XIV

Dick se despertó a las cinco después de haber tenido un largo sueño sobre la guerra, fue hasta la ventana y se puso a contemplar el lago de Zug. El sueño había comenzado de una manera majestuosa y sombría: unos hombres de uniforme azul marino cruzaban una plaza oscura por detrás de unas bandas que tocaban el segundo movimiento de El amor de las tres naranjas de Prokofiev. Luego habían aparecido unos coches de bomberos, símbolos del desastre, y había habido una espantosa sublevación de los mutilados en un hospital de campaña. Dick encendió la lámpara de su mesilla de noche y anotó todo lo que recordaba del sueño, terminando con las palabras en parte irónicas «Neurosis de guerra del no combatiente».

Mientras se sentaba en el borde de la cama, tuvo la sensación de que todo estaba vacío: la habitación, la casa, la noche. En el cuarto de al lado Nicole se quejó en el sueño y Dick se compadeció de la soledad que pudiera estar sintiendo. Para él el tiempo estaba normalmente parado y cada pocos años se aceleraba precipitadamente como una película que se rebobinara muy deprisa. Pero para Nicole, el reloj, el calendario y los cumpleaños señalaban el paso de los años, y además debía hacer frente a la idea desgarradora de que su belleza se iba a marchitar.

Incluso el último año y medio pasado junto al lago de Zug le parecía una pérdida de tiempo a Nicole, pues lo único que señalaba el paso de las estaciones eran los obreros que trabajaban en la carretera, que tomaban un color rosa en mayo, marrón en julio, negro en septiembre y otra vez blanco en la primavera. Había salido de su primera enfermedad vibrante con nuevas esperanzas; era tanto lo que esperaba y sin embargo se había visto privada de una existencia propia, pues sólo vivía a través de Dick, y había criado hijos que sólo podía fingir dulcemente que quería, como si fueran huérfanos que tuviera a su cargo. Las personas que le atraían, rebeldes casi siempre, la perturbaban y no le convenían. Buscaba en ellas la vitalidad que las había hecho independientes o creativas o fuertes, pero buscaba en vano, pues sus secretos yacían enterrados muy hondo en luchas de su infancia que ya habían olvidado. Lo que a esas personas les interesaba más de Nicole era su armonía y encanto aparentes, la otra cara de su enfermedad. Llevaba una vida solitaria teniendo como si fuera propiedad suya a Dick, que no quería ser propiedad de nadie. Dick había tratado en vano muchas veces de soltar las fuertes amarras que la ataban a ella. Pasaban juntos muchos ratos maravillosos, noches enteras conversando entre los momentos de amor, pero siempre que se alejaba de ella y se encerraba en sí mismo, la dejaba con Nada en las manos que miraba y miraba y llamaba por mil nombres distintos aun sabiendo que era sólo la esperanza de que él volviera pronto.

Dick aplastó la almohada hasta endurecerla, se echó y apoyó la parte superior del cuello contra ella, como hacen los japoneses para que la circulación sea más lenta, y se durmió un rato más. Más tarde, mientras él se afeitaba, se despertó Nicole y se puso enseguida en movimiento, dando órdenes breves y tajantes a niños y criados. Lanier entró a ver cómo se afeitaba su padre. Desde que vivía al lado de una clínica psiquiátrica sentía una confianza ilimitada en su padre y una gran admiración por él, a la vez que una indiferencia exagerada hacia todos los demás adultos; los pacientes le parecían o bien gente excéntrica o bien gente supercorrecta pero sin vitalidad ni personalidad algunas. Era un muchacho guapo que prometía mucho y Dick le dedicaba gran parte de su tiempo y tenía con él una relación como la de un oficial comprensivo pero exigente con un recluta respetuoso.

—¿Por qué cada vez que te afeitas te dejas un poco de jabón en el pelo? —preguntó Lanier.

Dick separó con cuidado los labios cubiertos de jabón antes de responder:

—Nunca he logrado averiguar por qué, y me lo he preguntado muchas veces. Debe de ser porque me lleno el dedo de jabón al afeitarme las patillas, pero lo que no entiendo es cómo llega el jabón a lo alto de la cabeza.

—Mañana me voy a fijar bien.

—¿Es ésa la única pregunta que quieres hacerme antes del desayuno?

—¡Pero si no era una pregunta!

