas cuando la noche empezó a decaer y el tren a traquetear y resoplar entre Cassino y Frosinone. Después de unas extrañas despedidas a la americana en la estación de Roma, Dick se fue al Hotel Quirinal más bien agotado.

Mientras aguardaba en recepción, levantó de pronto la cabeza, asombrado. Como si estuviera bajo los efectos de una bebida que le bajaba ardiendo por el estómago y de repente enviaba una llamarada al cerebro, vio a la persona que había ido a ver, la persona por la que había cruzado el Mediterráneo.

Rosemary le vio al mismo tiempo; le reconoció antes incluso de identificarlo. Le miró sorprendida y, dejando a la muchacha con la que estaba, se apresuró a ir a su encuentro. Procurando mantenerse erguido y conteniendo la respiración, Dick se volvió hacia ella. Al verla cruzar el vestíbulo con su belleza reluciente, como un caballo joven recién aceitado y con los cascos barnizados, se sintió como si despertara bruscamente de un sueño. Pero fue todo tan rápido que lo único que pudo hacer fue tratar de que no se diera cuenta de lo fatigado que estaba. En respuesta a la mirada confiada y llena de ilusiones de ella improvisó una forzada pantomima con la que quería decir: «¡Con lo grande que es el mundo y te encuentro precisamente aquí!».

Ella puso sus manos enguantadas sobre las suyas en el mostrador de recepción.

—Dick… estamos rodando Qué grande era Roma. O por lo menos, eso creo. Podemos dejarlo cualquier día.

La miró fijamente, tratando de cohibirla un poco para que no viera tan claramente su cara sin afeitar y el cuello arrugado de la camisa con la que había dormido. Afortunadamente, ella tenía prisa.

—Empezamos muy temprano porque a eso de las once el cielo se nubla. Telefonéame a las dos.

Una vez en su cuarto, Dick consiguió calmarse. Pidió que lo despertaran al mediodía, se desnudó y se sumió literalmente en un profundo sueño.

No se despertó cuando lo llamaron sino a las dos, totalmente repuesto ya. Deshizo la maleta y dio los trajes a planchar y la ropa sucia a lavar. Se afeitó, se sumergió durante media hora en un baño caliente y luego desayunó. Caía el sol en Via Nazionale y dejó que entrara en su habitación abriendo las dobles cortinas con un tintineo de anillas metálicas. Mientras aguardaba a que le plancharan un traje, leyó en el Corriere della Sera sobre «una novella di Sinclair Lewis Wall Street nella quale l’autore analizza la vita sociale di una piccola cittá Americana». Luego trató de pensar en Rosemary.

Al principio no se le ocurría nada. Era joven y atractiva. De acuerdo. Pero también lo era Topsy. Suponía que en los últimos cuatro años habría tenido amantes y los habría querido. Bueno, ¿y qué? Uno no puede saber nunca el lugar que ocupa realmente en la vida de otra persona. Y, sin embargo, de esa inseguridad había nacido su afecto. Las mejores relaciones se establecen cuando uno quiere que perduren a pesar de conocer los obstáculos. El pasado volvía y Dick quería contener aquella elocuente entrega de sí misma que le hacía ella en su preciosa envoltura hasta que fuera sólo suya, hasta que ya no existiera fuera de él. Trató de pasar revista a todas las cosas hacia las que se podía sentir atraída: eran menos que cuatro años atrás. A los dieciocho años se puede ver a alguien que tiene treinta y cuatro a través del velo nebuloso de la adolescencia, pero a los veintidós años se ve a las personas de treinta y ocho con suficiente claridad. Además, en la época de su anterior encuentro, Dick estaba en un estado de especial sensibilidad afectiva, pero desde entonces su capacidad de entusiasmarse se había mermado bastante.

Cuando volvió el mozo, se puso una camisa blanca de cuello duro y una corbata negra con una perla; la cadena que sujetaba sus gafas de leer pasaba por otra perla del mismo tamaño que colgaba una pulgada más o menos por debajo. Al haber dormido, su cara había recobrado el tono marrón rojizo de muchos veranos en la Riviera, y para calentar el cuerpo se puso a hacer el pino sobre una silla hasta que se le cayeron de los bolsillos la estilográfica y unas monedas. A las tres llamó a Rosemary, la cual le invitó a subir. Como los ejercicios acrobáticos le habían dejado un poco aturdido, se detuvo en el bar a tomar un gin-tonic.

—¡Hola, doctor Diver!

Sólo debido a la presencia de Rosemary en el hotel pudo reconocer Dick inmediatamente al que lo llamaba. Era Collis Clay. Se le veía tan seguro de sí mismo como siempre, con aspecto de irle bien las cosas y unos carrillos enormes que antes no tenía.

—¿Sabe que Rosemary está aquí? —dijo Collis.

—Sí. Me la he encontrado.

—Estaba en Florencia y me enteré de que ella estaba aquí, así que me vine la semana pasada. No hay quien reconozca a la niña de mamá. Bueno, quiero decir —se corrigió—: Que era una chica tan bien educada por su madre y ahora es una mujer de mundo, ¿no? No se puede imaginar cómo tiene a estos chicos romanos. Hace lo que quiere con ellos.

—¿Usted está estudiando en Florencia?

—¿Yo? Sí, claro. Estudio arquitectura allí. Regreso el domingo. Me voy a quedar a ver las carreras.

Con gran dificultad, Dick consiguió impedir que pusiera su bebida a la cuenta que tenía en el bar, que parecía ya un informe de la bolsa de valores.