—De acuerdo. Entonces te debo una.

Media hora más tarde se dirigía Dick al pabellón donde estaban las oficinas. Tenía treinta y ocho años, y, aunque seguía sin dejarse barba, se le veía más aire de médico que cuando estaba en la Riviera. Llevaba ya dieciocho meses en la clínica, sin duda una de las mejor equipadas de Europa. Era de estilo moderno, como la de Dohmler. Es decir, ya no un solo edificio oscuro y siniestro, sino una especie de pueblecito, disperso pero no tan integrado como parecía a simple vista. Dick y Nicole habían aportado su buen gusto, por lo que el conjunto resultaba de gran belleza, y no había psiquiatra que pasara por Zurich que no lo visitara. Si se le hubieran agregado instalaciones de golf podría haber pasado perfectamente por un club de campo. El pabellón de la Eglantina y el de las Hayas, que albergaban a los sumidos en la eterna oscuridad, quedaban ocultos tras unos bosquecillos, como fortalezas camufladas. Detrás había un gran huerto del que se ocupaban en parte los pacientes. Los talleres de ergoterapia eran tres, estaban situados en el mismo edificio y era en ellos donde el doctor Diver empezaba cada mañana sus visitas. El taller de carpintería, donde entraba el sol a raudales, rezumaba dulzura de aserrín, de una edad de la madera ya olvidada; siempre había allí media docena de hombres dando martillazos, cepillando, aserrando, hombres callados que levantaban la vista de su trabajo cuando él pasaba y le miraban con expresión solemne. Como él mismo era buen carpintero, se quedaba un rato con ellos hablando con naturalidad de la eficacia de algunas herramientas, mostrándoles un interés personal en lo que hacían. Contiguo a este taller estaba el de encuadernación, adaptado para los pacientes más flexibles, que no eran siempre, sin embargo, los que más posibilidades tenían de curarse. El último de los talleres estaba dedicado a la fabricación de abalorios, telares y trabajos en latón. Las caras de los pacientes que se encontraban en él tenían la expresión de alguien que acabara de suspirar profundamente desechando algún problema insoluble, pero sus suspiros sólo indicaban el comienzo de otra serie inacabable de razonamientos, no lineales, como en las personas normales, sino girando en torno a un mismo círculo. Dándoles vueltas y más vueltas. Girando eternamente. Pero los colores de los materiales con que trabajaban eran tan vivos que podían producir a los visitantes momentáneamente la impresión engañosa de que todo iba bien, como en un jardín de infancia. A estos pacientes se les iluminaba la cara en cuanto aparecía el doctor Diver. Casi todos le tenían más simpatía a él que al doctor Gregorovius. Desde luego, todos los que habían vivido alguna vez en el gran mundo le preferían a él. Había unos pocos que pensaban que no les hacía caso, o que no era sencillo o que se daba aires. La reacción que provocaba en ellos no era tan distinta de las que despertaba fuera de su vida profesional, pero en este caso tenía un origen más tortuoso.

Había una inglesa que siempre le hablaba de un tema que ella consideraba suyo.

—¿Vamos a tener música esta noche?

—No sé —respondió—. No he visto al doctor Ladislau. ¿Le gustó lo que tocaron anoche la señora Sachs y el señor Longstreet?

—Regular.

—A mí me pareció excelente, sobre todo lo de Chopin. —A mí regular.

—¿Cuándo va a tocar usted algo para nosotros?

La mujer se encogió de hombros, muy satisfecha con la pregunta, como venía ocurriendo desde hacía varios años.

—Algún día. Pero sólo toco regular.

Sabían que no tocaba ningún instrumento. Dos hermanas suyas habían sido muy buenas concertistas, pero, cuando las tres eran jóvenes, ella se había mostrado incapaz de aprender solfeo.

Después de los talleres, Dick se fue a visitar la Eglantina y las Hayas. Por fuera estos pabellones parecían tan alegres como los otros; por necesidad, Nicole los había decorado y amueblado a base de rejas y barrotes disimulados y muebles fijos al suelo. Había mostrado tal imaginación en su trabajo —la inventiva, cualidad de la que carecía, la facilitaba el propio problema— que ni a una persona enterada se le podría haber ocurrido que el trabajo de filigrana ligero y gracioso en una ventana era el extremo fuerte y firme de una cadena, ni que los muebles que reflejaban tendencias tubulares modernas eran más sólidos que las macizas creaciones de los eduardianos; hasta las flores estaban sujetas por dedos de hierro, y el menor adorno o accesorio era tan necesario como una viga maestra en un rascacielos. Con sus ojos incansables había aprovechado cada habitación al máximo. Cuando alguien la felicitaba, decía bruscamente de sí misma que era un fontanero de primera.

Para aquéllos a los que no se les había averiado la brújula, ocurrían cosas muy raras en esos pabellones. El doctor Diver pasaba muchas veces un rato divertido en la Eglantina, el pabellón de hombres, donde había un extraño individuo, exhibicionista, que estaba convencido de que si le dejaban pasear desnudo desde l’Étoile hasta la Concorde iba a resolver un montón de cosas, y Dick pensaba que tal vez estuviera en lo cierto.

Su caso más interesante estaba en el pabellón principal. La paciente era una mujer de treinta años que llevaba seis meses en la clínica; una pintora norteamericana que había vivido muchos años en París. La información de que disponían sobre los antecedentes del caso no era muy satisfactoria.

Un primo suyo se la había encontrado un día en un estado de demencia total y, tras internarla brevemente y sin ningún resultado satisfactorio en uno de los centros de desintoxicación de los alrededores de París, dedicados fundamentalmente a tratar a los turistas víctimas de la droga y la bebida, se las había arreglado para llevala a Suiza. El día que ingresó era una mujer de una belleza fuera de lo corriente, pero se había convertido en una llaga viviente. Ninguno de los análisis de sangre que se le había hecho había resultado positivo y su dolencia se había catalogado, por llamarla de algún modo, como eczema nervioso. Dos meses llevaba con ella, sufriendo como si estuviera en un potro de tortura. Era coherente e incluso brillante, dentro de los límites de sus extrañas alucinaciones.

Era paciente de Dick en particular. Cuando estaba sobreexcitada, era el único médico que se podía «entender con ella». Varias semanas atrás, en una de las muchas noches que se había pasado sin poder dormir a causa del dolor, Franz había logrado hipnotizarla y había tenido unas cuantas horas de reposo necesario, pero no lo había vuelto a conseguir. La hipnosis era un método del que Dick desconfiaba y que rara vez, usaba, pues sabía que no siempre podía ponerse en situación. Una vez lo había intentado con Nicole y ésta se había reído sarcásticamente de él.

La mujer de la habitación 20 no le había visto entrar: la zona alrededor de sus ojos estaba demasiado hinchada. Tenía una voz potente, modulada y profunda que impresionaba.

—¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Me voy a quedar así para siempre?

—No. Pronto se va a pasar. El doctor Ladislau me ha dicho que ya hay zonas enteras que se están despejando.

—Si supiera lo que he hecho para merecer esto, lo podría aceptar con ecuanimidad.

—Es mejor que no busque una explicación metafísica. Para nosotros se trata de un fenómeno nervioso. Tiene que ver con el rubor. ¿Se ruborizaba fácilmente cuando era jovencita?

Estaba tendida con el rostro mirando’al techo.

—Desde que me salieron las muelas del juicio no he encontrado ninguna ocasión para sonrojarme.

—¿No ha cometido pequeños pecados y errores, como todo el mundo?

—No tengo nada que reprocharme.

—Tiene usted mucha suerte.

La mujer se quedó pensativa un instante. Su voz, a través de los vendajes que le cubrían la cara, llegó envuelta en cadencias subterráneas:

—Comparto la suerte de todas las mujeres de mi época que se atrevieron a luchar contra el hombre.

—Y, para su gran sorpresa, resultó una lucha como todas las demás —replicó Dick, adoptando su mismo tono solemne.

—Exactamente igual que todas las demás. Reflexionó un instante.

—Si no transiges y llegas a un arreglo, o logras una victoria pírrica o te quedas destrozada, hecha una ruina. Te conviertes en el eco fantasmagórico de un muro destruido.

—Usted no está destrozada ni hecha una ruina —le dijo Dick—. ¿Está segura de que la lucha iba en serio?

—¡Míreme! —gritó furiosa.

—Ha sufrido, pero muchas mujeres sufrieron antes de que se creyeran hombres.

Aquello se estaba convirtiendo en una discusión y Dick decidió hacer marcha atrás.

—En todo caso, no debe confundir un solo fracaso con la derrota definitiva.

—¡Qué bien habla usted! —dijo ella con desprecio. Y esas palabras, que traspasaban la costra de dolor, humillaron a Dick.

—Lo que nos importa es averiguar la verdadera razón de que esté usted aquí… —empezó a decir, pero ella le interrumpió.

—Estoy aquí como símbolo de algo. Yo pensaba que tal vez usted sabría de qué.

—Está enferma —dijo Dick maquinalmente.

—Entonces, ¿qué es lo que estuve a punto de encontrar?

—Una enfermedad todavía más grave.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

Se oyó mentir y sintió vergüenza de sí mismo, pero en aquel momento y lugar, sólo con una mentira se podía resumir un tema de tal magnitud.

—Fuera de eso sólo hay confusión y caos. No voy a tratar de sermonearla: nos damos perfecta cuenta de su sufrimiento físico. Pero sólo haciendo frente a los problemas de cada día, por muy insignificantes y tediosos que parezcan, podrá usted lograr que las cosas vuelvan a su cauce. Una vez que lo logre, tal vez pueda volver a explorar…

Se había puesto a hablar más despacio porque temía pronunciar las palabras a las que inevitablemente llevaba el hilo de su pensamiento: «las fronteras de la conciencia». No le correspondía a ella explorar las fronteras que los artistas se veían obligados a explorar. Era una mujer sutil, intuitiva; tal vez hallara reposo finalmente en alguna forma plácida de misticismo. Los que exploraban esas fronteras tenían que tener algo de sangre campesina, muslos poderosos y tobillos gruesos; tenía que ser gente capaz de aceptar el castigo como aceptaba el pan y la sal: en cada fibra de su carne y de su espíritu.

Eso no es para usted, estuvo a punto de decir. Es un juego demasiado duro para usted.

Ante la terrible majestad de su dolor, Dick se sentía atraído hacia ella sin reservas, casi sexualmente. Sentía deseos de tenerla en brazos, como tantas veces tenía a Nicole, y amar incluso sus errores, que de manera tan profunda formaban parte de ella. La luz anaranjada que se filtraba por la persiana echada, el sarcófago de su forma sobre el lecho, el trocito de cara, la voz que buscaba el vacío de su enfermedad y sólo hallaba abstracciones remotas. Cuando Dick ya se levantaba, vio cómo le corrían las lágrimas como lava por los vendajes.

—Esto es para algo —susurraba—. Algo debe salir de esto.

Dick se inclinó sobre ella y la besó en la frente.

—Todos debemos procurar ser buenos —dijo. Cuando salió de la habitación, mandó a la enfermera que fuera con ella. Le quedaban otros pacientes por visitar, entre ellos una muchacha americana de quince años a la que habían educado basándose en el principio de que el único objeto de la infancia era pasarlo bien. La visita de Dick se debía a que la muchacha acababa de cortarse todo el pelo con unas tijeras para uñas. No era mucho lo que se podía hacer por ella: varios casos de neurosis en su familia y ni una cosa estable en su pasado a partir de la cual se pudiera construir algo. Su padre, que era una persona normal y concienzuda, había tratado de proteger a su nerviosa progenie de los problemas de la vida y lo único que había conseguido era que no desarrollaran capacidad alguna de hacer frente a las sorpresas que la vida inevitablemente ofrece. Poca cosa podía decirle Dick:

—Helen, cuando tengas alguna duda debes preguntar a una enfermera. Tienes que aprender a aceptar consejos. Prométeme que lo harás.

¿Qué valor tenía una promesa para una mente enferma? Dick vio después a un frágil exiliado del Cáucaso amarrado, para más seguridad, a una especie de hamaca que a su vez estaba sumergida en un baño medicinal caliente, y a las tres hijas de un general portugués que se deslizaban casi imperceptiblemente hacia la paresia. Fue a la habitación contigua a la de éstas y le dijo a un psiquiatra trastornado que estaba mejor, cada vez mejor, y el hombre trató de leer la verdad de lo que decía en su cara, pues lo único que todavía le ataba al mundo real era la seguridad que podía encontrar en las palabras del doctor Diver. Después de esto, Dick despidió a un enfermero por inepto y ya llegó la hora de comer.